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LA nave cayó en la fase tranquila del vuelo, y las presiones se aliviaron con rapidez. Bron se desabrochó el cinturón y lo dejó caer, encontrándose de repente con que se le había dejado sin nada específico que hacer: sólo buscar la única oportunidad de sobrevivir entre diez mil millones.
Su situación no era envidiable. No debía hacer nada que pudiera poner en peligro el éxito del proyecto, pero dentro de esos débiles confines estaba autorizado a buscar su propia salvación. Pero, ¿quién era él? ¿Qué era este paquete de carne humana, de quien tanto parecía haber dependido?
En la quietud de su propia cabina, la pregunta, de repente, le pareció de gran importancia.
—Jaycee, ahora cuéntame algo sobre mí mismo. ¿Qué otro nombre he tenido, además de Bron?
—Ninguno —la voz de Jaycee respondió con tranquila malicia—. Una delegación comercial de la Tierra te encontró en una calle mercado de Anhatine, en Hela seis. Habían alquilado un vehículo, y en su descenso aplastó un montón de basura. Tú estabas debajo; tenías cuatro semanas y nadie quería saber nada de ti. Hubiera deseado que te dejaran allí, pero te recogieron porque eran de la Tierra y, por lo tanto, escrupulosos sobre la destrucción de una vida joven. Te llevaron con ellos al puerto del espacio, de donde deberían despegar. Ni la policía ni la aduana estaban interesados en ti, así que te embarcaron hacia la Tierra, y te inscribieron como un animal de demostración. Cómo has obtenido tu nombre, nadie lo sabe; quizá fuera el sello de la aduana en tus documentos de exportación de ganado. En cierta forma, es bastante apropiado.
—¿No me estás mintiendo, Jaycee?
—No, está todo en los archivos. En la Tierra, tu presencia resultó vergonzosa para la delegación. Te descargaron en un orfelinato paramilitar, dirigido por un tal doctor Harvestine. Harvestine era un rufián patológico, pero también un buen maestro. Cuando tenías siete años, habías aprendido lo suficiente sobre las artes brutales para romperle el cuello al doctor en un combate sin armas. Sólo el Colegio del Comando ofrecía el tipo de currículum al que te habían acostumbrado, así que los tribunales te enviaron a dicho Colegio.
»Durante los quince años siguientes recibiste la práctica que los Comandos te inculcaron en forma de entrenamiento. Persistías en ser el número uno, tanto en lo académico como en lo militar. Tuviste éxito en todo lo que te enseñaron, desde el uso de las diferentes armas y la táctica en los combates, hasta las matemáticas superiores. Pero una inalterable característica existía en ti: una inveterada capacidad para generar el caos.
—¿Caos?
—Sí, Bron. La habilidad de manipular un sistema contra sí mismo hasta que se rompe y se desintegra. Entonces, cuando todo el mundo corre en círculos, adivina: ¿quién se mueve a través de las ruinas, comprometido en buscar sus propios fines?
—¿Y ése soy yo?
—Ése eres tú, Bron. Todo lo tuyo es caos. Tu vida íntima es el caos, y lo mismo le sucede a la mayoría de aquéllos con quienes estás implicado. Tú cultivas el caos, y cuando el lío es gordo, entras recogiendo los pedacitos que piensas que te convienen, y luego los desechas si no son lo que buscabas. Haces esto tanto con la gente como con las cosas, y sin pensar jamás en las consecuencias.
—Dime, Jaycee, ¿nos hemos visto alguna vez?
—Eso es información secreta, Bron. No puedo contestarte.
—¡Maldita seas! Le preguntaré a Doc.
—Obtendrás la misma respuesta de cualquiera de nosotros. Nuestra relación está equilibrada sobre una base psicológica, y ni tú, ni nada, ni nadie va a turbar ese equilibrio.
—No computes esto, Jaycee. Si alguna vez vuelvo a la Tierra, tendrán que buscar más que un Comando Estelar para alejarme del objetivo que tengo en mente ahora mismo.

 

 

 

