DETRÁS DEL TRONO

—Parezco una bufona —rezongó Espina mientras recorría las calles atestadas detrás del padre Yarvi.

—No, no —dijo él—. Los bufones hacen sonreír a la gente.

La había obligado a lavarse y había echado en el agua ardiente una hierba que olía fatal para matar los piojos, y la ropa nueva la irritaba hasta hacerla sentir tan en carne viva como los hombres desollados de los muelles de Kalyiv. Safrit le había vuelto a rapar la mitad de la cabeza, y con un peine de hueso se había empleado a fondo con las greñas del otro lado, pero había tenido que rendirse, disgustada, después de romper tres púas. Había dado a Espina una túnica del color de la sangre, con costuras de oro en el cuello, tan fina y suave que era como ir desnuda, y cuando Espina había pedido que le devolviera su vieja ropa Safrit había señalado un montón de harapos en llamas que había en la calle y le había preguntado si estaba segura.

Quizá Espina le sacara una cabeza a Safrit, pero la mujer era igual de imperiosa que Skifr y tenía su propia manera de salirse siempre con la suya. Espina había terminado con unos tintineantes aros de plata en los brazos y un collar de cuentas de cristal rojo que le daba varias vueltas al cuello, la clase de abalorios que su madre habría aplaudido con orgullo si hubiera visto a su hija con ellos, pero que para Espina resultaban igual de cómodos que las cadenas que llevaría una esclava.

—La gente de aquí espera un cierto… —Yarvi señaló con la mano contrahecha a un grupo de hombres de piel negra vestidos con sedas en las que había brillantes fragmentos de espejo—. Teatro. Te encontrarán fascinantemente aterradora. O aterradoramente fascinante. Tienes el aspecto perfecto.

—Ja. —Ella sabía que estaba ridícula porque, cuando por fin había salido en toda su perfumada absurdidad, Koll había soltado una risita, Skifr había hinchado los carrillos y Brand se la había quedado mirando en silencio, como si viera caminar a un muerto. El rostro de Espina había empezado a arder de humillación entonces y no había dejado de hacerlo.

Un hombre con un alto sombrero la miró boquiabierta al pasar. Espina habría querido enseñarle la espada de su padre, pero los extranjeros tenían prohibido ir armados en la Primera Ciudad. Tuvo que contentarse con inclinarse hacia él y chascar los dientes, que resultaron ser armamento más que suficiente para hacerle dar un gañido y salir huyendo.

—¿Y tú por qué no has hecho ningún esfuerzo? —preguntó mientras alcanzaba a Yarvi. El clérigo parecía tener un don para escurrirse con disimulo entre el gentío, mientras ella se veía obligada a abrirse paso a codazos y dejaba tras de sí una estela enfurecida.

—Lo he hecho. —Se alisó la túnica negra, que no tenía ni el menor rastro de adornos en ninguna parte—. Entre estas multitudes tan chillonas, destaco por mi humilde simplicidad como un siervo de confianza del Padre de Palomas.

—¿Tú?

—No he dicho que lo fuera, sino que lo pareciera. —El padre Yarvi negó con la cabeza mientras Espina se tiraba de la parte trasera, demasiado apretada, de sus pantalones nuevos—. De verdad, qué razón tenía Brand cuando dijo que no hay una sola bendición que no puedas tratar como maldición. Casi todo el mundo agradecería tener ropa nueva con la calidad de la que llevas. No puedo llevarte a palacio apestando como una mendiga, ¿verdad que no?

—¿Por qué me llevas a palacio, para empezar?

—¿Qué quieres, que acuda solo?

—Deberías llevar a alguien que no vaya a decir la peor cosa posible en el peor momento posible. Safrit, o Rulf, o incluso Brand. Tiene una de esas caras que dan confianza a la gente.

—Tiene una de esas caras de las que la gente se aprovecha. Y sin ánimo de despreciar los ingentes talentos diplomáticos de Safrit, Rulf o Brand, siempre existe la posibilidad de que la joven emperatriz Vialina coja cariño a una mujer de su edad.

—¿A mí? ¡A mí nadie me coge cariño! —Espina recordó el desdén de las chicas de Thorlby, las miradas afiladas y la risa venenosa y, aunque había matado a ocho hombres, se estremeció—. Las mujeres de mi edad, las que menos.

—Esta vez será distinto.

—¿Por qué?

—Porque tendrás la lengua quieta y no dejarás de sonreír con dulzura.

