2

 

—¿CÓMO sigue Bron?
De los tres, la mujer que estaba hablando era la única con ropa de civil: un simple mono negro que no disminuía su feminidad. Sus fuertes rasgos estaban enmarcados por unos cabellos adornados con lentejuelas en forma de estrellas.
Le hizo la pregunta al comandante médico, quien se volvió de las pantallas. El doctor Veeder, alto y con el pelo gris, tenía el aire de quien ha visto todo lo malo de la vida y había aprendido a mantener distancia de ello. Incluso al final de su turno frente a las pantallas, su uniforme de comando y sus cejas mostraban sólo las arrugas autorizadas.
—Todavía está inconsciente, Jaycee; pero por lo que puedo juzgar, es un sueño natural —volvió a mirar los monitores—. Será conveniente despertarle en una hora.
—¡Maldito sea! Si echa a perder este proyecto, ¡le haré vivir tal infierno que hubiera deseado que su madre fuera una virgen compulsiva!
—No le molestes mucho cuando despierte. Anoche sufrió el choque de una explosión considerable. No creo que aprecie tus sutilezas..., y de todas formas, esto es un ejercicio en cooperación, no por coacción. Trátale como siempre haces, y con facilidad le pondrás a la defensiva.
—Me aseguraría de que no pudiera sobrevivir.
—De acuerdo, pero ésa no es la cuestión. Él tiene que sobrevivir, si queremos obtener la información que necesitamos.
Ella aceptó la cuestión de mala gana. Veeder dejó las pantallas y tomó su capa.
—Es todo tuyo, Jaycee. Voy a ver si duermo un poco. Llámame si sucede algo extraño.
—De acuerdo.
Jaycee se dejó caer en el sofá forrado del puesto de control, frente a las pantallas, y volvió a correr las cortinas para apagar los reflejos en el cubículo. Entonces empezó a comprobar de forma rutinaria los controles, para asegurarse de que estaba familiarizada con su estado actual.
Al salir Veeder, el tercer miembro del trío de control se levantó de su asiento frente al panel de la computadora. Había permanecido en silencio mientras escuchaba la conversación precedente, pero sus ojos no habían dejado de mirar a Jaycee. De repente se apeó, y se acercó a ella; observaba las pantallas múltiples, mientras la mujer ajustaba sus números simbólicos. Los brillantes galones de su uniforme le proclamaban como comandante general, y contrastaban mucho con su aparente juventud, su pelo muy rubio y su pálida complexión. Sus ojos eran brillantes y se mojaba con frecuencia los labios, finos y rosados, con la punta de la lengua.
—El doctor tiene razón, dulce perra —dijo tranquilamente—. No es bueno fustigar a Bron mientras está en ese estado. No lo entendería, y puede ponerse a la defensiva. Tú bien sabes cómo reacciona cuando se vuelve difícil.
Se movió hacia adelante y se apoyó contra el respaldo del sofá, detrás de ella. Sus manos revolotearon sobre los hombros de la muchacha.
—Quita las manos, Ananías —dijo ella con cansancio—. Cuando necesite tus sugerencias para tratar a Bron, te las pediré.
—Seguro, dulce perra. Juega a tu manera. Sólo pensé que como no podías tener un escape emocional con Bron, podrías buscar alivio en otra parte...
Sus manos se movían con suavidad en el cuello desnudo, demorándose. Ella se heló.
—¿Qué estás buscando? ¿Un par de muñecas rotas?
—No te atreverías a hacerlo —su voz resultaba peligrosa.
—En tres segundos, si no quitas tus manos.
—Estás bromeando, dulce perra...
Ella se movió como una cobra, pero él anticipó su acción; además tenía la ventaja de maniobrar desde su posición de pie. Rompió su cerco y le maniató las manos contra el respaldo del sofá.
—¡Dios mío, lo intentaste! —él sonaba a broma ahora—. Eres un demonio, ¿verdad?
—Deberías saberlo, Ananías. Me conoces hace tiempo ya.
—Demasiado tiempo, quizá. Por eso sé cuándo es el momento de la proposición. No puedes vivir dentro de Bron por mucho tiempo sin romperte.
Por un instante su cabeza se volvió hacia la pantalla grande, donde se veía la escena a través de los ojos de Bron cuando éste estaba despierto. Ahora estaba en espera. El ritmo regular de la respiración y las pulsaciones llegaban a través de un altavoz, contra el apagado trasfondo del rumor de la guerra. Varios monitores recogían los sonidos, los separaban y analizaban, luego presentaban comprobaciones de sus análisis. En la representación electrónica aparecía toda la información sobre un individuo viviente, por medio del transmisor de unión a través de las galaxias.
