20

 

—¡QUÉ! —la ira de Veeder explotó—. ¿Cómo computas eso?
—Memoricé las coordenadas del subespacio que obtuve en la cavidad de la otra nave. Acabo de volver a procesar el transporte a términos del espacio real. No he tenido aún la oportunidad de consultar los catálogos de estrellas, pero te daría una garantía escrita de que el destino de los Destructores está a más de media galaxia de Brick. Los sectores están equivocados, sólo para empezar.
—¿Estás seguro?
—Completamente seguro. Ananías no sólo cambió las coordenadas en su camino al Estado General, sino que debe haber tenido un conjunto preparado. Todo esto me trae al motivo de esta conversación. Pienso que el Centro de Control es el eslabón más débil de toda la cadena. Empecé una misión para acabar con los Destructores, e intento seguir con ella. Tengo un plan, y voy a intentarlo. Doc, no te metas en mi camino.
—Bron, tú sigues bajo mis órdenes, a pesar de las imprevisibles circunstancias. Admito que las cosas que me has dicho necesitan investigación, pero no debes ejercer ninguna acción sin que yo te lo diga. ¿Entiendes?
—No. Creo que Ananías te está usando para sus propios fines. Como no sé cuáles son esos fines, no voy a obedecer.
—No tomes esa actitud conmigo, Bron. Tenemos formas de asegurarnos tu cooperación.
—Déjame en paz, Doc. No trates de presionarme. Conozco el alcance del transmisor bioeléctrico. No es siquiera planetario, y mucho menos interestelar, no importa lo bueno que sea vuestro reproductor.
—¿Qué quieres decir? —la voz de Veeder era aguda.
—Quiero decir que para que tú recibas mis transmisiones, o yo las tuyas, tiene que haber un repetidor local. Si lo destruyo, estaría libre de vosotros hasta que cayera en el sector del próximo repetidor.
—Es verdad, Bron, es verdad. Pero nunca lo encontrarás. Ni en un millón de años. ¿No sabes lo pequeño que podemos hacer un repetidor?
—Sí —dijo Bron—. Fue justo ese conocimiento el que me señaló dónde estaba. ¿Ahora puedo hacer lo que quiera?
—Estás alardeando, Bron. Ni en un millón de años...
Bron cogió entre sus dedos el crucifijo que colgaba de una cadena alrededor de su cuello, y lo llevó ante sus ojos:
—Ahora, ¿puedo hacer lo que quiera?
—Esto te puede llevar a un Consejo de Guerra, Bron. Conoces el castigo por desobediencia.
—Doc, ¿crees que las amenazas me asustan? Trata de calcular las probabilidades para mi supervivencia, si quieres. No creo que sobreviva para el juicio.
Hubo un largo silencio, roto por las pulsaciones.
—Está, bien, Bron. Ganas esta vez. Observaremos y escucharemos, pero no intervendremos. Dame la información que tengas sobre las coordenadas.
—Aquí están —Bron examinó rápidamente las cifras, para beneficio de las grabaciones—. Podéis procesarlo en vuestra computadora, si queréis una comprobación. Pero no indicará el mundo Brick. Tampoco os molestéis en enviar las naves; para cuando lleguen, no habrá nada que atacar.
—No te entiendo. No puedes atacar una base mundial y una flota aeroespacial con una sola mano.
—Sólo observa y escucha —dijo Bron—. No es accidente que el Tantallus se dirija hacia el final de la línea en Caos.
—Sabes que no puedo aceptar eso, Bron. Tengo que actuar con esta información.
—Haz lo que quieras. Pero en la forma en que yo lo veo, nunca llegarás a tiempo.
Bron volvió al programador y empezó con una nueva serie de ecuaciones, consultando de vez en cuando los índices cosmológicos de la computadora de navegación cuando necesitaba más información. Trabajaba ahora sin cubrir la entrada y las lecturas; no importaba que los otros ojos vieran lo que él veía, ya que no conocían sus intenciones.
En seguida, Jaycee estuvo de nuevo en el control:
—No sé lo que le dijiste a Doc, pero salió disparado como si le hubieran puesto un cohete en el culo. Sabes que no te vas a salir con la tuya, gusano ilegítimo. Te enseñaré a no contrariarme, incluso si tengo que matarte en el proceso.
—Haz el favor de dejarme en paz. ¿No te dijo Doc que me dejaras solo?
—Gritó que te dejáramos solo, pero oficialmente. No dijo nada de que no te hablara.
—De modo que esto es una sesión de tu lengua viperina... Preferiría el botón de castigo.
—Has sido aconsejado mejor que eso. ¿Cómo has tenido tanta suerte de olvidarte de mí?
—Es una recompensa a mi buen actuar.
Jaycee casi se desmayó.
—Si recuerdas lo que yo recuerdo, no te atreverías a bromear. No hay palabras para describir a los animales como tú.
Bron sacó la lectura final del impresor, y la inspeccionó con cuidado. Dos puertas más allá de la Sala de Gráficos supo que encontraría el Control de Armas. La tripulación no iba a controlarle una vez en el subespacio, pero no recibiría clemencia si acaso sospecharan su intención. No supo si había subvocalizado inconscientemente sus intenciones para prevenir a Jaycee, pero la sintió respirar profundamente cuando él salió por la puerta de la Sala de Gráficos.
