LA SEGUNDA LECCIÓN

Roystock era un gargajo de tiendas de madera, amontonadas unas sobre otras y apiñadas en una isla a medio pudrir que asomaba del mar en la desembocadura del río Divino. El lugar rebosaba de mendigos chillones y saqueadores fanfarrones, callosos estibadores y zalameros mercaderes. Sus muelles oscilantes estaban atestados de barcos extraños con tripulaciones extrañas y cargamentos aún más extraños, que repostaban comida y agua y vendían bienes y esclavos.

—¡Dioses, qué falta me hace un trago! —exclamó Odda mientras el Viento del Sur raspaba contra el embarcadero y Koll saltaba a tierra para amarrarlo.

—Me dejo convencer para acompañarte —dijo Dosduvoi—, siempre que no haya dados de por medio. No tengo nada de suerte a los dados. —Brand habría jurado que el navío se elevó unos dedos en el agua cuando desembarcó el hombretón—. ¿Te vienes con nosotros, chico?

Era toda una tentación después del suplicio de trabajo duro y palabras duras, de mal tiempo y mal genio que habían sufrido mientras cruzaban el mar Quebrado. Las esperanzas de Brand de que el viaje fuese maravilloso habían sido bastante más maravillosas que el viaje en sí, con una tripulación que parecía menos una familia unida por su objetivo común que un nido de víboras, escupiéndose veneno unos a otros como si su travesía fuese una rencilla que solo pudiera ganar uno.

Brand se lamió los labios mientras recordaba el sabor de la cerveza de Fridlif al bajar. Entonces vio la expresión disconforme de Rulf, recordó el sabor de la cerveza de Fridlif al subir de vuelta y decidió vivir en la luz.

—Será mejor que no.

Odda escupió, contrariado.

—¡Un trago nunca ha hecho daño a nadie!

—Uno no —dijo Rulf.

—Lo que me cuesta es parar después del primero —dijo Brand.

—Además, quiero darle mejor uso. —Skifr se coló entre Brand y Espina, enganchándoles los cuellos con los brazos—. Coged vuestras armas, cachorros míos. ¡Ya va siendo hora de que empiece la educación!

Brand soltó un quejido. Lo último que le apetecía era luchar. Y mucho menos luchar contra Espina, que le había trabado el remo en cada brazada y se había burlado de cada palabra suya desde que zarparon de Thorlby, y para colmo seguro que tendría ganas de ajustar cuentas. Si los tripulantes eran víboras, ella era la más venenosa de todos.

—¡Os quiero a todos de vuelta antes del mediodía! —vociferó Yarvi mientras la mayor parte de sus hombres empezaban a perderse por los laberínticos callejones de Roystock, y luego dijo en voz baja a Rulf—: Como se nos ocurra hacer noche aquí, no habrá forma de ponerlos a remar otra vez. Safrit, asegúrate de que ninguno mate a nadie. Sobre todo entre ellos.

Ella estaba terminando de ajustarse al cinturón un cuchillo que casi podría llamarse espada y que además parecía bastante usado.

—Un hombre empeñado en destruirse a sí mismo acabará lográndolo tarde o temprano.

—Pues que sea tarde —replicó Yarvi.

—Supongo que no podrás darme alguna pista de cómo hacerlo —bromeó Safrit.

—Con esa lengua afilada que tienes, podrías pinchar a un árbol y hacer que se moviera. —Les llegó una risita incontenible de Koll, que estaba atando el cabo—. Pero si te falla, los dos sabemos que no tendrás remilgos en que los pinchazos sean con esa daga.

—Muy bien, pero no te juro nada. —Safrit llamó la atención de Brand con un gesto de cabeza—. Intenta que el suicida de mi hijo no se acerque a ese mástil, ¿quieres?

Brand miró a Koll, que le lanzó una sonrisa traviesa.

—Supongo que no podrás darme alguna pista de cómo hacerlo.

—Ojalá —respondió Safrit mirando al cielo, y con un suspiro se adentró en el pueblo mientras Rulf ponía a los perdedores del sorteo a fregar la cubierta.

Brand salió al muelle y los tablones firmes le trastocaron el equilibrio después de haber pasado tanto tiempo mecido por el mar. Estiró entre leves protestas unos músculos agarrotados de tanto remar y se despegó de la piel la ropa endurecida por la sal.

