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—¡QUÉ! —la ira de Veeder
explotó—. ¿Cómo computas eso?
—Memoricé las coordenadas del subespacio que
obtuve en la cavidad de la otra nave. Acabo de volver a procesar el
transporte a términos del espacio real. No he tenido aún la
oportunidad de consultar los catálogos de estrellas, pero te daría
una garantía escrita de que el destino de los Destructores está a
más de media galaxia de Brick. Los sectores están equivocados, sólo
para empezar.
—¿Estás seguro?
—Completamente seguro. Ananías no sólo
cambió las coordenadas en su camino al Estado General, sino que
debe haber tenido un conjunto preparado. Todo esto me trae al
motivo de esta conversación. Pienso que el Centro de Control es el
eslabón más débil de toda la cadena. Empecé una misión para acabar
con los Destructores, e intento seguir con ella. Tengo un plan, y
voy a intentarlo. Doc, no te metas en mi camino.
—Bron, tú sigues bajo mis órdenes, a pesar
de las imprevisibles circunstancias. Admito que las cosas que me
has dicho necesitan investigación, pero no debes ejercer ninguna
acción sin que yo te lo diga. ¿Entiendes?
—No. Creo que Ananías te está usando para
sus propios fines. Como no sé cuáles son esos fines, no voy a
obedecer.
—No tomes esa actitud conmigo, Bron. Tenemos
formas de asegurarnos tu cooperación.
—Déjame en paz, Doc. No trates de
presionarme. Conozco el alcance del transmisor bioeléctrico. No es
siquiera planetario, y mucho menos interestelar, no importa lo
bueno que sea vuestro reproductor.
—¿Qué quieres decir? —la voz de Veeder era
aguda.
—Quiero decir que para que tú recibas mis
transmisiones, o yo las tuyas, tiene que haber un repetidor local.
Si lo destruyo, estaría libre de vosotros hasta que cayera en el
sector del próximo repetidor.
—Es verdad, Bron, es verdad. Pero nunca lo
encontrarás. Ni en un millón de años. ¿No sabes lo pequeño que
podemos hacer un repetidor?
—Sí —dijo Bron—. Fue justo ese conocimiento
el que me señaló dónde estaba. ¿Ahora puedo hacer lo que
quiera?
—Estás alardeando, Bron. Ni en un millón de
años...
Bron cogió entre sus dedos el crucifijo que
colgaba de una cadena alrededor de su cuello, y lo llevó ante sus
ojos:
—Ahora, ¿puedo hacer lo que quiera?
—Esto te puede llevar a un Consejo de
Guerra, Bron. Conoces el castigo por desobediencia.
—Doc, ¿crees que las amenazas me asustan?
Trata de calcular las probabilidades para mi supervivencia, si
quieres. No creo que sobreviva para el juicio.
Hubo un largo silencio, roto por las
pulsaciones.
—Está, bien, Bron. Ganas esta vez.
Observaremos y escucharemos, pero no intervendremos. Dame la
información que tengas sobre las coordenadas.
—Aquí están —Bron examinó rápidamente las
cifras, para beneficio de las grabaciones—. Podéis procesarlo en
vuestra computadora, si queréis una comprobación. Pero no indicará
el mundo Brick. Tampoco os molestéis en enviar las naves; para
cuando lleguen, no habrá nada que atacar.
—No te entiendo. No puedes atacar una base
mundial y una flota aeroespacial con una sola mano.
—Sólo observa y escucha —dijo Bron—. No es
accidente que el Tantallus se dirija
hacia el final de la línea en Caos.
—Sabes que no puedo aceptar eso, Bron. Tengo
que actuar con esta información.
—Haz lo que quieras. Pero en la forma en que
yo lo veo, nunca llegarás a tiempo.
Bron volvió al programador y empezó con una
nueva serie de ecuaciones, consultando de vez en cuando los índices
cosmológicos de la computadora de navegación cuando necesitaba más
información. Trabajaba ahora sin cubrir la entrada y las lecturas;
no importaba que los otros ojos vieran lo que él veía, ya que no
conocían sus intenciones.
En seguida, Jaycee estuvo de nuevo en el
control:
—No sé lo que le dijiste a Doc, pero salió
disparado como si le hubieran puesto un cohete en el culo. Sabes
que no te vas a salir con la tuya, gusano ilegítimo. Te enseñaré a
no contrariarme, incluso si tengo que matarte en el proceso.
—Haz el favor de dejarme en paz. ¿No te dijo
Doc que me dejaras solo?
—Gritó que te dejáramos solo, pero
oficialmente. No dijo nada de que no te hablara.
—De modo que esto es una sesión de tu lengua
viperina... Preferiría el botón de castigo.
—Has sido aconsejado mejor que eso. ¿Cómo
has tenido tanta suerte de olvidarte de mí?
—Es una recompensa a mi buen actuar.
Jaycee casi se desmayó.
—Si recuerdas lo que yo recuerdo, no te
atreverías a bromear. No hay palabras para describir a los animales
como tú.
Bron sacó la lectura final del impresor, y
la inspeccionó con cuidado. Dos puertas más allá de la Sala de
Gráficos supo que encontraría el Control de Armas. La tripulación
no iba a controlarle una vez en el subespacio, pero no recibiría
clemencia si acaso sospecharan su intención. No supo si había
subvocalizado inconscientemente sus intenciones para prevenir a
Jaycee, pero la sintió respirar profundamente cuando él salió por
la puerta de la Sala de Gráficos.
