ENTRE LAS SOMBRAS

«Haz el bien —había dicho a Brand su madre el día en que murió—. Vive en la luz».

A los seis años apenas comprendía lo que significaba hacer el bien. A los dieciséis no creía entenderlo mucho mejor. Allí estaba, al fin y al cabo, desperdiciando lo que debía haber sido su gran momento triunfal en preguntarse qué tenía que hacer.

Era un gran honor montar guardia al pie de la Silla Negra, ser aceptado como guerrero de Gettlandia bajo la mirada de dioses y hombres. Y le había costado horrores conseguirlo, ¿o no? ¿Acaso no había sangrado? ¿Acaso no se había ganado su puesto? Desde donde alcanzaba la memoria de Brand, siempre había soñado con formar junto a sus hermanos de armas entre las sagradas piedras del Salón de los Dioses.

Pero no tenía la sensación de que aquello fuese vivir en la luz.

—Me preocupa esta incursión contra los isleños —estaba diciendo el padre Yarvi, con los circunloquios que empleaban siempre los clérigos—. El Alto Rey ha prohibido que se blandan las espadas. Lo verá con muy malos ojos.

—El Alto Rey lo prohíbe todo —repuso la reina Laithlin, con una mano en su abultado vientre de embarazada—. Y lo ve todo con malos ojos.

Junto a ella, el rey Uthil se inclinó hacia delante en la Silla Negra.

—Y al mismo tiempo ordena a los isleños, a los vansterlandeses y a cualquier otro perro que pueda doblegar que se alcen en armas contra nosotros.

Entre los grandes hombres y mujeres de Gettlandia que se habían congregado ante la tarima del trono se extendió una oleada de furia. Una semana antes, la voz de Brand habría sido la más alta de todas.

Pero en aquel momento solo podía pensar en Edwal con la espada de madera atravesada en el cuello, soltando babas rojas mientras hacía aquella especie de guarrido agudo, como de cerdo. El último sonido que emitiría jamás. Y en Espina, de pie en la arena con el pelo encima de la cara pringosa de sangre, escuchando con la boca abierta cómo Hunnan la nombraba asesina.

—¡Han asaltado dos de mis barcos! —La llave enjoyada de una mercader rebotó en su pecho mientras agitaba el puño levantado hacia la tarima—. ¡Y no solo han robado el cargamento, también han matado a la tripulación!

—¡Y los vansterlandeses han vuelto a cruzar la frontera! —La voz grave llegó de la parte del salón que ocupaban los hombres—. ¡Han quemado aldeas y se han llevado a buenos gettlandeses como esclavos!

—¡Se vio allí a Grom-gil-Gorm! —gritó alguien, y la mera mención del nombre bastó para llenar la cúpula del Salón de los Dioses con maldiciones murmuradas—. ¡El Rompeespadas en persona!

—Los isleños deben pagarlo con sangre —renegó un viejo guerrero tuerto—, y luego los vansterlandeses, incluido el Rompeespadas.

—¡Claro que deben pagarlo! —exclamó Yarvi, levantando aquella pinza mustia de cangrejo que tenía por mano izquierda para calmar los murmullos—. La cuestión es cuándo y cómo. Los sabios esperan su momento, y ni por asomo estamos preparados para guerrear contra el Alto Rey.

—O siempre se está preparado para guerrear —respondió Uthil mientras giraba con suavidad el puño de su espada para que el filo reluciese en la penumbra— o no se está nunca.

Edwal siempre había estado preparado. Siempre había apoyado al hombre que tenía al lado, como debía hacer un guerrero de Gettlandia. Estaba claro que no merecía morir por ello.

A Espina le daba igual todo lo que quedara más allá de su nariz, y el golpe de brocal que había dado a Brand en sus partes, todavía doloridas, no ayudaba a que este la tuviera en mejor estima. Pero la chica había combatido hasta el final, incluso teniéndolo todo en contra, como debía hacer un guerrero de Gettlandia. Estaba claro que no merecía que la nombraran asesina por ello.