La puerta se abrió con brusquedad, y dos tripulantes armados le hicieron gestos desde el pasillo.
—Bron Haltera, Cana quiere verle. ¡Venga!
Esta vez no hubo intento de respeto. Una orden corta y un movimiento con una pistola era la indicación de un arresto, más que una petición de compañía. Bron se encogió de hombros y se volvió como le dijeron.
—Esto parece el fin, Jaycee —dijo, sin pronunciar las palabras.
—Voy a traer a Doc al control. Si hay algo que podamos hacer...
—Tú sabes que la única maldita cosa que puedes hacer es matarme, para impedir mi confesión bajo tortura.
El grupo se detuvo delante de la puerta de Cana. Cuando le indicaron que podía entrar, los vigilantes se pararon en la puerta con las pistolas preparadas. Cana estaba sentado ante su mesa de trabajo: una figura solitaria sumida en las profundidades de su pensamiento, con la barbilla apoyada entre las manos y los codos sobre la mesa pulida. Pero el aura de poder que su presencia despertaba era mucho mayor que la simple imagen visual que presentaba.
—Siéntese, Sincretista —dijo, después de un rato—. Creo que ha concluido sus investigaciones sobre el origen del misil.
Bron se relajó.
—Sí, he concluido.
—He comprobado una reimpresión de sus cálculos. Le puedo asegurar que sus respuestas coinciden exactamente con las nuestras. He advertido que programó la computadora con un formato de medios de defensa, en lugar de la clásica técnica de pensamiento almacenado. Uno se pregunta hasta dónde se extiende el sincretismo...
Sus ojos penetraron a Bron con una comprensión tal, que le dejó con una sensación de debilidad. Una ligera sonrisa curvó los labios de Cana, sonrisa que surgió de algún lugar profundo de su intelecto.
—Es usted un hombre con muchos talentos, Sincretista. Y supongo que no los hemos visto todos. Pero es lo que uno debería esperar de usted.
—No entiendo el por qué del énfasis —dijo Bron.
Cana frunció el entrecejo.
—Pienso que ya ha descubierto de dónde procede el misil.
—Desde luego. O se originó desde un lugar en Messier 31 hace aproximadamente 700 millones de años..., o desde una nave de transporte en alguna parte del vacío, unas horas antes del ataque. Por la posición de su cerco de naves en el rendezvous, es obvio que ustedes sabían que el misil bajaba hacia Onaris, y conocían de antemano los detalles precisos de su trayectoria.
—Y eso implicaría que la nave de transporte que llevaba el cohete era nuestra, y llevamos a cabo la destrucción de Onaris sólo para entretenerle a usted...
—Me lee correctamente —dijo Bron; el conocer su muerte cercana e inevitable le daba un coraje fatalista.
—No es un tonto, Sincretista —dijo Cana—, ni tampoco es usted un megalomaníaco. Pregúntese por qué demonios iríamos a tal extremo sólo por divertirle a usted. La respuesta es que no lo haríamos. Para alcanzar la verdad de la situación, es necesario hacer una inversión. No anticipamos ese misil, sino que él nos anticipó a nosotros. Y su punto de origen queda en Messier 31.
—Eso no lo creo. ¿Ha examinado las implicaciones de dicha afirmación?
—Sí —Cana mantenía su calma de intelectual—. Las implicaciones son simplemente que hace 700 millones de años alguien... o algo, en Andrómeda, previó los detalles precisos de nuestra incursión en Onaris y nuestra adquisición de usted, y calcularon los pasos para detener su realización. Los cálculos fueron tan fantásticos, que fueron exactos en cuanto a la localización y con sólo dieciséis horas de demora en cuanto al tiempo. Es casi la misma historia dondequiera que vamos, pero el margen de tiempo cada vez se va acortando. Según nuestros cálculos, podremos huir en cuatro incursiones más. Si lo intentamos en la quinta, estaremos allí al mismo tiempo que llegue la bomba.
—Supongamos que se marcharan antes, o cambiaran su destino...
—Es igual. Es la acción que finalmente ejecutamos, no las decisiones que llevan a ella, lo que importa. Si planeamos una incursión y dejamos nuestra intención en suspenso hasta el último instante, no aparece ningún misil. Algunas veces sólo yo he conocido la intención de cancelar una incursión; pues bien, hace 700 millones de años incluso ese capricho mío fue anticipado. Si planeamos un blanco y luego cambiamos a otro alternativo, es al alternativo a donde se dirige el misil..., y fue lanzado en un momento en el tiempo en que las primeras chispas de vida trazaban su curso en la primitiva sopa terrestre. Es como el antiguo concepto del destino, el karma fijo e inmutable, que nos espera no importa adónde corramos.
—¡Es una locura!
Por un momento la síntesis de Haltera se encendió, pero se calmó al tener en consideración una nota de racionalidad.
—No es locura, Sincretista Bron Haltera..., o quienquiera que sea usted —la mirada fija de Cana era perspicaz y serena—. Más bien un asunto de causa y efecto. Al principio estábamos comprometidos en conseguir esclavos, pero entre nuestras adquisiciones había un porcentaje inevitable de inteligencia indígena. Estos últimos los seleccionamos y empleamos en tareas de alto nivel. Algunas veces un misil seguía a estas incursiones, y otras veces no. Nuestras computadoras llegaron a la conclusión de que existía una curiosa correlación entre nuestra adquisición de ciertos tecnócratas especiales y la destrucción del mundo del que habían sido llevados. Todos estos individuos fantásticos y peculiares tenían conocimientos y potencial en un campo particular de la cosmología avanzada, el de las leyes del caos. Esto nos trae directamente a usted.
—¿De qué forma?
—Al ver que nuestras oportunidades se acortaban, cambiamos nuestra política: al invadir cualquier planeta, cogeríamos a los mejores hombres estudiosos del caos en la Galaxia. Su reputación como una autoridad en las leyes del caos le coloca en los niveles más altos, y le hizo un candidato natural... no sólo para nosotros, sino para la llegada del misil cuando y donde cayera. Sólo que...
—¿Sólo qué?
—El misil, normalmente, consta de tres cilindros la mayoría de las veces; para usted enviaron siete. Desde una distancia de más de seiscientos mil parsecs y hace setecientos millones de años, debían de tener sus logros actuales, o su potencial, en muy alta estima. ¿Qué clase de cosas va usted a hacer para cumplir esa promesa?