El pasillo estaba vacío. En silencio, se
deslizó a lo largo de la pared; esperaba encontrar abierta la
puerta del Control de Armas. No estaba cerrada, quizá por un
descuido en el reciente éxodo de los técnicos. Cerró la puerta
detrás de él con el cierre de seguridad.
Cuando se sintió seguro de que podría
trabajar sin vigilancia, volvió su atención a los controles. Le
eran familiares, incluso en su estado de inversión lateral. Sus
dedos se movían con familiaridad debido a reacciones recordadas de
tiempos pasados.
Supo que su memoria empezaba a recobrarse;
en cambio, la síntesis de Haltera estaba apagándose. Hizo una
rápida comprobación de los almacenes, y agradeció encontrarlos en
orden. En la rampa de montaje había no menos de cuatro bombas
Némesis de Tierra, desmanteladas; aunque con poco poder comparadas
con las catastróficas bombas que habían destruido Onaris, todo lo
que necesitaban era la señal del armador que uniría los componentes
para montarlos en las increíbles armas que eran. Sus dedos pulsaron
la secuencia del montaje en tan poco tiempo, que supuso que un
especialista en armadores había sido su maestro.
La transferencia automática de los misiles
—desde las rampas a los tubos de despegue— sería la parte más
peligrosa de la operación. En el anunciado vuelo al subespacio, el
movimiento de su masa dentro de la nave escaparía a la atención de
la tripulación. Con esto en mente, Bron se aseguró de que estaba
fijado el programa de vuelo y que los motores de los misiles se
encenderían inmediatamente al entrar en los tubos. Cualquiera de
sus instrucciones podía ser cancelada desde el puente de mando,
pero estaba jugando con el hecho de que los misiles habrían sido
lanzados antes de que la tripulación pudiera indicar la naturaleza
precisa de su interferencia.
Cuando todo estuvo fijado, activó las
bombas. Entonces hizo sonar todas las alarmas y botones de
repetición que pudo encontrar, para crear una distracción. El
resultado fue la aproximación más cercana a la confusión completa
que jamás hubo imaginado. Los múltiples sonidos de varias alarmas
atormentaron la nave con una cacofonía de ruidos. Todos los
pasillos se iluminaron con una multiplicidad de señales de acción,
y los paneles empezaron a convocar la reunión urgente de una
tripulación que la nave no tenía.
Sólo permaneció el tiempo suficiente para
asegurarse de que las bombas iban a salir al espacio. Entonces dejó
la Armería, y volvió a la Sala de Gráficos. De repente dos de los
tripulantes aparecieron, buscando no sabían qué clase de desastre.
Miraron a Bron con suspicacia, pero corrieron para localizar la
causa del furor dos puertas más allá.
La urgencia del sistema de alarmas
desapareció gradualmente. Siguió un período de pausa, mientras Bron
miraba los mapas de estrellas con una expresión angelical, y
escuchaba a Jaycee maldecir dentro de su cabeza. Pero la
tranquilidad no podía durar mucho; los tripulantes no tardaron en
deducir la causa del acontecimiento.
El tripulante jefe era alto y arrogante, con
una fealdad mongoloide que tal vez pudo resultar atractiva en su
juventud. Sus tres compañeros eran una mezcla de sangre de las
naciones de los Destructores, que mostraban a las claras la falta
de cohesión de los grupos étnicos. Éstos eran probablemente de la
décima generación de descendientes de los más temerarios viajeros
durante el Gran Éxodo, los cuales habían huido fuera de los límites
de la galaxia para poblar los nuevos mundos y crear los imperios de
las estrellas.
—Usted, maldito loco, ha hecho daño a la
nave, aunque Daiquist le previno contra ello —el jefe colocó a sus
compañeros armados en posición con un simple movimiento de su dedo.
Era obvio que formaban un equipo coordinado de lucha—. Ahora vamos
a hacerle daño a usted. Maldito cristiano de Onaris, vamos a verte
rezar.
—Voy a
disfrutarlo —dijo Jaycee, con extraña anticipación—.
Parece como si los chicos te fueran a tratar
un poco a su propia manera del Caos. Tu problema, Bron, es que
nunca sabes cuándo detenerte.
—¡Reza!
Acompañó la orden con una bofetada en la
cara, que Bron pudo haber evitado, pero temió las armas dirigidas
contra él. El golpe le dio en plena cara, y se cayó. Un par de
botas, dando con la puntera de metal en sus costillas, le
persuadieron de que sería menos doloroso estar de pie.
—¡Ahora reza! —el mongol estaba mofándose—.
Reza. Reza por tu vida, Sincretista, porque está en mis manos.
Daiquist dijo que disparáramos si nos dabas cualquier problema,
pero no creo que se oponga si te golpeo hasta la muerte.
—Trata de poner la
otra mejilla, Bron. Puedo morir de risa. No tienes otra
oportunidad.
Una extraña sensación hizo temblar a
Bron:
—¡Maldita seas, puta
viciosa! Un día te...
Un puñetazo en el estómago dobló a Bron por
sus rodillas.
Mientras se doblaba, unos brazos poderosos
le agarraron y pusieron de pie. El jefe se tomó su tiempo en la
demolición, con golpes calculados a la cabeza y al cuerpo,
puñetazos que se sentían duros como ladrillos. Jaycee jugaba a
darle consuelo como a Job, con mucha fineza. Bron aguantó todo el
castigo que pudo, antes de sentir que su conciencia se escapaba.
Casi agradecido, se apoyó en la envolvente oscuridad.