PREPARADA O MUERTA
—Dioses —susurró Brand.
Las ruinas élficas se agolpaban a las dos orillas del río: altísimas torres, bloques y cubos, cristal élfico hecho añicos que relucía con los tenues rayos de sol.
El cauce del Divino se había ensanchado tanto que casi parecía un lago, aunque sus orillas estuvieran dentadas de piedra y extendiesen dedos muertos de metal hacia el centro del río. Todo estaba invadido por enredaderas, cubierto de brotes nuevos, asfixiado por matorrales de zarzas vetustas. Los pájaros no piaban y ni siquiera había insectos zumbando sobre un agua tan inmóvil que parecía cristal negro, perturbado solo por las leves ondulaciones que provocaban las palas de los remos al hundirse con suavidad, y aun así a Espina le picaba todo por la sensación de que los observaban desde cada ventana vacía.
Le habían advertido toda la vida que no se acercara a ninguna ruina élfica. Era lo único en que su madre y su padre se ponían de acuerdo siempre. Los marineros corrían a diario el riesgo de naufragar costeando Gettlandia para mantener las distancias con la isla encantada de Strokom, que la Clerecía había prohibido que hollara el hombre. En ella acechaban la enfermedad, la muerte y cosas peores que la muerte, ya que los elfos habían blandido una magia capaz de romper a la Diosa y destruir el mundo.
Y allí estaban ellos, cuarenta personas insignificantes en una ramita ahuecada, remando por el centro de las ruinas élficas más imponentes que Espina había visto jamás.
—Dioses —volvió a gimotear Brand, volviendo la cabeza para mirar hacia proa.
Delante del barco había un puente, si se podía llamar puente a algo construido a semejante escala. En algún tiempo una esbelta calzada debió de cruzar el río sobre un solo e inmenso ojo, entre dos impresionantes torres que dejaban enana a la construcción más alta de la ciudadela de Thorlby. Pero el puente se había derrumbado hacía siglos y quedaban enormes piedras colgando de enmarañadas cuerdas de metal, una de las cuales osciló un poco con el más leve de los crujidos mientras el Viento del Sur pasaba por debajo.
Rulf agarró la caña del timón, boquiabierto y con la mirada fija en una de las torres inclinadas, encogido como si temiese que cayera sobre el diminuto barco y aplastara a su tripulación de hormigas.
—Si alguna vez necesitáis recordar lo insignificantes que sois —murmuró—, este es buen sitio.
—Es una ciudad entera —susurró Espina.
—La ciudad élfica de Smolod. —Skifr estaba apoltronada en la toldilla, mirándose las uñas como si unas colosales ruinas élficas apenas fueran dignas de mención—. Antes de la Ruptura de la Diosa, tenía millares de habitantes. Millares de millares. Refulgía con la luz de su magia y el aire estaba cargado de la canción de sus máquinas y el humo de sus poderosos hornos. —Dio un largo suspiro—. Todo perdido. Todo olvidado. Pero ese mismo destino es el que espera a todas las cosas. Seas grande o pequeño, la Última Puerta es la única certeza de la vida.
De la superficie del río asomaba una lámina doblada de metal sobre postes oxidados, con unas flechas trazadas con pintura descascarillada y palabras escritas en gruesas e inescrutables letras élficas. El conjunto tenía un inquietante aspecto de advertencia, pero Espina no habría sabido decir sobre qué.
Rulf tiró una ramita al agua, la observó alejarse para estimar la velocidad que llevaban y asintió con la cabeza de mala gana. Por una vez, no tenía que dar voces de ánimo —es decir, insultos— para que el Viento del Sur avanzara a buen ritmo. Parecía que el mismo barco sumaba su susurro a las oraciones, las blasfemias y los sortilegios de su tripulación, pronunciados en una docena de idiomas. Sin embargo, Skifr, que siempre tenía algo que decir a cada dios en cada ocasión, por una vez dejó tranquilos a los cielos.
