21

 

—QUIZÁ empezó como un susurro en alguna selva blanca...
Era la voz de Jaycee. El dolor y la conciencia le inundaron cuando el disparador semántico le hizo salir del protector desmayo. Los ojos del mongol se agrandaron, y un ataque imperfecto al plexo solar hizo que Bron gritara con el poco aire que retenía.
—... un cuerpo roto, mecido en el frío, llorando inutilidad hacia un viento inútil...
—Jaycee, por amor de Dios, ¡cállate! Déjame ir.
No tuvo intención de subvocalizar, pero era todo lo que podía hacer para formar las palabras. Jaycee estaba jugando con él, usando el disparador semántico para mantenerlo consciente, para que el tormento continuara. Una y otra vez, los golpes cayeron salvajemente sobre él.
—... la mente confundida no por el acero chamuscado, el nervio mordido...
—¡Jaycee, por piedad!
Ya no le importaba si vivía o moría. Todo lo que quería era liberarse de los golpes sin piedad que su cuerpo estaba recibiendo.
—... algún mártir manco, enloquecido sobre la cruz, levantó su cabeza y gritó a los cielos: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
Pasó un minuto antes de que se diera cuenta de que el castigo había terminado. La sangre nadaba en sus ojos y brotaba caliente de su barbilla. Estaba de pie, pero porque unos brazos lo sostenían. Se forzó a sí mismo a valorar la situación. Dos de los tripulantes de los Destructores estaban mirando algo blanco y negro, que con dificultad identificó como la Biblia de su bolsillo.
Entonces el jefe avanzó de nuevo. Bron aguantó la respiración: sabía que recibir más castigo le heriría fatalmente. Pero los golpes nunca llegaron. A través de un ojo sorprendido vio la cara del mongol, llena de una mirada de admiración.
—Jesús —dijo—. Jesucristo. He visto muchos hombres muertos por menos golpes. Todos salieron sollozando..., pero usted reza. Yo no sé nada sobre la iglesia..., pero le ha hecho un hombre duro y tenaz. Desearía que peleara a mi lado. Es usted un hombre indestructible.
Bron advirtió que lo sacaron de la Sala de Gráficos, e incluso sintió un sofá blando y suave como la acometida del océano. Estuvo en parte consciente durante el lavado y la colocación de un frío emplaste en su piel torturada. Pero lo único que quemaba su conciencia antes que la oscuridad se cerrara sobre él, era la voz de Jaycee dentro de su cabeza, diciendo:
—Eso es sólo una pequeña muestra de lo que puedo hacer contigo, Bron. ¡Ya te enseñaré a ser tan afortunado como para olvidarme!

 

 

 

Se despertó en una cabina extraña. Sintió que alguien había salido de la habitación, pero no pudo explicar el por qué hasta que percibió el aroma de la carne asada que llegó a su nariz desde una bandeja depositada cerca de él.
Moviéndose con mucho dolor, se tiró del sofá y se tambaleó hacia el espejo en la pared. Los morados y las heridas de su cara formaban un círculo alrededor de sus profundos y obsesionados ojos, que le miraban debajo de los párpados inflamados. Se volvió al sofá y se sentó a examinar sus contusiones, mientras trataba de pasar algunos trozos de carne por entre sus doloridos labios. Finalmente se resignó a su dolor y se atrevió a beber una bebida caliente y salada que encontró en la bandeja.
Recobró sus fuerzas con la comida y la disciplina necesaria, y se encontró preparado para empezar el día.
—¿Jaycee?
—No. Veeder a la escucha. Jaycee está fuera, haciendo lo que ella hace cuando tú la desesperas.
—Líbrame del acceso, Doc. Sólo me siento ingenuo esta mañana. Lo de anoche debió ser una buena fiesta; no me había sentido así desde la mañana siguiente a mis últimas Navidades en Europa. ¿Por qué me dejaron vivir?
—Sugiero dos razones: la primera, que los Destructores sienten un inmenso respeto por la fortaleza y la paciencia. El castigo que recibiste podría haber matado a un hombre que no tuviera tu físico o tu entrenamiento. En segundo lugar, sospecho que no han descubierto que faltan las bombas. Volvieron todos los controles a su posición normal, salieron y cerraron la puerta. Al ser tripulantes y no soldados, no se les ocurrió comprobar los depósitos. No sé qué intentaste hacer allí, Bron, pero al menos es seguro que pagaste por ello.
—Habría pagado mucho menos, si no hubiera sido por esa zorra infernal dentro de mi cabeza.
—Probablemente te habrían matado —dijo Doc—. Fue tu fortaleza y alguna frase afortunada lo que te salvó. Pienso que debes agradecer a Jaycee el estar todavía vivo, aunque algo estropeado. Pero ahora... ¡a trabajar! Comprobamos tus nuevas coordenadas, y tenías razón. La transposición da un sistema de una estrella y cinco planetas que está justo en los índices dados. Una perfecta colocación para una base universal, que nunca hubiéramos atacado por casualidad. El Estado General ha ordenado que toda la flota del espacio acuda al área. La llegada estimada es de aproximadamente ciento sesenta horas a partir de este momento.
La conversación fue interrumpida por la entrada en la cabina del jefe alto y mongol. Sonrió expresivamente a la vista de las facciones hinchadas de Bron, y examinó sus nudillos.
—Su cabeza es como una maldita roca —comentó, mientras dejaba un uniforme de los Destructores en el sofá—. Póngase esto, y no esa túnica ensangrentada. Usted esta entrenado como hombre de lucha, no como cristiano. Yo lo sé —dijo con su característico acento.
Esta vez Bron no pudo rehusar. El uniforme era un excelente traje. El corte del material acentuaba su constitución y la anchura de sus hombros. El mongol, que se llamaba Maku, le miraba ahora con respeto.
—Usted haría un buen Destructor, estoy seguro. Le podría aprovechar en cualquier tipo de lucha.
Bron no dijo nada. El conocimiento del tripulante sobre Bron era intuitivo, y no podía desvanecerse con palabras. La charada se venía abajo.

