MENUDA DIPLOMÁTICA

Skifr volvió a abalanzarse sobre ella, pero en esa ocasión encontró a Espina preparada. La anciana soltó un gruñido de sorpresa cuando el hacha de la joven le atrapó una bota y la hizo trastabillar. Bloqueó el siguiente golpe, pero el impacto le restó equilibrio y el ataque que vino a continuación le arrancó la espada de la mano y la tumbó de espaldas.

Incluso en el suelo, Skifr era peligrosa. Lanzó polvo con la bota a la cara de Espina, rodó y dio un tajo de precisión mortífera con el hacha. Pero su contrincante también estaba preparada para recibirlo, enganchó el arma de camino con su propia hacha y la envió rebotando hasta el rincón, se lanzó contra Skifr enseñando los dientes y la acorraló contra una columna. La punta de su espada hizo cosquillas en el cuello perlado de sudor de la anciana.

Skifr enarcó sus cejas grises.

—Buen presagio.

—¡He ganado! —bramó Espina, lanzando sus melladas armas de madera al cielo. Habían pasado meses desde la última vez que se permitió desear que un día derrotaría a Skifr. Incontables mañanas encajando golpes de remo mientras se alzaba la Madre Sol, incontables tardes intentando alcanzarla a ella con la barra a la luz del Padre Luna, incontables patadas y bofetones y resbalones en el fango. Pero lo había conseguido—. ¡La he derrotado!

—La has derrotado —dijo el padre Yarvi, asintiendo despacio con la cabeza.

Skifr enderezó las piernas con un gesto de dolor.

—Has derrotado a una abuela que ya lleva muchos años perdiendo facultades. Encontrarás desafíos más severos en el futuro. Pero… lo has hecho bien. Has escuchado. Has trabajado. Te has vuelto letal. El padre Yarvi tenía razón.

—¿Cuándo no la tengo?

La sonrisa del clérigo se desvaneció cuando llamaron a la puerta. Inclinó la cabeza mirando a Koll y el chico abrió el cerrojo.

—Sumael —dijo Yarvi, recuperando la sonrisa como hacía siempre que ella los visitaba—. ¿Qué te trae…?

La mujer jadeaba cuando cruzó el umbral.

—La emperatriz desea hablar contigo.

Los ojos del padre Yarvi se ensancharon.

—Acudiré de inmediato.

—Contigo no. —Sumael estaba mirando a los ojos de Espina—. Contigo.

Brand había pasado la mayor parte de su vida sintiéndose fuera de lugar. Un mendigo entre ricos, un cobarde entre valientes, un necio entre sabios. Pero bastó una visita al palacio de la emperatriz para abrirle nuevas simas de devastadora insuficiencia.

—Dioses —susurró, como cada vez que doblaba otro recodo siguiendo a Espina y Sumael y llegaba a un nuevo pasillo de mármol o a una escalera dorada o a una cámara cavernosa, cada estancia más lujosa que la anterior. Cruzó de puntillas un corredor iluminado con velas altas como hombres. Había decenas, cada una de las cuales obtendría mejor precio en Thorlby que él, y las habían dejado encendidas por si pasaba alguien por allí de casualidad. Todo estaba enjoyado, bañado en plata, cubierto con paneles de rica madera o pintado. Miró una silla taraceada con una docena de tipos de madera y pensó en cuántas vidas debería gastar trabajando para poder permitirse una silla como esa. Se preguntó si estaría soñando, pero sabía que su imaginación no daba para todo aquello.

—Esperad aquí —dijo Sumael cuando llegaron a una sala redonda que coronaba una escalera, con la pared de mármol completamente recubierta de tallas que representaban escenas de alguna historia, tan finas como las de Koll en el mástil—. No toquéis nada.

Y dejó a Brand solo con Espina. Era la primera vez desde aquel día en el mercado.

Y aquello había resultado de maravilla, claro.

—Vaya sitio —murmuró.

Espina estaba de espaldas a él y giró el cuello para mostrarle una esquirla de ceño arrugado.

