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SE despertó al oír el sonido
de una campana y se sentó, sacudiendo el sueño de su cabeza. Como
había dicho el médico, su piel estaba limpia excepto por una
pequeña costra, que se le quitó cuando la tocó. El dolor en sus
miembros inferiores era apenas perceptible.
—¿No hay nadie despierto? —se dirigió a sus
invisibles guías con la moral altísima.
—¡Por supuesto que estoy despierta! —Jaycee
estaba algo enfadada—. ¿Cómo demonios puede dormir alguien,
oyéndote roncar sobre el transmisor de unión? ¿Cómo te
sientes?
—Como si fuera Navidad en Europa.
—¡Bien! Tu memoria se recupera. Aunque me
sorprende que hayas podido recordar algo de las Navidades en
Europa, dadas tus acostumbradas dosis de alcohol y drogas.
—Cuéntame algo sobre Daiquist. Estoy seguro
de que sospecha que yo alteré la puerta.
—Martin Daiquist, novena generación,
teniente de Cana y probablemente más cruel que su mismo jefe. Es
responsable de las expediciones de castigo en los cuatro mundos que
se sublevaron contra la formación de la Federación de los
Destructores. Cuidado con él. Es despreciable, y tan perceptivo
como el demonio. Su afición es despedazar a la gente por medio del
dolor.
—Lo tendré en cuenta. ¿Qué hacen aquí él y
Cana?
—No estamos muy seguros. Normalmente no se
interesan por una simple invasión planetaria. O sucederá algo
grande en el futuro inmediato, o han sospechado que el Comando
tiene interés en la invasión y vienen a investigar personalmente.
Por si lo segundo llegara a ser cierto, no intentes ninguna de tus
acostumbradas tonterías.
Se calló para darle a Bron la oportunidad de
concentrarse al entrar el médico. Éste le hizo a Bron una
exploración completa.
—Ya está bien —dijo—. Pero no se lo merece,
por tratar a su piel de esa forma. Pediré que le envíen el
desayuno, y luego se puede marchar de la enfermería. Y si vuelve
por aquí otra vez, usaré un bisturí sin anestesia. Vamos a ver
hasta qué punto es usted buen masoquista. ¡Maldito bárbaro! El
coronel Daiquist quiere verle, y no le aconsejo que haga el tonto
con él. No se puede curar un cuerpo después de que Daiquist lo ha
dejado.
Un ayudante trajo el desayuno caliente en
una bandeja, y el olor de la carne asada le hizo a Bron preguntarse
cuándo habría sido la última vez que había comido. También le trajo
un bulto de ropas. Bron encontró un uniforme muy ligero en forma de
túnica, ropa interior y una bata tan blanca como la nieve, que
debía usarse para el baño y el relajamiento. Con una mueca
divertida eligió sólo la ropa interior y la bata. Ésta tenía un
bolsillo grande, donde pudo guardar la Biblia. El resto de su ropa
lo tiró en el cesto de la ropa desechable, una acción que
seguramente le sostendría en su posición como Haltera.
Cuando el médico llegó para escoltarle hasta
Daiquist, se sorprendió por la elección de vestuario hecha por
Bron.
—Usted está loco, no hace lo que se le
dice.
Pero el que aceptara las excentricidades de
Bron fue una señal de estímulo de que la increíble mascarada era
viable y funcionaba.
Cuando Bron entró, Daiquist levantó la vista
de su mesa de trabajo.
—¡Ah, el sincretista! Parece que se ha
recuperado.
—¿Por qué estoy aqui? —pregunto Bron—. Exijo
que me devuelvan al Seminario.
Daiquist alzó la cabeza hacia un lado.
—No puede ser, no hay ninguna posibilidad.
Incluso aunque quisiéramos, no sería posible. Y no queremos. Hemos
recorrido un largo camino para recogerlo, Haltera.
—Mi nombre es Bron.
—Muy bien, Bron. Pero no cometa errores en
su posición. Usted es un prisionero tan vigilado como si estuviera
encadenado a una pared. Deseamos obtener su cooperación, pero hasta
que estemos satisfechos de su integridad, debe considerarse bajo
estrecha vigilancia. Preferiría que hubiera sido llevado en las
naves de esclavos, pero me fue ordenado esto. Sin embargo, acabará
allí si se compromete en cualquier daño.
