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BRON examinó la camisa con
cuidado. Se pegaba a sus dedos como si cada fibra de su tejido,
parecido a la lana, estuviera compuesto de microscópicas púas. Con
decisión rápida se quitó la ropa y se puso la prenda; por unos
minutos su suavidad fue lujuriosa: su elasticidad hacía que se
ajustase perfectamente a los contornos de su cuerpo. Pero unos
segundos más tarde, se encontró rezando por primera vez en su
vida.
Con algo semejante al pánico mortal trató de
arrancar la camisa de su cuerpo, pero los miles de púas estaban
engarzadas firmemente a su piel. No había ninguna forma de
quitársela, como no fuera rasgando la piel a tiras. El picor y el
pánico lo llevaron casi al borde de la histeria, antes de que
pudiera razonar fríamente.
Jaycee se rió.
—Aparentemente es el equivalente moderno a
la camisa de pelo de los peregrinos. La contemplación, la
concentración y el sufrimiento enriquecen la mente y ennoblecen el
espíritu. Y vamos a decirlo, Bron: tu mente y tu espíritu estaban
destinados para algo drástico. Estoy ansiosa por ver las
mejoras.
—¡Maldita seas, perra! Un día te haré
arrepentir de haber dicho eso.
Se oyó un golpe en la puerta. Era de nuevo
el estudiante.
—Maestro Haltera, siento molestarle en sus
devociones. El preceptor me pidió que le llevara a la unidad de
Sincretismo.
—No es molestia —dijo Bron—. Ya he hecho mis
dedicaciones.
Junto a la puerta, el joven puso sus
nudillos en su frente.
—Puede apoyarse en mi brazo si lo desea,
Maestro —sus ojos buscaban la camisa, aunque el cuello sobresalía
por debajo de la capa.
—Gracias, no.
Bron declinó el ofrecimiento, ya que la
síntesis actuó de esa forma; pero por la mirada en los ojos del
joven supo que la camisa era una tortura poco conocida.
Mientras caminaba, Bron pudo escuchar a
Jaycee catalogando el camino. Su propia conciencia estaba casi
absorbida por el doloroso conocimiento de la camisa de la
penitencia, y no estaba en condiciones de ver nada. A la puerta de
la unidad del Sincretismo, el estudiante le saludó con sus nudillos
en la frente como en momentáneo rezo, entonces se marchó.
Bron tocó la manilla de la puerta. Después
de trastear unos segundos, la puerta se abrió y entró en el
laboratorio para dar su primera y única tutoría en
sincretismo.
Esta vez se quedó impresionado. El equipo de
enseñanza y las computadoras debían de haber costado una fortuna.
Su audiencia era de unas cien personas, cada uno trabajando en
cubículos solitarios que tenían acceso inmediato a las computadoras
con un monitor que medía en tiempo real sus propias respuestas. El
panel de distribución, ejecución y análisis era una obra maestra de
ingenio, y le hacía capaz de corregir en segundos el fallo de un
estudiante en entender un simple punto o palabra.
Enfrentado con una específica demanda, el
conocimiento almacenado en el carácter sintético alojado en el
cerebro de Bron producía toda la información necesaria. Débil a las
presiones de la síntesis, dejó que sus manos dispusieran de canales
y controles, no entendiendo sus acciones hasta el momento en que
eran ejecutadas. Mientras seguía los movimientos de sus dedos,
empezó a entender los instrumentos delante de él. Su lectura
llegaba con rapidez a su mente: primero hablaba, y comprendía
después.
La concentración le servía para distraer su
atención de la camisa, pero el irritante dolor de la penetración en
la piel era una distracción que le causaba dos estados mentales:
concentración profunda y desesperación. Su cuerpo reaccionaba
además con violencia al ataque: una erupción alérgica se extendió
por sus manos y cara, y le produjo una inflamación alrededor de los
ojos.
—Jaycee, esta camisa me está matando.
Pregúntale a Ander cómo me puedo quitar esta maldita cosa.
—Ya lo hice. Sólo con cirugía muy extensa;
no hay forma de quitarla antes de tiempo. Pero las fibras son
sensibles a la histamina. Cuando la reacción alérgica eleva la
histamina en tu cuerpo a un nivel suficiente, las fibras se
desprenderán por sí solas.
—Por Dios, ¿cuánto tiempo llevará?
