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LA noche estaba cubierta por
cientos de velas de cobre: sus cuerpos cilindricos bajaban,
saliendo de las poderosas naves, lanzándose hacia el centro de la
ciudad y dañando hasta el mismo manto de rocas con estruendos
increíbles. Verdes y violetas, las explosiones de los cilindros
Yagi creaban agudas distorsiones en las estructuras de los
edificios, y los incesantes destellos de los láseres encendían los
fuegos que completaban la destrucción. La ciudad de Ashur, en
Onaris, se preparaba para su rendición, todavía confundida ante el
sangrante salvajismo que le habían enviado desde los cielos.
Resistir era un suicidio, y no sabían
siquiera si con la rendición lograrían sobrevivir.
—Quizá empezó como un susurro en alguna
selva blanca; el rayo enfermo de un cuerpo roto, mecido en frío,
llorando inútilmente al sutil viento: ¿No sabéis que Dios está
muriendo?
La figura de un hombre joven yacía en
posición fetal en las inciertas sombras, apoyado contra una pared
derruida; se daba cuenta sólo en parte de la devastación que surgía
a su alrededor. Su conciencia estaba consumiéndose en una batalla
de proporciones desesperadas en las profundidades de su
cerebro.
—Quizá sean las sórdidas celdas en alguna
inhumana inquisición, donde un espíritu rompió la mente confundida,
no por el acero chamuscado, el nervio que alimenta, sino por una
amplia herida: ¿No sabéis que Dios está muriendo...
muriendo...?
El hombre se quejó, y se enderezó hasta
quedar sentado; se cubrió la cara con las manos. Un cohete Yagi,
verde y malicioso, sesgó la vida de un edificio cercano; el área
quedó inundada por los ladrillos que llovieron. Se hundió al fin,
incapaz de luchar.
—Quizá algún mártir manco, enloquecido sobre
la cruz, levantó la cabeza y gritó a los cielos: Dios mío, ¿por qué
me has abandonado? Y nunca le contestaron la última traición, la
blasfemia inmaculada: ¿NO TE LO HA DICHO NADIE? SE DICE QUE DIOS
ESTÁ MUERTO.
El joven se puso de pie y comenzó a andar
con lentitud, sin ver la plaza cubierta de escombros. Su paso
inseguro le llevó casi junto al futuro blanco de un cohete Yagi,
pero el destino y la suerte desviaron sus pies. Se acercó a la
pared de un edificio, retrocedió con la frente ensangrentada y se
volvió a hundir en las oscuras sombras de un pasillo en
ruinas.
—¡Bron! ¡Bron! Por favor, ¿por qué no
contestas?
No dio respuesta. La sangre goteaba de su
frente y le corría por la cara hasta la boca. De pronto, el trauma
y el dolor le forzaron a dejar su ensueño y le obligaron a aceptar
el ambiente brutal que le rodeaba. Por primera vez mostró
conocimiento del holocausto. Miró hacia las llamas que cubrían la
ciudad atormentada; la agonía y la comprensión se traslucían a
través de su magullada frente.
—Bron, por Dios, contéstame...
El cielo relampagueaba en diferentes tonos
de verde, a medida que los horribles cohetes encontraban y
destruían arsenales desconocidos. La carga de la explosión dañó al
edificio contra el que estaba, y sólo el instinto le hizo huir con
rapidez. Las paredes donde se había resguardado se rompieron en mil
pedazos, igual que la puerta contra la que había descansado su
espalda unos segundos antes.
—Bron, ¿me estás recibiendo?
—Te escucho... —se detuvo en un lugar de la
plaza y se obligó a sí mismo a hablar; su voz estaba enfurecida,
con un tono casi de histeria—. ¿Dónde estás? Te oigo, pero no puedo
verte.
—¡Júpiter! —la voz sonó estupefacta—. ¡No!
Debes estar bromeando. Seis años y tres meses del presupuesto del
Comando fueron necesarios para colocarte donde estás... ¡y ahora
finges amnesia! Bron, debes estar bromeando...
—Nunca me sentí tan poco dispuesto a
bromear. Me siento enfermo. ¿Quién eres... si no eres mi
imaginación?
—Despacio, Bron, despacio. La explosión te
debe haber conmocionado. Estás en mala forma, por lo que me dices.
Tuve que usar el disparador semántico para sacarte del coma.
¿Puedes recordar algo?
—Nada. No sé ni quién soy yo, ni quién eres
tú. Parece que estás hablando dentro de mi cabeza. ¿Es que tengo
alucinaciones?
—De ninguna manera. Todo esto tiene una
explicación racional. Sólo falla tu memoria.
—¿Dónde estoy?
—En la ciudad de Ashur, en el planeta
Onaris. Estás bajo un ataque de las naves Destructoras.
—Y tú me oyes. ¿Cómo me puedes oír? ¿Dónde
estás?