El pasillo estaba vacío. En silencio, se deslizó a lo largo de la pared; esperaba encontrar abierta la puerta del Control de Armas. No estaba cerrada, quizá por un descuido en el reciente éxodo de los técnicos. Cerró la puerta detrás de él con el cierre de seguridad.
Cuando se sintió seguro de que podría trabajar sin vigilancia, volvió su atención a los controles. Le eran familiares, incluso en su estado de inversión lateral. Sus dedos se movían con familiaridad debido a reacciones recordadas de tiempos pasados.
Supo que su memoria empezaba a recobrarse; en cambio, la síntesis de Haltera estaba apagándose. Hizo una rápida comprobación de los almacenes, y agradeció encontrarlos en orden. En la rampa de montaje había no menos de cuatro bombas Némesis de Tierra, desmanteladas; aunque con poco poder comparadas con las catastróficas bombas que habían destruido Onaris, todo lo que necesitaban era la señal del armador que uniría los componentes para montarlos en las increíbles armas que eran. Sus dedos pulsaron la secuencia del montaje en tan poco tiempo, que supuso que un especialista en armadores había sido su maestro.
La transferencia automática de los misiles —desde las rampas a los tubos de despegue— sería la parte más peligrosa de la operación. En el anunciado vuelo al subespacio, el movimiento de su masa dentro de la nave escaparía a la atención de la tripulación. Con esto en mente, Bron se aseguró de que estaba fijado el programa de vuelo y que los motores de los misiles se encenderían inmediatamente al entrar en los tubos. Cualquiera de sus instrucciones podía ser cancelada desde el puente de mando, pero estaba jugando con el hecho de que los misiles habrían sido lanzados antes de que la tripulación pudiera indicar la naturaleza precisa de su interferencia.
Cuando todo estuvo fijado, activó las bombas. Entonces hizo sonar todas las alarmas y botones de repetición que pudo encontrar, para crear una distracción. El resultado fue la aproximación más cercana a la confusión completa que jamás hubo imaginado. Los múltiples sonidos de varias alarmas atormentaron la nave con una cacofonía de ruidos. Todos los pasillos se iluminaron con una multiplicidad de señales de acción, y los paneles empezaron a convocar la reunión urgente de una tripulación que la nave no tenía.
Sólo permaneció el tiempo suficiente para asegurarse de que las bombas iban a salir al espacio. Entonces dejó la Armería, y volvió a la Sala de Gráficos. De repente dos de los tripulantes aparecieron, buscando no sabían qué clase de desastre. Miraron a Bron con suspicacia, pero corrieron para localizar la causa del furor dos puertas más allá.
La urgencia del sistema de alarmas desapareció gradualmente. Siguió un período de pausa, mientras Bron miraba los mapas de estrellas con una expresión angelical, y escuchaba a Jaycee maldecir dentro de su cabeza. Pero la tranquilidad no podía durar mucho; los tripulantes no tardaron en deducir la causa del acontecimiento.
El tripulante jefe era alto y arrogante, con una fealdad mongoloide que tal vez pudo resultar atractiva en su juventud. Sus tres compañeros eran una mezcla de sangre de las naciones de los Destructores, que mostraban a las claras la falta de cohesión de los grupos étnicos. Éstos eran probablemente de la décima generación de descendientes de los más temerarios viajeros durante el Gran Éxodo, los cuales habían huido fuera de los límites de la galaxia para poblar los nuevos mundos y crear los imperios de las estrellas.
—Usted, maldito loco, ha hecho daño a la nave, aunque Daiquist le previno contra ello —el jefe colocó a sus compañeros armados en posición con un simple movimiento de su dedo. Era obvio que formaban un equipo coordinado de lucha—. Ahora vamos a hacerle daño a usted. Maldito cristiano de Onaris, vamos a verte rezar.
—Voy a disfrutarlo —dijo Jaycee, con extraña anticipación—. Parece como si los chicos te fueran a tratar un poco a su propia manera del Caos. Tu problema, Bron, es que nunca sabes cuándo detenerte.
—¡Reza!
Acompañó la orden con una bofetada en la cara, que Bron pudo haber evitado, pero temió las armas dirigidas contra él. El golpe le dio en plena cara, y se cayó. Un par de botas, dando con la puntera de metal en sus costillas, le persuadieron de que sería menos doloroso estar de pie.
—¡Ahora reza! —el mongol estaba mofándose—. Reza. Reza por tu vida, Sincretista, porque está en mis manos. Daiquist dijo que disparáramos si nos dabas cualquier problema, pero no creo que se oponga si te golpeo hasta la muerte.
—Trata de poner la otra mejilla, Bron. Puedo morir de risa. No tienes otra oportunidad.
Una extraña sensación hizo temblar a Bron:
—¡Maldita seas, puta viciosa! Un día te...
Un puñetazo en el estómago dobló a Bron por sus rodillas.
Mientras se doblaba, unos brazos poderosos le agarraron y pusieron de pie. El jefe se tomó su tiempo en la demolición, con golpes calculados a la cabeza y al cuerpo, puñetazos que se sentían duros como ladrillos. Jaycee jugaba a darle consuelo como a Job, con mucha fineza. Bron aguantó todo el castigo que pudo, antes de sentir que su conciencia se escapaba. Casi agradecido, se apoyó en la envolvente oscuridad.