—¿Para eso te ha enviado el padre Yarvi con nosotras, para comentar lo que salta a la vista de cualquiera?

—No sé para qué me ha enviado. —Se extendió un silencio helado—. Siento haberte apartado. El otro día. Eres mucho mejor luchadora que yo, así que debí dejar que controlaras tú la situación.

—Debiste —dijo ella sin mirarlo.

—Es que… creo que estás enfadada conmigo, y lo que sea que haya…

—¿Te parece que es buen momento?

—No. —Sabía que algunas cosas convenía no decirlas, pero no podía soportar la idea de que Espina lo odiara. Tenía que intentar arreglar las cosas—. Es que… —La miró de reojo y ella lo sorprendió al hacerlo, como había hecho muchas veces en las últimas semanas, pero en esa ocasión torció el gesto.

—¡Cierra la condenada boca! —rugió, pálida de furia, y parecía dispuesta a cerrársela a golpes si hacía falta.

Brand bajó la vista al suelo, tan pulido que su propia cara afligida le devolvió la mirada estúpida, y se quedó sin palabras. ¿Qué podía responderse a aquello?

—Si ya habéis terminado, tortolitos —dijo Sumael desde la puerta—, la emperatriz espera.

—Ya lo creo que hemos terminado —escupió Espina mientras echaba a andar.

Sumael se encogió de hombros mirando a Brand, y dos guardias adustos le cerraron las puertas con un chasquido que sonaba definitivo.

Los jardines parecían salidos de un sueño, iluminados en colores extraños por el ocaso púrpura y la cambiante luz de las antorchas, procedente de llamas que bailaban en rejillas llenas de ascuas que enviaban chispas a revolotear con cada suspiro del viento. No había nada que todavía estuviera como lo habían creado los dioses: todo estaba distorsionado por la mano del hombre. La hierba estaba afeitada con tanto esmero como las mejillas de un pretendiente. Los árboles estaban podados para darles formas antinaturales, y se inclinaban bajo el peso de sus propias flores hinchadas de olor dulzón. También había pájaros piando desde las ramas retorcidas, y Espina se preguntó por qué no se marchaban volando hasta que vio que todos estaban encadenados a sus posaderos mediante hilos de plata tan finos como telarañas.

Había senderos de piedra blanca serpenteando entre estatuas de mujeres, de una severidad y delgadez imposibles, que sostenían pergaminos, libros y espadas. Emperatrices del pasado, supuso Espina, que se preguntaban quién había dejado pasar a aquel horror a medio rapar entre ellas. Los guardias ponían cara de hacerse la misma pregunta. Eran muchos, y cada espada y lanza brillante como un espejo la volvía más consciente de lo desarmada que estaba. Remontó una pendiente detrás de Sumael, rodearon un estanque con forma de estrella en el que caía cantando el agua cristalina de una fuente tallada con la forma de serpientes enroscadas, y llegaron a los escalones de una edificación extraña y pequeña, una cúpula alzada sobre columnas bajo la que había un banco curvado.

En el banco estaba sentada Vialina, Emperatriz del Sur.

Estaba muy cambiada desde su visita al palacio en ruinas del padre Yarvi. Tenía el pelo recogido por una brillante redecilla de oro y joyas. Su corpiño era todo espejos diminutos que relucían con los azules y los rosas del último sol, con los rojos y los naranjas de las llamas de antorcha. Desde una franja de pintura negra que le cruzaba el caballete de la nariz, sus ojos brillaban con más fuerza que todo lo demás.

Espina no creía que hubiera estado nunca tan fuera de su elemento.

—¿Qué digo?

—Solo es una persona —respondió Sumael—. Háblale como a la persona que es.

—¿Y qué narices sé yo de hablar con personas?

—Tú sé sincera. —Sumael dio una palmada en la espalda de Espina y la envió trastabillando hacia delante—. Y hazlo ya.

Espina avanzó palmo a palmo hacia el escalón más bajo.

