LA PRIMERA LECCIÓN

El Viento del Sur cabeceaba con la marea, luciendo la palamenta y la vela que estrenaba para la ocasión, recién pintado y aprovisionado, esbelto y grácil como un perro de carreras y con las palomas blancas del clérigo reluciendo en lo alto de la proa y la popa. Era, sin discusión, un barco hermoso. Un barco adecuado para grandes hazañas y canciones heroicas.

Por desgracia, su nueva tripulación no daba la talla.

—Parecen un… —La madre de Espina siempre encontraba una forma de adornar la realidad, pero hasta ella titubeó—. Un grupo variado.

—Yo habría usado la palabra «temible» —refunfuñó Espina.

También podría haber topado antes con las palabras «desesperado», «repugnante» o «ajado». Las tres servían para describir la reunión de forajidos que trajinaban en la cubierta del Viento del Sur y en el embarcadero, cargando sacos y toneles, tirando de cabos, dándose empujones, gritando, riendo y amenazándose unos a otros, todo bajo la mirada atenta del padre Yarvi.

Eran luchadores, sí, pero más bandidos que guerreros. Eran hombres con muchas cicatrices y pocos escrúpulos. Hombres de barbas bifurcadas, trenzadas y afeitadas para darles formas extrañas, de pelo teñido y en punta. Hombres cuya ropa estaba raída pero cuyos brazos musculosos, cuellos gruesos y dedos encallecidos estaban cargados de aros-moneda de oro y plata, proclamando al mundo la inmensa valía en que se tenían a sí mismos.

Espina se preguntó cómo sería la montaña de cadáveres que debían de haber dejado atrás entre todos, pero no era de las que se asustaban por cualquier cosa. Sobre todo si no tenía opción. Dejó en el muelle el cofre de mar que contenía todas sus posesiones, incluida la vieja espada de su padre, que había envuelto en hule y colocado encima de sus otras pertenencias. Puso su cara más valiente, se acercó al hombre más grande que vio y le dio un golpecito en el brazo.

—Soy Espina Bathu.

—Yo soy Dosduvoi. —Espina tuvo que estirar el cuello para mirar una de las cabezas más enormes que había visto en la vida, con unos rasgos diminutos comprimidos en el centro de su carnosa extensión y tan arriba que al principio creyó que su dueño debía de estar subido a una caja—. ¿Qué infortunio te trae aquí, chica? —preguntó con una leve vacilación trágica en la voz.

Espina habría querido tener una respuesta distinta, pero tuvo que decirle:

—Voy a navegar contigo.

Los rasgos del hombre se replegaron a una fracción aún menor de su cabeza cuando arrugó el entrecejo.

—¿Por el río Divino, hasta Kalyiv y más allá?

Espina alzó el mentón como solía hacer.

—Si es que el barco flota con tanta carne encima.

—Pues digo yo que habrá que equilibrar esos bancos con remeros más pequeños. —La frase llegó de un hombre que era tan pequeño y duro como Dosduvoi enorme y blando. Tenía el pelo rojo más en punta que hubiera visto nunca Espina, y también los ojos más dementes, brillantes de humedad y hundidos en sus cuencas—. Me llamo Odda, y mi fama se extiende por todo el mar Quebrado.

—¿Fama de qué?

—De toda clase de cosas. —Le dedicó una breve y amarillenta sonrisa de lobo y Espina vio que tenía estrías de asesino limadas en los incisivos—. Encantado de navegar contigo.

—Igualmente —consiguió graznar Espina, dando un paso involuntario hacia atrás y casi tropezando con otra persona. Alzó la mirada al volverse y, con cara valiente o sin ella, se encogió de vuelta. El hombre tenía una cicatriz gigantesca que empezaba en el rabillo de un ojo, deformado hasta enseñar el interior rosado del párpado, bajaba en ángulo por la barba incipiente de su mejilla y cruzaba los dos labios. Por si fuera poco, al verle el pelo largo recogido en unas trenzas que le enmarcaban la cara, Espina comprendió que iba a navegar junto a un vansterlandés.

El hombre respondió a su horror mal disimulado con una expresión vacía y mutilada que resultó más horrorosa que cualquier grito de batalla antes de decir, con voz tranquila:

—Me llamo Fror.

O redoblaba el asalto o mostraba debilidad, y para Espina lo segundo nunca era una opción válida, así que enderezó la espalda y preguntó sin miramientos:

—¿Cómo te hiciste la cicatriz?

—¿Cómo te hiciste tú la cicatriz?

Espina arrugó el entrecejo.

—¿Qué cicatriz?

