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EL repentino corte de la
presión del empuje arrojó un extenso silencio, que sólo fue
puntuado por los silenciosos murmullos de la nave. Los paneles de
llamada todavía repicaban a la rutina de acoplamiento. Bron dejó la
cabina y fue a investigar. Durante varios minutos, los pasillos
estuvieron llenos de tripulantes corriendo para agruparse.
Moviéndose a un lado para dejar pasar a uno de ellos, se acercó a
Bron un hombre que le saludó cordialmente.
—Maestro Haltera, Cana desea que vaya a
verle a él y al coronel Daiquist en la sala de control.
Bron asintió, tratando de analizar la
actitud del tripulante. Sus instrucciones incluían el tratar a Bron
con el respeto debido a un oficial. Esto sólo podía ser una
consideración del valor de Haltera como maestro del sincretismo
para las naciones de los Destructores. Una sospecha se formó con
lentitud en su mente.
—Ananías, contéstame algo. ¿Qué factores
tuvisteis en cuenta para estar tan seguros de que Ander Haltera era
el único hombre en Onaris que los Destructores
seleccionarían?
—Un conocimiento de la escena intelectual de
Onaris, unido a un buen esfuerzo de adivinanzas. ¿Por qué?
—Porque el hecho de que funcionara tan bien
es una maldita coincidencia. Debían tener una razón muy precisa
para escoger sólo a Haltera, y tú debes saber exactamente qué razón
era. Ahora dame los hechos.
—Ya te los di.
—Maldito mentiroso.
Ananías se rió suavemente.
—¿Así que recuerdas sólo un poco sobre
mí?
—Sólo que no se puede confiar en ti.
—Desde luego que no. Pero no hay nada que
puedas hacer.
—Piénsalo otra vez, Ananías —dijo Bron—.
Como agente en este tema tengo derecho a cualquier información que
considere relevante. Dile a Doc que quiero una respuesta exacta a
esta pregunta, porque los datos hasta ahora servidos parecen muy
sospechosos.
En la sala de control encontró el ambiente
tenso. Todos los tripulantes de navegación, incluyendo a los que no
estaban de servicio, estaban reunidos mirando las pantallas. En la
parte posterior de la sala, Daiquist y Cana estaban observando unos
puntos blancos de luz contra el cosmos negro.
Daiquist levantó la vista y vio a Bron;
aunque con el ceño fruncido, le indicó que se uniera a ellos.
Cuando Bron llegó a la sección posterior de la sala, todos los ojos
estaban otra vez atentos a las pantallas, y no se le dio ninguna
explicación. Daiquist estaba supervisando una representación
cronométrica; cualquier evento que fuera a tener lugar, tenía al
tiempo como un importante componente de la ecuación. Bron se colocó
en una posición que le otorgaba buena vista de la pantalla auxiliar
del monitor, y también le ofrecía una oportunidad para observar las
actividades de toda la sección posterior de la sala. La pantalla le
dio la impresionante perspectiva del brillante círculo de naves de
la flota de los Destructores, ahora en formación compacta e
inmóviles, esperando que algo sucediera.
Mientras los minutos pasaban, crecía la
tensión. Entonces, como si siguieran una indicación indefinible, el
controlador indicó:
—Creo que es aquello...
Rápidamente centró un objeto casi invisible
bajo los cuadrículos de la pantalla, y empezó a calcular las
coordenadas. Todos los otros radares se volvieron para enfrentarse
con las profundidades del espacio, aunque pocos tenían alcance
suficiente para detectar un objeto a tal distancia.
Daiquist y Cana se inclinaron para mirar por
sobre el hombro del controlador. La imagen mostrada no tenía forma
visual; sólo era un gráfico de ruido electrónico. Pero en segundos
las computadoras habían adquirido datos suficientes para empezar a
procesar, y la imagen en la pantalla se concentró en una forma más
neta, mientras las teclas electrónicas buscaban y corregían la más
mínima señal de alguna remota astilla de materia, lejos en la
inmensidad del espacio.
—¡Eso es!
Cana había adquirido el gráfico de una
computadora periférica, y una segunda terminal estaba haciendo una
comparación con algo introducido en las microcélulas de memoria de
la computadora.
Daiquist volvió a la representación
cronométrica, y observó cómo las agujas empezaban a formar amplias
curvas a través de los paneles de los gráficos de representación.
Sus labios se estiraron.
—Sólo dieciséis punto una horas de demora
esta vez. La posición de latitud es exacta, y la exactitud
cronológica está mejorando cada vez más.
—¡Maldita sea! —dijo Cana—. Hasta tenemos
que estar agradecidos a esas dos evidencias, entre todas las leyes
del Caos. Me estoy volviendo un poco viejo para la entropía.
Levantó la mirada y miró a Bron con un
extraño interés. Por un segundo sus ojos se encontraron con los de
Bron, y demostraron tal profunda comprensión que dejaron tieso al
comando.
—Tengo cierto presentimiento sobre usted,
Sincretista. Hay algo en su cara que sugiere que usted sabe lo que
es el Caos. Me pregunto si el que esté
usted aquí es un hecho no menos calculado que el tiempo y la
trayectoria de esa bomba.
Se volvió a las pantallas. Los ojos de Bron
la seguían fascinados, mientras la distancia disminuía y los
radares mejoraban la resolución. Su primera impresión fue la de
estar viendo un plato rectangular, o una puerta, dando vueltas
lentamente y sin destino a través de las profundidades del espacio.
