HINCAR LA RODILLA
—Ante la duda, arrodíllate. —Rulf ocupaba su puesto de timonel en la toldilla del Viento del Sur, con la caña del timón bien sujeta bajo el brazo—. Arrodíllate del todo y arrodíllate mucho.
—Arrodillarme —masculló Espina—. Entendido.
Le había tocado un remo en la parte trasera del barco, la más trabajosa y la menos digna, y, para colmo, bajo la siempre atenta mirada de Rulf. Espina no paraba de retorcerse en su cofre de mar, forzando el cuello para ver Casa Skeken, pero entre la bruma y la llovizna no podía distinguir más que sombras de fantasmas. Los amenazadores fantasmas de las famosas murallas élficas. El difuminado espectro de la inmensa Torre de la Clerecía.
—Casi que mejor no levantes las rodillas del suelo en todo el tiempo que estemos aquí —dijo Rulf—. Y, por los dioses, ten quieta esa lengua. Como ofendas en algo a la abuela Wexen, el aplastamiento con piedras te parecerá una caricia.
A medida que se acercaban, Espina vio unas siluetas reunidas en el muelle. Las siluetas se convirtieron en hombres. Los hombres, en guerreros. Una guardia de honor, aunque cobraron más aire de escolta carcelaria mientras amarraban el Viento del Sur y el padre Yarvi y su zarrapastrosa tripulación bajaban al embarcadero resbaladizo por la lluvia.
A sus dieciséis inviernos, Espina era más alta que la mayoría de los hombres, pero cualquiera habría llamado gigante al que se les acercó, que le sacaba al menos una cabeza. Su larga cabellera y su barba estaban oscurecidas por la lluvia y salpicadas de canas, y la piel blanca que llevaba a los hombros, perlada de rocío.
—Caramba, padre Yarvi —dijo con una voz cantarina que sonaba extraña viniendo de una complexión tan poderosa—. Han pasado demasiadas estaciones desde la última vez que conversamos.
—Tres años —respondió el clérigo, haciendo una reverencia—. Desde aquel día en el Salón de los Dioses, mi rey.
Espina parpadeó. Había oído que el Alto Rey era un viejo fofo, medio ciego y asustado de su propia comida, una descripción que le pareció injusta en todos los aspectos. Había aprendido a evaluar la fuerza de un hombre en el cuadrado de entrenamiento, y dudaba mucho haber visto alguna vez a otro más fuerte que aquel. Sus cicatrices revelaban que era un guerrero y las numerosas armas que llevaba en su cinturón de hebilla dorada lo confirmaban. El hombre que se alzaba frente a Espina en verdad tenía aspecto de rey.
—Lo recuerdo bien —dijo el gigante—. Todo el mundo fue muy, muy grosero conmigo. Así es la hospitalidad de los gettlandeses, ¿eh, madre Scaer? —La mujer de cabeza afeitada que había llegado con él miró a Yarvi y sus acompañantes con desprecio, como si fuesen montones de estiércol—. ¿Y quién es esta? —preguntó mientras su mirada se posaba en Espina.
Aunque tenía mucha experiencia en empezar peleas, todas las demás formas de etiqueta eran un misterio para ella. Cada vez que su madre intentaba explicarle cómo debía comportarse una chica, cuándo debía inclinarse, cuándo arrodillarse y cuándo sostener su llave, ella asentía como si escuchara mientras pensaba en espadas. Pero Rulf le había dicho que hincara la rodilla, así que la bajó con torpeza, evitando tropezar por los pelos, hasta las piedras mojadas del muelle mientras se apartaba el pelo empapado de la cara.
—Mi rey. Mi Alto… Rey, quiero decir.
Yarvi resopló.
—Esta es Espina Bathu, mi nueva bufona.
—¿Y cómo está resultando?
—De momento, pocas risas.
El gigante sonrió de oreja a oreja.
—Yo no soy más que un rey bajo, niña. Soy el pequeño rey de Vansterlandia y me llamo Grom-gil-Gorm.