—Depende de la susceptibilidad del
individuo. Pueden ser treinta y seis horas.
—¡Ya veo! —dijo Bron—. ¿Has preguntado al
amigo Ander qué proporción existe de los que han muerto por
shock?
—Sí. Como un diez por ciento. Bron, si lo
hubiéramos sabido, nunca te hubiéramos permitido ponértela.
—¿De qué lado está Ander?
—Aparentemente del nuestro. Dijo que el
elegir la camisa era para mantenerte en el carácter de Haltera.
Hemos pasado por alto que la mayoría de los descendientes de
Prosper Haltera están algo locos.
La tutoría duró cinco horas; después volvió
a su celda. Su período como educador había sido agonizante, pero al
menos había distraído su mente de la camisa. El período de ocio no
ofrecía tal distracción. La reacción alérgica de su cuerpo asumía
proporciones alarmantes. Los músculos de sus brazos y piernas
estaban empezando a reaccionar con dolor, lo que significaba que la
toxina se extendía por medio de la circulación de la sangre. En
ocasiones pensó que detectaba los primeros signos de delirio en su
cerebro.
Por desear otra alternativa, Bron se tendió
de espaldas con mucho dolor y dejó que el solitario foco de luz
deslumbrara sus ojos. Al variar el ángulo de su visión, podía
enfocar la palabra FELIZ, o el punto de luz, o pasaba al infinito.
Mientras se acercaba a un estado auto-hipnótico experimentaba
lentas alteraciones de luz y oscuridad, hasta que finalmente se
durmió.
—...en las sórdidas celdas de alguna
inhumana inquisición un espíritu salió...
—¡Déjame, Jaycee! ¿Qué pasa?
—Tocan a la puerta, Bron. Hay dos hombres
afuera.
—¡Maldita sea! No puedo soportar más tiempo,
Jaycee. Si esto no se acaba pronto, ya no lo contaré.
—Doc está tratando de hablar con Ander para
averiguar de qué está hecha la camisa. No le resulta fácil, porque
la biología nativa de Onaris no es su campo.
Bron bajó los pies con mucho esfuerzo e
intentó ponerse de pie. El dolor en sus articulaciones desafío sus
movimientos, pero gradualmente sus miembros le dieron el soporte
necesario. Se paró como un enfermo.
Los dos hombres iban vestidos de forma
diferente a él o a los estudiantes. Sus túnicas amarillas les
facilitaban sus movimientos.
—Maestro Haltera, es hora de que tome su
lugar como testigo en la asamblea vespertina.
La síntesis emitió su desaprobación en la
mente de Bron.
—¿Desde cuándo es costumbre escoltar a un
penitente a su lugar? —la frase era pura intolerancia de
Haltera.
—El preceptor insiste, como manifestación de
la disciplina espiritual.
—La disciplina viene de dentro de uno mismo,
no por imposición. El precepto se sobrepasa. Iré yo solo.
Los guardianes parecían inseguros de su
posición. Bron tomó ventaja del hecho y se puso a caminar,
enfadado, ya que la síntesis se enojó ante la indignidad de que la
hora más privada de un hombre fuera supervisada por
guardianes.
Entró en la iglesia y cruzó la nave central,
girando hacia la sagrada reliquia. Una fuerza mayor que su propia
voluntad le hizo arrodillarse y mirar hacia la retorcida criatura.
Sus nudillos buscaron su frente. Después de varios minutos así,
intentó levantarse, pero sus piernas se quedaron rígidas, se dobló
y cayó.
Los guardianes aparecieron en seguida. Lo
llevaron a una de las hornacinas que estaban a los lados del altar.
Había anillos para sujetar a un hombre por los brazos en una
posición en la que, si se desmayaba, su cuerpo seguía derecho. Allí
fue atado, mirando hacia la iglesia.
Durante la hora previa a que se congregara
la asamblea, perdió el sentido varias veces en un semisueño
delirante que era como un lapsus en el tiempo, más que una
condición humana. Cuando despertó, la asamblea de profesores y
estudiantes ya había entrado y se había sentado en sus lugares en
los bloques de piedra. El preceptor entró en ultimo lugar, con el
traje de ceremonias como un clérigo mayestático. Echó una rápida
mirada a Bron y su miseria.
