9

 

SE despertó al oír el sonido de una campana y se sentó, sacudiendo el sueño de su cabeza. Como había dicho el médico, su piel estaba limpia excepto por una pequeña costra, que se le quitó cuando la tocó. El dolor en sus miembros inferiores era apenas perceptible.
—¿No hay nadie despierto? —se dirigió a sus invisibles guías con la moral altísima.
—¡Por supuesto que estoy despierta! —Jaycee estaba algo enfadada—. ¿Cómo demonios puede dormir alguien, oyéndote roncar sobre el transmisor de unión? ¿Cómo te sientes?
—Como si fuera Navidad en Europa.
—¡Bien! Tu memoria se recupera. Aunque me sorprende que hayas podido recordar algo de las Navidades en Europa, dadas tus acostumbradas dosis de alcohol y drogas.
—Cuéntame algo sobre Daiquist. Estoy seguro de que sospecha que yo alteré la puerta.
—Martin Daiquist, novena generación, teniente de Cana y probablemente más cruel que su mismo jefe. Es responsable de las expediciones de castigo en los cuatro mundos que se sublevaron contra la formación de la Federación de los Destructores. Cuidado con él. Es despreciable, y tan perceptivo como el demonio. Su afición es despedazar a la gente por medio del dolor.
—Lo tendré en cuenta. ¿Qué hacen aquí él y Cana?
—No estamos muy seguros. Normalmente no se interesan por una simple invasión planetaria. O sucederá algo grande en el futuro inmediato, o han sospechado que el Comando tiene interés en la invasión y vienen a investigar personalmente. Por si lo segundo llegara a ser cierto, no intentes ninguna de tus acostumbradas tonterías.
Se calló para darle a Bron la oportunidad de concentrarse al entrar el médico. Éste le hizo a Bron una exploración completa.
—Ya está bien —dijo—. Pero no se lo merece, por tratar a su piel de esa forma. Pediré que le envíen el desayuno, y luego se puede marchar de la enfermería. Y si vuelve por aquí otra vez, usaré un bisturí sin anestesia. Vamos a ver hasta qué punto es usted buen masoquista. ¡Maldito bárbaro! El coronel Daiquist quiere verle, y no le aconsejo que haga el tonto con él. No se puede curar un cuerpo después de que Daiquist lo ha dejado.
Un ayudante trajo el desayuno caliente en una bandeja, y el olor de la carne asada le hizo a Bron preguntarse cuándo habría sido la última vez que había comido. También le trajo un bulto de ropas. Bron encontró un uniforme muy ligero en forma de túnica, ropa interior y una bata tan blanca como la nieve, que debía usarse para el baño y el relajamiento. Con una mueca divertida eligió sólo la ropa interior y la bata. Ésta tenía un bolsillo grande, donde pudo guardar la Biblia. El resto de su ropa lo tiró en el cesto de la ropa desechable, una acción que seguramente le sostendría en su posición como Haltera.
Cuando el médico llegó para escoltarle hasta Daiquist, se sorprendió por la elección de vestuario hecha por Bron.
—Usted está loco, no hace lo que se le dice.
Pero el que aceptara las excentricidades de Bron fue una señal de estímulo de que la increíble mascarada era viable y funcionaba.
Cuando Bron entró, Daiquist levantó la vista de su mesa de trabajo.
—¡Ah, el sincretista! Parece que se ha recuperado.
—¿Por qué estoy aqui? —pregunto Bron—. Exijo que me devuelvan al Seminario.
Daiquist alzó la cabeza hacia un lado.
—No puede ser, no hay ninguna posibilidad. Incluso aunque quisiéramos, no sería posible. Y no queremos. Hemos recorrido un largo camino para recogerlo, Haltera.
—Mi nombre es Bron.
—Muy bien, Bron. Pero no cometa errores en su posición. Usted es un prisionero tan vigilado como si estuviera encadenado a una pared. Deseamos obtener su cooperación, pero hasta que estemos satisfechos de su integridad, debe considerarse bajo estrecha vigilancia. Preferiría que hubiera sido llevado en las naves de esclavos, pero me fue ordenado esto. Sin embargo, acabará allí si se compromete en cualquier daño.
