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—QUIZÁ empezó como un susurro
en alguna selva blanca...
Era la voz de Jaycee. El dolor y la
conciencia le inundaron cuando el disparador semántico le hizo
salir del protector desmayo. Los ojos del mongol se agrandaron, y
un ataque imperfecto al plexo solar hizo que Bron gritara con el
poco aire que retenía.
—... un cuerpo roto, mecido en el frío,
llorando inutilidad hacia un viento inútil...
—Jaycee, por amor de Dios, ¡cállate! Déjame
ir.
No tuvo intención de subvocalizar, pero era
todo lo que podía hacer para formar las palabras. Jaycee estaba
jugando con él, usando el disparador semántico para mantenerlo
consciente, para que el tormento continuara. Una y otra vez, los
golpes cayeron salvajemente sobre él.
—... la mente confundida no por el acero
chamuscado, el nervio mordido...
—¡Jaycee, por piedad!
Ya no le importaba si vivía o moría. Todo lo
que quería era liberarse de los golpes sin piedad que su cuerpo
estaba recibiendo.
—... algún mártir manco, enloquecido sobre
la cruz, levantó su cabeza y gritó a los cielos: «Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?»
Pasó un minuto antes de que se diera cuenta
de que el castigo había terminado. La sangre nadaba en sus ojos y
brotaba caliente de su barbilla. Estaba de pie, pero porque unos
brazos lo sostenían. Se forzó a sí mismo a valorar la situación.
Dos de los tripulantes de los Destructores estaban mirando algo
blanco y negro, que con dificultad identificó como la Biblia de su
bolsillo.
Entonces el jefe avanzó de nuevo. Bron
aguantó la respiración: sabía que recibir más castigo le heriría
fatalmente. Pero los golpes nunca llegaron. A través de un ojo
sorprendido vio la cara del mongol, llena de una mirada de
admiración.
—Jesús —dijo—. Jesucristo. He visto muchos
hombres muertos por menos golpes. Todos salieron sollozando...,
pero usted reza. Yo no sé nada sobre la iglesia..., pero le ha
hecho un hombre duro y tenaz. Desearía que peleara a mi lado. Es
usted un hombre indestructible.
Bron advirtió que lo sacaron de la Sala de
Gráficos, e incluso sintió un sofá blando y suave como la acometida
del océano. Estuvo en parte consciente durante el lavado y la
colocación de un frío emplaste en su piel torturada. Pero lo único
que quemaba su conciencia antes que la oscuridad se cerrara sobre
él, era la voz de Jaycee dentro de su cabeza, diciendo:
—Eso es sólo una pequeña muestra de lo que
puedo hacer contigo, Bron. ¡Ya te enseñaré a ser tan afortunado
como para olvidarme!
Se despertó en una cabina extraña. Sintió
que alguien había salido de la habitación, pero no pudo explicar el
por qué hasta que percibió el aroma de la carne asada que llegó a
su nariz desde una bandeja depositada cerca de él.
Moviéndose con mucho dolor, se tiró del sofá
y se tambaleó hacia el espejo en la pared. Los morados y las
heridas de su cara formaban un círculo alrededor de sus profundos y
obsesionados ojos, que le miraban debajo de los párpados
inflamados. Se volvió al sofá y se sentó a examinar sus
contusiones, mientras trataba de pasar algunos trozos de carne por
entre sus doloridos labios. Finalmente se resignó a su dolor y se
atrevió a beber una bebida caliente y salada que encontró en la
bandeja.
Recobró sus fuerzas con la comida y la
disciplina necesaria, y se encontró preparado para empezar el
día.
—¿Jaycee?
—No. Veeder a la escucha. Jaycee está fuera,
haciendo lo que ella hace cuando tú la desesperas.
—Líbrame del acceso, Doc. Sólo me siento
ingenuo esta mañana. Lo de anoche debió ser una buena fiesta; no me
había sentido así desde la mañana siguiente a mis últimas Navidades
en Europa. ¿Por qué me dejaron vivir?
—Sugiero dos razones: la primera, que los
Destructores sienten un inmenso respeto por la fortaleza y la
paciencia. El castigo que recibiste podría haber matado a un hombre
que no tuviera tu físico o tu entrenamiento. En segundo lugar,
sospecho que no han descubierto que faltan las bombas. Volvieron
todos los controles a su posición normal, salieron y cerraron la
puerta. Al ser tripulantes y no soldados, no se les ocurrió
comprobar los depósitos. No sé qué intentaste hacer allí, Bron,
pero al menos es seguro que pagaste por ello.
—Habría pagado mucho menos, si no hubiera
sido por esa zorra infernal dentro de mi cabeza.
—Probablemente te habrían matado —dijo Doc—.
Fue tu fortaleza y alguna frase afortunada lo que te salvó. Pienso
que debes agradecer a Jaycee el estar todavía vivo, aunque algo
estropeado. Pero ahora... ¡a trabajar! Comprobamos tus nuevas
coordenadas, y tenías razón. La transposición da un sistema de una
estrella y cinco planetas que está justo en los índices dados. Una
perfecta colocación para una base universal, que nunca hubiéramos
atacado por casualidad. El Estado General ha ordenado que toda la
flota del espacio acuda al área. La llegada estimada es de
aproximadamente ciento sesenta horas a partir de este
momento.