Espina sintió que se le revolvían las tripas. Hacía años que soñaba con encontrar al hombre que había matado a su padre, pero en ninguno de sus sueños ocurría nada parecido a aquello. Acababa de arrodillarse a los pies del Rompeespadas, el Hacehuérfanos, el enemigo más acérrimo de Gettlandia, a cuyas órdenes había incursiones por toda la frontera en aquellos mismos momentos. Vio las cuatro vueltas al cuello que le daba su cadena, compuesta de los pomos arrancados a las espadas de enemigos caídos. Uno de ellos, como bien sabía Espina, pertenecía a la espada que tenía en casa. Su posesión más preciada.
Se levantó despacio, tratando de reunir los jirones de su destrozada dignidad. No tenía puño de espada en el que apoyar la mano, pero alzó un mentón desafiante igual que si fuese una hoja afilada.
El rey de Vansterlandia la miró desde arriba como un gran sabueso mira a un gatito con el pelo erizado.
—Estoy acostumbrado al desdén de los gettlandeses, pero esta tiene hielo en la mirada.
—Como si quisiera ajustar alguna cuenta —dijo la madre Scaer.
Espina agarró la bolsita que tenía al cuello.
—Vos matasteis a mi padre.
—Ah. —Gorm se encogió de hombros—. Muchos hijos pueden decir lo mismo. ¿Cómo se llamaba?
—Storn el Acantilado.
Espina había esperado burlas, amenazas, incluso rabia, pero en cambio al rey de Vansterlandia se le iluminó el rostro.
—¡Ah, ese sí que fue un duelo merecedor de canciones! Recuerdo hasta el último paso y el último tajo que dimos. ¡El Acantilado era un gran guerrero, un enemigo más que digno! En las mañanas frías como esta todavía siento la herida que me hizo en la pierna. Sin embargo, la Madre Guerra estuvo de mi parte. Me insufló su aliento en la cuna. Los presagios dicen que ningún hombre puede matarme, y hasta ahora se ha demostrado cierto. —Dedicó una sonrisa animada a Espina mientras hacía girar un pomo de su cadena con movimientos descuidados de sus enormes dedos índice y pulgar—. ¡La hija de Storn el Acantilado se ha convertido en una mujer, y de las altas! Cómo pasan los años, ¿eh, madre Scaer?
—Siempre —dijo la clériga, mirando a Espina con el azul intenso de unos ojos entrecerrados.
—Pero no podemos estar todo el día contando batallitas. —Gorm hizo un ademán vistoso para abrirles el paso—. El Alto Rey te espera, padre Yarvi.
Grom-gil-Gorm los guio por los muelles encharcados y Espina anduvo tras ellos sin hacerse notar, fría, hecha una sopa, amargada e impotente, con toda su ilusión por ver la mayor ciudad del mar Quebrado arrancada de cuajo. Si las miradas torvas a la espalda matasen, el Rompeespadas habría caído ensangrentado a través de la Última Puerta ese mismo día, pero los ceños no son filos y el odio de Espina no cortaba a nadie salvo a ella.
La tripulación del Viento del Sur cruzó con paso trabajoso unos enormes portones y entró en un vestíbulo cuyas paredes estaban cubiertas, desde el suelo pulido hasta el alto techo, de armas. Espadas antiguas y devoradas por la herrumbre. Lanzas con las astas partidas. Escudos tajados y astillados. Las armas que una vez pertenecieron a la montaña de cadáveres que escaló Bail el Constructor para convertirse en el primer Alto Rey. Las armas de los ejércitos que sus sucesores masacraron al extender su poderío desde Yutmarca por las tierras bajas, hasta dominar Inglefold y la mitad de las costas del mar Quebrado. Siglos de victorias, y aunque las espadas, las hachas y los yelmos hendidos no tenían voz, todos juntos transmitían un mensaje más elocuente que los susurros de cualquier clérigo, más ensordecedor que los bramidos de cualquier maestro de armas: «Oponerse al Alto Rey es muy mala idea».
—Debo reconocer —estaba diciendo el padre Yarvi— que me sorprende encontrar al Rompeespadas haciendo de portero del Alto Rey.
Gorm lo miró de reojo, con el gesto torcido.