La ceremonia fue larga y aburrida, llena de
salmos y respuestas complicadas, y los sermones eran más dogmáticos
que razonables. Bron trataba de combatir las lagunas de oscuridad
que interrumpían sus pensamientos, intentando calibrar las
expresiones de la asamblea por el rezo de los individuos y sus
verdaderos sentimientos. Dominaba el interés y la participación.
Sólo unos pocos, como el preceptor, eran en extremo sádicos. Para
el resto, era sólo parte de las normas aceptadas.
La voz de Jaycee le llegó con
urgencia:
—Bron, esto es lo que estábamos esperando.
Escucho ruidos producidos por vehículos pesados; los Destructores
se están acercando. Podemos esperar su llegada en cualquier
momento.
Como palio a sus palabras, una gran
explosión retumbó a través de los corredores y resonó en la cavidad
del vestíbulo. El preceptor tartamudeó un momento en su rezo, pero
continuó. La segunda explosión, más incisiva esta vez, rompió en
trozos la puerta hacia el interior.
Surgió el pánico cuando grupos de soldados
armados se abalanzaron a través de la entrada llena de humo. Se
desplegaron profesionalmente cruzando la parte trasera de la
iglesia, esperando solo algún acto por parte de la asamblea para
abrir fuego. Las palabras del preceptor continuaron, hasta
detenerse cuando se enfrentó con la realidad que ahora no podía
denegar.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren? ¿No
saben que éste es un terreno sagrado? —su voz producía ecos a
través de la larga nave, recogiendo resonancia de los múltiples
rebotes en la bóveda, tan alta.
El soldado que dirigía habló:
—Tenemos asuntos de los Destructores aquí.
¿Dónde está uno que se llama Ander Haltera?
—Está aquí, haciendo penitencia. Le prohibo
a él hablar con usted.
—¡Tranquilo, viejo tonto! Yo doy las órdenes
aquí —y para recalcar su autoridad, destruyó tres de las
cristaleras de las ventanas con su rifle—. Dejad que Haltera salga,
o seréis vosotros los que os deshagáis, y no el cristal.
—¡Le prevengo! —el preceptor no había
advertido que su posición estaba perdida—. Este comportamiento es
sacrílego. Les exijo que se marchen.
Un simple disparo a la cabeza derribó al
preceptor del púlpito. Su desaparición de escena fue tan repentina
que fue casi un anticlímax.
—Ander Haltera.
Alguien en el fondo de la nave fue forzado a
punta de pistola a señalar a Bron. Los restantes invasores
cubrieron la asamblea. Nadie ofreció resistencia. El poder de fuego
de los Destructores era, como nunca, más que adecuado para una
masacre.
—¿Es usted Haltera, el sincretista?
El jefe de los Destructores se paró delante
de Bron en la hornacina, frunciendo el ceño a la vista de las
esposas, y del sudor que mojaba la camisa de Ander.
—El mismo.
—¿Qué están haciendo con usted? ¿Es que le
quieren matar?
La pregunta era retorcida, pero llevaba una
refrescante corriente de cordura. El Destructor soltó las anillas
que sujetaban a Bron por las muñecas, y le bajó. Bron sólo dio un
paso incierto antes de que sus rodillas se doblaran y cayera al
suelo. Ya en un estado de delirio y con la conciencia nublada,
trató de elevar su cuerpo y estar de pie, pero sus brazos eran
incapaces de la tarea. Se encontró indefenso, con la mirada puesta
en la retorcida figura de la sagrada reliquia.
—Jaycee... ¿cómo demonios... se llama
eso?
—Es un juguete que
usaban los niños de Tierra. Una réplica de algo que se llamaba
oso.
—¿Tiene siempre esos ojos?
—No. Un niño debe
haber jugado con él hasta que uno de los botones que formaban sus
ojos se cayó. Se dice que perteneció a Prosper Haltera, el fundador
de la colonia de Onaris y del Seminario.
—¡Oh, Dios, la broma eterna!
—Estás delirando,
Bron. Tiéndete tranquilo. Voy a buscar a Doc.
—Maldita seas, Jaycee... ¿no lo ves? Feliz
llevo mi cruz... ¡Maldito... oso bizco!
—Deja de hablar, Bron.
Estás gritando. Estás...
Bron casi se reía, mientras una gran
oscuridad le cubría.