Al momento la puerta se abrió, y entró el
mismo Cana. Miró con minuciosidad a Bron, y luego ocupó el lugar de
Daiquist detrás de la mesa de trabajo. La impresión que daba era la
de un poderoso intelectual, en lugar de un destructor de
imperios.
—Déjenos solos, por favor, Martin.
Por un momento pareció que Daiquist iba a
protestar, pero se volvió y abandonó la habitación, echando una
significativa mirada al prisionero. Bron sintió la desunión que
había surgido debido a su estatus en la nave. Daiquist estaba
profundamente disgustado.
Ahora estaba a solas con el mismísimo Cana,
el gran tirano del espacio. Incluso sin hablar, la magnitud del
hombre llenaba la habitación con su hipnótica presencia.
—No suelo intervenir en los asuntos de
Martin —dijo Cana—, pero no puedo permitir el tener a un
sincretista de su categoría expuesto a la curiosidad de mi
teniente. Usted es un hombre de muchos talentos en todos los
sentidos. Nos puede ser muy útil. Pero Martin es un diablo
suspicaz; de hecho, eso es lo que le hace tan valioso. Tiene una
teoría sobre usted, sincretista: sospecha que no es quien dice
ser.
—Yo soy Bron Ander Haltera, maestro
sincretista de la Universidad de Adano en Onaris.
—Si es así, no le importará contestar a
algunas de mis preguntas. Una sola palabra equivocada... y le
llevaré con Martin.
—Me opongo a que se dude de mi palabra. Le
contestaré lo que quiera preguntarme —la síntesis respondía con
lentitud, pero Bron recogió el sentimiento y lo amplió, exagerando
la nota de agravio.
—Bron, esto puede ser
peligroso. Voy a buscar a Ander para que te respalde.
—De acuerdo, Jaycee.
No obtengo mucho de la síntesis.
Cana fue al armario y sacó un montón de
papeles.
—Vea, Bron Haltera, ya sabemos mucho de
usted. ¿Dónde esta Jeddah?
—Pregunta capciosa.
Jeddah es una ciudad en Onaris, pero un Haltera recordaría primero
a Jeddah Haltera. Está muerto —la voz en la cabeza de Bron era
extraña, pero tenía un fuerte acento de Onaris.
—Jeddah ha muerto —dijo Bron. La síntesis
surgía con debilidad—. Era la quinta generación. Si viviera tendría
107 años.
—Bien, pero no te
confíes.
Cana asintió y hojeó las hojas hasta que
llegó a unas listas tabuladas.
—Dígame el título de la ponencia que usted
presentó al Noveno Simposio de Ciencia Galáctica de Maroc, en
Priam.
—El noveno simposio
fue en Mela cinco, no en Priam. El de Priam fue el
décimo.
—¿Cuál quiere? —preguntó Bron—. ¿El título
de la ponencia de la décima conferencia, o la de Mela cinco?
—Mela cinco, desde luego —dijo Cana, sin
mirar de nuevo los papeles—. Debo de haber confundido la
línea.
—La aplicación de un parámetro de avance de
exclusión sobre la teoría de la delineación prognóstica de las
leyes del Caos.
Bron repitió todo esto palabra por palabra.
Cana asintió y tiró el montón de papeles sobre la mesa.
—Sepa, sincretista, que no estoy en completo
desacuerdo con Martin. Tiene instinto para ciertas cosas, y rara
vez se equivoca. Nuestra supervivencia con frecuencia está en sus
manos. Me reservo mi opinión. Pero si acaso usted no es Haltera,
quienquiera que le envió le enseñó muy bien; tan bien, que el que
sea usted el verdadero o un impostor, puede ser irrelevante a la
larga.
—Ahora contésteme usted una pregunta —dijo Bron, mirando al hombre
de cerca—: ¿Por qué las naciones de los Destructores tienen tanta
necesidad de un maestro sincretista?
—No sólo de un maestro sincretista. Los hay
de todos los calibres, y ya tenemos a la mayoría de ellos. Lo que
necesitábamos era un hombre que combinara la sincretización con un
conocimiento importante de las leyes del Caos.
—¿Por qué?
—Dentro de unas horas —dijo Cana— tenemos
una cita en el espacio. Cuando salgamos allí le podré contestar, o
no, a su pregunta. Incluso se la podrá contestar usted mismo. Hasta
entonces, tiene libertad para andar por la nave. El armador le
autorizará con esta tarjeta para las salas próximas. Cualquier
puerta que encuentre abierta, puede usted franquearla; pero a las
que están cerradas tiene prohibido el paso. Le diré al
contramaestre que le otorgue una cabina.