Skifr miraba a Espina con cara pensativa y las manos en las caderas.

—¿Hace falta vendarte el pecho?

—¿Qué?

—El pecho de una mujer puede molestarle en una pelea, bamboleándose como sacos de arena. —Skifr extendió un brazo serpentino y, antes de que Espina pudiera apartarse, ya la había palpado—. Déjalo estar. No vas a tener ese problema.

Espina la miró enfurecida.

—Muchísimas gracias.

—No tienes que agradecerme nada. ¡Me pagan para que te enseñe! —La anciana regresó de un salto a la cubierta del Viento del Sur, dejando a Brand y Espina enfrentados de nuevo, con armas de madera en las manos, él más cerca del pueblo, ella con el mar a su espalda—. ¿Y bien, niños? ¿A qué esperáis, a recibir una invitación por águila?

—¿Aquí? —Espina miró con gesto grave los pocos pasos de estrecho muelle que los separaban, con la Madre Mar dando azotes a los pilares por debajo.

—¿Dónde si no? ¡Luchad!

Espina emprendió el combate con un grito, pero al tener tan poco espacio solo podía atacar con la punta de la espada. Brand no tuvo dificultades en desviar sus acometidas con el escudo, haciéndola retroceder un cuarto de paso con cada una.

—¡No le hagas cosquillas! —ladró Skifr—. ¡Mátalo!

Los ojos de Espina buscaron una abertura, pero Brand no le dio respiro y siguió avanzando paso a paso, llevándola hasta el final del embarcadero. Ella embestía con su salvajismo habitual, haciendo chocar y raspar los escudos, en vano porque siempre encontraba a Brand preparado para hacerla retroceder sin pausa aprovechando su peso. Espina bramó y escupió mientras sus botas resbalaban en el musgo de los tablones y descargó tajos contra él a los que no podía aplicar fuerza.

Era inevitable. Con un alarido de derrota, Espina cayó derribada desde el extremo del muelle al acogedor abrazo de la Madre Mar. Brand encogió el rostro al verla caer, dudando mucho que aquello fuese a hacer más llevadero el año que tendría que pasar remando a su lado.

Kalyiv todavía quedaba muy, muy lejos, y a Brand le pareció que se alejaba por momentos.

La tripulación restante celebró el resultado con risitas. Koll, que había trepado hasta la gavia del Viento del Sur como siempre a pesar de las advertencias de su madre, jaleó desde arriba. Skifr se llevó los pulgares y los índices a las sienes y se las frotó con suavidad.

—Mal presagio.

Espina lanzó su escudo al embarcadero y subió por una escalerilla infestada de percebes, calada hasta los huesos y pálida de ira.

—Pareces angustiada —dijo Skifr—. ¿La prueba no es justa?

Espina se obligó a responder entre dientes apretados.

—El campo de batalla no es justo.

—¡Cuánta sabiduría en alguien tan joven! —La mujer devolvió a Espina la espada de madera que había perdido—. ¿Otro intento?

La segunda vez fue al mar todavía más deprisa. La tercera acabó dando con la espalda contra los remos entrecruzados del Viento del Sur. La cuarta dio unos tajos tan fuertes al escudo de Brand que rompió la punta de su espada de entrenamiento. Y luego él la volvió a empujar hasta sacarla del muelle.

Para entonces ya se había reunido en el puerto una alegre multitud de mirones. Algunos eran parte de su propia tripulación, otros formaban parte de otras embarcaciones y había bajado también gente del pueblo para reírse de la chica a la que tiraban al mar. Hasta empezaba a haber algunas apuestas animadas sobre el resultado.

—Paremos ya —suplicó Brand—. Por favor. —Los únicos desenlaces que predecía eran enfurecer más a Espina o acabar él mismo en el mar, y ninguno de los dos lo entusiasmaba demasiado.

—¡Ni por favor ni leches! —gritó Espina, preparándose para otro asalto. Sin duda estaba dispuesta a seguir cayendo al mar bajo la luz del Padre Luna si le daban ocasión, pero Skifr la obligó a bajar la espada con la yema de un dedo.

—Creo que ya has entretenido bastante a las buenas gentes de Roystock. Eres alta y eres fuerte.