Ella levantó las cejas al oírlo.

—No parece muy propio de mí. ¿Estás seguro?

Yarvi la miró de soslayo con los ojos entrecerrados.

—Claro que estoy seguro. Y ahora, espera.

Espina se quedó boquiabierta al ver los seis extraños monstruos que cruzaban la calle, cada uno encadenado al de detrás por eslabones de plata y moviendo con un triste bamboleo unos cuellos tan largos como la altura de un hombre.

—Estamos muy lejos de Gettlandia —musitó mientras los veía alejarse con paso lento entre unos edificios blancos tan altos que el serpenteante callejón que delimitaban parecía un desfiladero sombrío. Recordó la piedra oscura y húmeda de Gettlandia, la niebla matutina sobre la gris Madre Mar con su aliento humeando en el gélido amanecer, acurrucarse junto al fuego en las largas tardes, la voz de su madre recitando su oración nocturna. Parecía otra vida. Parecía otro mundo, uno que Espina nunca había creído que podía añorar.

—Sí que lo estamos —dijo Yarvi, echando a andar de nuevo con paso rápido por el maloliente y pegajoso calor de la Primera Ciudad. Espina sabía que el año estaba ya avanzado, pero los otoños de allí eran mucho más cálidos que los veranos de Thorlby.

Pensó en las duras leguas que habían recorrido. Los meses remando. Los esfuerzos en las largas cuestas. El constante peligro de la estepa. Por no mencionar la tenebrosa presencia del príncipe Varoslaf en el camino.

—¿La emperatriz podría ayudarnos en algo, si decidiera intentarlo?

—Quizá no con acero, pero no dudes ni un momento que puede ayudar con plata. —Yarvi murmuró una disculpa en un idioma desconocido mientras rodeaba a un grupo de mujeres que llevaban oscuros velos y siguieron a Espina con sus ojos pintados como si la rara fuese ella.

—Nuestras posibilidades seguirán siendo escasas. —Espina contó los enemigos con sus dedos encallecidos—. Los hombres del Alto Rey en Yutmarca, los inglingos, los tierrabajeños, los vansterlandeses, los isleños…

—Quizá te sorprenda saber que ya había pensado en ello.

—Y solo tenemos a los trovenlandeses de nuestra parte.

Yarvi dio un bufido.

—Esa alianza es leche dejada al calor del mediodía.

—¿Eh?

—Que no durará.

—Pero el rey Fynn dijo…

—El rey Fynn es un saco de entrañas con poca autoridad incluso en su propio reino. Lo único que lo ata a nosotros es su vanidad, y eso se derretirá ante la ira de la abuela Wexen a su debido tiempo, como nieve ante la Madre Sol. Ese truquito solo sirvió para hacernos ganar tiempo.

—Pues… resistiremos solos.

—Mi tío Uthil plantaría cara al mundo en solitario e insistiría en que el acero es la respuesta.

—Son palabras valientes —dijo Espina.

—Sin duda.

—Pero… no sabias.

Yarvi le sonrió.

—Estoy impresionado. Esperaba que aprendieras esgrima, no prudencia. No te preocupes. Espero encontrar otras formas de ampliar esas posibilidades.

Tan pronto como cruzaron las inmensas puertas de bronce del palacio, Espina pasó de la vergüenza por vestir como una princesa a la vergüenza por vestir como una campesina. Allí las esclavas parecían reinas y los guardias, héroes de leyenda. El salón en el que los recibieron estaba rebosante de cortesanos cargados de joyas, vestidos con colores vivos, igual de pomposos y, hasta donde pudo intuir Espina, igual de inútiles que los pavos reales que rondaban por los inmaculados jardines del exterior.

Habría estado encantada de encogerse hasta desaparecer en sus botas nuevas, pero tenían las suelas muy gruesas y en los últimos meses Espina había crecido tanto que era más alta que el padre Yarvi, a su vez más alto que la mayoría de los hombres. Como siempre, no le quedó más opción que enderezar la espalda, subir la barbilla y poner su cara más valiente de todas, por mucho que la cobarde que escondía estuviera sudando su absurda túnica carmesí.

El duque Mikedas estaba sentado en una silla dorada, elevada en una alta tarima, con una pierna apoyada de cualquier manera en su brazo tallado y su fabulosa armadura cubierta de espirales de oro. Era uno de esos hombres guapos que se creen más guapos de lo que son; tenía la piel negra, los ojos brillantes y un cabello y barba morenos con hebras de plata.