Cana se puso de pie e hizo una seña hacia la
puerta. Bron no necesitó una segunda indicación para
despedirse.
Hizo su camino hacia el rincón del armador.
Éste tomó su tarjeta para las salas próximas y la introdujo en la
computadora.
Bron hizo una visita a las partes más
abiertas de la nave para verificar su nueva libertad. Casi todas
las puertas que trató de abrir respondieron a su toque. De vuelta
en su pequeña cabina, se echó en la litera y llamó a sus invisibles
camaradas.
—¿Jaycee?
—No. Soy Ananías. La pequeña puta está
alimentándose de vidrio molido y veneno de serpiente. ¿Qué le has
hecho a Cana, que te ha dado libertad para andar por la nave?
—No estoy seguro. La pregunta principal es
por qué. Sospecho que me ha dado suficiente soga para colgarme
luego, a menos que haya calculado mal. Los únicos sectores a los
que no he podido entrar son la armería, comunicaciones y parte del
complejo de computadoras. Es muy fácil. Apostaría que miden cada
metro que recorro.
—¿Cómo es la sala de control? Necesitamos
saber el destino de la nave tan pronto como sea posible.
—No he tratado todavía el control. No quiero
aparecer muy interesado. De cualquier modo, hay alguna clase de
cita en el espacio muy pronto, y parece que nuestro destino será
diferente a partir de allí. Una vez que empiecen a prepararse para
un trayecto en el subespacio, podré recoger las coordenadas de las
matrices si es necesario, incluso sin entrar en el control.
—¡Buena idea! No importa, no deben estar muy
preocupados. Si te mantienen fuera del área de comunicaciones, es
que desean evitar que cualquier cosa que sepas pueda ser
retransmitida a algún sitio peligroso. Creo que nuestro concepto
del transmisor de unión bioelectrónico es único para permanecer sin
sospecha.
—Eso espero, y estar seguro de que sea
único. Estoy preocupado por el ruido a gansos que escuché. Algo más
está operando en nuestra banda de transmisión. No era la estática
de las estrellas, o una clase normal de interferencias.
—De los cálculos que hemos hecho, parece que
no hay nada cerca de vosotros en el espacio que pudiera ser la
fuente de la señal que mencionas. La hipótesis actual es que se
trata de una señal heterodina de algo en la misma nave.
—No era heterodina. Diría que tenía todos
los elementos de inteligencia basados en un sistema avanzado de
comunicaciones.
—Seguiré verificando, pero creo que estás
equivocado. ¡Vaya! Pero... ¿que están haciendo con los
motores?
Bron escuchó con atención.
—Usan los retrocohetes, creo. Puede ser que
estemos llegando a la cita.
—¿Cita con qué?
—No se ha dicho o implicado, pero adivino
que con el resto de la flota de los Destructores, incluyendo
aquellos que se mantuvieron en órbita alrededor de Onaris durante
el ataque.
—Me pregunto por qué. No se atreverían a
entrar en formación en el subespacio, así que ¿por qué reunirse
antes?
—Parece que están iniciando señales de
llamada en los paneles. El centro de atracción debe ser la sala de
control.
—Será mejor que no parezcas muy interesado.
Espera a que establezcan la cita y entonces sube.
—¿Me estás dando órdenes, Ananías?
—Sí. ¿Has olvidado cómo obedecerlas?
—Oye, vamos a poner esto en claro —dijo
Bron—. Yo estoy en el final de la línea de operaciones del
transmisor de unión. Soy el que paga los errores, y mío es el
cuerpo que confiarán al espacio si la charada se descubre. Puedes
preguntar lo que quieras, pero el cómo y cuándo obtengo la
información es asunto mío. Si quieres una marioneta, ve y
cómpratela.
—Habla con calma, soldadito —la voz de
Ananías era peligrosa—. Tú tienes más de un electrodo en tu
cerebro, y los controles están en el panel, bajo mis dedos. ¿Te leo
las etiquetas? Catatonia. Anestesia con conciencia mantenida...
Castigo... y Muerte. No están escritos así, desde luego; somos
grandes creyentes del uso de los símbolos para los hechos más
dolorosos y terrenos de la existencia, pero ésos son los efectos.
Como ves, podemos insistir en la disciplina.
—Has olvidado un control, Ananías.
—Creo que no.
—Ya que juegas a ser dios, ¿no deberías
tener uno con el símbolo de la resurrección?