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EL jeep que pusieron a su disposición era un vehículo
típico para todo terreno, funcional y articulado. A cubierto del
ruido del motor y fuera de la vista del conductor, Bron intentó la
comunicación sin palabras.
—¿Puedes leerme, Jaycee?
La acción no era más que pensar las palabras
y permitir a los músculos de la garganta ejecutar sus movimientos
de costumbre, sin la aspiración necesaria para producir un
sonido.
—Alto y claro, Bron.
—¿Qué había en el libro, que le convenció de
que yo era Haltera?
—Creo que porque es una vieja versión
autorizada de Tierra, muy rara en el mundo de la dependencia. Sólo
un intelectual como Haltera puede esperarse que la entienda.
—Un pájaro extraño este Haltera.
—Pero brillante. Es un maestro del
Sincretismo, probablemente uno de los mejores que viven en la
actualidad.
—¿Qué es un sincretista?
—Uno que trabaja a través de los canales de
la especialización científica, más que a lo largo de ellos. Para
cualificarse para la licenciatura, se necesitan al menos diez
títulos honoríficos en temas no relacionados, y la probada
habilidad de pensar libremente a través de las líneas de varias
disciplinas, tanto como con ellas.
El jeep se
ladeaba suavemente. Bron contuvo un instante de vértigo al darse
cuenta de la inesperada altura que habían alcanzado; miró hacia
abajo, hacia el vasto edificio.
—¿Qué es eso, Jaycee?
—El Seminario de Ashur. Bueno, mejor
diríamos el Seminario de la Sagrada Reliquia de Ashur. Ahí es donde
los Destructores esperarían encontrarte.
El jeep quemó su
descenso a través del fresco aire de la mañana y corrió luego hacia
la entrada principal, protegida con grandes portales. Bron Ander
Haltera obedeció al instinto clave de la síntesis —que le prohibía
advertir la presencia del conductor— y ascendió por la gran
escalinata del Seminario. Mientras lo hacía, sintió la extensión
del personaje sintético cerrándose sobre él, y cayó en la telaraña
de las costumbres y reacciones de esa otra persona. De nuevo, la
bestia que estaba dentro de él clamó por su libertad.
No había nadie esperándole. El vestíbulo
desembocaba en un pasillo y más allá en una puerta. Detrás de esto
encontró un amplio hall que recibía la
luz del sol, que entraba a través de ventanas con cristaleras de
colores. De repente se detuvo, hechizado por el espacio y la unidad
del edificio. Las grandes columnas, que se elevaban para sostener
el bello techo, estaban cubiertas de figuras y estatuas esculpidas,
representando escenas que no tenían sentido para él. Las paredes,
también complejas y adornadas con un rico simbolismo, llamaron su
atención.
La síntesis llevó sus pies a través del piso
bajando por el pasillo central, entre bloques de piedras colocados
en forma de asientos. Al final, un dios desnudo colocado entre
blancas hornacinas en la pared. Detrás del dios había un escudo con
el disco del sol como símbolo de Ashur, y en el centro del escudo,
clavada en forma de cruz, colgaba la sagrada reliquia —una réplica
de un cuadrúpedo pequeño y marrón, cubierto de pelo—; alrededor del
escudo había signos hipnóticos en colores brillantes, que
deletreaban una única palabra: FELIZ.
—¿Es este lugar alguna especie de iglesia,
Jaycee?
—Una especie. Pero no del estilo de las que
se encuentran en Tierra, ni tampoco es esa religión en la que
piensas, aunque ellos sostienen que su dios es el mismo.
Bron se volvió y estudió más detenidamente
las figuras en las columnas cercanas a él. Escuchó el suspiro de
Jaycee cuando los detalles fueron más claros.
—Acércate más, Bron. Eso es
interesante.
—¿Qué es esto? ¿Un monumento al marqués de
Sade?
—No. Una expresión de fe. La mortificación
del cuerpo para la edificación del alma. En el Seminario, el
cultivo de la mente y el alma es lo que predomina. El cuerpo es
como un recipiente de expiación por la debilidad de los otros
dos.
—Jaycee, esto es una locura.
—Es su forma de vida. Las columnas se supone
que reflejan los doscientos cincuenta y seis modos clásicos de
penitencia contra la debilidad.
—Después de algunas de estas penitencias, no
quedará nada que se pueda debilitar.
—Subvocaliza, Bron. Viene alguien.
Bron examinó el pasillo con cuidado, pero no
había nadie a la vista. Su mirada cayó sobre la sagrada reliquia,
cuya parte inferior era brillante y retorcida, y miró con asombro
la filosofía distorsionada retratada por las figuras. El acto
disparó algo en la hipnosíntesis, y contra su voluntad consciente
se arrodilló con las manos entrecruzadas en una actitud de rezo y
súplica.
—¿Ander Haltera? —los pasos se acercaron por
detrás.
—El mismo.
Bron se levantó y se volvió para enfrentarse
con el que le preguntaba.
—¿Cuál es su nombre familiar?
—Bron.
El preceptor era delgado, gris, ascético y
no muy hospitalario.
—Le esperábamos ayer, Bron Ander Haltera.
¿Cuál es su respuesta?
