REENCUENTROS
Brand dijo que ayudaría a descargar el Viento del Sur.
Quizá fue por hacer el bien. Quizá fue porque aún no podía soportar la idea de abandonar la tripulación. Quizá fue porque le daba miedo ver a Rin. Temía que le hubiera pasado algo malo estando él fuera. Temía que pudiera culparlo a él.
De modo que dijo que, siempre que no tuviera que levantar el barco, ayudaría a descargarlo, y se convenció de que aquello era hacer el bien. No hay muchos buenos gestos que no tengan clavada una astilla de egoísmo, al fin y al cabo.
Cuando terminaron de descargar y media tripulación ya se había dispersado, abrazó a Fror, a Dosduvoi y a Rulf, y todos se rieron de cosas que había dicho Odda mientras remontaban el Divino. Rieron mientras la Madre Sol caía hacia las colinas de más allá de Thorlby y las sombras se espesaban en las tallas que cubrían el mástil entero, desde la base hasta la espiga.
—Has hecho un trabajo de categoría con ese mástil, Koll —dijo Brand, mirándolo con el cuello estirado.
—Es el relato de nuestra travesía. —Koll había cambiado mucho desde que soltaran amarras en aquel embarcadero. Seguía raudo e inquieto como siempre, pero tenía más grave la voz, más marcados los rasgos y más seguras las manos, con las que acarició las tallas de árboles, y ríos, y barcos, y figuras entrelazadas con gran pericia entre ellas—. Thorlby está aquí, en la base, el Divino y el Denegado fluyen hacia arriba por esta cara y hacia abajo por la otra, y la Primera Ciudad está en la espiga. Aquí cruzamos el mar Quebrado. Aquí Brand iza el barco. Aquí conocemos a Jenner el Azul.
—¿A que es un chico listo? —dijo Safrit, abrazándolo fuerte—. Menos mal que no te caíste de la condenada gavia y desparramaste los sesos en cubierta.
—Menos mal —musitó Brand, contemplando el mástil más maravillado que nunca.
Koll señaló más figuras.
—Skifr envía a la Muerte por la llanura. El príncipe Varoslaf encadena el Denegado. Espina combate a siete hombres. El padre Yarvi llega a un acuerdo con la emperatriz y… —Se arrodilló, hizo unos retoques a una figura arrodillada de la base con su cuchillo desgastado y sopló las virutas—. Aquí estoy yo, ahora, terminándolo. —Se apartó sonriendo de oreja a oreja—. Hecho.
—Es una obra maestra —dijo el padre Yarvi, pasando su mano contrahecha por las tallas—. Quiero hacer que lo monten en el patio de la ciudadela, para que todos los gettlandeses vean las grandes hazañas que se han llevado a cabo en su nombre, entre las que no es poca la gran hazaña de tallarlo.
Las sonrisas se desvanecieron entonces y los ojos se empañaron de lágrimas, porque todos comprendieron que el viaje había terminado y su pequeña familia iba a dispersarse. Aquellos cuyas sendas se habían entrelazado tan ceñidas en una sola y gran travesía seguirían sus propios caminos, se esparcirían como hojas en un vendaval hasta quién sabía qué puertos lejanos, y quedaba en manos de los caprichosos dioses decidir si sus senderos volverían a cruzarse alguna vez.
—Mala suerte —dijo Dosduvoi entre dientes, negando despacio con la cabeza—. Encuentras amigos y luego se apartan de tu vida otra vez. Mala, mala suerte…
—¿Quieres dejar de parlotear ya sobre la suerte, tonto de remate? —saltó Safrit—. Mi marido tuvo la mala suerte de que se lo llevaran los esclavistas, pero nunca dejó de esforzarse en volver a mí, nunca renunció a la esperanza y murió luchando hasta el final por sus compañeros de remo.
—Sí que lo hizo —dijo Rulf.
—Me salvó la vida —dijo el padre Yarvi.
—Para que tú pudieras salvar la mía y la de mi hijo. —La mujer empujó el brazo de Dosduvoi e hizo tintinear los aros de plata que llevaba en la muñeca izquierda—. ¡Mira todo lo que tienes! ¡Tu fuerza, tu salud, tus riquezas y amigos que quizá un día volverán a entrar en tu vida!
—¿Quién sabe con quién te cruzarás en el enrevesado camino que lleva a la Última Puerta? —dijo Rulf, frotándose la barba con gesto pensativo.
—¡Eso es buena suerte, hombre, no mala! —exclamó Safrit—. Da las gracias al dios que te apetezca por cada día que vivas.
—Nunca lo había visto de esa manera —dijo Dosduvoi, con la pensativa frente arrugada—. Procuraré centrarme más en mis bendiciones. —Ordenó con meticulosidad los aros-moneda de su inmensa muñeca—. Después de haber echado una ronda a los dados. O dos.
Y se marchó hacia la ciudad.
—Hay hombres que nunca aprenden —murmuró Safrit, mirando su espalda con los brazos en jarras.
—Ninguno lo hace —dijo Rulf.
Brand le tendió la mano.
—Voy a echarte de menos.