La conversación fue interrumpida por la
entrada en la cabina del jefe alto y mongol. Sonrió expresivamente
a la vista de las facciones hinchadas de Bron, y examinó sus
nudillos.
—Su cabeza es como una maldita roca
—comentó, mientras dejaba un uniforme de los Destructores en el
sofá—. Póngase esto, y no esa túnica ensangrentada. Usted esta
entrenado como hombre de lucha, no como cristiano. Yo lo sé —dijo
con su característico acento.
Esta vez Bron no pudo rehusar. El uniforme
era un excelente traje. El corte del material acentuaba su
constitución y la anchura de sus hombros. El mongol, que se llamaba
Maku, le miraba ahora con respeto.
—Usted haría un buen Destructor, estoy
seguro. Le podría aprovechar en cualquier tipo de lucha.
Bron no dijo nada. El conocimiento del
tripulante sobre Bron era intuitivo, y no podía desvanecerse con
palabras. La charada se venía abajo.
Treinta y cinco horas más tarde, el
Tantallus saldría del subespacio por
última vez.
Ya fuera de los límites del sistema solar
que encubría su destino, la nave Laboratorio se mantuvo esperando a
que el resto de la flota de los Destructores saliera del espacio
taquíón al espacio real por el resto del viaje. Por un momento, el
Tantallus fue una solitaria astilla de
metal en las inmensidades del espacio. Entonces, uno por uno, el
resto de la flota se materializó cerca de ellos, sin aviso y sin
otro efecto. Pronto los cielos vacíos estuvieron brillantes con los
bronceados lápices de las maravillosas naves de los Destructores,
que saltaron a la existencia como partículas de polvo cogidas de
repente en un haz de inesperada luz solar.
El punto arbitrario de la desaparición del
subespacio en relación a la primaria más cercana no era un asunto
que afectara a los cálculos del Comando. Una encuesta ligera de los
planetas en el sistema pronto revelaría los pocos que podrían
considerarse adecuados para la vida. De ahí en adelante, la
identificación sería sumarísima y la retribución masiva. Dentro de
unos días, esa zona del espacio se convertiría en el punto de
reunión de una de las mayores flotas vengadoras de todos los
tiempos. Dondequiera que las naves de Cana fueran desde ahora, sus
estelas de empuje revelarían su paso a miles de detectores, y
llevarían como un hilo de seda al planeta donde los Destructores
tenían sus hogares. Bron sintió que los vengadores probablemente
llegarían demasiado tarde.
La canción del subespacio fue reemplazada
por la vibración fulminante del impulso de empuje, cuando el
Tantallus se movió con sus compañeros
dentro del sistema hacia su terminal planetaria. Aunque los
tripulantes estaban ahora muy interesados con la navegación
mientras el comando de la flota asignaba órbitas para las
estaciones, siempre designaron a uno de los hombres para vigilar a
Bron, como un seguro contra daños. A Bron no le importaba. Mientras
estuvieran en el espacio no tenía planes, y su relación con los
tripulantes se había convertido en casi cordial. Conociendo la
sorpresa que había colocado en su destino, casi sintió pena de que
personas como éstas tuvieran que morir.
Estaba durmiendo cuando la maniobra final
desvió al Tantallus fuera de la
formación de la flota, a un destino muy lejano del resto. Fue quizá
el cese del impulso de empuje y su reemplazo por los ruidos de la
nave, y el infinito silencio del espacio, lo que rompió la
profundidad de su dormitar y lo arrojó a un estado de sueño
activo.
No siguió tumbado en el sofá, sino en un
sillón ahora, tan suave como el interior de un vientre. Se movía,
viajaba en la oscuridad, en una marea irresistible hacia algún
génesis terrible. Podía sentir el movimiento, la parada y las
vueltas del remolino. Era consciente de unos impulsos desconocidos,
un saliente peristáltico que le llevaba hacia adelante.
Había ruidos coagulantes, sonidos
semilíquidos, como molestos gansos que se ahogaran en un lento
torrente. Y sobre todo existía un terrorífico sentido de
destrucción, un gran bloque de opresión, como un techo de plomo
viviente.
De nuevo empezaba su viaje hacia el horrible
túnel subterráneo, y fue capaz de sentir con claridad el oscuro y
tortuoso camino del arroyo abismal. Cuando encaraba una curva, un
miedo profundo le hacía sentir que esa desviación sería la última.
En alguna parte, en el futuro, supo con seguridad que llegaría al
final. Por último, el camino se abriría en alguna caverna y él
nacería, sin defensa, en la presencia de la realidad a la que se
sentiría incapaz de enfrentarse.
La anticipación le llenó de un pánico
creciente, y el cloqueo de los gansos creció más alto, más
antagonista, más angustiado. El balbuceo se alzaba hasta un
crescendo que amenazaba con forzar su cordura, y reemplazarla con
algo más temible que cualquier delirio.
El ruido de un propulsor muy cercano cubrió
la pesadilla y lo sacó del sueño. Cuando se despertó no juzgó bien
su posición, y se cayó del sofá hacia la dura sensación del suelo.
Cayó pesadamente, pero dio la bienvenida al dolor como una
alternativa dichosa a sus terribles delirios. Pero aunque sus
visiones desaparecieron, el cloqueo de los gansos permaneció como
trasfondo entre la quietud de la estática de las estrellas y el
murmullo de las ondas del transmisor de unión, que siempre estaban
en su cerebro.