—Todos debemos arrodillarnos ante alguien.
—Algunos nos arrodillamos con más facilidad que otros, sin embargo.
La expresión de Gorm se oscureció aún más, pero su clériga habló antes que él.
—La abuela Wexen puede ser muy convincente.
—¿Ya os ha convencido de adorar a la Diosa Única? —preguntó Yarvi.
El desdén salió tan fuerte desde la nariz de Scaer que no se manchó el pecho de mocos de puro milagro.
—Nada podrá arrancarme del abrazo sangriento de la Madre Guerra —rugió Gorm—. Eso puedo prometértelo.
Yarvi sonrió como si estuviera charlando con amigos.
—Mi tío lo dice exactamente con las mismas palabras. Hay tantas cosas que Gettlandia y Vansterlandia tienen en común… Rezamos igual, hablamos igual, luchamos igual. Lo único que nos separa es un río estrecho.
—Y centenares de años de padres muertos e hijos muertos —musitó Espina entre dientes.
—Chitón —susurró Rulf a su lado.
—Tenemos un pasado sangriento —concedió Yarvi—, pero los buenos líderes deben dejar el pasado a su espalda y mirar al futuro. Cuantas más vueltas le doy, más me parece que nuestras rencillas solo sirven para debilitarnos a ambos y beneficiar a otros.
—Entonces ¿deberíamos enlazar los brazos, después de tantas batallas? —Espina vio cómo la comisura de los labios de Gorm se curvaba en una sonrisa—. ¿Danzar juntos sobre nuestros muertos hacia un futuro brillante?
Sonrisas y danzas, mientras Espina echaba un vistazo rápido a las armas de las paredes, preguntándose si podría sacar una de sus abrazaderas y hundirla en el cráneo de Gorm antes de que Rulf se lo impidiera. Esa sí que sería una hazaña digna de una guerrera de Gettlandia.
Pero Espina no era una guerrera de Gettlandia y nunca lo sería.
—El sueño que tejes es hermoso, padre Yarvi. —Gorm dio un suspiro—. Pero ya tejiste sueños hermosos para mí una vez. Todos tenemos que despertar y, nos guste o no arrodillarnos, el alba pertenece al Alto Rey.
—Y a su clériga —dijo la madre Scaer.
—A ella más que a nadie —asintió el Rompeespadas, abriendo las grandes puertas que había al final del vestíbulo.
Espina recordaba perfectamente la única vez que había estado en el Salón de los Dioses de Gettlandia, contemplando el cuerpo frío y pálido de su padre, intentando apretar la mano de su madre con la fuerza suficiente para que dejara de llorar. Le había parecido la sala más inmensa del mundo, demasiado enorme para que la hubiera construido el hombre. Pero la Cámara de los Susurros estaba levantada por manos élficas. En su interior podrían caber cinco Salones de los Dioses, y aún sobraría espacio para plantar una buena cosecha de cebada. Sus muros de lisa piedra élfica y negro cristal élfico se alzaban y se alzaban hasta difuminarse en la lejana penumbra.
Seis estatuas inmensas de los altos dioses los observaban desde arriba con el rostro grave, pero el Alto Rey había dejado de adorarlos y había puesto a trabajar a sus mamposteros. Ahora había una séptima deidad por encima de todos ellos: la Diosa de los Sureños, la Diosa Única, que no era ni mujer ni hombre, que ni sonreía ni sollozaba, sus brazos extendidos en una invitación asfixiante, sus ojos contemplando con insulsa indiferencia los mezquinos asuntos de la humanidad.
Había un grupo de personas al fondo del enorme espacio y en una tribuna de metal élfico suspendida a diez veces la altura de un hombre, y también se veía un círculo de caras minúsculas en una segunda plataforma que se alzaba a la misma distancia por encima de la primera. Espina vio vansterlandeses de largo cabello trenzado, trovenlandeses cuyos brazos estaban cubiertos desde el codo hasta el hombro por los aros que empleaban como moneda. Vio isleños de rostro curtido, robustos tierrabajeños y las barbas desaseadas de los inglingos. Vio mujeres esbeltas que tomó por shendas y rollizos mercaderes de Sagenmarca. Vio emisarios de piel oscura procedentes de Catalia, o del Imperio del Sur, o tal vez de más lejos incluso.
