LOS SIGNOS

Vaciló tan solo un instante, pero fue suficiente para que Espina le atizara en sus partes con el brocal de su escudo.

Aunque los otros chicos armaban barullo y aullaban en su contra, Espina oyó perfectamente el gemido sordo de Brand.

El padre de Espina siempre le decía: «El momento en el que pares será el momento en el que mueras», y ella siempre se había guiado por aquel consejo, para bien y sobre todo para mal. De modo que enseñó los dientes con un gruñido desafiante —era su expresión favorita, a fin de cuentas—, levantó las rodillas del suelo y se abalanzó sobre Brand con más ímpetu que nunca.

Arremetió con el hombro por delante, entrechocaron y rasparon los escudos, y obligó a Brand a retroceder trastabillando playa abajo, con la cara todavía descompuesta de dolor y levantando arena con los talones. El chico lanzó un tajo, pero Espina se agachó para esquivar la espada de madera, hizo un barrido con la suya y lo alcanzó en la pantorrilla, justo por debajo del borde aleteante de su cota de mallas.

Había que reconocer a Brand que no se dejó derribar y ni siquiera gritó; se limitó a retroceder con el sufrimiento patente en el rostro. Espina hizo rodar los hombros, aguardando por si el maestro Hunnan le concedía la victoria, pero el hombre permaneció tan callado como las estatuas del Salón de los Dioses.

A algunos maestros de armas les gustaba considerar las espadas de entrenamiento como si fuesen reales, y detenían los combates si alguien propinaba lo que con un filo de acero habría sido un golpe mortal. Pero Hunnan prefería que sus discípulos se derrumbaran del todo, sufrieran y aprendieran por las malas. Los dioses sabían que Espina había aprendido bastantes lecciones por las malas en el cuadrado de Hunnan. Se alegraba de poder impartir también alguna.

Dedicó a Brand una sonrisa burlona —era su segunda expresión favorita, a fin de cuentas— y gritó:

—¡Venga, cobarde!

Brand era fuerte como un buey y aún le quedaban muchas ganas de pelea, pero cojeaba y empezaba a notar el cansancio, además de que Espina se había asegurado de tener la pendiente de la playa a su favor. Mantuvo la mirada fija en él, esquivó un espadazo, esquivó otro y se apartó a un lado al ver llegar un tosco ataque desde arriba, con lo que quedó frente al costado expuesto de Brand. «El mejor lugar para envainar un arma es la espalda de tu enemigo», decía siempre su padre, pero el costado servía casi igual de bien. Dio un porrazo con su espada de madera en las costillas de Brand que sonó como un tronco al partirse y dejó al chico tambaleante e indefenso, mientras ella sonreía más que nunca. No hay mejor sensación en el mundo que la de asestar un golpe perfecto a alguien.

Una patada en el culo con la suela de la bota hizo que Brand cayera a cuatro patas contra la ola más reciente, que al retirarse con un susurro arrastró su espada playa abajo y la dejó enredada en unas algas.

Espina se acercó y vio a Brand torcer el gesto, con el pelo mojado pegado a una mejilla y los dientes llenos de sangre por el golpe con el puño de la espada que se había llevado antes. A lo mejor habría debido sentir lástima, pero ya hacía mucho tiempo que Espina no podía permitírselo.

Lo que hizo fue apretar su filo de madera lleno de muescas contra el cuello del chico y decir:

—¿Y bien?

—De acuerdo. —Brand hizo un débil ademán para apartarla, casi incapaz de vocalizar—. Me rindo.

—¡Ja! —le gritó Espina en la cara—. ¡Ja! —gritó a los cabizbajos compañeros que rodeaban el cuadrado—. ¡Ja! —gritó al maestro Hunnan, antes de alzar su espada y su escudo en un gesto triunfal para desafiar al cielo lloroso.

Unos pocos aplausos desganados, cuatro murmullos y se acabó. Espina había escuchado vítores mucho más enardecidos por victorias mucho más miserables, pero no estaba allí para llevarse aplausos.

Estaba allí para ganar.

De vez en cuando una niña recibía el don de la Madre Guerra, y entonces acudía junto a los chicos al cuadrado de entrenamiento para aprender a luchar. Siempre había unas cuantas entre los niños más pequeños, pero con el tiempo iban dejándolo para dedicarse a quehaceres más apropiados, o luego se las convencía para dejarlo, o luego se las obligaba a dejarlo a base de gritos y abusos y golpes hasta que todas aquellas lamentables malas hierbas quedaban erradicadas y solo permanecía en el cuadrado la gloriosa flor de la masculinidad.

