FUEGO

—Creo que necesito una espada nueva.

Espina soltó la espada de su padre, que rebotó con estrépito en el mostrador.

Rin dio otra pasada a la hoja que estaba lijando y frunció el ceño.

—Esto me suena de algo.

—Espero que tu respuesta no me suene a mí.

—¿Porque te acostaste con mi hermano?

—Porque va a haber una batalla y la reina Laithlin quiere que su Escudo Elegido vaya bien armada.

Rin dejó la piedra de afilar y se acercó al mostrador, dando palmadas para quitarse el polvo de las manos.

—¿El Escudo Elegido de la reina? ¿Tú?

Espina alzó el mentón y le devolvió la mirada.

—Yo.

Siguieron midiéndose durante lo que pareció bastante tiempo, y entonces Rin cogió la espada de Espina, le dio la vuelta sobre el mostrador, rascó el pomo barato con el pulgar y volvió a dejarla.

—Si la reina Laithlin lo dice, supongo que así tendrá que ser.

—Eso creo yo también —dijo Espina.

—Necesitaremos hueso.

—¿Para qué?

—Para ligar el hierro y crear acero. —Rin señaló con un gesto de la cabeza la hoja brillante que tenía sujeta al banco, con polvo gris de acero acumulado por debajo—. Para esa utilicé hueso de halcón, pero también he usado de lobo, o de oso. Si se hace bien, atrapas el espíritu del animal en la hoja. Por eso hay que elegir algo que sea fuerte, algo mortífero. Algo que tenga significado para ti.

Espina le dio un par de vueltas en su mente, y entonces le vino la idea y empezó a sonreír. Tenía la solución perfecta. Se quitó la bolsita del cuello, la abrió y dejó caer los bultos suaves y amarillentos en el mostrador. Ya los había llevado puestos el tiempo suficiente. Había llegado el momento de darles mejor uso.

—¿Qué tal los huesos de un héroe?

Rin enarcó las cejas, mirándolos.

—Mejor todavía.

Se detuvieron en un claro lleno de ceniza junto al río, en cuyo centro había un anillo de piedras tan ennegrecidas como si hubieran contenido un fuego del demonio.

Rin bajó el enorme saco de herramientas que llevaba al hombro.

—Ya hemos llegado.

—¿Hacía falta venir tan lejos? —Espina soltó los sacos de carbón, estiró la espalda y se limpió el sudor de la cara con el antebrazo.

—No quiero que me roben mis secretos. Por cierto, como cuentes a alguien lo que va a ocurrir aquí, tendré que matarte. —Rin pasó una pala a Espina—. Ahora, métete en el río y ponte a sacar arcilla del fondo.

Espina la miró de soslayo, con la lengua en el hueco entre sus dientes.

—Empiezo a pensar que Skifr era una maestra menos estricta.

—¿Quién es Skifr?

—No importa.

Se metió hasta la cintura en la corriente de agua, tan fría que ahogó un grito pese al calor del verano, y empezó a excavar el lecho y a arrojar la arcilla a la ribera en grises paladas.

Rin había traído un tarro, en el que introdujo unos trozos apagados de piedra del hierro, la ceniza negra de los huesos del padre de Espina, un pellizco de arena y dos cuentas de vidrio antes de empezar a sellar la tapa aplicando arcilla.

—¿Para qué es el vidrio?

—Para engañar a la porquería y que salga del hierro —respondió Rin casi sin vocalizar ni levantar la mirada—. Cuanto más caliente esté el horno, más puro será el acero y más fuerte será la hoja.

—¿Cómo es que sabes tanto de esto?

—Fui aprendiza de una herrera llamada Gaden. Observé cómo trabajaban algunos otros. Hablé con varios mercaderes de espadas que habían bajado por el Divino. —Rin se dio un golpecito en la sien y dejó una mancha de arcilla—. Lo demás lo razoné yo sola.

—Vaya, así que eres una chica lista.

—En lo que respecta al acero. —Rin colocó el frasco de barro con cuidado en el centro de aquel anillo de piedras—. Venga, al río otra vez.

De modo que Espina volvió chapoteando y tiritando al agua mientras Rin construía el horno. Esta acumuló carbón en su interior, piedras en el exterior y aplicó arcilla como argamasa hasta que hubo levantado algo parecido a una casita con cúpula que le llegaba al pecho y tenía una abertura en la parte de abajo.

—Ayúdame a sellarlo. —Rin recogió arcilla con las manos y Espina la imitó, y entre las dos cubrieron el horno con una gruesa capa—. ¿Cómo es ser Escudo Elegido?