Al parecer, se habían reunido allí todos los pueblos del mundo con el propósito común de lamer el culo al Alto Rey.
—¡El más grande de todos los hombres! —exclamó el padre Yarvi—. ¡Aquel que se sienta entre reyes y dioses! ¡Me postro ante vos!
Y le faltó arrojarse en plancha al suelo, mientras los ecos de su voz ascendían a las tribunas, resonaban y se desmenuzaban en el millar de millares de susurros que daban su nombre al salón.
Resultó que en realidad los rumores habían sido hasta demasiado generosos con el más grande de los hombres. Era un despojo marchito en un trono que le quedaba enorme, su cara toda hueso y pellejos lacios, su barba unos pocos matojos de canas. Lo único que mostraba algún signo de vida eran sus ojos, brillantes y endurecidos como el pedernal cuando clavaron la mirada en el clérigo de Gettlandia.
—¡Ahora es cuando te arrodillas, idiota! —susurró Rulf, tirando del cinturón de Espina para bajarla al suelo con él. Justo a tiempo, porque una mujer ya estaba cruzando el enorme espacio hacia ellos.
Tenía la cara redonda y un aire maternal, con profundas arrugas junto a sus ojos titilantes, el pelo encanecido muy corto y el basto tejido de su túnica gris barriendo el suelo con tanto peso que el dobladillo se había deshilachado en jirones mugrientos. Pero al cuello llevaba una cadena magnífica, con papelitos arrugados e inscritos con runas enhebrados en los eslabones.
—Tenemos entendido que la reina Laithlin está embarazada. —No tendría aspecto de heroína, pero por los dioses que su voz era heroica. Grave, suave, poderosa sin tener que esforzarse. Una voz que exigía atención. Una voz que ordenaba obediencia.
Incluso de rodillas, Yarvi supo cómo postrarse más.
—Los dioses la han bendecido, honorabilísima abuela Wexen.
—¿Un heredero a la Silla Negra, quizá?
—Esperemos que sí.
—Transmite nuestra más sentida felicitación al rey Uthil —intervino con voz rasposa el Alto Rey, sin que se reflejara el menor sentimiento o felicidad en su cara arrugada.
—Se la transmitiré encantado, tanto como ellos estarán de recibirla. ¿Me permitís levantarme?
La primera de los clérigos le dedicó su sonrisa más amable y levantó una mano, mostrando a Espina los círculos concéntricos de diminuta escritura que llevaba tatuados en la palma.
—Estás bien como estás —dijo.
—Nos llegan historias preocupantes del norte —graznó el Alto Rey, antes de contraer los labios y pasar la lengua por el ancho hueco entre sus incisivos—. Hemos oído que el rey Uthil prepara una gran incursión contra los isleños.
—¿Una incursión, mi rey? —Yarvi parecía perplejo por algo que sabía todo el mundo en Thorlby—. ¿Contra nuestros bienamados compatriotas de las islas del mar Quebrado? —Rechazó la idea con un ademán de su mano contrahecha—. El rey Uthil tiene un temperamento belicoso y muchas veces en el Salón de los Dioses habla de hacer incursiones aquí y allá. En eso queda todo, creedme, pues paso todo el tiempo a su lado, allanando el camino del Padre Paz como me enseñó la madre Gundring.
La abuela Wexen echó atrás la cabeza y estalló en carcajadas, ricas y dulces como la melaza, despertando ecos que sonaban como un ejército risueño.
—Qué gracioso eres, Yarvi.
El golpe llegó con la rapidez de una serpiente. Fue con la mano abierta, pero tan fuerte que lo derribó de lado. La bofetada resonó en las tribunas elevadas con la nitidez de un latigazo.
Espina puso los ojos como platos y se levantó sin pensar. O al menos empezó a levantarse, porque Rulf la agarró por la camisa al instante y la obligó a arrodillarse de nuevo, reduciendo a un miserable gañido el reniego que iba a soltar.