Si los vansterlandeses cruzaban la frontera, o si los isleños desembarcaban para una incursión, o si llegaban ladrones en plena noche, las mujeres de Gettlandia empuñaban el acero sin titubeos y luchaban hasta la muerte, muchas de ellas con una destreza del demonio. Siempre había sido así. Pero ¿cuándo fue la última vez que una mujer superó las pruebas, pronunció los juramentos y se ganó su puesto en una incursión?

Había historias. Había canciones. Pero ni siquiera la vieja Fen, la persona más anciana de Thorlby, y, según algunos, del mundo, había visto nada similar en todos sus incontables días.

Hasta ese momento.

Cuánto trabajo. Cuántas burlas. Cuánto dolor. Pero Espina los había derrotado. Cerró los ojos, sintió el beso salado que le daba el viento de la Madre Mar en la cara sudada y pensó en lo orgulloso que estaría su padre.

—He pasado la prueba —susurró.

—Aún no. —Espina nunca había visto sonreír al maestro Hunnan, pero tampoco lo había visto nunca con un ceño tan sombrío—. Soy yo quien elige a qué desafíos te enfrentas. Yo decido cuándo pasas las pruebas. —Echó un vistazo a los chicos de la edad de Espina, dieciséis años, algunos de ellos inflados ya de orgullo por haber superado sus propias pruebas—. Rauk, ahora luchas tú contra ella.

Las cejas de Rauk se alzaron un momento, pero luego miró a Espina y se encogió de hombros.

—¿Por qué no? —dijo, y pasó entre dos compañeros para entrar en el cuadrado, se ciñó el escudo al brazo y recogió una espada de entrenamiento.

Era un chico cruel, además de diestro. Ni por asomo tenía la fuerza de Brand, pero en cambio era mucho menos propenso a vacilar. Aun así, Espina había podido con él alguna vez, de modo que…

—Rauk —dijo Hunnan, apuntando todavía hacia los chicos con un dedo nudoso—, Sordaf y Edwal.

La brillante sensación de triunfo se escurrió de Espina como el agua de una bañera agrietada. Hubo murmullos entre los chicos mientras Sordaf, grandote, lento y obtuso pero la mejor elección a la hora de pisotear a un adversario caído, salía con pesadez a la arena y tensaba las correas de su malla con dedos regordetes.

Edwal, un chico rápido, de hombros estrechos y con una maraña de rizos castaños, no obedeció al instante. Espina siempre lo había considerado uno de los mejores del grupo.

—Maestro Hunnan, siendo tres…

—Si quieres un puesto en la incursión del rey —atajó Hunnan—, harás lo que se te ordena.

Todos querían un puesto. Lo anhelaban casi tanto como Espina. Edwal miró a su alrededor con la frente arrugada, pero nadie más protestó. A regañadientes, se separó del grupo y recogió una espada de madera.

—No es justo.

Espina estaba acostumbrada a poner siempre una cara valiente, por malas que fueran las perspectivas, pero su voz sonó como un balido desesperado. Como un cordero al que llevan sin remedio frente al cuchillo del matarife.

Hunnan desdeñó el argumento con un bufido.

—Este cuadrado es el campo de batalla, chica, y el campo de batalla no es justo. Puedes considerarlo la última lección que aprenderás aquí.

La frase despertó algunas risitas aquí y allá, tal vez procedentes de compañeros a los que había dado humillantes palizas en algún momento. Brand observaba desde detrás de unos mechones sueltos que le caían en la cara, con una mano en torno a la barbilla ensangrentada. Había otros chicos con la mirada fija en la arena que tenían a sus pies. Todos sabían que no era justo. A todos les daba igual.

Espina tensó la mandíbula, subió una mano a la bolsita que llevaba colgada al cuello y la apretó con fuerza. Había sido ella contra el mundo desde antes de tener memoria. Si algo era Espina, era una luchadora. Tardarían en olvidar la pelea con la que iba a obsequiarles.

Rauk hizo un gesto con la cabeza a los otros dos para que se separaran, con la intención de rodearla. Tal vez no fuese lo peor que podía ocurrir. Si atacaba deprisa, a lo mejor podía tumbar a uno y procurarse un atisbo de esperanza contra los otros dos.

Los miró a los ojos, tratando de adivinar su siguiente movimiento. Edwal: reticente, conteniendo el paso. Sordaf: vigilante, con el escudo alzado. Rauk: meneando la espada, luciéndose para el público.

Espina se conformaba con borrarle esa sonrisa de los labios. Si se los llenaba de sangre, se daría por satisfecha.

La sonrisa de Rauk vaciló cuando Espina profirió su grito de guerra. El chico bloqueó el primer tajo con el escudo, cedió terreno y se protegió de un segundo asalto que hizo volar astillas, pero entonces Espina lo engañó con la mirada para hacer que levantara el escudo, se agachó en el último momento y le asestó un golpetazo en la cadera. Rauk gritó y se volvió a un lado por acto reflejo, ofreciéndole la nuca. Espina ya estaba levantando de nuevo su espada.