Alzó una mirada compungida hacia las enormes estatuas de los seis altos dioses, que desde las alturas juzgaban cuanto ocurría en torno a la Silla Negra. Que desde las alturas lo juzgaban a él. Brand se retorció como si fuese él quien había matado a Edwal y nombrado asesina a Espina, cuando lo único que hizo fue mirar.

Mirar y no hacer nada.

—El Alto Rey puede convocar a medio mundo en nuestra contra —estaba diciendo el padre Yarvi, con la paciencia de un maestro de armas explicando los conceptos básicos a unos niños—. Los vansterlandeses y los trovenlandeses le han jurado lealtad, los inglingos y los tierrabajeños ya adoran a su Diosa Única, y la abuela Wexen está forjando alianzas también en el sur. Estamos rodeados de enemigos y necesitamos aliados para…

—El acero es la respuesta. —El rey Uthil interrumpió a su clérigo con una voz cortante como una hoja afilada—. El acero debe ser siempre la respuesta. Reunid a los hombres de Gettlandia. Enseñaremos a esos carroñeros de las islas una lección que tardarán en olvidar.

En la parte derecha del salón, los hombres, con el ceño fruncido, se dieron puñetazos en los pechos para mostrar su aprobación, y en la izquierda las mujeres de brillante pelo aceitado dejaron claro su furioso apoyo.

El padre Yarvi inclinó la cabeza. Su deber consistía en hablar en nombre del Padre Paz, pero hasta él se había quedado sin palabras. Aquel día estaba regido por la Madre Guerra.

—Acero, pues.

Brand debería haberse emocionado al oírlo. ¡Una gran incursión, como en las canciones, en la que él ocuparía un puesto de guerrero! Pero su mente seguía atrapada en la playa, junto al cuadrado de entrenamiento, rascándose la costra de lo que pudo haber hecho diferente.

Si no hubiera vacilado, si hubiera atacado sin piedad como debía hacer un guerrero, quizá habría derrotado a Espina y nada más habría ocurrido. O si hubiera protestado con Edwal cuando Hunnan obligó a Espina a enfrentarse a tres chicos, quizá entre los dos podrían haberlo impedido. Pero no había protestado. Hacer frente a un enemigo en el campo de batalla requería valor, pero al menos se afrontaba en compañía de amigos. Para ponerse él solo en contra de sus amigos habría hecho falta una valentía distinta, de un tipo que Brand ni siquiera fingía poseer.

—Queda pendiente el asunto de Hild Bathu —dijo el padre Yarvi, y el nombre hizo que Brand levantara la cabeza de sopetón, como un ratero sorprendido con la mano en un monedero ajeno.

—¿El asunto de quién? —preguntó el rey.

—La hija de Storn el Acantilado —apuntó la reina Laithlin—. Se hace llamar Espina.

—Pero ha hecho algo más que pinchar un dedo —dijo el padre Yarvi—. Ha matado a un chico en el cuadrado de entrenamiento y ha sido nombrada asesina.

—¿Quién la nombra? —preguntó Uthil.

—Yo. —La hebilla dorada de la capa del maestro Hunnan resplandeció al entrar en el círculo de luz que caía sobre el pie de la tarima.

—Maestro Hunnan. —Una sonrisa muy poco frecuente asomó a una comisura de los labios del rey—. Recuerdo bien nuestros lances en el cuadrado de entrenamiento.

—Unos recuerdos que atesoro, mi rey, aunque para mí fueran dolorosos.

—¡Ja! ¿Fuiste testigo de esa muerte?

—Estaba haciendo la prueba a mis discípulos más veteranos, para elegir a los dignos de participar en vuestra incursión. Espina Bathu era una de las candidatas.

—¡Debería avergonzarse de intentar ocupar el puesto de un guerrero! —exclamó una mujer.

—Nos avergüenza a todas —dijo otra.

—¡No hay lugar para las mujeres en el campo de batalla! —añadió una voz ronca de entre los hombres, y muchas cabezas asintieron a ambos lados del salón.

—¿Acaso la propia Madre Guerra no es mujer? —El rey señaló con un brazo a los altos dioses que se alzaban sobre ellos—. Nosotros solo le ofrecemos la opción. Es la Madre de Cuervos quien escoge a los dignos.

