LA FURIA DE LOS DIOSES

Los días se confundían unos con otros en una monotonía de brazadas, de crujidos de madera y de agua salpicando el casco del Viento del Sur, de la mandíbula de Espina marcándose con cada golpe de remo, de los ojos de Rulf reducidos a rendijas que no se apartaban de su curso río arriba, de la mano deforme del padre Yarvi asida con la buena detrás de su espalda, de las incansables preguntas de Koll y las regañinas de Safrit, de historias contadas en torno a una hoguera, de sombras que se movían por las cicatrices de los rostros de los hombres, del constante murmullo de las instrucciones de Skifr y del estruendo de armas y de los jadeos de Espina entrenando mientras Brand se quedaba dormido.

No podía decirse que la chica le cayera bien, pero sí encontraba admirable su insistencia, que siguiera luchando por mucho que tuviera en contra, que se levantara del suelo una y otra vez por mucho que la derribaran. Eso era valentía, y hacía que Brand deseara parecerse más a ella.

De vez en cuando desembarcaban en aldeas que no pertenecían a reino ni señor alguno. Eran chozas de pescadores enraizadas unas junto a otras en la turba de los meandros, o cabañas de juncos que los pastores compartían con su ganado bajo los aleros del silencioso bosque, si se comparaban con la que Brand había compartido con Rin, ellos dos habían vivido en un palacio. Pensar en su casa le anegó el alma de una añoranza sensiblera. El padre Yarvi conseguía leche, cerveza y cabras que aún balaban, hablando en lo que parecían todos los idiomas conocidos por hombre o bestia, pero pocas sonrisas cambiaban de manos. Aunque no costasen dinero, en el Divino había una tremenda escasez de sonrisas.

Dejaron atrás barcos que navegaban hacia el norte, con tripulaciones que a veces se mostraban hoscas y vigilantes y otras los saludaban con cautela. Hicieran lo que hicieran, Rulf no les quitaba ojo de encima hasta que se perdían de vista por completo, como tampoco soltaba su arco negro, que era un arma temible y casi tan alta como un hombre, fabricada con los grandes cuernos rugosos de algún animal que Brand no conocía ni quería conocer jamás.

—Estos parecían bastante amistosos —dijo después de un encuentro que bordeó la jovialidad.

—La flecha de un arquero sonriente te deja igual de muerto —replicó Rulf, volviendo a dejar el arco junto al timón—. Algunas tripulaciones estarán regresando a casa con cargamentos valiosos, pero otras habrán fracasado y querrán compensarlo abordando un buen barco y vendiendo a sus guapos remeros de popa como esclavos.

Espina inclinó la cabeza hacia Brand.

—En este barco solo encontrarán a un remero de popa guapo.

—Tú serías más guapa si no pusieras siempre cara de pocos amigos —dijo Rulf, con lo que provocó una cara de pocos amigos especialmente espantosa, que era la intención.

—A lo mejor es que la proa del clérigo ahuyenta a los saqueadores —sugirió Brand, encajando su hacha al lado de su cofre de mar.

Espina bufó mientras enfundaba su espada.

—Yo creo que tiene más que ver con que llevemos prestas las armas.

—Sí —dijo Rulf—. Hasta los más respetuosos con la ley se relajan allí donde no existe. El alcance de la Clerecía tiene un límite, pero la autoridad del acero gobierna en todos los puertos. Por cierto, llevas una buena espada, Espina.

—De mi padre. —Después de pensárselo un momento, se la tendió a Rulf.

—Menudo guerrero debía de ser.

—Fue Escudo Elegido —dijo Espina, hinchada de orgullo—. Es por él que quise luchar desde pequeña.

Rulf alzó la espada y cerró un ojo para mirar filo abajo, constatando con aprobación que estaba bien usado y bien mantenido, pero luego torció el gesto al ver el pomo, un pegote informe de hierro con el que no se había tenido el menor cuidado.

—Me da en la nariz que no es el primer pomo que tiene.

Espina apartó la mirada hacia la espesa arboleda, apretando la mandíbula.

—Tenía uno mejor, pero ahora está ensartado en la cadena de Grom-gil-Gorm.

Rulf levantó las cejas y se hizo un silencio incómodo mientras le devolvía la espada.

—¿Y tú qué, Brand? ¿Tu padre luchaba?

Brand miró sombrío a una garza que vadeaba cerca de la otra orilla.

—Sabía dar algún que otro puñetazo.

Rulf infló los mofletes, constatando que aquel tema de conversación estaba muerto y enterrado.