 

 

 

Treinta y cinco horas más tarde, el Tantallus saldría del subespacio por última vez.
Ya fuera de los límites del sistema solar que encubría su destino, la nave Laboratorio se mantuvo esperando a que el resto de la flota de los Destructores saliera del espacio taquíón al espacio real por el resto del viaje. Por un momento, el Tantallus fue una solitaria astilla de metal en las inmensidades del espacio. Entonces, uno por uno, el resto de la flota se materializó cerca de ellos, sin aviso y sin otro efecto. Pronto los cielos vacíos estuvieron brillantes con los bronceados lápices de las maravillosas naves de los Destructores, que saltaron a la existencia como partículas de polvo cogidas de repente en un haz de inesperada luz solar.
El punto arbitrario de la desaparición del subespacio en relación a la primaria más cercana no era un asunto que afectara a los cálculos del Comando. Una encuesta ligera de los planetas en el sistema pronto revelaría los pocos que podrían considerarse adecuados para la vida. De ahí en adelante, la identificación sería sumarísima y la retribución masiva. Dentro de unos días, esa zona del espacio se convertiría en el punto de reunión de una de las mayores flotas vengadoras de todos los tiempos. Dondequiera que las naves de Cana fueran desde ahora, sus estelas de empuje revelarían su paso a miles de detectores, y llevarían como un hilo de seda al planeta donde los Destructores tenían sus hogares. Bron sintió que los vengadores probablemente llegarían demasiado tarde.
La canción del subespacio fue reemplazada por la vibración fulminante del impulso de empuje, cuando el Tantallus se movió con sus compañeros dentro del sistema hacia su terminal planetaria. Aunque los tripulantes estaban ahora muy interesados con la navegación mientras el comando de la flota asignaba órbitas para las estaciones, siempre designaron a uno de los hombres para vigilar a Bron, como un seguro contra daños. A Bron no le importaba. Mientras estuvieran en el espacio no tenía planes, y su relación con los tripulantes se había convertido en casi cordial. Conociendo la sorpresa que había colocado en su destino, casi sintió pena de que personas como éstas tuvieran que morir.
Estaba durmiendo cuando la maniobra final desvió al Tantallus fuera de la formación de la flota, a un destino muy lejano del resto. Fue quizá el cese del impulso de empuje y su reemplazo por los ruidos de la nave, y el infinito silencio del espacio, lo que rompió la profundidad de su dormitar y lo arrojó a un estado de sueño activo.
No siguió tumbado en el sofá, sino en un sillón ahora, tan suave como el interior de un vientre. Se movía, viajaba en la oscuridad, en una marea irresistible hacia algún génesis terrible. Podía sentir el movimiento, la parada y las vueltas del remolino. Era consciente de unos impulsos desconocidos, un saliente peristáltico que le llevaba hacia adelante.
Había ruidos coagulantes, sonidos semilíquidos, como molestos gansos que se ahogaran en un lento torrente. Y sobre todo existía un terrorífico sentido de destrucción, un gran bloque de opresión, como un techo de plomo viviente.
De nuevo empezaba su viaje hacia el horrible túnel subterráneo, y fue capaz de sentir con claridad el oscuro y tortuoso camino del arroyo abismal. Cuando encaraba una curva, un miedo profundo le hacía sentir que esa desviación sería la última. En alguna parte, en el futuro, supo con seguridad que llegaría al final. Por último, el camino se abriría en alguna caverna y él nacería, sin defensa, en la presencia de la realidad a la que se sentiría incapaz de enfrentarse.
La anticipación le llenó de un pánico creciente, y el cloqueo de los gansos creció más alto, más antagonista, más angustiado. El balbuceo se alzaba hasta un crescendo que amenazaba con forzar su cordura, y reemplazarla con algo más temible que cualquier delirio.
El ruido de un propulsor muy cercano cubrió la pesadilla y lo sacó del sueño. Cuando se despertó no juzgó bien su posición, y se cayó del sofá hacia la dura sensación del suelo. Cayó pesadamente, pero dio la bienvenida al dolor como una alternativa dichosa a sus terribles delirios. Pero aunque sus visiones desaparecieron, el cloqueo de los gansos permaneció como trasfondo entre la quietud de la estática de las estrellas y el murmullo de las ondas del transmisor de unión, que siempre estaban en su cerebro.