—Y no escogió a Espina Bathu —aseguró Hunnan—. Esa chica tiene un genio ponzoñoso. —Muy cierto—. No superó la prueba que le planteé. —Cierto en parte—. Se rebeló contra mi decisión y mató al chico llamado Edwal. —Brand parpadeó. Palabra por palabra lo que afirmaba no era mentira, pero estaba muy lejos de ser toda la verdad. La barba entrecana de Hunnan se meció cuando el maestro de armas agitó la cabeza—. Y así es como he perdido a dos discípulos.

—Muy descuidado por tu parte —intervino el padre Yarvi.

El maestro de armas apretó los puños, pero la reina Laithlin habló antes de que pudiera responder.

—¿Cuál es el castigo por tal asesinato?

—Aplastamiento con piedras, mi reina.

El clérigo respondió con voz calmada, como quien habla de aplastar a un escarabajo y no a una persona, y mucho menos a una persona que Brand conocía de casi toda la vida. Aunque le hubiera caído mal durante la mayor parte de ese tiempo.

—¿Alguno de los presentes hablará en defensa de Espina Bathu? —vociferó el rey.

Los ecos de la pregunta acabaron dejando paso a un silencio sepulcral. Aquel era el momento de decir la verdad. De hacer el bien. De vivir en la luz. Brand miró al otro lado del Salón de los Dioses, con las palabras en la punta de la lengua. Vio a Rauk en su puesto, sonriendo. Y a Sordaf, con su fofa cara inmóvil como si fuera una máscara. No hicieron el menor sonido.

Ni Brand tampoco.

—Ordenar la muerte de alguien tan joven no es tarea leve. —Uthil se levantó de la Silla Negra, acompañado del tintineo de armaduras y el frufrú de faldas que hicieron todos menos la reina al arrodillarse—. Pero no podemos dejar de hacer lo correcto solo porque duela.

El padre Yarvi se arrodilló aún más.

—Aplicaré vuestra justicia según dicta la ley —dijo.

Uthil tendió la mano a Laithlin y descendieron juntos por los escalones del estrado. El asunto de Espina Bathu había quedado zanjado y la condena a muerte por aplastamiento era definitiva.

Brand se quedó petrificado, incrédulo y asqueado. Había estado seguro de que algún chico hablaría, pues eran personas bastante sinceras. De que Hunnan explicaría su propio papel en todo el asunto, pues era un maestro de armas respetado. De que el rey o la reina acabarían llegando a la verdad, pues eran sabios y rectos. De que los dioses impedirían una injusticia de aquel calibre. De que alguien haría algo.

Quizá todos habían estado esperando, como él, a que algún otro lo remediara todo.

El rey caminaba envarado, con su espada desnuda acunada entre los brazos y la férrea mirada gris fija al frente. La reina repartía leves saludos con la cabeza que se recibían como valiosos regalos, y breves palabras para hacer saber a algunos súbditos selectos que tendrían el honor de visitar su tesorería y discutir secretos negocios con ella. Cada vez estaban más y más cerca de él.

El corazón de Brand latía desbocado. Entonces abrió la boca. La reina le lanzó una fugaz mirada gélida y Brand dejó que pasaran de largo en un avergonzado y denigrante silencio.

Su hermana siempre le decía que arreglar el mundo no era cosa suya. Pero ¿quién lo haría si no?

—¡Padre Yarvi! —dijo de sopetón, demasiado alto, y mientras el clérigo se volvía hacia él, añadió con un gruñido demasiado bajo—: Tengo que hablar con vos.

—¿Sobre qué, Brand?

Aquello lo sorprendió. Nunca habría creído que el padre Yarvi tuviera la menor idea de quién era.

—Sobre Espina Bathu.

Un largo silencio. El clérigo podía ser solo unos años mayor que Brand, tener la piel blanquecina y el pelo claro como si les hubieran drenado el color y ser tan flaco que una brisa fuerte podría llevárselo, por no hablar de su mano deforme, pero de cerca había algo escalofriante en sus ojos. Algo que hizo a Brand encogerse bajo su mirada.

Pero ya no había vuelta atrás.

—No es una asesina —afirmó entre dientes.

—El rey cree que sí.

