SANGRE
Como si fueran una manada de perros, la visión de la sangre insufló una vida repentina a los guerreros congregados, que estallaron en un estruendo que no podría haber sido más ensordecedor si al final hubieran entablado batalla.
Desde la cima de enfrente los vansterlandeses chillaban plegarias y bramaban maldiciones; desde la cima de detrás los gettlandeses rugían dándole ánimos vanos, consejos inútiles. Hacían repicar hachas contra escudos, espadas contra yelmos, elevaban una algarabía de lujuria y rabia que podría despertar a los muertos de sus túmulos, a los dioses de su duermevela.
Lo que más aman los hombres es ver a otros enfrentarse a la Muerte. Les recuerda que todavía están vivos.
Al otro lado del cuadrado, entre los vansterlandeses gritones y exaltados, Brand vio a la madre Isriun, pálida de ira, y a la hermana Scaer a su lado, observando el combate con ojos entrecerrados y tranquilos.
Gorm descargó un poderoso golpe desde arriba y Espina lo esquivó girando su cuerpo. La espada falló por un palmo y abrió una tremenda herida en el suelo, haciendo saltar hierba y tierra. Brand se mordió el nudillo tan fuerte que se hizo daño. Con que uno solo de aquellos tajos la alcanzara, el pesado acero podría partirla por la mitad. Tenía la sensación de que había transcurrido ya un día entero desde que comenzara el combate, y de que él no había respirado ni una vez en todo ese tiempo.
—Madre Guerra, permite que viva…
Espina se desplazó pavoneándose por el cuadrado. Aquella era su hierba. La dominaba. Era la reina de ese barro. Apenas oía los chillidos de los guerreros que llegaban desde el territorio elevado, apenas veía a Laithlin, ni a Isriun, ni a Yarvi, ni siquiera a Brand. El mundo había quedado reducido a ella, al Rompeespadas y a los pocos pasos de hierba corta que los separaban, y empezaba a gustarle lo que veía.
Gorm respiraba con pesadez y tenía el ceño fruncido y perlado de sudor. Todo el peso que cargaba tenía que acabar doblegándolo, pero nunca habría esperado que fuese tan pronto. Su escudo empezaba a flaquear. Espina estuvo a punto de soltar una carcajada. Ella podría seguir así durante horas. Había seguido durante horas, durante días, durante semanas enteras a lo largo del Divino y el Denegado, y de nuevo en el viaje de vuelta.
Se lanzó hacia él, apuntando alto con la espada. Demasiado alto, de modo que Gorm pudiera agacharse, y se agachó, pero inclinó el escudo hacia delante, tal y como había previsto Espina. Fue fácil rodearlo y trabar el borde superior con la larga hoja del hacha de Skifr, grabada con letras en cinco idiomas. Pretendía empujar el escudo hacia abajo y abrirse camino hacia su rival, quizá incluso arrancárselo del brazo. Sin embargo, había juzgado mal a su adversario. Gorm rugió, alzó el escudo con fuerza, le separó el hacha de la mano y la envió dando vueltas y vueltas por los aires.
El movimiento dejó desprotegido el cuerpo de Espina un momento, aunque ella nunca había sido de las que titubeaban. Su espada pasó sibilante por debajo del escudo y alcanzó a Gorm en el costado. El golpe llevaba la fuerza suficiente para que este se doblara un poco, para hacerlo trastabillar. La fuerza suficiente para atravesar la malla y encontrar la carne de debajo.
Pero no la fuerza suficiente para detenerlo.
Gorm gritó, blandió la espada y la obligó a retroceder con torpeza, lanzó una estocada que la obligó a alejarse bailando y dio un nuevo tajo, más fuerte si cabe, que hizo silbar su acero en el aire, pero Espina ya se había distanciado y lo observaba, moviéndose en círculo.
Cuando Gorm se volvió hacia ella, Espina vio la raja deshilachada en su malla, los eslabones que ondeaban sueltos, la sangre que resplandecía. Vio que su rival apoyaba menos peso en ese lado al adoptar su posición de combate y empezó a sonreír mientras llenaba su vacía mano izquierda con la daga más larga que llevaba.
Quizá hubiera perdido el hacha, pero aquel asalto era suyo.
De pronto Espina ya era una de ellos. Había logrado hacer sangre a Grom-gil-Gorm y el maestro Hunnan dio un puñetazo al cielo y rugió en su favor. Los guerreros que la habían desdeñado armaron un ensordecedor barullo metálico admirados por su destreza.
Sin duda, quienes poseían el don estarían ya rimando la canción de su triunfo. Saboreaban la victoria, pero lo único que podía degustar Brand era el miedo. Su corazón latía con tanta fuerza como el martillo de Rin. Hacía muecas y contenía la respiración con cada movimiento en el cuadrado. Nunca se había sentido tan desvalido. No podía hacer el bien. No podía hacer el mal. No podía hacer nada.