—¿Quieres decir que los dioses te dieron esa cara? —Y con una ligera sonrisa, el vansterlandés siguió enrollando maromas.

—Que el Padre Paz nos proteja —trinó la madre de Espina mientras pasaba al lado—. Es verdad que «temible» era una buena descripción.

—Me temerán ellos a mí bien pronto —replicó Espina, deseando no por primera vez que decir algo con mucha firmeza bastara para hacerlo real.

—¿Y eso es bueno? —Su madre estaba mirando a un hombre rapado que tenía la cara llena de tatuajes de runas que enumeraban sus crímenes, compartiendo una carcajada soez con un tipo demacrado con los brazos repletos de llagas y costras—. ¿Ser temida por hombres como estos?

—Mejor ser temida que temer. —Eran palabras de su padre y, como de costumbre, su madre tenía una respuesta preparada.

—¿Acaso son las dos únicas opciones en la vida?

—Son las dos opciones de un guerrero.

Siempre que Espina cruzaba más de diez palabras con su madre, de algún modo terminaba reculando hasta una posición indefendible. Sabía lo que venía a continuación: «¿Por qué tanto esfuerzo para ser guerrera, si lo único que puedes ganar es miedo?». Sin embargo, su madre se quedó callada, con aspecto pálido y temeroso, y amontonó el remordimiento sobre la furia revuelta que ya sentía Espina. Como siempre.

—Siempre puedes volverte a casa —dijo a su madre con brusquedad.

—Quiero despedirme de mi única hija. ¿Ni eso puedes concederme? Dice el padre Yarvi que podéis estar fuera un año. —La voz de su madre adoptó un gorjeo irritante—. Y eso, si es que volvéis alguna vez.

—¡No temáis, queridas mías! —Espina dio un respingo cuando alguien le rodeó los hombros con un brazo. La extraña mujer que unos días antes había presenciado el lance de Espina y Brand metió los pelillos grises de su cráneo entre ella y su madre—. El padre Yarvi ha confiado la educación de tu hija a mis diestras manos.

Espina no creía poder desanimarse más, pero los dioses habían encontrado la forma de lograrlo.

—¿Educación?

La mujer les apretó los hombros con más fuerza y Espina notó una potente mezcla de olores: sudor, incienso, hierbas y orina.

—Consiste en que yo enseño y tú aprendes.

—¿Y quién…? —La madre de Espina miró con nerviosismo a la mujer desaliñada—. ¿O qué… eres tú?

—Estos últimos tiempos, una ladrona. —Cuando la frase provocó una llamarada de alarma en el nerviosismo, añadió en tono alegre—: ¡Pero también soy una experta asesina! Y oficial de derrota, luchadora, astrónoma, exploradora, historiadora, poeta, chantajista, cervecera… y los que seguro que me dejo. ¡Por no mencionar que soy una profetisa aficionada bastante potable!

La anciana rascó una salpicadura de caca de ave aún fresca que había en un poste, evaluó su textura frotándola con el pulgar, la olió de cerca y pareció a punto de probarla con la lengua, pero se lo pensó mejor y se limpió el pringue negro y gris en su capa harapienta.

—Mal presagio —dijo entre dientes, escudriñando durante un momento las aves que volaban en círculos por el cielo—. A todo eso hay que añadir mi experiencia sin par en… —Hizo un sugerente contoneo de caderas—. En las artes amatorias. Como podéis ver, queridas mías, existen pocas áreas de interés para una chica moderna en las que no esté más que cualificada para instruir a tu hija.

Espina debería haber gozado con la inaudita visión de su madre quedándose sin palabras, pero, por una vez, a ella también le faltaban.

—¡Espina Bathu! —Rulf se abrió paso a codazos entre la muchedumbre—. ¡Llegas tarde! Pon ese culo flacucho a trabajar cargando los sacos del final del muelle, que tu amigo Brand ya ha… —Tragó saliva—. No sabía que tuvieras una hermana.

Espina lo corrigió a regañadientes.

—Madre.

—¡No puede ser! —Rulf se pasó los dedos por la barba en un intento vano de domesticar la maraña marrón y grisácea—. Si le aguantas un cumplido a un sencillo y viejo guerrero, tu belleza ilumina estos muelles como un farol al anochecer. —Echó un vistazo a la llave que la mujer tenía al pecho—. Tu marido debe de estar…

La madre de Espina le aguantó el cumplido. De hecho, se aferró a él con las dos manos.

—Muerto —se apresuró a decir—. Está en su túmulo desde hace ya ocho años.