—Vuestra resplandecencia —dijo con voz aguda, intentando arrodillarse y cayendo en la cuenta de que era imposible en una escalinata.

—Llámame Vialina, y por favor, no te arrodilles. Hace una semana no importaba demasiado a nadie y todavía me pone nerviosa.

Espina se quedó quieta, incómoda a media genuflexión, y volvió arriba sin la suficiente seguridad para enderezar del todo la espalda.

—Dice Sumael que habéis enviado a…

—¿Cómo te llamas?

—Espina Bathu, vuestra…

—Vialina, por favor. Lo de Espina se explica solo. ¿Y el Bathu?

—Es el lugar donde mi padre se cobró una victoria grandiosa el día en que nací.

—¿Era guerrero?

—Un gran guerrero. —Espina llevó unos dedos torpes a la bolsita que llevaba al cuello—. Fue Escudo Elegido de una reina de Gettlandia.

—¿Y tu madre?

—Mi madre… desearía que yo no fuese yo. —Sumael le había dicho que fuera sincera, al fin y al cabo.

—La mía fue general y murió en batalla contra los alyukos.

—Bien por ella —dijo Espina, y se arrepintió al instante—. Aunque… no para vos. —No lo estaba mejorando en nada—. Supongo, vuestra resplandecencia… —Dejó la frase en el aire, sustituida por un vergonzante silencio. Menuda diplomática.

—Vialina. —La emperatriz dio una palmadita en el banco, a su lado—. Siéntate conmigo.

Espina subió hasta la pequeña pérgola, rodeó una mesa sobre la que había una fuente de plata con suficiente fruta perfecta para alimentar a un ejército y se acercó a una barandilla que le llegaba a la cintura.

—Dioses —dijo con un hilo de voz.

No había pensado mucho en la cantidad de escaleras que habían subido, pero en ese momento comprendió que estaban en el tejado de palacio. O al menos en el extremo de uno de sus tejados más altos, que caía a pico hasta más jardines, mucho más abajo. La Primera Ciudad se extendía bajo el cielo que se oscurecía más allá, un laberinto demente de edificios, de luces que titilaban en el ocaso azul, tantas como estrellas en el cielo. En la lejanía, al otro lado del espejo negro del estrecho, había otros grupos de luces. Otros pueblos, otras ciudades. Extrañas constelaciones, tenues en la distancia.

—Todo esto es vuestro —susurró Espina.

—Todo y nada. —Había algo en la forma de tensar la mandíbula que tenía Vialina, en el modo en que la proyectaba hacia delante con orgullo, que Espina creyó reconocer. Que había visto en el espejo de su madre, mucho tiempo atrás. Que le hizo pensar que la emperatriz también estaba acostumbrada a poner su cara valiente.

—Debe de ser todo un peso en vuestros hombros —dijo.

Los aludidos parecieron bajar un poco.

—Una carga considerable.

—Emperatriz, yo no sé nada de política. —Espina se sentó en el banco y adoptó una postura que esperó que fuese respetuosa, significara lo que significase eso, ya que nunca había estado muy cómoda sentada si no era frente a un remo—. No sé nada de la mayoría de las cosas. Os convendría mucho más hablar con el padre Yarvi…

—No quiero hablar de política.

Espina estaba tan incómoda que empezó a notar picores.

—Entonces…

—Eres mujer. —Vialina se inclinó hacia delante con las manos juntas en el regazo y los ojos fijos en la cara de Espina. Tan cerca que imponía. Más cerca que lo que Espina acostumbraba a tener a nadie, no digamos ya a una emperatriz.

—Eso me dice mi madre —farfulló—. Hay opiniones encontradas.

—Luchas contra hombres.

—Sí.

—Derrotas a hombres.

—A veces…

—¡Dice Sumael que puedes con tres a la vez! Tu tripulación te respeta, se les nota en la cara. Te temen.