—¡A remar, pues!

Espina escupió por la borda mientras colocaba las manos en el remo.

—Me cago en dar brazadas. Lo juro, cuando vuelva a Thorlby no voy a tocar otro remo en la vida.

—Un hombre sabio me dijo en una ocasión que hay que dar una brazada cada vez. —El padre Yarvi estaba justo detrás de ellos. Ocupar el remo de popa tenía muchos inconvenientes, pero uno de los peores era que nunca se podía saber quién llegaba por la espalda.

—Claro, porque tú habrás remado mucho —murmuró Espina mientras se inclinaba y empujaba el asidor.

—¡Eh! —Rulf hizo dar un respingo a Espina con una patada en su remo—. ¡Reza por no tener que aprender nunca lo que sabe él de remar!

—Déjala. —El padre Yarvi sonrió mientras se frotaba la muñeca lisiada—. No es fácil ser Espina Bathu. Y solo se le va a complicar más.

El río Divino se estrechó y el bosque se cernió oscuro sobre sus riberas. Los árboles eran cada vez más viejos y más altos, de raíces hundidas en las aguas mansas y ramas grandes y nudosas un poco por encima de ellas. De modo que, mientras Skifr tiraba a Espina al agua una y otra vez acosándola con un remo, los demás enrollaron la vela, desarbolaron el barco y dejaron el mástil tendido a lo largo, sujeto con caballetes entre los cofres de mar. Como ya no podía trepar por el palo, Koll sacó su cuchillo y se puso a tallarlo. Brand esperaba ver las torpes figuras de un niño y se sorprendió al descubrir que desde la espiga empezaban a extenderse hermosos animales, plantas y guerreros entrelazados.

—Tu hijo tiene talento —dijo a Safrit cuando la sobrecargo fue a llevar agua a los remeros.

—Tiene talentos para dar y tomar —asintió ella—, pero su mente es como una polilla. No sabes lo que me cuesta que preste atención a algo más de dos segundos.

—¿Por qué se llama el Divino, a todo esto? —preguntó Koll mientras se sentaba para mirar corriente arriba, dando vueltas al cuchillo entre los dedos y confirmando en cierto modo las palabras de su madre—. No le veo yo mucho de sagrado.

—He oído que es porque la Diosa Única bendijo su agua por encima de todas las demás —dijo la voz ronca de Dosduvoi.

Odda miró con gesto interrogativo la lúgubre espesura que los acechaba desde las dos orillas.

—¿A ti esto te parece muy bendecido?

—Los elfos conocían los auténticos nombres de estos ríos —dijo Skifr, que se había preparado una especie de lecho entre el cargamento para guarecerse—. Nosotros los llamamos Divino y Denegado porque es a lo más que llegan nuestras torpes lenguas humanas.

El buen humor se esfumó con la mención de los elfos, Dosduvoi musitó una plegaria a la Diosa Única y Brand trazó un símbolo sagrado sobre su corazón.

Odda era menos devoto.

—¡Me meo yo en los elfos!

Se levantó de su cofre de mar dando un salto, se bajó los pantalones y envió un arco amarillo muy por encima de la borda del barco. Hubo risas y también algunos gritos contrariados de los hombres de detrás cuando una racha de viento los salpicó.

Muchas veces basta que un hombre empiece para que a los demás les entren ganas, y no pasó mucho tiempo antes de que Rulf ordenara mantener el barco firme en el centro del agua mientras media tripulación enseñaba sus peludos traseros contra los costados del barco. Espina acorulló su remo, es decir, lo metió y lo dejó caer sin miramientos en el regazo de Brand, y luego se bajó los pantalones mostrando parte de un muslo blanco y musculoso. No había gran cosa que ver, pero a Brand le costó resistirse y acabó mirando por el rabillo del ojo mientras ella se izaba y sacaba el culo por encima de la regala.

—¡No quepo en mí de la sorpresa! —le gritó Odda mientras volvía a su cofre.

—¿Por qué, porque meo?

—Porque meas sentada. Estaba seguro de que ahí abajo escondías una minga.

Hubo risitas sueltas entre los remeros al oírlo.

—Yo pensaba lo mismo de ti, Odda. —Espina se subió los pantalones y se abrochó el cinturón—. Supongo que los dos nos hemos llevado una decepción.

El barco se llenó de carcajadas en toda regla. Koll estalló en una risa aguda y rasposa, Rulf dio unos elogiosos golpes de puño en la bestia de popa y Odda rio como el que más, echando atrás la cabeza y enseñando sus dientes limados. Safrit dio una palmadita en la espalda a Espina y ella se sentó en su cofre con una sonrisa que hizo pensar a Brand que Rulf había acertado de lleno. Cuando esa chica sonreía, no tenía nada de feo.