—Abajo —gruñó él entre dientes.
De repente, el centro de aquella sala inmensa y desierta le pareció un lugar muy expuesto, y al reparar en la cantidad de hombres armados que había a su alrededor se le encogió el estómago y se le hinchó la vejiga.
La abuela Wexen la miró, ni asustada ni enfurecida. Con cierta curiosidad, como si Espina fuese una especie de hormiga que no terminaba de identificar.
—¿Quién es esta… persona?
—Una pobre lerda que ha jurado servirme. —Yarvi se incorporó y recuperó la postura arrodillada, con una mano en los labios manchados de sangre—. Disculpad su insolencia, pues padece de escaso sentido común y excesiva lealtad.
La abuela Wexen sonrió con la calidez de la Madre Sol, pero el hielo de su voz congeló a Espina hasta los huesos.
—La lealtad puede ser una gran bendición o una maldición terrible, niña. Todo depende de a quién se guarde. Existe un orden correcto de las cosas. Debe haber un orden, y los gettlandeses olvidáis cuál es vuestro lugar en él. El Alto Rey ha prohibido que se desenvainen las espadas.
—Lo he prohibido —repitió el Alto Rey, con una voz reducida a un siseo aflautado que apenas se oyó en la inmensidad.
—Si guerreáis contra los isleños, guerreáis contra el Alto Rey y su Clerecía —dijo la abuela Wexen—. Guerreáis contra los inglingos y los tierrabajeños, contra los trovenlandeses y los vansterlandeses, contra Grom-gil-Gorm, el Rompeespadas, al que dicen los presagios que ningún hombre puede matar. —Señaló al asesino del padre de Espina, que estaba junto a la puerta y, al parecer, nada cómodo con su enorme rodilla hincada—. Guerreáis incluso contra la Emperatriz del Sur, que se ha comprometido a una alianza con nosotros hace poco. —La abuela Wexen separó los brazos para abarcar la inmensa estancia y su legión de ocupantes, y lo cierto era que el padre Yarvi y su harapiento grupo parecían un débil rebaño en comparación—. ¿Guerrearíais contra medio mundo, gettlandeses?
El padre Yarvi sonrió como un bobalicón.
—Como somos fieles siervos del Alto Rey, sus muchos y poderosos amigos solo nos confieren tranquilidad.
—En ese caso, dile a tu tío que deje de agitar su espada. Si se atreve a mostrar su filo sin la bendición del Alto Rey…
—El acero será mi respuesta —croó el anciano, con los ojos saltones y llorosos.
La voz de la abuela Wexen adoptó un matiz que erizó el vello de la nuca a Espina.
—Y habrá un castigo como no se ha visto desde la Ruptura del Mundo.
Yarvi se inclinó tanto que casi tocó el suelo con la nariz.
—Oh, la más elevada y gentil de entre nosotros, ¿quién querría contemplar tamaña rabia desatada? ¿Me permitiríais levantarme?
—Una cosa más, antes de eso —llegó una voz suave desde sus espaldas. Una joven caminaba hacia ellos con paso rápido, delgada, rubia y con una sonrisa frágil.
—Ya conoces a la hermana Isriun, tengo entendido —dijo la abuela Wexen.
Fue la primera vez que Espina veía a Yarvi quedarse sin palabras.
—Yo… Tú… ¿has entrado en la Clerecía?
—Es buen lugar para los rotos y los desposeídos. Deberías saberlo. —Isriun sacó un paño y limpió la sangre de la comisura de los labios de Yarvi. Sus gestos eran suaves, pero la mirada de sus ojos era todo menos eso—. Ahora somos de la misma familia, una vez más.
—Superó la prueba hace tres meses sin fallar ni una sola pregunta —dijo la abuela Wexen—. Ya ha adquirido vastos conocimientos en materia de reliquias élficas.
Yarvi tragó saliva.
—Qué sorpresa.
—El deber más solemne de la Clerecía es protegerlas —recitó Isriun—, y proteger el mundo de una segunda ruptura. —Se frotó las finas manos—. ¿Conoces a Skifr, la ladrona y asesina?