—Reservaos las oraciones para más adelante —dijo—. Aquí no hay peligro.
—¿Que no hay peligro? —graznó Dosduvoi, dibujando un atolondrado signo sagrado sobre el pecho y descuidando el remo, que fue a topar contra el hombre de delante.
—He pasado mucho tiempo en ruinas élficas. Explorarlas ha sido uno de mis muchos oficios.
—Hay quien llamaría a eso herejía —intervino el padre Yarvi, mirando sin levantar la cabeza.
Skifr sonrió.
—La herejía y el progreso a menudo se parecen mucho. En el sur no tenemos ninguna Clerecía que se entrometa en esos asuntos. Los ricos de allí pagan bien por una reliquia élfica o dos. La propia emperatriz Teófora tiene una colección considerable. Pero las ruinas del sur ya están más que limpias. Las de la zona del mar Quebrado tienen mucho más que ofrecer. Algunas están intactas desde la Ruptura de la Diosa. Las cosas que se pueden encontrar en ellas…
Su mirada se desvió al cofre con herrajes, asegurado con cadenas cerca de la base del mástil, y Espina pensó en la caja y en la luz que había emanado de ella. ¿La habrían obtenido excavando en algún lugar parecido a aquel? ¿Contendría alguna magia capaz de romper el mundo? Se estremeció al pensarlo.
Pero Skifr solo ensanchó su sonrisa.
—Si entras bien preparada en las ciudades de los elfos, encontrarás allí menos peligro que en las ciudades de los hombres.
—Dicen por ahí que eres una bruja. —Koll sopló para limpiar de virutas la zona del mástil que estaba tallando y miró hacia arriba.
—¿Dicen? —Skifr separó los párpados para que se viera el blanco alrededor de sus iris—. Lo cierto y lo falso son difíciles de distinguir en el ovillo de lo que «dicen por ahí».
—Dijiste que sabías magia.
—Y es verdad. La suficiente para provocar grandes daños, pero no la suficiente para hacer mucho bien. Así es la magia.
—¿Me dejarías verla?
Skifr rebufó.
—Eres joven e imprudente y no sabes lo que pides, chico. —Remaron a la sombra de una extensa muralla, su estribo hundido en el río, su parapeto derruido y dejaba a la vista una osamenta enmarañada de metal retorcido. Varias filas de inmensas troneras bostezaban vacías—. Los poderes que construyeron esta ciudad también la dejaron en ruinas. Hay riesgos terribles, costes terribles. Siempre hay costes. ¿De cuántos dioses conoces los nombres?
—De todos —dijo Koll.
—Pues rézales a todos para no ver nunca la magia. —Skifr miró pensativa a Espina—. Quítate las botas.
Espina parpadeó.
—¿Por qué?
—Para tomarte un merecido descanso de remar.
Espina miró a Brand y él se encogió de hombros. Los dos recogieron sus remos y ella se quitó las botas. Skifr se sacó la capa por el cuello, la plegó y la dejó sobre la caña del timón. Acto seguido desenfundó su espada. Espina no había visto nunca la hoja, que era larga, fina y de suave curva, con un filo asesino que reflejaba la luz de la Madre Sol.
—¿Estás preparada, querida mía?
De pronto, descansar del remo no parecía una perspectiva tan tentadora.
—¿Preparada para qué? —preguntó Espina con una voz repentinamente débil.
—Un luchador puede estar preparado o muerto.
Un minúsculo jirón de instinto hizo que Espina levantara con fuerza el remo, y el filo de la espada de Skifr se hundió en la madera entre sus manos.
—¡Estás loca! —chilló mientras retrocedía a la desesperada.
—No eres ni mucho menos la primera que lo dice. —Skifr dio unas estocadas a izquierda y derecha y obligó a Espina a saltar el mástil tumbado sobre sus caballetes—. Yo me lo tomo como un cumplido. —Sonrió alegre mientras daba tajos por doquier y los marineros se apartaban de su camino con movimientos bruscos y temerosos—. Tómatelo todo como un cumplido… y ya no se te puede insultar.