La velocidad con que los detalles mejoraban era una medida de la
considerable velocidad con que el objeto se movía hacia ellos,
aunque visto a través de las pantallas contra el telón de fondo de
las lejanas galaxias su avance parecía lento.
Mientras se acercaba, su forma se iba
definiendo. Siete cilindros negros, largos y gruesos, parecidos por
su forma a los que usan para embotellar el gas comprimido, habían
sido atados fuertemente a un travesaño central.
Eso parecía ser todo: no había instrumentos,
ni antenas, ni paneles solares; ninguno de los complejos y
delicados mecanismos sensores o sistemas de corrección que se
asociaban generalmente con las naves no tripuladas por seres
humanos. La impresión general era de gran vejez y uso, más que de
progreso tecnológico. Había algo muy siniestro en esos oscuros
cilindros, dando vueltas sin sentido a través del espacio.
Las pantallas mostraban ahora un primer
plano del objeto, y las uniones soldadas sobresalían. Si alguien
hubiera roto una parte de alguna vieja fábrica de cocinas de gas y
la hubiera arrojado con descuido al espacio, el efecto habría sido
similar. Pero no había ningún indicio de descuido en su
trayectoria, si había que juzgar por el meticuloso cuidado con que
los técnicos de los Destructores seguían todo su recorrido. Un
acontecimiento grande y desesperado debía ocurrir, pero todo el
mundo en la sala de control trataba de buscar explicación con su
propio esfuerzo.
A Bron le pareció como si la tambaleante
masa que llenaba las pantallas fuera a caer encima de ellos, pero
esto era un truco debido a la magnificación, y de repente las
pantallas se movieron y todos observaron cómo el objeto caía fuera
de ellos, al pasar a través del círculo de las naves
observadoras.
Cana observó los cilindros desviándose; su
cara reflejaba una nube de oscuridad. Entonces, con repentina
decisión, dio la espalda a la pantalla y se retiró. Su camino le
llevó cerca de Bron, y al verle sus ojos se agrandaron con
fiereza.
—Observe el suceso, Sincretista. Me gustaría
hablar con usted después.
Preocupado, Bron adelantó unos pasos y se
sentó en el vacío asiento de Cana, con la pantalla principal
delante de él. Los hilos cruzados en el visor se cerraban en el
camino de los cilindros, que se retiraban y que disminuían
lentamente de tamaño; luego se acercaron otra vez, como si la
magnificación se ajustara con periodicidad siguiendo su
avance.
Bron siguió su oscuro trayecto con profundo
interés. La prometida Némesis parecía que había pasado, pero la
tensión en la sala de control no había disminuido. Tan atento
estaba al avance de los cilindros en el centro de la pantalla que
desatendió los cambios de matiz en el trasfondo.
—¡Onaris! —la voz
de Ananías rompió sus pensamientos—. Danos
una perspectiva más amplia, Bron.
Bron observó toda el área de la pantalla,
dándose cuenta de que los diversos matices que se veían al comienzo
en el trasfondo eran, en realidad, los límites desenfocados de
mares y continentes. Inexorablemente, los cilindros negros
continuaban bajo los hilos cruzados en la pantalla, mientras los
detalles físicos de la superficie del planeta empezaban a
reconocerse.
El momento del impacto nunca sería
olvidado.
La bola de fuego se extendió en el espacio
hasta cubrir el diámetro completo del planeta, un plasma hirviente
de fantástica fiereza, avanzando a una velocidad más allá de lo que
se puede creer. De sus conocimientos de física, Bron supo que aquel
holocausto debía de haber pulverizado la atmósfera del planeta en
segundos. La etapa siguiente fue de unión: la bola de fuego se
contrajo y se volvió hacia sí misma, como para concentrar su
esencia. El color cambió de rojo a amarillo brillante, con un borde
etéreo, casi surrealista, de azul mercurio. Alrededor del borde
reaparecieron las características del planeta, pero no con los
mismos verdes fríos de antes. Ahora continentes completos se
elevaban como cerezas al rojo vivo, y donde antes hubo mares había
pozos de negrura, como en una chimenea llena de hollín.
Entonces el planeta estalló, con lentitud,
pero con una finalidad prevista. Donde se había condensado la bola
de fuego, el planeta empezó a desprenderse de su corteza en un
vómito de metales pesados licuados, que se unieron en el espacio y
cayeron hacia el centro de gravedad de la masa, arrasando
continentes y costas con una gran marea de materia. Mientras esto
sucedía la concha del planeta estalló, los continentes se elevaron
como barcos que se hunden en el mar, y funalmente las masas de
tierra flotaron como escoria de estaño derretido.
Bron no prestó atención a la cantidad de
horas que pasaron mientras se sucedían estas increíbles escenas. Él
había sido entrenado para dar muerte a individuos. La muerte de las
naciones era una finalidad de las guerras, e incluso generaciones
enteras murieron en nombre de alguna causa; pero la muerte de todo
un planeta era algo que hacía rendirse al hombre a su verdadero
estatus en el universo, ya que le daba la misma importancia que un
cultivo biológico en un recipiente de laboratorio, que es desechado
cuando finaliza el experimento. Esto había sido una lección
objetiva sobre la realidad finita.