—No sé si me respetan. Quizá me teman, vuestra…

—Vialina. Nunca he visto a una mujer luchar como tú. ¿Me permites? —Antes de que Espina pudiera responder, la emperatriz había posado la mano en su hombro y le había dado un apretón. La sorpresa inundó su rostro—. ¡Gran Diosa, parece madera! Debes de ser muy fuerte. —Bajó la mano, para gran alivio de Espina, y se quedó mirándola, pequeña y oscura en el mármol que había entre ellas—. Yo no lo soy.

—Bueno, nunca podrás vencer a un hombre fuerte con fuerza —musitó Espina.

Los ojos de la emperatriz subieron hasta los suyos, blancos entre aquella pintura negra, con las llamas de las antorchas reluciendo a los lados.

—¿Con qué, entonces?

—Debes golpear antes y ser rápida al hacerlo, debes ser más dura y más lista, debes estar siempre pendiente de atacar y debes luchar sin honor, sin conciencia y sin clemencia. —Eran palabras de Skifr, y no fue hasta haberlas pronunciado cuando Espina comprendió lo bien que las había aprendido, en qué medida las había hecho suyas, cuánto le había enseñado la anciana—. O eso tengo entendido, al menos.

Vialina chasqueó los dedos.

—Por eso te he enviado a buscar a ti. Para aprender cómo luchar contra hombres fuertes. No con espadas, pero los principios son los mismos. —Apoyó la barbilla en las manos, un ademán extraño por juvenil en una mujer que gobernaba medio mundo—. Mi tío no quiere que sea más que la bestia de proa de su barco. Aún menos, si acaso. Como mínimo, la bestia de proa corona la quilla.

—Nuestros barcos también tienen una a popa.

—Maravilloso. Entonces quiere que sea esa. Que me siente en el trono y sonría mientras él toma las decisiones. Pero me niego a ser su títere. —Cerró un puño y lo descargó en la mesa, aunque apenas movió el pequeño cuchillo de pelar fruta en su fuente—. Me niego, ¿lo entiendes?

—Lo entiendo, aunque… no creo que mi comprensión vaya a suponer mucha diferencia.

—No. Son los oídos de mi tío los que tengo que destapar. —La emperatriz miró con furia hacia el fondo de los jardines cada vez más oscuros—. Hoy le he llevado la contraria en el consejo. Tendrías que haberle visto la cara. No se habría sorprendido más si le hubiera clavado un puñal.

—Eso no podéis saberlo hasta que se lo clavéis.

—¡Por la Gran Diosa, no sabes cómo me encantaría! —Vialina le sonrió—. Seguro que a ti nadie quiere convertirte en títere, ¿verdad que no? ¡Seguro que nadie se atreve! Mírate. —Tenía una expresión que Espina no estaba acostumbrada a encontrar, casi de… admiración—. Eres… ya sabes…

—¿Fea? —murmuró Espina.

—¡No!

—¿Alta?

—No. Bueno, sí, pero quería decir libre.

—¿Libre? —Espina soltó un bufido incrédulo.

—¿No lo eres?

—Estoy atada por un juramento al padre Yarvi. Debo prestar cualquier servicio que él considere adecuado. Para pagar por… lo que hice.

—¿Qué hiciste?

Espina tragó saliva.

—Maté a un chico. Se llamaba Edwal, y no creo que mereciera morir, pero… lo maté, de todos modos.

Vialina era solo una persona, como había dicho Sumael, y a pesar de sus ropajes y su palacio, o quizá más bien por ellos, hubo algo en su mirada firme y solemne que sacó las palabras de Espina.

—Iban a aplastarme con piedras como castigo, pero el padre Yarvi me salvó. No sé por qué, pero me salvó. Y luego Skifr me enseñó a luchar. —Espina sonrió mientras se pasaba los dedos por el lado afeitado de la cabeza, recordando lo fuerte que se había creído entonces y lo débil que era—. Combatimos al Pueblo del Caballo en el Denegado. Maté a algunos de ellos, y luego vomité. Y luchamos contra unos hombres en el mercado, el otro día. Brand y yo. No sé seguro si los maté, pero querer, quería. Estaba enfadada por aquellas cuentas, supongo… —Dejó de hablar, comprendiendo que había dicho mucho más de lo que debería.