Captó un movimiento por el rabillo del ojo y oyó un crujido terrible. Casi no sintió la caída, pero de pronto la arena le dio un buen golpe en la espalda y la dejó mirando al cielo con cara de tonta.

Era el problema de lanzarse a por un adversario sin hacer caso de los otros dos.

Las gaviotas graznaban desde las alturas, volando en círculos.

Las torres de Thorlby se recortaban negras contra el cielo brillante.

«Más vale que te levantes —decía su padre—. Boca arriba no vas a ganar nada».

Espina rodó, sin energía, torpe y con la cara convertida en un suplicio palpitante mientras la bolsita escapaba por el cuello de su jubón y se balanceaba en el cordel.

Una ola fría subió por la playa y le mojó las rodillas al tiempo que Sordaf le propinaba un pisotón tremendo y algo crujía como un palo rompiéndose.

Mientras Espina intentaba levantarse, la bota de Rauk se estrelló contra sus costillas y la envió rodando por la arena entre toses.

La ola remitió y la sangre que goteaba de su labio inferior empezó a manchar la arena mojada.

—¿Paramos? —oyó que preguntaba Edwal.

—¿Os he dicho que paréis? —replicó la voz de Hunnan.

Espina cerró la mano con fuerza en torno al puño de su espada, preparándose para un intento más.

Cuando vio que Rauk estaba cerca, le agarró la pierna en plena patada y se abrazó a ella. Se levantó tirando con fuerza hacia arriba y rugió en la cara de su oponente, que trastabilló hacia atrás haciendo aspavientos con los brazos.

Espina se tambaleó en dirección a Edwal, más cayendo que cargando, mientras la Madre Mar, el Padre Tierra, el ceño de Hunnan y los rostros de los chicos oscilaban y rodaban ante sus ojos. Edwal la agarró, más para sostenerla que para intentar derribarla. Espina trató de mantenerse en pie echándole una mano al hombro, pero se torció la muñeca, perdió la espada y se alejó de él con pasos tambaleantes, antes de caer de rodillas y volver a levantarse. Su escudo bailaba a un lado con una correa rota. Espina dio media vuelta entre escupitajos y maldiciones, y entonces se detuvo de repente.

Sordaf se había quedado quieto, con la espada flácida a un lado y la mirada fija.

Rauk se había quedado tendido, con los codos apoyados en la arena húmeda y la mirada fija.

Brand se había quedado entre los otros chicos, todos ellos boquiabiertos y todos ellos con la mirada fija.

Edwal abrió la boca, pero lo único que logró emitir fue un extraño sonido que recordaba a un pedo. El chico soltó la espada de entrenamiento y dobló el brazo para darse unos torpes manotazos en el cuello.

Allí estaba la empuñadura de la espada de Espina. El pisotón de Sordaf había partido el filo de madera dejando una larga esquirla, cuya punta brillaba roja después de haber atravesado el cuello de Edwal.

—Dioses —susurró alguien.

Edwal se cayó de rodillas y dejó escapar por la boca una espuma sanguinolenta que goteó en la arena.

El maestro Hunnan lo sostuvo antes de que cayera de lado. Brand y algunos otros se acercaron, corriendo y gritando todos a la vez. El corazón de Espina atronaba en sus oídos y le impedía distinguir las palabras.

Se levantó a duras penas, con el rostro dolorido y azotado por los mechones sueltos de sus trenzas que movía el viento, preguntándose si todo aquello sería una pesadilla. Tenía que serlo. Suplicó a los dioses que lo fuese. Cerró los párpados con fuerza y apretó y apretó y apretó.

Había hecho lo mismo cuando la llevaron a ver el cadáver de su padre, blanco y frío bajo la cúpula del Salón de los Dioses.

Pero aquello había sido real, y lo que tenía delante también lo era.

Cuando abrió los ojos, los chicos seguían arrodillados en torno a Edwal, por lo que solo pudo ver de él unas botas con las puntas hacia fuera. Por la arena bajaban unos hilos negros en zigzag, pero entonces la Madre Mar envió una ola que los volvió rojos, y luego rosados, y por fin los hizo desaparecer al retirarse.

Y por primera vez en mucho tiempo, Espina sintió auténtico miedo.

Hunnan se levantó con parsimonia y se volvió despacio hacia ella. Siempre tenía fruncido el ceño, sobre todo cuando la miraba. Pero en esa ocasión Espina captó en sus ojos un brillo que no había visto nunca.

—Espina Bathu. —La señaló con un dedo rojo—. Yo te nombro asesina.