La racha de viento que había mojado a los compañeros de remo de Odda fue la primera de muchas. El cielo se encapotó y Aquella Que Canta El Viento envió una canción fría y arremolinada sobre el barco, barrió ondas de espuma en las aguas tranquilas del Divino y sopló el pelo de Brand en su cara. Millares de pájaros pequeños y blancos alzaron el vuelo en bandada y se recortaron dando vueltas y cambiando bruscamente de dirección contra el cielo magullado.

Skifr metió una mano en su capa de harapos para hurgar entre la infinidad de runas, talismanes y símbolos sagrados que llevaba al cuello.

—Esto es muy mal presagio.

—Para mí que se avecina tormenta —murmuró Rulf.

—De un cielo como este he visto caer granizo del tamaño de cabezas de mujer.

—¿Sacamos el barco del río? —preguntó el padre Yarvi.

—Y lo volteamos y nos metemos debajo. —Skifr mantuvo la mirada fija en las nubes como haría un guerrero ante el avance de un adversario—. Y deprisita.

El Viento del Sur atracó en la siguiente playa de grava. Para entonces el viento había refrescado y Brand tuvo que arroparse mientras le caían goterones de lluvia en la cara.

Primero sacaron a la orilla el mástil y la vela, luego el cargamento y los cofres de mar, las armas y los escudos. Brand ayudó a Rulf a soltar las palomas de madera con cuñas y mazos y a envolverlas con esmero en hule, mientras Koll ayudaba a Espina a calzar los remos en sus escálamos para usarlos de agarraderos con los que levantar el barco. El padre Yarvi liberó el cofre con herrajes de sus cadenas y Dosduvoi tensó los tendones de su ancho cuello al izar su peso hasta el hombro. Llevaron seis recios barriles rodando hasta los lugares que indicó Rulf, alrededor de su material amontonado, y Odda cogió una pala y se aplicó con sorprendente habilidad a excavar huecos en los que cupieran las partes elevadas a proa y popa del barco.

—¡Venga, a levantarlo! —vociferó Rulf, y Espina saltó por la borda sonriendo de oreja a oreja.

—Te veo bastante alegre con todo esto —dijo Brand, y dio un respingo al caer al agua fría.

—Prefiero levantar diez barcos que entrenar con Skifr.

La lluvia arreció, así que dejó de haber grandes diferencias entre estar en el río o en la orilla porque todos estaban empapados, con el pelo y la barba pegados a la cara, la ropa adherida al cuerpo, el esforzado rostro perlado de humedad.

—¡Nunca navegues en un barco que no puedas cargar! —gruñó Rulf entre dientes rechinantes—. ¡Arriba! ¡Arriba!

Cada grito despertó un nuevo coro de bramidos, gemidos, quejidos. Hasta el último hombre y la última mujer aplicó toda su fuerza, se marcaron los tendones en el cuello de Safrit y se desnudaron los dientes limados de Odda en un rugido animal, e incluso el padre Yarvi colaboró tirando de la proa con su mano buena.

—¡Tumbadlo! —gritó Rulf cuando hubieron sacado el barco del agua—. ¡Pero suave ahora! ¡Como un amante, no como un luchador!

—¿Si lo tumbo como un amante me gano un beso? —replicó Odda.

—Te daré yo un beso con el puño —siseó Espina entre dientes apretados.

Estaba oscuro como si hubiera anochecido, y Aquel Que Habla El Trueno refunfuñó en la lejanía mientras volteaban el Viento del Sur y la proa y la popa se clavaban profundamente en el terreno cenagoso. Entonces metieron las manos bajo la borda y subieron el barco bocabajo por una orilla que sus pisadas iban convirtiendo en fango resbaladizo.

—¡Despacio! —ordenó el padre Yarvi—. ¡Suave! ¡Un poco hacia mí! ¡Justo ahí! ¡Y… abajo!

Depositaron el barco sobre los toneles y Oda chilló y sacudió la mano porque se la había atrapado, pero no hubo más heridos y el Viento del Sur descansaba firme y volteado. La tripulación, calada hasta los huesos, dolorida y jadeante, se metió bajo el casco y se apiñó acuclillada en la oscuridad.

—Buen trabajo —dijo la voz de Rulf, que despertó ecos extraños—. A lo mejor aún podemos sacar una tripulación decente de esta pandilla de inútiles.