—¡Saludos, amigos, y bienvenidos a la Primera Ciudad! —Les dedicó una sonrisa arrebatadora, aunque en Espina solo despertó una enorme desconfianza—. ¿Cómo domino vuestro idioma?

El padre Yarvi hizo una inclinación profunda y ella lo imitó. «Inclínate cuando yo me incline», le había dicho, y por lo visto significaba en toda ocasión posible.

—Impecable, excelencia. Una impresionante a la par que bienvenida…

—Recordadme otra vez cómo os llamáis; tengo una memoria espantosa para los nombres.

—Él es el padre Yarvi, clérigo de Gettlandia.

La mujer que había hablado era alta, delgada y muy pálida. Tenía la cabeza afeitada y en su brazo tatuado tintineaban brazaletes élficos de antiguo acero, oro y reluciente cristal roto. Espina retrajo los labios de sus dientes y a punto estuvo de escupir en aquel suelo tan pulido, antes de controlarse.

—Madre Scaer —dijo Yarvi—, cada vez que se cruzan nuestros caminos es un nuevo deleite.

Era la clériga de Vansterlandia, la que susurraba al oído de Grom-gil-Gorm y había recibido el encargo de viajar al sur cumpliendo órdenes de la abuela Wexen, para advertir al príncipe Varoslaf en contra de llevar sus remos al mar Quebrado.

—Ojalá pudiera decir lo mismo —respondió la madre Scaer—, pero ninguno de nuestros tres encuentros ha sido agradable del todo. —Pasó su gélida mirada azul a Espina—. A esta mujer no la conozco.

—En realidad, ya la viste en Casa Skeken. Es Espina Bathu, hija de Storn el Acantilado.

Esta tuvo una pequeña alegría al ver que la madre Scaer abría mucho los ojos.

—¿Qué le has dado de comer?

—Fuego y piedras de afilar —dijo Yarvi con una sonrisa—, y siempre tiene apetito para más. Ahora es una guerrera de pleno derecho, probada contra los uzhakos.

—¡Qué guerreros más curiosos tienes! —La voz del duque Mikedas sonó más divertida que impresionada y sus cortesanos entonaron obedientes risitas—. Me gustaría enfrentarla a un hombre de mi guardia personal.

—¿Qué tal a dos? —saltó Espina, antes incluso de darse cuenta de que había abierto la boca. Su propia voz le sonó ajena, un desafío chirriante que despertó ecos fuertes y descontrolados en las paredes de mármol con vetas de plata.

Pero el duque solo rio.

—¡Maravilloso! ¡Ah, la exuberancia de la juventud! Mi sobrina es igual. Cree que puede hacerse cualquier cosa, a pesar de la tradición y de los sentimientos de los demás, a pesar de las… realidades.

Yarvi volvió a inclinarse.

—Quienes gobiernan, y también quienes están a su lado, deben tener siempre en mente las realidades.

El duque meneó un dedo.

—Me estás cayendo bien.

—De hecho, creo que tenemos una amiga en común.

—¿Ah, sí?

—Ebdel Aric Shadikshirram.

El duque abrió más los ojos, bajó la pierna de la silla y se inclinó hacia delante.

—¿Cómo está?

—Lamento informaros de que ha cruzado la Última Puerta, excelencia.

—¿Murió?

—La mató un esclavo traicionero.

—Diosa bendita. —El duque volvió a reclinarse—. Era una mujer de lo más singular. Le pedí matrimonio, ¿lo sabías? Entonces yo era joven, por supuesto, pero… —Negó con la cabeza, maravillado—. Me rechazó.

—Sí que era una mujer singular.

—Los años se nos escapan como agua entre los dedos. Parece que fue ayer… —El duque dejó escapar un largo suspiro antes de endurecer la mirada—. Pero vayamos al grano.

—Por supuesto, excelencia. —El padre Yarvi volvió a inclinarse. Su cabeza no paraba de subir y bajar como una manzana en un cubo—. Vengo como emisario de la reina Laithlin y el rey Uthil de Gettlandia, a solicitar audiencia con la resplandeciente Vialina, Emperatriz del Sur.

—Hum. —El duque se apoyó en un codo y se frotó la barba, contrariado—. ¿Dónde decíais que está esa Grutlandia?

Espina rechinó los dientes, pero la paciencia del padre Yarvi estaba forjada en acero.