Al momento la puerta se abrió, y entró el mismo Cana. Miró con minuciosidad a Bron, y luego ocupó el lugar de Daiquist detrás de la mesa de trabajo. La impresión que daba era la de un poderoso intelectual, en lugar de un destructor de imperios.
—Déjenos solos, por favor, Martin.
Por un momento pareció que Daiquist iba a protestar, pero se volvió y abandonó la habitación, echando una significativa mirada al prisionero. Bron sintió la desunión que había surgido debido a su estatus en la nave. Daiquist estaba profundamente disgustado.
Ahora estaba a solas con el mismísimo Cana, el gran tirano del espacio. Incluso sin hablar, la magnitud del hombre llenaba la habitación con su hipnótica presencia.
—No suelo intervenir en los asuntos de Martin —dijo Cana—, pero no puedo permitir el tener a un sincretista de su categoría expuesto a la curiosidad de mi teniente. Usted es un hombre de muchos talentos en todos los sentidos. Nos puede ser muy útil. Pero Martin es un diablo suspicaz; de hecho, eso es lo que le hace tan valioso. Tiene una teoría sobre usted, sincretista: sospecha que no es quien dice ser.
—Yo soy Bron Ander Haltera, maestro sincretista de la Universidad de Adano en Onaris.
—Si es así, no le importará contestar a algunas de mis preguntas. Una sola palabra equivocada... y le llevaré con Martin.
—Me opongo a que se dude de mi palabra. Le contestaré lo que quiera preguntarme —la síntesis respondía con lentitud, pero Bron recogió el sentimiento y lo amplió, exagerando la nota de agravio.
—Bron, esto puede ser peligroso. Voy a buscar a Ander para que te respalde.
—De acuerdo, Jaycee. No obtengo mucho de la síntesis.
Cana fue al armario y sacó un montón de papeles.
—Vea, Bron Haltera, ya sabemos mucho de usted. ¿Dónde esta Jeddah?
—Pregunta capciosa. Jeddah es una ciudad en Onaris, pero un Haltera recordaría primero a Jeddah Haltera. Está muerto —la voz en la cabeza de Bron era extraña, pero tenía un fuerte acento de Onaris.
—Jeddah ha muerto —dijo Bron. La síntesis surgía con debilidad—. Era la quinta generación. Si viviera tendría 107 años.
—Bien, pero no te confíes.
Cana asintió y hojeó las hojas hasta que llegó a unas listas tabuladas.
—Dígame el título de la ponencia que usted presentó al Noveno Simposio de Ciencia Galáctica de Maroc, en Priam.
—El noveno simposio fue en Mela cinco, no en Priam. El de Priam fue el décimo.
—¿Cuál quiere? —preguntó Bron—. ¿El título de la ponencia de la décima conferencia, o la de Mela cinco?
—Mela cinco, desde luego —dijo Cana, sin mirar de nuevo los papeles—. Debo de haber confundido la línea.
—La aplicación de un parámetro de avance de exclusión sobre la teoría de la delineación prognóstica de las leyes del Caos.
Bron repitió todo esto palabra por palabra. Cana asintió y tiró el montón de papeles sobre la mesa.
—Sepa, sincretista, que no estoy en completo desacuerdo con Martin. Tiene instinto para ciertas cosas, y rara vez se equivoca. Nuestra supervivencia con frecuencia está en sus manos. Me reservo mi opinión. Pero si acaso usted no es Haltera, quienquiera que le envió le enseñó muy bien; tan bien, que el que sea usted el verdadero o un impostor, puede ser irrelevante a la larga.
—Ahora contésteme usted una pregunta —dijo Bron, mirando al hombre de cerca—: ¿Por qué las naciones de los Destructores tienen tanta necesidad de un maestro sincretista?
—No sólo de un maestro sincretista. Los hay de todos los calibres, y ya tenemos a la mayoría de ellos. Lo que necesitábamos era un hombre que combinara la sincretización con un conocimiento importante de las leyes del Caos.
—¿Por qué?
—Dentro de unas horas —dijo Cana— tenemos una cita en el espacio. Cuando salgamos allí le podré contestar, o no, a su pregunta. Incluso se la podrá contestar usted mismo. Hasta entonces, tiene libertad para andar por la nave. El armador le autorizará con esta tarjeta para las salas próximas. Cualquier puerta que encuentre abierta, puede usted franquearla; pero a las que están cerradas tiene prohibido el paso. Le diré al contramaestre que le otorgue una cabina.