Yarvi parpadeó como si no comprendiera muy bien la pregunta.
—El nombre me suena de algo…
—Está buscada por la Clerecía. —La expresión de Isriun se había vuelto aún más mortífera—. Allanó las ruinas élficas de Strokom y se llevó reliquias de su interior.
Por toda la cámara se alzaron gritos ahogados y susurros que resonaron por las tribunas. Los presentes trazaron símbolos sagrados en sus pechos, musitaron oraciones y negaron con la cabeza, horrorizados.
—Ay, en qué tiempos vivimos —musitó el padre Yarvi—. Tienes mi voto solemne de que, si oigo aunque sea un rumor de que esa Skifr está de paso por Gettlandia, te enviaré mis palomas al instante.
—Qué alivio —replicó Isriun—, porque si alguien llegara a un acuerdo con ella, tendría que ocuparme de que ardiera vivo. —Entrelazó los dedos y apretó con vehemencia hasta que se le pusieron blancos los nudillos—. Y ya sabes cuánto me disgustaría verte en llamas.
—Otra cosa que tenemos en común —dijo Yarvi—. ¿Me dispensáis de vuestra presencia, vos, el más grande de los hombres? —El Alto Rey parecía haber inclinado la cabeza a un lado en algún momento, con toda probabilidad para echar una siesta—. Lo consideraré un sí.
Se levantó seguido de Rulf y su tripulación, y Espina fue la última en estirar las piernas doloridas. Por lo visto, siempre se arrodillaba cuando tenía que estar de pie y se levantaba cuando tenía que arrodillarse.
—No es demasiado tarde para hacer del puño mano abierta, padre Yarvi. —La abuela Wexen meneó la cabeza con tristeza—. Y pensar que una vez deposité grandes esperanzas en ti.
—Por desgracia, como podrá confirmaros la hermana Isriun, he resultado una enorme decepción en muchas ocasiones. —Hubo solo una brizna de hierro en la voz de Yarvi mientras se volvía—. Me esfuerzo a diario para mejorar.
En el exterior la lluvia había arreciado y seguía ocultando Casa Skeken en un borrón de espectros grises.
—¿Quién era esa mujer, la tal Isriun? —preguntó Espina mientras se afanaba en alcanzar a los demás.
—Una vez fue mi prima. —Yarvi contrajo los músculos de su rostro sombrío—. Después nos comprometimos. Y luego juró que me vería muerto.
Espina levantó las cejas.
—Sí que debéis de ser buen amante.
—No todos poseemos tu delicadeza. —La miró de soslayo—. La próxima vez, podrías pensar antes de saltar en mi defensa.
—El momento en el que pares será el momento en el que mueras —dijo entre dientes.
—El momento en el que no has parado ha estado a punto de matarnos a todos.
Sabía que Yarvi tenía razón, pero no por ello estaba menos irritada.
—A lo mejor no habría llegado a tanto si les hubierais dicho que los isleños nos han atacado a nosotros, y los vansterlandeses también, y que no nos han dejado más opción que…
—Eso lo saben de sobra. Fue la abuela Wexen quien los azuzó contra nosotros.
—¿Cómo lo…?
—Las palabras que no ha dicho estaban claras como el agua. Pretende aplastarnos, y ya no puedo retrasarla más.
Espina se frotó las sienes. Parecía que ningún clérigo quería decir nunca lo que decía.
—Si es nuestra enemiga, ¿por qué no nos ha matado ahí mismo, teniéndonos arrodillados?
—Porque la abuela Wexen no quiere muertos a sus niños. Los quiere obedientes. Primero nos echa encima a los isleños, luego a los vansterlandeses. Confía en provocarnos para que demos un paso en falso, y el rey Uthil está a punto de concedérselo. Tardará un tiempo en reunir sus fuerzas, pero solo porque son muchísimas, no por otra cosa. Con el tiempo, enviará a medio mundo contra nosotros. Si queremos resistir, necesitamos aliados.
—¿Y dónde encontramos aliados?
El padre Yarvi sonrió.
—Entre nuestros enemigos, ¿dónde va a ser?