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—¿CÓMO sigue Bron?
De los tres, la mujer que estaba hablando
era la única con ropa de civil: un simple mono negro que no
disminuía su feminidad. Sus fuertes rasgos estaban enmarcados por
unos cabellos adornados con lentejuelas en forma de
estrellas.
Le hizo la pregunta al comandante médico,
quien se volvió de las pantallas. El doctor Veeder, alto y con el
pelo gris, tenía el aire de quien ha visto todo lo malo de la vida
y había aprendido a mantener distancia de ello. Incluso al final de
su turno frente a las pantallas, su uniforme de comando y sus cejas
mostraban sólo las arrugas autorizadas.
—Todavía está inconsciente, Jaycee; pero por
lo que puedo juzgar, es un sueño natural —volvió a mirar los
monitores—. Será conveniente despertarle en una hora.
—¡Maldito sea! Si echa a perder este
proyecto, ¡le haré vivir tal infierno que hubiera deseado que su
madre fuera una virgen compulsiva!
—No le molestes mucho cuando despierte.
Anoche sufrió el choque de una explosión considerable. No creo que
aprecie tus sutilezas..., y de todas formas, esto es un ejercicio
en cooperación, no por coacción. Trátale como siempre haces, y con
facilidad le pondrás a la defensiva.
—Me aseguraría de que no pudiera
sobrevivir.
—De acuerdo, pero ésa no es la cuestión. Él
tiene que sobrevivir, si queremos
obtener la información que necesitamos.
Ella aceptó la cuestión de mala gana. Veeder
dejó las pantallas y tomó su capa.
—Es todo tuyo, Jaycee. Voy a ver si duermo
un poco. Llámame si sucede algo extraño.
—De acuerdo.
Jaycee se dejó caer en el sofá forrado del
puesto de control, frente a las pantallas, y volvió a correr las
cortinas para apagar los reflejos en el cubículo. Entonces empezó a
comprobar de forma rutinaria los controles, para asegurarse de que
estaba familiarizada con su estado actual.
Al salir Veeder, el tercer miembro del trío
de control se levantó de su asiento frente al panel de la
computadora. Había permanecido en silencio mientras escuchaba la
conversación precedente, pero sus ojos no habían dejado de mirar a
Jaycee. De repente se apeó, y se acercó a ella; observaba las
pantallas múltiples, mientras la mujer ajustaba sus números
simbólicos. Los brillantes galones de su uniforme le proclamaban
como comandante general, y contrastaban mucho con su aparente
juventud, su pelo muy rubio y su pálida complexión. Sus ojos eran
brillantes y se mojaba con frecuencia los labios, finos y rosados,
con la punta de la lengua.
—El doctor tiene razón, dulce perra —dijo
tranquilamente—. No es bueno fustigar a Bron mientras está en ese
estado. No lo entendería, y puede ponerse a la defensiva. Tú bien
sabes cómo reacciona cuando se vuelve difícil.
Se movió hacia adelante y se apoyó contra el
respaldo del sofá, detrás de ella. Sus manos revolotearon sobre los
hombros de la muchacha.
—Quita las manos, Ananías —dijo ella con
cansancio—. Cuando necesite tus sugerencias para tratar a Bron, te
las pediré.
—Seguro, dulce perra. Juega a tu manera.
Sólo pensé que como no podías tener un escape emocional con Bron,
podrías buscar alivio en otra parte...
Sus manos se movían con suavidad en el
cuello desnudo, demorándose. Ella se heló.
—¿Qué estás buscando? ¿Un par de muñecas
rotas?
—No te atreverías a hacerlo —su voz
resultaba peligrosa.
—En tres segundos, si no quitas tus
manos.
—Estás bromeando, dulce perra...
Ella se movió como una cobra, pero él
anticipó su acción; además tenía la ventaja de maniobrar desde su
posición de pie. Rompió su cerco y le maniató las manos contra el
respaldo del sofá.
—¡Dios mío, lo intentaste! —él sonaba a
broma ahora—. Eres un demonio, ¿verdad?
—Deberías saberlo, Ananías. Me conoces hace
tiempo ya.
—Demasiado tiempo, quizá. Por eso sé cuándo
es el momento de la proposición. No puedes vivir dentro de Bron por
mucho tiempo sin romperte.
Por un instante su cabeza se volvió hacia la
pantalla grande, donde se veía la escena a través de los ojos de
Bron cuando éste estaba despierto. Ahora estaba en espera. El ritmo
regular de la respiración y las pulsaciones llegaban a través de un
altavoz, contra el apagado trasfondo del rumor de la guerra. Varios
monitores recogían los sonidos, los separaban y analizaban, luego
presentaban comprobaciones de sus análisis. En la representación
electrónica aparecía toda la información sobre un individuo
viviente, por medio del transmisor de unión a través de las
galaxias.