Cana se puso de pie e hizo una seña hacia la puerta. Bron no necesitó una segunda indicación para despedirse.
Hizo su camino hacia el rincón del armador. Éste tomó su tarjeta para las salas próximas y la introdujo en la computadora.
Bron hizo una visita a las partes más abiertas de la nave para verificar su nueva libertad. Casi todas las puertas que trató de abrir respondieron a su toque. De vuelta en su pequeña cabina, se echó en la litera y llamó a sus invisibles camaradas.
—¿Jaycee?
—No. Soy Ananías. La pequeña puta está alimentándose de vidrio molido y veneno de serpiente. ¿Qué le has hecho a Cana, que te ha dado libertad para andar por la nave?
—No estoy seguro. La pregunta principal es por qué. Sospecho que me ha dado suficiente soga para colgarme luego, a menos que haya calculado mal. Los únicos sectores a los que no he podido entrar son la armería, comunicaciones y parte del complejo de computadoras. Es muy fácil. Apostaría que miden cada metro que recorro.
—¿Cómo es la sala de control? Necesitamos saber el destino de la nave tan pronto como sea posible.
—No he tratado todavía el control. No quiero aparecer muy interesado. De cualquier modo, hay alguna clase de cita en el espacio muy pronto, y parece que nuestro destino será diferente a partir de allí. Una vez que empiecen a prepararse para un trayecto en el subespacio, podré recoger las coordenadas de las matrices si es necesario, incluso sin entrar en el control.
—¡Buena idea! No importa, no deben estar muy preocupados. Si te mantienen fuera del área de comunicaciones, es que desean evitar que cualquier cosa que sepas pueda ser retransmitida a algún sitio peligroso. Creo que nuestro concepto del transmisor de unión bioelectrónico es único para permanecer sin sospecha.
—Eso espero, y estar seguro de que sea único. Estoy preocupado por el ruido a gansos que escuché. Algo más está operando en nuestra banda de transmisión. No era la estática de las estrellas, o una clase normal de interferencias.
—De los cálculos que hemos hecho, parece que no hay nada cerca de vosotros en el espacio que pudiera ser la fuente de la señal que mencionas. La hipótesis actual es que se trata de una señal heterodina de algo en la misma nave.
—No era heterodina. Diría que tenía todos los elementos de inteligencia basados en un sistema avanzado de comunicaciones.
—Seguiré verificando, pero creo que estás equivocado. ¡Vaya! Pero... ¿que están haciendo con los motores?
Bron escuchó con atención.
—Usan los retrocohetes, creo. Puede ser que estemos llegando a la cita.
—¿Cita con qué?
—No se ha dicho o implicado, pero adivino que con el resto de la flota de los Destructores, incluyendo aquellos que se mantuvieron en órbita alrededor de Onaris durante el ataque.
—Me pregunto por qué. No se atreverían a entrar en formación en el subespacio, así que ¿por qué reunirse antes?
—Parece que están iniciando señales de llamada en los paneles. El centro de atracción debe ser la sala de control.
—Será mejor que no parezcas muy interesado. Espera a que establezcan la cita y entonces sube.
—¿Me estás dando órdenes, Ananías?
—Sí. ¿Has olvidado cómo obedecerlas?
—Oye, vamos a poner esto en claro —dijo Bron—. Yo estoy en el final de la línea de operaciones del transmisor de unión. Soy el que paga los errores, y mío es el cuerpo que confiarán al espacio si la charada se descubre. Puedes preguntar lo que quieras, pero el cómo y cuándo obtengo la información es asunto mío. Si quieres una marioneta, ve y cómpratela.
—Habla con calma, soldadito —la voz de Ananías era peligrosa—. Tú tienes más de un electrodo en tu cerebro, y los controles están en el panel, bajo mis dedos. ¿Te leo las etiquetas? Catatonia. Anestesia con conciencia mantenida... Castigo... y Muerte. No están escritos así, desde luego; somos grandes creyentes del uso de los símbolos para los hechos más dolorosos y terrenos de la existencia, pero ésos son los efectos. Como ves, podemos insistir en la disciplina.
—Has olvidado un control, Ananías.
—Creo que no.
—Ya que juegas a ser dios, ¿no deberías tener uno con el símbolo de la resurrección?