Espina tensó la mandíbula.

—Más fuerte que la mayoría de los hombres.

—Más fuerte que la mayoría de los chicos del cuadrado de entrenamiento, pero… —Skifr dejó caer una mano perezosa en dirección a Brand—. ¿Cuál es la lección?

Espina escupió en los tablones y luego se limpió un poco de saliva de la barbilla, en hosco silencio.

—¿Tanto te gusta el sabor de la sal que quieres intentarlo otra vez? —Skifr fue hasta Brand y le asió los brazos—. Mírale el cuello. Mírale los hombros. ¿Cuál es la lección?

—Que él es más fuerte. —Fror tenía los antebrazos apoyados en la borda del Viento del Sur, sosteniendo un trapo y un cepillo. Brand no estaba seguro de haber oído nunca su voz.

—¡Exacto! —exclamó Skifr—. Yo diría que este vansterlandés tan reservado conoce bien la batalla. ¿Cómo te hiciste esa cicatriz, querido mío?

—Estaba ordeñando una hembra de reno y se me cayó encima —dijo Fror—. Luego lo lamentó muchísimo, pero el daño ya estaba hecho. —Y Brand se preguntó si había guiñado su ojo deforme.

—La marca de un auténtico héroe, pues —refunfuñó Espina, torciendo el gesto.

Fror se encogió los hombros.

—Alguien tiene que traer la leche.

—Y alguien tiene que sostenerme la capa. —Skifr se la quitó de un solo movimiento y la arrojó en su dirección.

Estaba delgada como un palillo, tenía la cintura estrecha como una avispa y estaba envuelta en tiras de tela, enrollada con cinturones y correas, erizada de cuchillos y garfios, esqueros y ganzúas, pescuezos de cordero, varillas, papeles y otros utensilios de los que Brand no podía adivinar el propósito.

—¿No habíais visto nunca a una abuela sin su manto? —Se llevó una mano a la espalda y sacó un hacha con el astil de madera oscura y una hoja fina y alargada. Era un arma hermosa, con extrañas letras grabadas que serpenteaban en el brillante acero. Skifr levantó la otra, con el pulgar replegado y los demás dedos estirados y juntos—. Esto es mi espada. Un filo digno de canciones, ¿sí? Tírame al mar, chico, si puedes.

Skifr empezó a moverse. Verla era un espectáculo desconcertante, dando bandazos como un borracho, lacia como un pelele y blandiendo el hacha de un lado al otro, levantando astillas de los tablones al golpearlos. Brand la observó por encima de su escudo, intentando encontrar alguna pauta en sus andares, pero no tenía ni idea de dónde iba a caer su siguiente paso. De modo que esperó a un tajo abierto del hacha y probó a dar un golpe cauto con su espada.

Le costó creer que la mujer se moviera tan deprisa. Su hoja de madera falló por un pelo mientras Skifr entraba hacia él como una centella, atrapaba su escudo con aquella hacha ganchuda para apartarlo, avanzaba su brazo de la espada y le hundía las puntas de los dedos en el pecho, obligándolo a retroceder trastabillando con un gruñido.

—Estás muerto —dijo ella.

El hacha cayó hacia él y Brand alzó el escudo de sopetón para recibirla. Pero el golpe no llegó. Lo que llegó fue un golpe con los dedos en la ingle que le retorció la cara de dolor, y al mirar hacia abajo la vio sonriente por debajo de su escudo.

—Estás muerto dos veces.

Intentó cargar contra ella, pero habría ganado lo mismo cargando contra la brisa. De algún modo la mujer lo rodeó y le clavó los dedos justo debajo de la oreja, enviando una oleada de dolor que recorrió todo su costado.

—Muerto.

Le castigó los riñones con el canto de la mano mientras intentaba dar la vuelta.

—Muerto.

Brand se volvió de golpe, enseñando los dientes y trazando un arco con la espada a la altura del cuello, pero Skifr ya no estaba allí. Algo le atrapó el tobillo y transformó su grito de guerra en un gorgoteo sorprendido, impidió que dejara de girar, le arrebató el equilibrio y lo inclinó hacia el extremo del embarcadero…

Se detuvo, estrangulado cuando algo lo atrapó por el cuello.

—Eres el chico más muerto de Roystock.