—¿Cuentas? —preguntó Vialina, con el caballete pintado de la nariz arrugado de incomprensión.

Espina carraspeó.

—No tiene importancia.

—Supongo que la libertad puede ser peligrosa —dijo la emperatriz.

—Digo yo que sí.

—Quizá miramos a los demás y vemos solo las cosas de las que carecemos.

—Supongo.

—Quizá por debajo todos nos sentimos débiles.

—Supongo.

—Pero aun así, tú luchas contra hombres y los derrotas.

Espina suspiró.

—En eso gano yo.

Vialina enumeró las lecciones tocando las puntas de sus menudos dedos.

—Entonces, velocidad al atacar, astucia y agresividad sin conciencia, honor ni clemencia.

Espina levantó las manos vacías.

—Actuar así me ha valido todo lo que tengo.

La emperatriz rio. Fue toda una risotada para venir de una mujer tan pequeña, alta y gozosa, con la boca muy abierta.

—¡Me caes bien, Espina Bathu!

—Formáis parte de un grupo muy reducido, entonces. A veces me da la impresión de que no para de menguar. —Espina sacó la caja y la sostuvo entre ellas—. El padre Yarvi me ha dado una cosa para vos.

—Ya le dije que no puedo aceptarla.

—Me ha dicho que os la entregue de todos modos.

Espina se mordió el labio mientras abría la caja y dejaba escapar la luz blanca, más extraña y más hermosa que nunca en la creciente penumbra. Los bordes perfectos del brazalete élfico refulgieron como filos de daga, sus brillantes facetas de metal pulido titilaron a la luz de las lámparas, sus oscuros círculos dentro de círculos se movían en las imposibles profundidades que mostraba una esfera redonda de cristal. Era una reliquia de otro mundo, un mundo que había desaparecido hacía milenios, un objeto que dejaba los preciosos tesoros de palacio a la altura de meras baratijas, ordinarias como el fango.

Espina intentó volver su voz suave, persuasiva, diplomática. Salió más basta que nunca.

—El padre Yarvi es un buen hombre. Un hombre astucioso. Deberíais hablar con él.

—Ya lo hice. —Vialina apartó la mirada del brazalete y la pasó a los ojos de Espina—. Y tú deberías ir con cuidado. El padre Yarvi se parece a mi tío, creo yo. No hacen ningún regalo sin esperar nada a cambio. —Cerró la caja de golpe y la tomó de las manos de Espina—. Pero me lo quedaré, si es lo que quieres. Lleva mi agradecimiento al padre Yarvi. Pero dile que es todo lo que puedo darle.

—Eso haré. —Espina contempló el jardín mientras lo abandonaba la última luz y buscó algo que añadir, pero entonces se fijó en que allí donde antes había un guardia apostado junto a la fuente ahora solo quedaban sombras—. ¿Qué ha pasado con vuestros guardias?

—Es raro —dijo Vialina—. Ah, mira, ahí vienen más.

Espina contó a seis hombres que subían los escalones desde el extremo opuesto de los jardines. Seis soldados imperiales, con todas las armas y armaduras requeridas a su condición, que se acercaban raudos y ruidosos por el camino entre los círculos de luz de antorchas naranjas hacia la pequeña pérgola de la emperatriz. Los seguía un séptimo hombre, con oro en el peto de la coraza, plata en el cabello y una sonrisa más brillante que ambos metales en su atractivo rostro.

Era el duque Mikedas, que les dedicó un saludo garboso con la mano al verlas.

En ese momento Espina tuvo la sensación de que se le escurrían los intestinos del cuerpo. Buscó el cuchillito de pelar fruta en la fuente de plata y lo retiró con dos dedos. Era un arma lamentable, pero mejor que no tener ninguna.