—Lo lamento mucho. —El tono de Rulf daba a entender que lo último que hacía era lamentarlo—. Soy Rulf, timonel del Viento del Sur. Puede que los tripulantes te parezcan toscos, pero he aprendido a no fiarme nunca de los suaves. Estos hombres están elegidos por mí y todos saben lo que se hacen. Espina remará justo debajo de mi barba, y la trataré con tan buen corazón y tanta mano firme como si fuera mi propia hija.

Espina puso los ojos en blanco, pero era desperdiciar esfuerzos.

—¿Tienes hijos? —preguntó su madre.

—Dos chicos, pero hace años que no los veo. El destino me separó de mi familia demasiado tiempo.

—¿Hay alguna posibilidad de que te separe de la mía? —refunfuñó Espina.

—Chis —le hizo su madre sin apartar los ojos de Rulf, concretamente de la cadena de gruesos eslabones dorados que llevaba al cuello—. Me tranquiliza mucho saber que un hombre de tus cualidades se cuidará del bienestar de mi hija. Por difícil y contestona que sea, Hild es todo lo que tengo.

La fuerte brisa y la sin duda no poca fuerte cerveza ya habían sonrojado los mofletes de Rulf, pero Espina juraría que vio cómo se ruborizaba de todos modos.

—Lo de mis cualidades habrá muchos que te lo discutan, pero en cuanto a cuidarme del bienestar de tu hija, prometo hacer todo lo posible.

La madre de Espina compuso una breve sonrisa.

—¿Qué más puede prometer nadie?

—Dioses —susurró Espina, dando media vuelta. Lo único que odiaba más que el agobio era que todos la pasaran por alto.

Brinyolf el tejedor de plegarias había sacrificado a algún animal desprevenido y estaba embadurnando con su sangre la bestia de proa del Viento del Sur, con las manos rojas hasta las muñecas y entonando una monótona cantinela dirigida a la Madre Mar, a Aquella Que Encuentra El Rumbo, a Aquel Que Dirige La Flecha y a otra docena de dioses menores cuyos nombres Espina ni siquiera había oído antes. Nunca había sido muy dada a la oración, y dudaba mucho que al clima le interesaran más que a ella.

—¿Cómo ha acabado una chica en una tripulación guerrera?

Se volvió para descubrir que se había acercado a ella un chico muy joven. Espina le echó unos catorce años y era delgado, de ojos vivos y nervios rápidos, con el cabello del color de la arena y los primeros asomos de barba en la mandíbula marcada.

Le devolvió la mirada inquisitiva.

—¿Dices que no debería estar aquí?

—A quién se elige no es cosa mía. —El chico se encogió de hombros, ni asustado ni desdeñoso—. Solo te pregunto cómo te han elegido a ti.

—¡Déjala en paz! —Una mujer bajita y delgada dio al chico una experta bofetada—. ¿No te he dicho que ayudes? —Lo empujó hacia el Viento del Sur y el gesto hizo bailar las pesas de bronce que llevaba en un cordel atado al cuello y la identificaban como mercader, o quizá tendera, respetada por no engañar en la pesada—. Me llamo Safrit —dijo, poniendo los brazos en jarras—. El chico de las preguntas es mi hijo, Koll. Aún no ha comprendido que cuanto más sabes, más consciente eres del tamaño de tu ignorancia. No iba con intención de hacer daño.

—Ni yo —dijo Espina—, pero se ve que aun así hago mucho.

Safrit sonrió enseñando los dientes.

—Nos pasa a algunos. Vengo a hacer de sobrecargo, cocinera y vigilante del cargamento. Las manos quietas, ¿entendido?

—¿No íbamos a buscar amigos para Gettlandia? ¿También llevamos cargamento?

—Pieles, lágrimas de árbol y marfil de morsa, entre… otras cosas. —Safrit miró preocupada un cofre reforzado con herrajes y encadenado cerca del mástil—. Nuestra misión principal es hablar en nombre del Padre Paz, pero esta expedición la financia la reina Laithlin.

—¡Ja! ¡Y esa mujer en la vida ha dejado pasar una oportunidad de hacer ganancias!

—¿Por qué debería?

Espina dio otra media vuelta para encontrarse la cara de la reina a menos de un paso de distancia. Hay personas que impresionan más si se ven de lejos, pero con la reina Laithlin era justo al contrario, resplandeciente como la Madre Sol y severa como la Madre Guerra, con la gran llave de la tesorería reluciendo sobre el pecho, sus esclavos, guardias y sirvientes juntos a su espalda con miradas de censura.

—Ay, dioses… Quiero decir, perdonadme, mi reina. —Espina dobló la rodilla sin maña, ruborizada desde antes de empezar, perdió el equilibrio y estuvo a punto de agarrarse a las faldas sedosas de la reina para sostenerse—. Disculpadme, nunca me ha salido muy bien lo de arrodillarme…

—Quizá te convendría practicar.