Soltó una risita contagiosa y al poco tiempo estaban todos riendo, dándose palmadas en la espalda y abrazándose, pues sabían que habían cumplido, habían colaborado entre ellos y estaban más unidos como resultado.

—Es un salón muy noble —dijo Dosduvoi, palpando la madera sobre su cabeza.

—Y menos mal que lo tenemos, con el tiempo que hace —dijo Odda.

Había empezado a llover a mares y las incansables trombas de agua caían formando cortinas por la borda del Viento del Sur, convertida en alero del tejado que los resguardaba. Oyeron tronar cerca y el viento ululante invadió el refugio con un frío atroz que se coló entre los barriles. Koll se acurrucó más y Brand le pasó el brazo por el hombro, como había hecho con Rin cuando eran niños y vivían sin un techo sobre las cabezas. Notaba la presión del cuerpo de Espina al otro lado, la leñosa solidez de su hombro moviéndose con cada respiración, y quiso pasarle también el brazo por detrás, pero no le apetecía demasiado recibir un puñetazo en la cara.

Quizá debería aprovechar la ocasión para decirle que fue él quien habló con el padre Yarvi. Que al hacerlo había perdido su puesto en la incursión del rey. Tal vez entonces Espina se lo pensaría dos veces antes de clavarle el remo, o al menos algunas de sus pullas más incisivas.

Pero los dioses sabían que no se le daba muy bien decir las cosas, y sabían mejor aún que a ella no era fácil decirle nada, y cuanto más se perdía todo en el pasado más le costaba sacar el tema. Tampoco creía que fuese a hacer mucho bien ponerla en deuda con él de ese modo.

Así que se quedó callado y dejó que el hombro de Espina se apretase a intervalos contra el suyo, hasta que sintió un movimiento brusco cuando algo pesado se estrelló contra el casco.

—Granizo —susurró Skifr.

Los golpes se hicieron más y más fuertes, como hachazos en escudos, y los tripulantes miraron hacia arriba con miedo, se encogieron tumbados en el suelo o se taparon las cabezas con las manos.

—Mirad esto. —Fror sostuvo en alto una piedra que había rodado bajo el barco, un trozo de hielo del tamaño de un puño, lleno de protuberancias y pinchos. Entre la oscuridad del exterior, Brand alcanzaba a ver el granizo que impactaba contra la tierra húmeda, rebotaba y rodaba.

—¿Creéis que los dioses se han enfurecido con nosotros? —preguntó Koll.

—Es lluvia congelada —dijo el padre Yarvi—. Los dioses odian a quienes planean mal las cosas y ayudan a quienes tienen buenos amigos, buenas espadas y buenas cabezas. Preocúpate menos de lo que podrían hacer los dioses y más de lo que puedes hacer tú, ese es mi consejo.

Sin embargo, Brand oyó muchas oraciones. Hasta probó a rezar él mismo, pero nunca había sabido muy bien cómo elegir los dioses correctos. Skifr destacaba sobre los demás, parloteando en al menos tres idiomas, ninguno de los cuales comprendía Brand.

—¿Estás rezando a la Diosa Única o a los muchos? —preguntó.

—A todos. Y al dios pez de los banyas, y al gran Thopal de ocho brazos, que los alyukos creen que devorará el mundo al final de los tiempos. Nunca se puede tener demasiados amigos, ¿eh, chico?

—Su… supongo que no.

Dosduvoi miró el diluvio con ojos tristes.

—Yo empecé a rezar a la Diosa Única porque sus sacerdotes dijeron que me traería mejor suerte.

—¿Y cómo te ha ido? —preguntó Koll.

—Hasta ahora mal —dijo el hombretón—. Pero a lo mejor es que no me he comprometido lo suficiente en adorarla.

Odda escupió.

—Nunca podrás inclinarte lo suficiente para el gusto de la Diosa Única.

—En eso se parece mucho a la abuela Wexen —musitó Yarvi.

—¿A quién rezas tú? —preguntó Brand a Espina en voz baja, al ver que movía los labios y que tenía agarrado algo que llevaba en una correa al cuello.

Espina le devolvió una mirada dura y brillante.

—Yo no rezo.

—¿Por qué?

Se quedó callada un momento.

—Recé por mi padre, todas las mañanas y todas las noches, supliqué a todo dios del que pudiera averiguar el nombre. A docenas y docenas de los muy cabrones. Él murió de todas formas.

Y le dio la espalda y se apartó, dejando la oscuridad entre ellos.

La tempestad continuó como si nada.