Se puso en pie mientras los soldados rodeaban con paso rápido la fuente y se situaban entre dos estatuas, y sintió que Vialina se levantaba a su lado mientras ellos se desplegaban. Espina reconoció a uno cuando el viento azuzó las brillantes ascuas y le iluminó un lado de la cara. Era el vansterlandés contra el que había luchado en el mercado, que tenía cortes y moratones en una mejilla y un hacha pesada en el puño.

El duque Mikedas hizo una profunda inclinación, pero tenía alzada una comisura de los labios y sus hombres no hicieron ademán alguno de respeto. Vialina habló en su idioma y el duque respondió, señalando a Espina con gesto lánguido.

—Excelencia —se obligó a decir entre dientes chirriantes—. Es un honor.

—Mis disculpas —respondió él en idioma común—. Estaba diciendo a su resplandecencia que no quería perderme tu visita. ¡Es todo un regalo encontraros solas a las dos!

—¿Por qué? —preguntó Vialina.

Las cejas del duque treparon altas en la frente.

—¡Han llegado intrusos norteños a la Primera Ciudad! Bárbaros venidos de Grutlandia, o como se llame. ¡Pretenden exportar sus ruines rencillas a nuestras costas! Han intentado abrir una brecha entre nosotros y nuestro aliado, el Alto Rey, que ha aceptado a nuestra Diosa Única en su corazón. Al no conseguirlo… —Negó con la cabeza, todo seriedad—. Han enviado una asesina a palacio. Una asesina antinatural que esperaba aprovecharse de la inocencia y la bondad de la imbécil de mi sobrina.

—Supongo que esa soy yo —dijo Espina con voz gutural.

—¡Oh, demonio con forma de mujer! O con algo parecido a la forma de una mujer, ya que eres demasiado… musculosa para mi gusto. ¿No decías que querías luchar contra dos de mis guardias? —Mikedas sonrió de oreja a oreja, durante todo el tiempo sus hombres no habían dejado de avanzar palmo a palmo, con el brillo de sus aceros desenfundados capturando la luz—. ¿Qué me dirías si fueran seis?

«El combatiente sabio parece siempre menos de lo que es». Espina retrocedió un paso y se encogió, juntó los hombros y se dio una apariencia pequeña y miedosa, aunque se sentía llena de una extraña calma. Fue como si la Última Puerta no le pisara los talones abierta de par en par, sino que lo estuviera observando todo desde fuera. Juzgó las distancias, examinó el terreno, las estatuas, las antorchas, la mesa, las columnas, los escalones, la larga caída que había tras las dos mujeres.

—Una emperatriz no debería correr tales riesgos con su seguridad —estaba diciendo el duque—, mas no desesperes, sobrina querida, ¡pues yo te vengaré!

—¿Por qué? —susurró Vialina. Espina casi alcanzaba a oler su miedo, y lo consideró útil. Eran dos chicas débiles, asustadas y desesperadas, y la mano que tenía a su espalda, apretaba con fuerza aquel cuchillo diminuto. «Para el luchador todo debe ser un arma».

El duque volvió a torcer los labios.

—Porque has demostrado ser un tremendo grano en mi culo. A todos nos gusta que las chicas tengan genio, ¿verdad? —Proyectó el labio inferior y negó con la cabeza, decepcionado—. Pero todo tiene un límite. De verdad que lo tiene.

El padre de Espina le decía siempre: «Si pretendes matar, mata, no te pongas a hablar de ello». Por suerte para ella, el duque no sabía matar, sino que se dedicaba a parlotear, regodearse y saborear su poder, concediendo tiempo a Espina para estudiar a su enemigo, para elegir su mejor movimiento.

Consideró que el duque suponía una amenaza escasa. Llevaba espada y daga, pero dudó mucho que las hubiera desenfundado alguna vez. Los otros sabían lo que se hacían, sin embargo. Tenían buenas espadas ya en las manos, buenos escudos en los brazos y buenos puñales al cinto. Y también buenas armaduras, de cota de escamas que relucía en el anochecer, aunque tenían puntos débiles en la garganta, el interior de los codos y las corvas. Debía atacar en esos puntos.

Ella sola contra siete. Estuvo a punto de soltar una carcajada. Era un desafío absurdo. Un desafío imposible. Pero era lo que había.