La reina era tan distinta de la madre de Espina como podían serlo dos mujeres de edades parecidas. No era prudente y empalagosa, sino dura y brillante como un diamante tallado, directa como un puñetazo en la cara.

—Es un honor navegar con vos como patrona —parloteó Espina—. Os juro que prestaré el mejor servicio posible a vuestro hijo… al padre Yarvi, quiero decir —añadió al caer en que ya no se lo debía considerar hijo suyo—. Prestaré a vuestro clérigo el mejor servicio que…

—Eres la chica que juró dar una paliza a aquel chico antes de que te la diera él a ti. —La Reina Dorada enarcó una ceja—. Los necios se jactan de lo que harán. Los héroes lo hacen. —Llamó a un siervo chasqueando los dedos y ya estaba dictándole instrucciones en voz baja cuando retomó su camino hacia el barco.

Espina podría haberse quedado de rodillas para siempre si Safrit no la hubiera izado por las axilas.

—Yo diría que le caes bien.

—¿Y cómo trata a la gente que no?

—Reza para no averiguarlo nunca. —Safrit se llevó una mano a la frente al ver que su hijo había trepado por el mástil con agilidad simiesca y estaba encaramado a la gavia, comprobando los nudos que sostenían la vela—. ¡Por los dioses, Koll, baja aquí ahora mismo!

—¡Me has dicho que ayude! —gritó él, soltando las dos manos del mástil para hacer un extravagante encogimiento de hombros.

—¿Y en qué ayudará que caigas de ahí y te mueras, idiota?

—Qué alegría me da que te unas a nosotros. —Espina se volvió una vez más y vio al padre Yarvi junto a ella, acompañado de la vieja calva.

—Hice un juramento, ¿no? —dijo Espina casi sin vocalizar.

—De prestar cualquier servicio que yo considere adecuado, creo recordar.

La mujer negra soltó una leve risita.

—Huy, pero esas palabras son muy, muy imprecisas.

—¿Verdad que sí? —dijo Yarvi—. Me alegro de que ya te estés presentando a la tripulación.

Espina miró a los tripulantes que tenía alrededor y amargó el gesto al encontrar a su madre y a Rulf, que seguían conversando abstraídos.

—Parecen una compañía muy noble —concluyó Espina.

—La nobleza está sobrevalorada. Ya conoces a Skifr, ¿verdad?

—¿Tú eres Skifr? —Espina miró a la mujer de piel oscura con otros ojos—. ¿La ladrona de reliquias élficas? ¿La asesina? ¿La que busca con tanto ahínco la abuela Wexen?

Skifr se olió los dedos, que aún estaban manchados de gris, y los miró sorprendida, como si no pudiera imaginar de dónde había salido el excremento de ave.

—Respecto a lo de ladrona, que conste que las reliquias estaban allí tiradas, en Strokom. ¡Que me denuncien los elfos! Respecto a lo de asesina, bueno, la diferencia entre un asesino y un héroe está en el prestigio de los muertos. Y respecto a lo de que me buscan, en fin, mi talante risueño siempre me ha hecho muy popular. El padre Yarvi me ha contratado para hacer… varias cosas, pero entre ellas, por motivos que solo él conoce, está… —Y clavó un largo dedo índice en el pecho de Espina—. Enseñarte a ti a pelear.

—Ya sé pelear —protestó Espina, irguiéndose en una pose de luchadora.

Skifr echó hacia atrás la cabeza afeitada y dio una carcajada.

—No me refiero a los pisotones lamentables que te vi dar en ese almacén. El padre Yarvi me paga para que te vuelva mortífera. —Y con un borrón de movimiento, atizó tal sopapo a Espina que la tiró contra un barril.

—¿A qué ha venido eso? —dijo ella, con una mano en la mejilla dolorida.

—Era tu primera lección. Has de estar siempre preparada. Si puedo darte un golpe, te lo mereces.

—Supongo que a ti se te aplica lo mismo.

Skifr sonrió de oreja a oreja.

—Por supuesto.

Espina se arrojó contra la mujer pero solo atrapó aire. Tropezó, notó que de pronto le retorcían el brazo a la espalda y vio cómo los resbaladizos tablones del embarcadero subían hasta estamparse en su cara. Su grito de batalla se convirtió en un jadeo sorprendido y después, cuando casi le arrancaron el dedo meñique, en un largo gemido de dolor.

—¿Todavía crees que no tengo nada que enseñarte?