Skifr tenía un pie apoyado en su talón y el filo curvo de su hacha enganchado en el cuello de su camisa para impedir que cayera, con el cuerpo inclinado muy hacia atrás para equilibrar el peso de él. Estaba inmóvil e indefenso, vacilante sobre el frío mar. Los mirones se habían quedado en silencio, casi tan anonadados por la exhibición de Skifr como lo estaba Brand.

—Nunca podrás vencer a un hombre fuerte con fuerza, no más de lo que yo puedo vencerte a ti con juventud —regañó Skifr a Espina—. Debes golpear antes y ser rápida al hacerlo, debes ser más dura y más lista, debes estar siempre pendiente de atacar y debes luchar sin honor, sin conciencia y sin clemencia. ¿Lo entiendes?

Espina asintió despacio. De todo el cuadrado de entrenamiento, siempre había sido la que más odiaba que le enseñaran cosas. Pero siempre había sido la más rápida en aprenderlas.

—¿Se puede saber qué ha pasado aquí? —Dosduvoi había llegado paseando y miraba boquiabierto a Brand, que pendía sobre el agua irradiando saliva con cada aliento.

—Están entrenando —dijo a viva voz Koll, que se había inclinado desde el mástil y estaba haciendo bailar una moneda entre los nudillos con destreza—. ¿Por qué vuelves tan pronto?

—Me han dado una paliza a los dados. —Se frotó con nostalgia su enorme antebrazo, de donde había desaparecido un par de aros de plata—. He tenido una suerte espantosa.

Skifr chistó, contrariada.

—Los que tienen mala suerte al menos deberían intentar compensarla con buen juicio.

Giró la muñeca, el filo de su hacha atravesó el cuello de la camisa de Brand, a quien le llegó el turno de caer haciendo aspavientos al agua fría. Le llegó el turno de izarse por la escalerilla. Le llegó el turno de soportar goteando las burlas del gentío.

Descubrió que su turno le gustaba incluso menos de lo que le había gustado el de Espina.

El vansterlandés lanzó la capa harapienta de vuelta a Skifr.

—Un espectáculo impresionante.

—¡Ha sido como magia! —Koll tiró la moneda hacia arriba pero falló al atraparla y la miró caer directa al mar.

—¿Magia? —La anciana proyectó una mano y capturó la moneda de Koll entre el índice y el pulgar—. Eso era entrenamiento, experiencia y disciplina. A lo mejor otro día os mostraré la magia, pero más nos vale confiar en que no. —Envió la moneda dando vueltas al aire con un chasquido y Koll rio mientras la atrapaba—. La magia tiene costes que no querréis tener que pagar. —Skifr se echó la capa hacia atrás con un latigazo de tela.

»Ese estilo de lucha que aprendiste —dijo a Espina—, el de plantarte en una hilera con escudo, malla y hoja pesada, no te encaja. No está pensado para encajarte. —La mujer negra retiró el escudo del brazo de Espina y lo arrojó entre los cofres del Viento del Sur—. Lucharás con armas más ligeras y veloces. Lucharás con menos armadura.

—¿Cómo resistiré en la muralla de escudos sin escudo?

—¿Cómo que resistir? —Skifr puso los ojos como platos—. ¡Tú eres letal, chica! ¡Eres la tormenta, siempre en movimiento! Correrás hacia tu enemigo, o lo engañarás para que venga él a ti, y en el terreno que hayas elegido y de la forma que decidas, lo matarás.

—Mi padre era un guerrero de renombre y siempre decía…

—¿Dónde está tu padre?

Espina bajó las cejas un momento, con la boca entreabierta, y entonces llevó la mano a un bulto que había bajo su camisa empapada y cerró despacio los dedos.

—Muerto.

—Pues su experiencia no sirve.

Skifr lanzó su larga hacha hacia ella y Espina la atrapó en el aire, la sopesó y dio unos tajos cautelosos a un lado y al otro.

—¿Qué significan las letras de la hoja?

—Dicen en cinco idiomas: «Para el luchador todo debe ser un arma». Es un buen consejo, si tienes la sabiduría de aceptarlo.

Espina asintió, muy seria.

—Soy la tormenta.

—De momento, más bien una llovizna —dijo Skifr—. Pero solo estamos empezando.