—Gettlandia está en la costa occidental del mar Quebrado, excelencia, al norte de los dominios del Alto Rey en Casa Skeken.

—¡En esa zona hay tantos países pequeños que hasta a un erudito le costaría memorizarlos todos! —Los cortesanos soltaron unas risitas moderadas y Espina sintió la acuciante necesidad de estamparles el puño en la cara—. Ojalá pudiera conceder todas las solicitudes de audiencia, pero entenderás que son tiempos difíciles.

Yarvi se inclinó.

—Por supuesto, excelencia.

—Hay tantos enemigos que domar, tantas amistades que reforzar, tantas alianzas que cuidar… Y algunas son menos importantes que otras, confío en que no lo consideréis una falta de respeto. —Su sonrisa brillante emanaba falta de respeto como un queso pasado emanaba hedor.

Yarvi se inclinó.

—Por supuesto, excelencia.

—La emperatriz Vialina no es una mujer de… —Señaló a Espina como si fuera un caballo del montón en su cuadra—. De este tipo. Es poco más que una niña. Impresionable, inocente. Tiene muchísimo que aprender de cómo funcionan las cosas en realidad. Comprenderás que debo ser cauto. Comprenderás que debo ser paciente. Para un país tan amplio y diverso como el nuestro, vadear el río entre una gobernante y la siguiente siempre resulta… trabajoso. Sin embargo, mandaré avisaros a su debido tiempo.

Yarvi se inclinó.

—Por supuesto, excelencia. ¿Podría preguntar cuándo?

El duque apartó la cuestión con un gesto rimbombante de sus largos dedos.

—A su debido tiempo, padre…, esto…

—Yarvi —siseó la madre Scaer.

Aunque Espina no sabía mucho de diplomacia, se llevó la nítida impresión de que «a su debido tiempo» significaba «nunca».

La madre Scaer los esperaba en el vestíbulo flanqueado de estatuas, acompañada de dos guerreros propios, un vansterlandés ceñudo y un tierrabajeño gigantesco con una cara que parecía una losa. Espina estaba de muy mal humor y partió de una actitud agresiva, pero ninguno de los dos parecía dispuesto a dejarse vencer por su mirada.

Ni su líder tampoco.

—Me sorprende verte aquí, padre Yarvi.

—Y a mí verte a ti, madre Scaer. —Lo cierto era que ninguno de ellos parecía nada sorprendido—. Los dos nos hallamos a medio mundo de distancia de nuestros lugares correspondientes. Pensaba que estarías junto a tu rey, Grom-gil-Gorm. Te necesita para hablarle en nombre del Padre Paz, antes de que la Madre Guerra lo lleve a su ruina contra Gettlandia.

La mirada de la madre Scaer se volvió más gélida, si tal cosa era posible.

—Estaría con él, si la abuela Wexen no me hubiera escogido para esta misión.

—Un gran honor. —El más leve asomo de sonrisa en la comisura de los labios de Yarvi sugirió que se acercaba más a una condena al exilio y que los dos lo sabían—. Sin duda, la abuela Wexen debe de estar muy satisfecha contigo, si te lo ha concedido. ¿Hablaste en defensa de tu país? ¿Te pusiste de parte de tu rey y su pueblo, como debe hacer un clérigo?

—Cuando hago un juramento, lo respeto —dijo la madre Scaer, tajante—. Un clérigo leal va donde lo envía su abuela.

—Igual que un esclavo leal.

—El experto en eso eres tú. ¿Todavía tienes el cuello irritado?

La sonrisa de Yarvi se tensó un poco al oír la pregunta.

—Las cicatrices están bien curadas.

—¿Ah, sí? —Scaer se inclinó hacia él y retiró los finos labios para enseñar los dientes—. Yo en tu lugar volvería al mar Quebrado antes de ganarme unas cuantas más.

Y se alejó, dejando al vansterlandés y a Espina intercambiando una última mirada torva antes de que él la siguiera.

—Esa mujer es mal asunto —susurró Espina.

—Sí.

—Y tiene confianza con el duque.

—Sí.

—Y la enviaron aquí por delante de nosotros.

—Sí.

—Por tanto…, la abuela Wexen adivinó lo que harías mucho antes de que lo hicieras.

—Sí.

—Tengo la sensación de que así no vamos a conseguir audiencia con nadie.

Yarvi la miró con amargura.

—¿Ves? Resulta que sí que sabes de diplomacia.