Dioses, qué seca tenía la garganta, pero Brand volvió a la carga como debía hacer un guerrero.

—El rey no estaba en la arena. El rey no vio lo que vi yo.

—¿Y qué viste?

—Estábamos combatiendo para ganarnos un puesto en la incursión…

—Nunca vuelvas a decirme cosas que ya sé.

La conversación no estaba siendo ni de lejos tan fluida como había esperado Brand. Pero así son las esperanzas.

—Espina luchaba contra mí y yo vacilé un… El puesto tendría que haber sido para ella. Pero el maestro Hunnan la enfrentó contra otros tres chicos.

Yarvi echó un vistazo a la gente, que iba saliendo del Salón de los Dioses, y se acercó un poco a Brand.

—¿Tres a la vez?

—Edwal era uno de ellos. Espina no quería matarlo…

—¿Cómo lo hizo contra esos tres?

Brand parpadeó, desequilibrado.

—Bueno, mató a más del bando contrario que ellos.

—De eso no hay duda. He ido hace poco a consolar a los padres de Edwal y a prometerles justicia. ¿Tiene dieciséis inviernos, entonces?

—¿Espina? —Brand no acertaba a entender qué relación tenía aquello con su condena—. Creo… creo que sí.

—¿Y lleva todo este tiempo resistiendo frente a los chicos? —El padre Yarvi miró a Brand de arriba abajo—. ¿Frente a los hombres?

—Normalmente hace más que resistir.

—Debe de ser muy feroz. Muy decidida. Muy cabezota.

—Si me preguntáis a mí, tiene hueca esa cabezota. —Brand cayó en que estaba hablando en su contra y, farfullando, añadió—: Pero… no es mala persona.

—Nadie lo es, a ojos de su madre. —El padre Yarvi dio un profundo suspiro—. ¿Qué quieres que haga?

—¿Que qué… quiero que qué?

—¿Qué hago, libero a ese incordio de chica y me gano la enemistad de Hunnan y de la familia de Edwal, o la sepulto bajo las piedras para complacerlos? ¿Cuál es tu solución?

Brand no había esperado tener que aportar una solución.

—Supongo… que podríais cumplir la ley.

—¿La ley? —El padre Yarvi bufó—. La ley debe más a la Madre Mar que al Padre Tierra, cambia sin cesar. La ley es un títere, Brand, y dice lo que yo digo que dice.

—He pensado que debía contar a alguien… bueno… la verdad.

—Como si la verdad fuese algo precioso. Hay mil verdades debajo de cada hoja del otoño, Brand: cada cual tiene la suya. Pero tú no has pensado más allá de endilgarme el lastre de tu verdad, ¿a que no? No sabes cuánto te lo agradezco, porque impedir que Gettlandia declare la guerra a todo el mar Quebrado no me suponía suficiente trabajo.

—Creía… que así estaba haciendo el bien.

De pronto hacer el bien no le parecía tanto una luz ardiente ante él, clara como la Madre Sol, como un destello engañoso en la penumbra del Salón de los Dioses.

—¿El bien de quién? ¿El mío? ¿El de Edwal? ¿El tuyo? Igual que todos tenemos nuestra propia verdad, cada uno tiene su propio bien. —Yarvi se acercó un poco más y bajó aún más la voz—. ¿Qué pasa si el maestro Hunnan adivina que me has confiado tu verdad? ¿Te has parado a pensar en las consecuencias?

Estas cayeron sobre la mente de Brand en aquel momento, frías como una nevada. Alzó la mirada y vio los relucientes ojos de Rauk, entre las sombras de un salón cada vez más vacío.

—Un hombre que dedica toda su atención a hacer el bien y ninguna a las consecuencias… —El padre Yarvi levantó su mano contrahecha y apretó su único dedo retorcido contra el pecho de Brand—. Es un hombre peligroso.

El clérigo dio media vuelta y su báculo élfico traqueteó contra las losas, que el tiempo había pulido hasta volverlas casi de vidrio, al ritmo de sus pasos, que dejaron a Brand mirando la oscuridad con los ojos muy abiertos, más preocupado que nunca.

No tenía la menor sensación de estar viviendo en la luz.