—Y yo a ti —dijo el timonel, agarrándole el antebrazo—. Eres fuerte en el remo, y fuerte en la muralla, y también fuerte aquí. —Clavó el dedo índice en el pecho de Brand y se inclinó hacia él—. Vive en la luz, ¿eh, chico?
—Os echaré de menos a todos. —Brand miró hacia Thorlby, hacia donde había ido Espina, y tuvo que tragarse un nudo en la garganta. Mira que marcharse casi sin despedirse, como si Brand no fuese nada ni nadie… Le había hecho daño.
—No te preocupes. —Safrit apoyó una mano en su hombro y le dio un apretón—. Hay muchas otras chicas por ahí.
—No muchas como ella.
—¿Y eso es malo? —preguntó la madre Scaer—. Conozco a una docena en Vulsgard que se arrancarían los ojos unas a otras para llevarse a un chico como tú.
—¿Y eso es bueno? —preguntó Brand—. La verdad es que preferiría que mi esposa tuviera ojos.
La madre Scaer entrecerró los suyos, cosa que lo puso más nervioso aún.
—Por eso elegirías a la ganadora.
—Siempre tan razonable —intervino el padre Yarvi—. Es hora de que nos dejes, madre Scaer. —Miró con el ceño fruncido los guerreros apostados en la puerta de la ciudad—. Los vansterlandeses son menos populares que nunca en Thorlby, diría yo.
Ella dio un gruñido grave.
—La Madre de Cuervos danza en la frontera una vez más.
—En ese caso, nuestra tarea como clérigos es hablar en nombre del Padre de Palomas y hacer del puño mano abierta.
—Esa alianza que planeas… —La madre Scaer se rascó la cabeza afeitada, desabrida—. Lavar mil años de sangre no es poca hazaña.
—Pero será una de la que merezca la pena cantar.
—Los hombres prefieren las canciones que hablan de herir a las que hablan de sanar, los muy idiotas. —Sus ojos reducidos a rendijas azules se clavaron en los de Yarvi—. Y yo temo que vayas a coser una herida para poder infligir otra más profunda. Pero te di mi palabra y haré lo que pueda.
—¿Qué otra cosa se puede esperar de cualquiera? —Los brazaletes élficos tintinearon en el largo brazo de la madre Scaer cuando Yarvi le estrechó la mano a modo de despedida. Luego los ojos del clérigo pasaron a Brand, despiertos y controlados—. Te agradezco toda tu ayuda, Brand.
—Solo hacía aquello por lo que me has pagado.
—Más que eso, me parece a mí.
—Entonces quizá solo intentara hacer el bien.
—Puede llegar el momento en que necesite a un hombre que no se preocupe tanto por el bien mayor como por el bien y punto. ¿Podré recurrir a ti?
—Será un honor, padre Yarvi. Estoy en deuda contigo por esto. Por concederme un puesto.
—No, Brand, yo estoy en deuda contigo. —El clérigo sonrió—. Y espero saldarla bien pronto.
Brand cruzó la ladera, esquivando las tiendas, las cabañas y las chozas mal levantadas que habían brotado fuera de las puertas como hongos después de las lluvias. Eran muchas más que antes. Estaban en guerra contra Vansterlandia y la gente había abandonado su hogar cercano a la frontera para apiñarse junto a las murallas de Thorlby.
La luz de las lámparas salía por entre los juncos, las voces inundaban el final de la tarde y de algún lado llegaban los ecos de una canción triste. Brand dejó atrás una gran hoguera cuyas chispas, dispersadas por el viento, iluminaban las caras contraídas de los muy mayores y los muy jóvenes. El aire olía a humo, a boñiga y a cuerpos sin lavar. Era el acre olor de su infancia, pero en ese momento le pareció dulce. Sabía que aquel no sería su hogar durante mucho más tiempo.
Al caminar notaba bailar el saquito que llevaba debajo de la camisa. Pesaba mucho más que antes. Oro rojo del príncipe Varoslaf, oro amarillo de la emperatriz Vialina y buena plata con el rostro de la reina Laithlin acuñado en ella. Suficiente para una buena casa a la sombra de la ciudadela. Suficiente para que a Rin nunca volviera a faltarle de nada. Sonrió mientras empujaba hacia dentro la puerta de su casucha.
—Rin, he…
Se encontró mirando boquiabierto a un puñado de extraños. Un hombre, una mujer y ¿cuántos niños? ¿Cinco, seis? Estaban todos acurrucados en torno a la hoguera donde él se había calentado los pies doloridos, y entre ellos no había ni rastro de Rin.
—¿Quién diablos sois vosotros? —El miedo lo atenazó, y llevó la mano a su daga.
—¡Tranquilo! —El hombre le enseñó las palmas de las manos—. ¿Eres Brand?
—Ya lo creo que lo soy. ¿Dónde está mi hermana?
—¿No lo sabes?
—¿Lo preguntaría si lo supiera? ¿Dónde está Rin?
Era una buena casa, a la sombra de la ciudadela.