—Es lo que había soñado toda la vida —dijo Espina, henchida de orgullo—. Y no se me ocurre nadie a quien querría servir antes que a la reina Laithlin.

Rin asintió con la cabeza.

—No por nada la llaman la Reina Dorada.

—Es un gran honor.

—No lo dudo, pero ¿cómo es?

Espina dejó caer los hombros.

—De momento, aburrido. Desde que hice el juramento, casi no he hecho otra cosa que quedarme de pie en la tesorería de la reina, mirando mal a mercaderes mientras ellos le piden favores que entiendo menos que si hablaran en algún idioma extranjero.

—¿Dudas si cometiste un error? —preguntó Rin, recogiendo otro puñado de pringue gris.

—No —dijo Espina, toda seguridad, y tras un momento de rellenar grietas con más arcilla, añadió—: Puede que un poco. Tampoco sería el primero.

—No eres tan dura como haces ver a los demás, ¿verdad?

Espina inspiró hondo.

—¿Quién lo es?

Rin sopló con suavidad sobre su pala y las ascuas crepitaron y ganaron brillo. Entonces se tumbó, las metió hasta el fondo por la boca del horno, hinchó los mofletes y sopló con fuerza, una y otra vez. Por último, se alzó con los brazos, se quedó en cuclillas y vio cómo el carbón prendía con una llama anaranjada dentro del respiradero.

—¿Qué está pasando entre tú y Brand? —dijo.

Espina sabía que llegaría la pregunta, pero anticiparla no la volvió más cómoda.

—No lo sé.

—Tampoco es una pregunta tan complicada, ¿no?

—Cualquiera diría que no.

—Bueno, ¿has terminado con él?

—No. —Espina se sorprendió de la firmeza de su voz.

—¿Él dijo que había terminado contigo?

—Las dos sabemos que Brand no es muy de decir las cosas. Pero no me extrañaría. No soy exactamente lo que sueñan los hombres, ¿verdad?

Rin la miró un momento con la frente arrugada.

—Supongo que cada hombre sueña con cosas distintas. Igual que cada mujer.

—El caso es que lo primero que hizo fue salir por piernas.

—Llevaba mucho tiempo queriendo ser guerrero. Era su oportunidad.

—Sí. —Espina se llenó los pulmones despacio—. Creía que todo sería más fácil después de… ya sabes.

—¿Y no se hizo más fácil?

Espina se rascó la cabeza afeitada, notando el contorno de la cicatriz entre el pelo corto.

—Joder no, para nada. No sé qué estamos haciendo, Rin. Ojalá lo supiera, pero no tengo ni idea. Lo único que se me ha dado bien en la vida es luchar.

—Nunca se sabe. A lo mejor descubres que también tienes talento con el fuelle. —Rin lo dejó caer junto a la boca del horno.

—Si te toca levantar una carga —musitó Espina mientras se arrodillaba—, más te vale levantarla que echarte a llorar.

Apretó los dientes e hizo silbar el fuelle hasta que le dolieron los hombros, le ardió el pecho y el jubón quedó empapado de sudor.

—Más fuerte —dijo Rin—. Más calor. —Y empezó a entonar oraciones con voz sosegada y suave a Aquel Que Crea La Llama, a Aquella Que Golpea El Yunque y también a la Madre Guerra, la Madre de Cuervos, la que reúne a los muertos y hace un puño de la mano abierta.

Espina trabajó hasta que el respiradero empezó a recordar a una puerta al infierno en la oscuridad creciente, a unas fauces de dragón en el ocaso. Trabajó hasta que, pese a haber ayudado a cargar con un barco por las largas cuestas en los dos sentidos, no estaba segura de haberse esforzado más nunca.

Rin soltó un bufido.

—Quita de en medio, bestia, que ya te enseño yo cómo se hace.

Tomó el fuelle y lo accionó con movimientos tranquilos, fuertes y continuos, como las brazadas de su hermano al remo. Las ascuas refulgieron aún más calientes mientras las estrellas aparecían en el cielo, y entonces Espina elevó una plegaria propia para sus adentros, una plegaria a su padre, y llevó una mano hacia la bolsita de su cuello, pero los huesos habían ido a parar al acero y sintió que había hecho lo correcto.