—¡Por Júpiter! Esto se pone feo. Oye... no
tenemos tiempo para explicaciones en este momento. Primero tienes
que salir de esa plaza, y encontrar un lugar para descansar. Te lo
explicaré después, si tu memoria no vuelve. Por ahora, tendrás que
fiarte de lo que te digo.
—¿Y si no lo hago?
—No me amenaces, Bron. Hay mucho en juego.
Si recuerdas lo que eras y por qué estabas allí, harías mejor en
mantenerte callado. No me hagas demostrarte el porqué.
Bron sujetó su cabeza con las dos manos
durante medio minuto; después se enderezó.
—Muy bien. Lo acepto por ahora. ¿Qué quieres
que haga?
—Muévete, márchate del centro de la ciudad.
Los daños no serán tan graves en la periferia. Al otro lado de la
plaza, como la miras tú, hay un paso subterráneo. Síguelo hasta que
yo te diga dónde debes torcer. Permaneceré contigo.
Bron se encogió de hombros y siguió las
instrucciones, dándose perfecta cuenta de la furia que surgía del
cielo. Era obvio que la nave que se movía por encima se preparaba
para aterrizar: sembraba un profundo surco en la fresca carne de la
ciudad, y con gran salvajismo eliminaba toda resistencia en las
áreas circundantes. La relativa ausencia de población en el área
atacada hacía pensar que la atrocidad ya había sido anunciada. Un
grito creciente hacia el este le indicó dónde había aterrizado otro
transbordador espacial. Hubo algo que removió un hilo en su
memoria, pero su ocupación lo eludió.
Con precaución, escogió su camino alrededor
de las esquinas de la plaza; un desconocido talento le hacía
utilizar el máximo de cuidado contra los devastadores cohetes. Por
fin encontró el paso subterráneo. La calle de la que Ashur se había
sentido más orgullosa era ahora un valle de escombros adornado con
fuegos.
—Tú..., la voz que estás en mi cabeza, ¿me
escuchas?
—Siempre estamos escuchando.
—¿Cómo me escucháis?
—Tienes implantado en tu cerebro un
transmisor bioelectrónico. Con nuestros equipos podemos oírte y
hablarte, no importa donde estés.
Bron, en silencio, meditó lo anterior.
—¿Quién eres?
—Somos tus asociados en la guerra. Soy el
doctor Veeder. ¿Te dice algo mi nombre?
—No.
—Ya te lo dirá. También está Jaycee, y
Ananías. Nosotros tres somos tus compañeros invisibles, como hemos
sido antes en el pasado. Todos formamos parte de un equipo.
—¿Qué equipo?
—El grupo de Asuntos Especiales, adjunto al
Comando Estelar.
—¡Ah!
—¿Te recuerda algo?
—Recuerdo que fui un comando, pero no aquí.
Recuerdo... Tierra, Delhi y... Europa. No recuerdo nada después de
Europa.
—Eso tiene sentido; cuando te marchaste de
Europa, empezaste con Asuntos Especiales. No me sorprende que tu
psiquis escoja ese momento para empezar a olvidar...
¡Cuidado!
Bron se movió. La palabra cuidado y la
reacción de su propio instinto coincidieron. Un cohete Yagi se
estrelló contra el asfalto unas decenas de metros por delante de
él. El retroceso de la descarga le cogió mientras se volvía y le
tiró hacia un lado, aturdido pero sin heridas. Mientras el cohete
deshacía una columnata, él se volvió a poner en pie, temblando a
causa del shock.
—¡Oye, tú!
—¿Qué te pasa, Bron? ¿Estás herido?
—Viste cuando venía el cohete. ¿Cómo lo
hiciste? —Bron respiraba con dificultad.
—Sí, lo vi. He estado tratando de decírtelo
con calma, ya que el reaprendizaje de los hechos puede ser un
choque traumático en tus condiciones actuales.
—Déjate de sermones. ¿Puedes verme?
—No te veo a ti, pero veo a través de tus
ojos... y escucho a través de tus oídos. Día y noche observamos y
escuchamos cada faceta de tu experiencia. Ése es nuestro trabajo,
el de Jaycee, Ananías y el mío. También te hablamos... y tú no
puedes callarnos. Nuestras voces son transmitidas a tu cerebro.
También podemos realizar otras cosas, pero ya hablaremos sobre
ellas. Por ahora, sigue mis instrucciones. Te encontraremos un
lugar para descansar.
—Muy bien.
Bron aceptó la orden con resignación. No se
sentía en un estado mental como para oponerse a la voz dentro de su
cabeza. Estaba físicamente agotado; temblaba, y necesitaba
descansar. Se introdujo dentro de sí mismo y siguió las
instrucciones; su camino iba hacia las esquinas más oscuras de las
calles y fuera de los focos principales de ataque. Al fin, la voz
pareció cesar. Incapaz de seguir por sus propios medios, corrió
unos cuantos ladrillos con sus pies, se sentó sobre el asfalto y se
durmió.