La casa de una mujer rica, hecha de buena piedra labrada, con una planta superior completa y una cabeza de dragón tallada en la viga frontal. Una casa hogareña, con la acogedora luz del fuego del hogar saliendo de los postigos y perdiéndose en el anochecer. Una casa bonita, con agua que bajaba gorgoteando por un canal a su lado y se colaba bajo un puente estrecho. Una casa bien mantenida, con una puerta recién pintada de color verde sobre la que pendía una tablilla con forma de espada, meciéndose con la suave brisa.
—¿Es aquí? —Brand había remontado a menudo las estrechas calles, cargado con cajas y barriles para las casas de los ricos, y conocía el lugar. Pero nunca había llegado a aquella puerta y no tenía ni idea de qué podía hacer su hermana en ella.
—Es aquí —respondió el hombre, y llamó con los nudillos.
Brand esperó mientras se preguntaba qué postura adoptar, y cuando la puerta se abrió de sopetón lo sorprendió entre dos de ellas.
Rin estaba cambiada. Quizá incluso más que él. Ya parecía una mujer hecha y derecha, más alta que antes, con la cara más delgada y el cabello oscuro corto. Llevaba una túnica de calidad, con hábiles costuras en el cuello, como la que vestiría una mercader pudiente.
—¿Estás bien, Hale? —preguntó.
—Mejor que bien —dijo el hombre—. Hemos tenido visita.
Se apartó para que la luz cayera sobre el rostro de Brand.
—Rin… —dijo casi sin voz, casi sin saber qué decir—. He…
—¡Has vuelto! —Rin se lanzó a sus brazos con tanta fuerza que estuvo a punto de derribarlo, y se apretó tanto contra él que estuvo a punto de hacerlo vomitar—. ¿Piensas quedarte plantado en la entrada? —Lo obligó a cruzar el umbral—. ¡Saluda a tus hijos de mi parte! —Gritó para despedirse de Hale.
—¡Lo haré encantado!
Rin cerró la puerta de una patada y cogió el cofre de mar del hombro de Brand. Al dejarlo en el suelo embaldosado, de su túnica cayó una cadena plateada que sostenía una brillante llave de plata.
—¿De quién es esa llave? —farfulló él.
—¿Crees que me he casado mientras no estabas? Es mi propia llave, que abre mis propias cerraduras. ¿Tienes hambre? ¿Sed? Tengo…
—¿De quién es esta casa, Rin?
Ella le sonrió enseñando todos los dientes.
—Tuya. Mía. Nuestra.
—¿Esta? —Brand la miró boquiabierto—. Pero ¿cómo…?
—Te dije que haría una espada.
Brand abrió mucho los ojos.
—Debió de ser una espada digna de canciones.
—Eso opinó el rey Uthil.
Brand abrió los ojos aún más.
—¿El rey Uthil?
—He encontrado una forma nueva de refinar el acero. Con más calor. La primera hoja se quebró al templarla, pero la segunda aguantó. Gaden propuso dársela al rey. Y el rey se puso de pie en el Salón de los Dioses y dijo que el acero era la respuesta, y que era el mejor acero que había visto en la vida. He oído que ahora la lleva en brazos. —Levantó los hombros como si tener al rey Uthil como cliente no fuese un gran honor—. Después de eso, todo el mundo quería que le hiciera una espada. Gaden dijo que no podía seguir con ella. Dijo que yo debería ser la maestra y ella la aprendiza. —Volvió a encogerse de hombros—. Soy una favorita de Aquella Que Golpea El Yunque, como decíamos siempre tú y yo.
—Dioses —susurró Brand—. Yo que quería cambiar tu vida y vas y lo haces tú sola.
—Tú me diste la oportunidad. —Rin le cogió la muñeca y miró con preocupación las cicatrices—. ¿Qué pasó?
—Nada. Una cuerda que resbaló en las largas cuestas.
—Me da en la nariz que eso tiene más historia.
—Las tengo mejores.
Rin frunció los labios.
—Muy bien, siempre que no incluyan a Espina Bathu.
—¡Salvó a la Emperatriz del Sur de su tío, Rin! ¡A la Emperatriz del Sur!
—Esa ya la había oído. La cantan por toda la ciudad. Algo de que derrotó a doce hombres ella sola. Luego eran quince. Que no fueran veinte la última vez que la escuché. Y tiró a no sé qué duque de un tejado y destruyó a una horda del Pueblo del Caballo y ganó una reliquia élfica y además levantó un barco, he oído. ¡Levantó un barco! —Rin dio un bufido.
Brand enarcó las cejas.
—Creo que las canciones tienen por costumbre dejar atrás la verdad.
—Ya me contarás la verdad más tarde. —Rin soltó la lámpara de la pared y lo llevó por otra puerta, hacia una escalera que subía entre las sombras—. Ven a ver tu habitación.
—¿Tengo habitación? —musitó Brand, con los ojos más abiertos que nunca. ¿Cuántas veces había soñado con aquello, cuando no tenían techo sobre sus cabezas ni comida que llevarse a la boca ni más amigos en el mundo que el otro?
Rin le pasó el brazo por los hombros y Brand se sintió en casa.
—Tienes habitación.