—Teófora nunca hacía lo que se le decía —siguió perorando el duque—, aunque claro, era yegua demasiado vieja para aprender a obedecer. De verdad confiaba en que una emperatriz de diecisiete años se dejara llevar por la brida. —Suspiró—. Pero hay ponis que no soportan que se los embride. Cocean, muerden y se niegan a aceptar jinete. Es mejor acabar con ellos antes de que tiren a su amo de la silla. El trono pasará ahora a tu prima Asta. —Enseñó aquellos dientes perfectos que tenía—. Tiene cuatro años. ¡Con una mujer así seguro que se puede trabajar! —Cansado por fin de exhibir su inteligencia, ordenó avanzar a dos de sus hombres con un gesto perezoso—. Terminemos con esto.

Espina los observó mientras se acercaban. Uno tenía una nariz grande y rota muchas veces. El otro tenía la cara picada de viruelas y sonreía como si aquel asunto no le interesara. Llevaban la espada desenvainada pero no alzada cuando subieron el primer escalón. Era normal que estuvieran confiados. El problema era que lo estaban tanto que ni siquiera se les ocurrió que ella pudiera ofrecer resistencia.

Y Espina iba a ofrecer resistencia.

—Cuidado, excelencia —dijo el vansterlandés—. Es peligrosa.

—Por favor —resopló el duque—, si no es más que una cría. Pensaba que los norteños erais todo fuego y…

Los sabios esperan su momento, como le había dicho muchas veces el padre Yarvi, pero nunca lo dejan pasar. El hombre de la narizota subió otro escalón, arrugó los párpados cuando le alcanzó la luz de las antorchas de la pérgola y puso cara de leve sorpresa cuando Espina se abalanzó sobre él y le rajó la garganta con el cuchillo de la fruta.

Hizo el corte en ángulo para que la sangre salpicara al hombre de la cara picada, que contrajo el gesto. Fue solo un instante, pero bastó para que Espina sacara el cuchillo del Napias de su vaina mientras este daba un torpe paso atrás y lo hundiera bajo el borde del yelmo del Viruelas, en el hueco entre el cuello y la clavícula, hasta la empuñadura.

Le puso una bota en el pecho mientras él gorgoteaba y lo lanzó hacia atrás para hacerlo caer del primer escalón y enredarse con otros dos hombres. Asió su espada, cortándose la mano con el filo pero arrancándola de su débil garra, y pasó los dedos ensangrentados sobre los gavilanes para empuñarla como una daga. Aulló mientras daba un tajo ascendente que raspó el escudo del siguiente hombre, lo alcanzó bajo la mandíbula, la punta perdió inclinación al cruzarle la cara y le torció el yelmo en la cabeza.

El soldado retrocedió dando un chillido, perdiendo sangre entre los dedos que se había llevado al rostro, y tropezó con el duque, que dio un respingo y lo empujó hacia los arbustos, mirando las manchas negras de su coraza como si fuesen un insulto personal.

El Napias trastabillaba hacia atrás como un borracho, con más expresión de sorpresa que antes, afanándose en mantener cerrada la herida del cuello pero con todo su costado izquierdo empapado de oscura sangre. Espina supuso que podía olvidarse de él.

Haberse librado tan deprisa de tres soldados había sido toda una suertedearmas, pero la sorpresa había sido su única ventaja. Ya la había agotado y seguía superada en número cuatro a uno.

—¡Por la Diosa! —vociferó el duque, frotándose el peto ensangrentado con la capa—. ¡Matadlas!

Espina cedió terreno, manteniendo una columna a su izquierda a modo de escudo y alternando la mirada entre los hombres que se aproximaban, con los escudos, espadas y hachas ya más que dispuestos, todos duro acero y duros ojos que brillaban en rojo por la luz de las antorchas. Oyó a Vialina a su espalda, casi gimoteando con cada aliento entrecortado.

—¡Brand! —gritó a pleno pulmón—. ¡Brand!