Saltó de nuevo hacia delante y Espina no tuvo más remedio que meterse bajo el mástil, jadeando mientras la espada de Skifr lo sacudía, una, dos veces.
—¡Mis tallas! —gritó Koll.
—¡Aprovecha los tajos! —rugió Skifr.
Espina tropezó con las cadenas que aseguraban el cofre del padre Yarvi y cayó sentada en las piernas de Odda, arrancó su escudo de la regala y bloqueó un espadazo sosteniéndolo con las dos manos antes de que Skifr se lo arrancara de ellas y la derribara a un lado de un puntapié.
Espina agarró una cuerda enrollada y se la arrojó a la anciana en la cara antes de lanzarse hacia la espada de Fror, pero este le apartó la mano.
—¡Usa la tuya!
—¡La tengo en el cofre! —gimió mientras rodaba sobre el remo de Dosduvoi, agarraba al hombretón desde detrás y miraba por encima de su hombro inmenso.
—¡Que la diosa me salve! —exclamó Dosduvoi.
Resopló cuando la hoja de Skifr pasó rauda junto a sus costillas, primero a un lado y luego al otro, y le hizo un agujero en la camisa. Espina esquivó la espada a duras penas, quedándose sin espacio a medida que la proa tallada y el padre Yarvi, que disfrutaba del espectáculo con una sonrisa, se iban acercando sin piedad.
—¡Para! —gritó Espina, levantando una mano temblorosa—. ¡Por favor! ¡Dame una oportunidad!
—¿Acaso los berserker de las tierras bajas paran cuando se lo piden sus enemigos? ¿Acaso Yilling el Radiante deja de atacar si dices «por favor»? ¿Acaso Grom-gil-Gorm concede oportunidades?
Skifr dio otra estocada y Espina saltó al otro lado de Yarvi, recuperó el equilibrio en el balcón de proa, dio un paso casi a ciegas y brincó fuera del barco para posarse en la pértiga del primer remo. Sintió como se combaba por su peso, como el remero intentaba mantenerla horizontal. Pasó al siguiente de un salto y flexionó el pie descalzo en torno a la madera resbaladiza, con los brazos extendidos a los lados. Cualquier titubeo, cualquier pensamiento, cualquier duda sería su perdición. Solo le quedaba seguir avanzando a largos saltos sobre el agua titilante, con el crujido de los remos, el traqueteo de los escálamos y los vítores de la tripulación resonando en sus oídos.
Soltó un chillido agudo, presa de la pura emoción temeraria, con el viento entrando a raudales en su boca abierta. Correr los remos era una noble hazaña, de la que se cantaba a menudo aunque pocas veces se intentaba. Pero la sensación de triunfo le duró poco. El Viento del Sur solo tenía dieciséis remos por banda y se le estaban terminando a marchas forzadas. El último llegaba veloz hacia ella y vio que Brand había sacado el brazo y tenía los dedos extendidos. Se arrojó desesperada hacia su mano tendida, él le agarró la manga y…
El remo le dio un golpetazo en el costado, la tela de la manga se rasgó y Espina cayó de cabeza al río. Volvió a la superficie entre jadeos y burbujas.
—¡Un esfuerzo encomiable! —gritó Skifr, de pie en la toldilla con el brazo en los hombros de Rulf—. ¡Y nadar es incluso mejor ejercicio que remar! ¡Acamparemos a una legua o dos de aquí y te esperaremos!
Espina dio un manotazo furioso al agua.
—¿Leguas?
Su furia no ralentizó al Viento del Sur; si acaso, le imprimió velocidad. Brand la miró desde la popa con aquella cara desvalida que ponía y el brazo aún apoyado en la regala, y entonces se encogió de hombros.
La voz de Skifr llegó flotando sobre el agua.
—¡Yo te guardo las botas, no te preocupes!
Mascullando improperios, Espina empezó a nadar y fue dejando ruinas silenciosas en su estela.