—Ashur fue destruida por el ataque, y yo
casi con ella.
—¿Permite que lo trivial de los tiempos se
anteponga a su deber?
—¿Trivial? ¡Maldito sea...! —Bron
contrarrestó lo sumiso de la síntesis.
—¡Calma, Bron!
—Bron Haltera, al haber adquirido la
licenciatura, tiene el privilegio de elegir su propia penitencia
por su ausencia. ¿Qué ofrece?
—¿Qué le digo Jaycee?
La síntesis no me da nada... —formaba las palabras más
rápidamente subvocalmente que si las hubiera tenido que
decir.
—Evítale. Esto no
estaba programado. Voy a ponerme en contacto con Ander.
—Ashur está medio destruida —dijo Bron en
voz alta—. Los Destructores están al control. Fuera de estas
paredes nadie tiene derecho a moverse, y ni siquiera a vivir. ¿Y
todavía exige una penitencia de alguien detenido por tales
acontecimientos?
—Bron Ander Haltera... —la cara del
preceptor era grave, y sus ojos mostraban una profundidad
irracional—. Me decepciona. Ésa no es la reacción que uno espera de
un Haltera. Venga, haga su ofrecimiento... o le impondré uno yo
mismo.
—La camisa,
Bron.
—La camisa —dijo Bron.
Los ojos del preceptor se abrieron como
platos y su mandíbula cayó:
—¡Perdóneme! No quise ser irrespetuoso con
un Haltera. No hay necesidad...
La síntesis surgió de Bron con ira:
—¿Está usted dudando de mi decisión,
preceptor?
—Desde luego que no... —los ojos del
preceptor reflejaban agonía y vergüenza—. Es que... el acto no
justifica tal nivel de penitencia. Debo preguntarle de nuevo: ¿está
seguro de que está preparado para aceptar la camisa?
—¡Feliz!
La palabra brotó espontáneamente de la
síntesis; el preceptor se encogió de hombros con resignación.
—¡Muy bien! Le llevaré a su celda. La camisa
le será entregada allí.
Bron siguió al preceptor por el pasillo
hacia una pequeña puerta y luego a través de una serie de
corredores, cada uno similar en fealdad, líneas severas que no
permitían ninguna concesión a la necesidad humana de contraste. Las
ocasionales puertas eran oscuras, cuadradas y gruesas, con
ventanillas pequeñas, muy altas y cerradas.
—Jaycee, esto parece una prisión, no un
seminario.
—En Onaris hay poca
diferencia entre ellas. La educación es inseparable de la religión,
y es la religión de la penitencia austera y disciplinada. La única
cosa que el sistema tiene a su favor es que produce algunos buenos
escolares. Retorcidos, pero brillantes.
—¡Puedo imaginarlo! ¿Y qué demonios es la
camisa?
—No sé. Fue idea de
Ander. Le pareció que era apropiada para la falta. Está obteniendo
placer de ello, me parece.
El preceptor llegó a una puerta y se detuvo.
La cerradura respondió a sus dedos, y la puerta se abrió. Bron,
aunque acostumbrado a una vida entera de incomodidades útiles, se
quedó petrificado. La celda a la que se le invitó a entrar era una
caja cuadrada de piedra. El único intento de amueblarla era un
banco solitario de piedra blanca, del tamaño de un ataúd, que
tendría que servir de mesa, silla y cama. No había nada más.
Un ojo de luz solitario miraba desde el
techo. La apertura estaba rodeada por un mensaje dorado: FELIZ. El
preceptor observaba su cara, pero Bron se las arregló para
permanecer impávido.
—En unos minutos, Bron Haltera, le enviaré
la camisa; le sugiero que se la ponga inmediatamente, para no
llegar tarde a su primera tutoría como director.
—Entonces... ¿la penitencia no esperará
hasta el servicio de noche?
—No. Usted ha ganado más respeto que eso.
Creo que su absolución será más perfecta si el trabajo de la camisa
está bastante más avanzado en el momento que tenga por testigo a la
asamblea.
Bajo la influencia de la síntesis, Bron
inclinó la cabeza y esperó hasta que el preceptor se
marchara.
—Ese hombre no es sólo un sádico, Jaycee,
sino que también está loco. No se interesó en nada de lo que le
dije sobre la destrucción de Ashur. Su mundo empieza y termina en
el círculo pequeño y cerrado de los ritos del Seminario. ¿Cuánto
tiempo debo permanecer aquí?
—No mucho, supongo. Los Destructores siempre
saben dónde buscar a la gente que quieren. Estudian mucho su blanco
antes de atacar.
—¿Soy yo el único que buscan?
—Creemos eso. De otra forma, se llevarían
carne de esclavos. Es obvio que están colonizando en algún sitio.
La carne humana es mucho más barata y más versátil que la
maquinaria en un mundo subdesarrollado.
—Un tema interesante. Las naves de esclavos
no eran desconocidas en los tiempos de la colonización del espacio
por Tierra.
Bron se calló al escuchar el golpe en la
puerta que dio el estudiante que traía la camisa. El estudiante
sacó la prenda de su envoltorio, dejándola en el banco. Al pasar e
inclinarse, sus ojos mostraban una mirada de admiración y
simpatía.