Se metió de nuevo en el río y bebió, mojada de pies a cabeza, y regresó chapoteando para ocuparse de otro turno al fuelle, imaginando que era la cabeza de Grom-gil-Gorm, y siguió y siguió hasta que el horno la secó del todo y volvió a empaparse de sudor. Después trabajaron juntas, una al lado de la otra, y el calor era como una mano gigantesca que apretaba la cara de Espina, y las llamas rojiazules bailaban asomando por el respiradero, y el humo brotaba de los lados de la arcilla cocida del horno, y las chispas se perdían en la noche donde el Padre Luna reposaba, grande, gordo y blanco, sobre los árboles.

Justo cuando Espina empezó a estar segura de que iba a estallarle el pecho y los brazos amenazaban con soltarse de sus hombros, Rin dijo que era suficiente y las dos se dejaron caer de espaldas, manchadas de hollín y jadeando.

—Y ahora, ¿qué?

—Ahora esperamos a que se enfríe. —Rin sacó una botella fina y alta de su bolsa y le quitó el tapón—. Y nos emborrachamos un poquito.

Tomó un largo trago, su cuello manchado de hollín se movió al beber y tendió la botella a Espina mientras se limpiaba la boca.

—Tú sí que sabes llegar al corazón de una mujer.

Espina cerró los ojos y olió buena cerveza, y al poco la probó, y al poco tragó y se lamió los labios resecos. Rin estaba colocando la pala en la neblina titilante que había sobre el horno y Espina vio cómo echaba unos trozos de panceta que chisporrotearon sobre el metal.

—Tienes toda clase de habilidades, ¿eh?

—Trabajé de muchas cosas en mis tiempos. —Y Rin cascó unos huevos sobre la pala que empezaron a burbujear al instante—. Entonces, ¿va a haber una batalla?

—Eso parece. En el Diente de Amon.

Rin espolvoreó un poco de sal.

—¿Y Brand luchará en ella?

—Supongo que lucharemos los dos. Aunque el padre Yarvi tiene otras ideas, ojo. Suele tenerlas.

—Dicen que es un hombre astucioso.

—Eso desde luego, pero no comparte sus ideas.

—Los astuciosos no acostumbran a hacerlo —dijo Rin, dando la vuelta a la panceta con un cuchillo.

—Gorm ha desafiado al rey Uthil para zanjar el asunto.

—¿A un duelo? Nunca ha existido un espadachín mejor que Uthil, ¿verdad?

—No si está en su mejor forma. Pero está muy lejos de su mejor forma.

—Me llegó un rumor de que está enfermo.

Rin retiró la pala del horno, se acuclilló, la colocó en el suelo entre las dos y el olor de la carne y los huevos hizo salivar a Espina.

—Ayer lo vi en el Salón de los Dioses —dijo Espina—. Intentaba aparentar que estaba hecho de hierro, pero, a pesar de las hierbas del padre Yarvi, de verdad que apenas se tenía en pie.

—No suena bien, si se acerca una batalla. —Rin sacó una cuchara y se la ofreció a Espina.

—No, no suena nada bien.

Empezaron a atiborrarse y, después de todo el trabajo, Espina no estuvo segura de haber probado algo mejor en la vida.

—Dioses —dijo con la boca llena—, ¿una mujer que sabe hacer buenos huevos y buenas espadas y se trae buena cerveza? Si la cosa no sale bien con Brand, me caso contigo.

Rin resopló.

—Si los chicos siguen interesándose tanto por mí como hasta ahora, a lo mejor hasta me pareces buen partido.

Rieron y comieron y se emborracharon un poquito, con el calor del horno todavía en sus rostros.

—Roncas, ¿lo sabías?

Espina despertó de sopetón y se frotó los ojos, con la Madre Sol apenas empezando a elevarse en el cielo pétreo.

—Algo me han comentado alguna vez.

—Creo que ya es el momento de abrirlo. A ver qué tenemos.

Rin empezó a destruir el horno con un martillo mientras Espina rastrillaba los rescoldos todavía humeantes para apartarlos, protegiéndose la cara con una mano porque una brisa traicionera hacía revolotear la ceniza y las ascuas. La hermana de Brand empuñó unas tenazas y sacó el frasco del centro, amarillo por el calor. Lo depositó en una piedra plana, lo rompió, apartó el polvo blanco y sacó algo de su interior, como una nuez de su cáscara.

El acero ligado con los huesos del padre de Espina, con un hosco brillo rojo, no más grande que un puño.

—¿Es bueno? —preguntó Espina.

Rin le dio un golpecito, lo volteó y poco a poco empezó a sonreír.

—Sí. Es bueno.