—¡No! ¡No! —gimoteó Espina, retorciéndose a la desesperada mientras le ardían todas las articulaciones del brazo—. ¡Estoy ansiosa por aprender!

—¿Y cuál es tu primera lección?

—¡Si se me puede golpear, me lo merezco!

Skifr le soltó el dedo.

—El dolor es el mejor maestro, como no tardarás en descubrir.

Espina apoyó las rodillas en el suelo, sacudió el brazo palpitante y encontró a su viejo compañero Brand de pie frente a ella, con un saco al hombro y una sonrisa enorme en la cara.

Skifr lo miró y sonrió también.

—Gracioso, ¿verdad?

—Un poquito —dijo Brand.

Skifr le soltó una bofetada que lo envió trastabillando contra un poste, le hizo soltar el saco encima de un pie y lo dejó parpadeando como un tonto.

—¿A mí también vas a enseñarme a luchar?

—No. Pero no veo motivo para que no estés preparado también.

—¿Espina? —Su madre le estaba ofreciendo una mano para ayudarla a levantarse—. ¿Qué ha pasado?

Espina se cuidó mucho de cogerla.

—Supongo que lo sabrías si hubieras estado despidiéndote de tu hija en vez de echar el cepo a nuestro timonel.

—Dioses, Hild, no eres capaz de pasarme ni una, ¿verdad?

—¡Mi padre me llamaba Espina, me cago en la leche!

—Ah, a tu padre sí, a él sí que se lo perdonarías todo.

—A lo mejor es porque está muerto.

Los ojos de la madre de Espina ya estaban anegados de lágrimas, como de costumbre.

—A veces creo que serías más feliz si yo también lo estuviera.

—¡Pues a veces creo que sí! —Y Espina levantó su cofre de mar, oyó el traqueteo de la espada de su padre cuando se lo echó al hombro y se dirigió con paso firme hacia el barco.

—Me gusta esa terquedad que tiene —oyó que decía Skifr detrás de ella—. Tardaremos poco en hacerla fluir por los canales adecuados.

Uno por uno subieron a bordo y colocaron los cofres de mar en sus puestos. Para enorme disgusto de Espina, Brand tenía el otro palo de popa y estaban sentados tan juntos en la estrechez de las bordas del barco que el menor vaivén amenazaba con enviarlos uno al regazo del otro.

—Cuidado con darme codazos —refunfuñó, más malhumorada que nunca.

Brand meneó la cabeza con gesto cansado.

—Casi que mejor me tiro al mar, ¿te parece?

—¿Podrías? Sería perfecto.

—Dioses —musitó Rulf desde lo alto de su puesto en la toldilla—. ¿Voy a tener que oíros soltar pullas hasta que remontemos el Divino, como un par de gatos en celo?

—Es más que probable —dijo el padre Yarvi, escrutando el cielo. Estaba encapotado y la Madre Sol era poco más que una leve mancha—. Mal tiempo para sentar rumbo.

—Mala suertedeclima —dijo Dosduvoi con tono lastimero, desde su remo cerca del centro de la cubierta—. Una suertedeclima horrible.

Rulf hinchó los mofletes hirsutos.

—En momentos como este echo de menos a Sumael.

—Como este y como cualquier otro —dijo el padre Yarvi con un profundo suspiro.

—¿Quién es Sumael? —murmuró Brand.

Espina levantó los hombros.

—¿Cómo diantres quieres que lo sepa? A mí nadie me cuenta nada.

La reina Laithlin los vio zarpar con una mano apoyada en su abultado embarazo, asintió con un gesto tenso de la cabeza en dirección al padre Yarvi, dio media vuelta y desapareció hacia la ciudad, seguida por su recua de esclavos y siervos. La tripulación estaba compuesta de hombres que iban donde el viento los llevaba, por lo que apenas quedó nadie para despedirlos. Entre esos pocos estaba la madre de Espina, con la cara surcada de lágrimas y saludando con la mano alzada hasta que el muelle fue quedando reducido a una mota lejana, la ciudadela de Thorlby a una muesca retorcida, Gettlandia a un borrón en la descolorida lejanía, sobre la superficie gris de la Madre Mar.

Lo que tiene remar es que se hace encarado hacia atrás. Siempre mirando al pasado, nunca al futuro. Viendo siempre lo que se pierde, nunca lo que hay por ganar.

Espina puso una cara valiente, como hacía siempre, pero el valor en un rostro puede ser muy quebradizo. Los ojos de Rulf escrutaban el horizonte a proa. Brand estaba concentrado en sus brazadas. Si alguno de los dos la vio secarse las lágrimas con la manga, no hizo ningún comentario.