Espina saltó hacia delante con la espada baja, tan rápida que Brand a duras penas logró seguir sus movimientos. Gorm dejó bajar el escudo para bloquear el ataque, pero Espina ya había desaparecido y estaba descargando un tajo desde arriba con la daga. Gorm echó la cabeza hacia atrás y retrocedió inseguro, con una línea roja debajo de un ojo que le cruzaba la mejilla hasta el otro lado de la nariz.
El júbilo de batalla creció en su interior. O quizá fuese el brebaje del padre Yarvi.
Cada respiración le hormigueaba en el pecho y tenía la sensación de estar bailando en el aire. La sangre sabía dulce en su boca, su piel era de fuego. Sonrió, sonrió tanto que creyó que se le iban a partir las mejillas cicatrizadas.
Del corte que le había hecho a Gorm bajo el ojo manaba sangre que le pintaba franjas en la cara, que caía de su nariz rajada y le empapaba la barba.
Cada vez estaba más cansado, estaba herido, estaba volviéndose descuidado. Espina le tenía tomada la medida y él lo sabía. Leyó el miedo en sus ojos. Vio la duda que no dejaba de crecer.
Sostenía el escudo más alto para protegerse el rostro herido. Su postura había perdido precisión y la enorme espada flaqueaba en su mano. Aquella pierna izquierda se adelantaba incluso más que antes, expuesta hasta una rodilla temblorosa.
Quizá al principio había sido un truco, pero ¿qué truco podía detenerla ahora? Respiraba fuego y escupía relámpago. Era la tormenta, siempre en movimiento. Era la Madre Guerra hecha carne.
—¡Llega tu muerte! —chilló, palabras que ni siquiera ella misma pudo distinguir del todo con aquel ruido.
Mataría al Rompeespadas, vengaría a su padre y demostraría que era la mejor guerrera de todo el mar Quebrado. ¡La mejor guerrera del mundo! ¡Qué canciones cantarían sobre aquel duelo!
Obligó a Gorm a moverse en círculos, dirigiéndolo hasta tenerlo mirando al este, con los vansterlandeses a su espalda. Vio cómo Gorm entrecerraba los ojos para protegerlos de la puñalada de la Madre Sol, cómo se volvía y dejaba la pierna desprotegida. Fintó por arriba, reforzó su agarre en la empuñadura, se agachó para evitar un ataque mal medido y chilló mientras segaba con la espada, trazando un amplio círculo bajo.
La hoja forjada con los huesos de su padre alcanzó la pierna de Gorm por encima del tobillo con toda la fuerza de Espina, con toda su furia, con todo su entrenamiento. Aquel era el momento de su victoria. El momento de su venganza.
Pero en vez de cortar carne y hueso, el filo tañó contra el metal y se sacudió en la mano de Espina con tanta fuerza que la hizo tropezar, desequilibrada.
Una greba oculta. Acero brillando bajo el cuero partido de la bota de Gorm.
El rey de Vansterlandia se movió con la rapidez de una serpiente, ni por asomo tan cansado y tan herido como había aparentado, y con un tajo descendente atrapó su espada con la suya y la arrancó de sus dedos entumecidos.
Espina atacó con el puñal, pero su enemigo bloqueó el golpe con el escudo y le incrustó el umbo en las costillas. Fue como encajar una coz que hizo retroceder a Espina, tambaleándose, casi incapaz de mantenerse en pie.
Gorm la miró por encima del escudo y fue su turno de sonreír.
—Eres una adversaria digna —dijo—, tan peligrosa como cualquiera al que me haya enfrentado. —Avanzó un paso, pisó con aquella bota reforzada su espada caída y la hundió en la hierba—. Pero llega tu muerte.
—Oh, dioses —graznó Brand, helado hasta los mismos huesos.
Espina estaba luchando con dos dagas, sin alcance, y Gorm la llevaba donde él quería en el cuadrado con relucientes arcos de aquel espadón, al parecer más vigoroso que nunca.
Los hombres de Gettlandia habían callado de repente, y el jaleo al otro lado del valle se había redoblado.
Brand rezó para que Espina se mantuviera alejada, pero sabía que su única oportunidad era lanzarse contra él. Y en efecto, esquivó por debajo una estocada alta, se abalanzó sobre Gorm y apuñaló con el cuchillo derecho en una estocada fiera y rauda, pero su enemigo alzó el escudo y la hoja de Espina se clavó entre dos tablones y quedó presa.
—¡Acaba con él! —siseó la reina Laithlin.
Espina soltó un tajo con la izquierda en el brazo de la espada de Gorm mientras lo replegaba, su daga raspó la malla hacia abajo y lo hirió en la mano, que se inundó de sangre mientras el espadón caía al suelo de unos dedos endebles.
O quizá había dejado caer el arma a propósito. Mientras Espina descargaba una nueva puñalada, Gorm le atrapó el brazo y cerró los dedos en torno a su muñeca con un chasquido que fue como un puñetazo en la boca del estómago de Brand.
—Oh, dioses —graznó.