Sin embargo, había un lazo mucho más fuerte entre Bron, el agente, y Jaycee, su operadora. Existía cierta armonía en la unión entre dos mentes al compartir una experiencia común. Cuando el agente y la operadora estaban psicológicamente unidos para formar una personalidad complementaria, el acoplamiento era mucho más fuerte.
Jaycee se dio la vuelta y trató de mirar a Ananías.
—Sabes lo que significa para mí, ¿no es así? ¿El vivir a través de él?
Ananías mantenía el control de las manos de Jaycee.
—Seguro. Así sé cuándo estás madura para un desajuste emocional. Algún día tienes que dejarlo, o te destruirá.
—¿Y tú andas revoloteando, esperando recoger lo que quede?
—Así es, mi pequeña perra. Soy un connoisseur. Lo que tú tienes para dar es de gran gusto. Tienes una veta de rencor a la que no puedes dar salida de este lado del infierno, y tienes que volcarla en alguien. Bueno... un hombre puede volverse adicto a tal clase de cosas.
—¿Crees que mereces algún privilegio especial?
—Yo siempre doy buen servicio.
—Mira, Ananías... admito que me cogiste fuera de mi equilibrio después de que Bron me había lastimado. Pero sólo porque fuiste el primer ser viviente que apareció por el pasillo. Podía haber sido cualquiera.
Hubo un largo silencio. Después:
—No has dicho la verdad, mi pequeña puta.
—Desde luego que la dije. Cuando me subo por las nubes, no me importa lo que encuentro con tal de que tal cosa luche. Yo no respondo a las proposiciones. No busco un amante en esos momentos; sólo algo que me haga salir del hechizo y volver a la vida que ha quedado interrumpida. No necesita identidad; es mejor que no tenga ninguna. No importa lo que sea: sólo hay una persona a la que yo agarraría en la oscuridad.
Les salvaron del difícil momento las urgentes llamadas de los paneles auxiliares. Ananías la dejó libre y estuvo frente a su panel en un instante.
—Cabina de radio, Jaycee. Informan desde los transmisores de Antares. Hable, Antares. Ananías a la escucha.
—Hola, general. Ha habido nuevos planes en Onaris. Para prevenir derramamientos de sangre, las emisoras de radio de Onaris han emitido la rendición del gobierno en los términos incondicionales de los Destructores. La oposición ha cesado.
—¡Bien! ¿Ha enviado el gobierno de Onaris un llamamiento para ayuda exterior?
—Empezaron a usar sus transmisiones FTL tan pronto como los Destructores entraron en el sistema. Desde luego, no esperaban ser oídos excepto por accidente, si alguna astronave estaba dentro de su alcance...
—¿Habéis hecho contacto por radio con ellos?
—No. Nuestras instrucciones eran contrarias. No podían saber que nuestra cadena de monitores los había oído.
—¿Ha contestado alguien a la llamada?
—No hemos detectado a nadie. Desde luego, las bandas de emergencia estaban limpias.
—Mantengan monitores en las frecuencias de emergencia. Si alguien da señales de contestar a su llamada, interfiéranlo. Es importante que nadie moleste antes de que los Destructores se hayan llevado lo que buscan.
—Entendido, general. Le informaremos de nuevo si la situación cambia.
Ananías cortó la conexión y se volvió a Jaycee.
—Hasta ahora todo sale como se planeó, excepto por Bron —frunció el ceño ante la pantalla silenciosa—. Los Destructores han atacado. Onaris se ha rendido, toda la escuadra Comando está en alerta amarilla... y nuestro agente, cuya preparación ha sido la más cara de toda la historia, ocupa una posición estratégica en medio de una ciudad devastada... durmiendo a pierna suelta.
—¿No es tu noche, Ananías?
—No me compadezcas, putita. Sabes que al final gano yo. Y si tengo que esperar un poco, entonces los despojos de la batalla se convierten en algo para disfrutar.
—Eres un bastardo egoísta, Ananías. Sin principios, sólo un débil bastardo.
Se volvió otra vez hacia las pantallas, esta vez para estudiar las cifras que contaban los detalles de la existencia de Bron. Ananías se movió detrás del sofá, pero no la molestó. Sabía que no debía hacerlo mientras ella se ajustaba el micrófono y empezaba a establecer conexión con un comando durmiente a una galaxia de distancia.
—Quizá en las celdas sórdidas de alguna inhumana inquisición...
—Maldita seas, perra —dijo Ananías, en voz baja.