Sin embargo, había un lazo mucho más fuerte
entre Bron, el agente, y Jaycee, su operadora. Existía cierta
armonía en la unión entre dos mentes al compartir una experiencia
común. Cuando el agente y la operadora estaban psicológicamente
unidos para formar una personalidad complementaria, el acoplamiento
era mucho más fuerte.
Jaycee se dio la vuelta y trató de mirar a
Ananías.
—Sabes lo que significa para mí, ¿no es así?
¿El vivir a través de él?
Ananías mantenía el control de las manos de
Jaycee.
—Seguro. Así sé cuándo estás madura para un
desajuste emocional. Algún día tienes que dejarlo, o te
destruirá.
—¿Y tú andas revoloteando, esperando recoger
lo que quede?
—Así es, mi pequeña perra. Soy un connoisseur. Lo que tú tienes para dar es de gran
gusto. Tienes una veta de rencor a la que no puedes dar salida de
este lado del infierno, y tienes que volcarla en alguien. Bueno...
un hombre puede volverse adicto a tal clase de cosas.
—¿Crees que mereces algún privilegio
especial?
—Yo siempre doy buen servicio.
—Mira, Ananías... admito que me cogiste
fuera de mi equilibrio después de que Bron me había lastimado. Pero
sólo porque fuiste el primer ser viviente que apareció por el
pasillo. Podía haber sido cualquiera.
Hubo un largo silencio. Después:
—No has dicho la verdad, mi pequeña
puta.
—Desde luego que la dije. Cuando me subo por
las nubes, no me importa lo que encuentro con tal de que tal cosa
luche. Yo no respondo a las proposiciones. No busco un amante en
esos momentos; sólo algo que me haga salir del hechizo y volver a
la vida que ha quedado interrumpida. No necesita identidad; es
mejor que no tenga ninguna. No importa lo que sea: sólo hay una
persona a la que yo agarraría en la oscuridad.
Les salvaron del difícil momento las
urgentes llamadas de los paneles auxiliares. Ananías la dejó libre
y estuvo frente a su panel en un instante.
—Cabina de radio, Jaycee. Informan desde los
transmisores de Antares. Hable, Antares. Ananías a la
escucha.
—Hola, general. Ha habido nuevos planes en
Onaris. Para prevenir derramamientos de sangre, las emisoras de
radio de Onaris han emitido la rendición del gobierno en los
términos incondicionales de los Destructores. La oposición ha
cesado.
—¡Bien! ¿Ha enviado el gobierno de Onaris un
llamamiento para ayuda exterior?
—Empezaron a usar sus transmisiones FTL tan
pronto como los Destructores entraron en el sistema. Desde luego,
no esperaban ser oídos excepto por accidente, si alguna astronave
estaba dentro de su alcance...
—¿Habéis hecho contacto por radio con
ellos?
—No. Nuestras instrucciones eran contrarias.
No podían saber que nuestra cadena de monitores los había
oído.
—¿Ha contestado alguien a la llamada?
—No hemos detectado a nadie. Desde luego,
las bandas de emergencia estaban limpias.
—Mantengan monitores en las frecuencias de
emergencia. Si alguien da señales de contestar a su llamada,
interfiéranlo. Es importante que nadie moleste antes de que los
Destructores se hayan llevado lo que buscan.
—Entendido, general. Le informaremos de
nuevo si la situación cambia.
Ananías cortó la conexión y se volvió a
Jaycee.
—Hasta ahora todo sale como se planeó,
excepto por Bron —frunció el ceño ante la pantalla silenciosa—. Los
Destructores han atacado. Onaris se ha rendido, toda la escuadra
Comando está en alerta amarilla... y nuestro agente, cuya
preparación ha sido la más cara de toda la historia, ocupa una
posición estratégica en medio de una ciudad devastada... durmiendo
a pierna suelta.
—¿No es tu noche, Ananías?
—No me compadezcas, putita. Sabes que al
final gano yo. Y si tengo que esperar un poco, entonces los
despojos de la batalla se convierten en algo para disfrutar.
—Eres un bastardo egoísta, Ananías. Sin
principios, sólo un débil bastardo.
Se volvió otra vez hacia las pantallas, esta
vez para estudiar las cifras que contaban los detalles de la
existencia de Bron. Ananías se movió detrás del sofá, pero no la
molestó. Sabía que no debía hacerlo mientras ella se ajustaba el
micrófono y empezaba a establecer conexión con un comando durmiente
a una galaxia de distancia.
—Quizá en las celdas sórdidas de alguna
inhumana inquisición...
—Maldita seas, perra —dijo Ananías, en voz
baja.