UN LEVE PICOR

Brand dio con los huesos en el suelo. Soltó la espada de entrenamiento, cayó rodando entre quejidos por la pendiente y profirió un último gemido al quedar de espaldas, mientras resonaban los abucheos de la tripulación.

Allí tendido, mirando el cielo oscurecido con el cuerpo lleno de cardenales palpitantes y la dignidad hecha trizas, supuso que Espina debía de haberle enganchado el tobillo. Pero no había visto ni el menor aviso de sus intenciones.

Espina clavó su espada en la tierra herbosa donde habían señalado su cuadrado de entrenamiento y le ofreció la mano.

—¿Van tres seguidas o cuatro?

—Cinco —gruñó—, como bien sabes. —Dejó que Espina tirara de él. Nunca había podido permitirse demasiado orgullo, y entrenar contra ella estaba acabando con sus reservas—. Dioses, qué rápida te has vuelto. —Hizo una mueca al arquear la espalda, que aún le dolía de una patada—. Eres como una serpiente pero sin la clemencia.

Espina ensanchó la sonrisa al oírlo y se limpió una franja de sangre de debajo de la nariz, la única marca que Brand había podido hacerle en cinco lances. No había sido un cumplido, pero estaba claro que ella se lo tomaba como tal, igual que hacía Skifr.

—Creo que nuestro joven Brand ya ha sufrido bastante castigo por un día —dijo la anciana a la tripulación—. Tiene que haber algún héroe de brazo anillado entre vosotros que se atreva a enfrentarse a mi alumna, ¿verdad?

No hacía tanto tiempo habrían estallado en carcajadas por la sugerencia. Hombres que habían saqueado hasta la última costa implacable del mar Quebrado, que habían hecho de la espada y la contienda su vida, que llamaban hogar a la muralla de escudos. ¡Hombres que entre todos habían derramado sangre como para botar un barco, luchando contra una chica deslenguada!

Ese día no rio nadie.

La habían visto entrenar como un diablo durante semanas, hiciera el tiempo que hiciera. La habían visto caer y la habían visto levantarse, y levantarse, y levantarse hasta que les dolía a ellos solo por mirar. Llevaban un mes durmiéndose con los golpes de sus armas a ritmo de nana y despertando con sus gritos de guerra en lugar del canto de un gallo. Día tras día habían visto cómo ganaba velocidad, fuerza y destreza. Una destreza que ya era terrible, combinando hacha y espada, y además empezaba incluso a dominar aquel contoneo ebrio de Skifr con el que no había forma de saber dónde estarían ella o sus armas al momento siguiente.

—No os lo recomiendo —dijo Brand, sentándose con un quejido junto al fuego y presionando con reparo una costra reciente en su cuero cabelludo.

Espina volteó el hacha de madera con los dedos como si fuese un mondadientes.

—¿Ninguno tiene agallas suficientes?

—¡Me cago en todo, niña! —Odda se levantó de un salto—. ¡Voy a enseñarte lo que sabe hacer un hombre de verdad!

Odda le enseñó el aullido que hace un hombre de verdad cuando una espada de madera impacta en su entrepierna, y luego le enseñó el mejor intento que había visto nunca Brand de un hombre de verdad comiéndose su escudo, y por último le enseñó el trasero sucio de un hombre de verdad mientras cruzaba haciendo aspavientos un zarzal y caía en un charco.

Se apoyó en los codos y soltó agua por la nariz, rebozado en fango de la cabeza a los pies.

—¿Has tenido bastante?

—Yo sí.

Dosduvoi se agachó despacio para recoger la espada de Odda del suelo y después se irguió en toda su altura, inflando el grueso pecho. El arma de madera parecía minúscula en su puño carnoso.

Espina tensó la mandíbula y lo miró ceñuda.

—Los árboles más altos son los que más duro caen. —Aunque Espina pudiera ser una astilla en el culo del mundo, Brand se descubrió sonriendo. Por escasas que fueran sus posibilidades, nunca cedía ni un paso.

—Este árbol devuelve los golpes —dijo Dosduvoi, adoptando una postura de combate con las enormes botas muy separadas.

Odda se sentó y se frotó un brazo magullado.

—¡Si las espadas tuvieran filo, esto habría sido otro cantar, os lo digo yo!

—Sí —dijo Brand—, un cantar mucho más corto y contigo muerto al final.

Safrit estaba atareada cortando el pelo a su hijo entre chasquidos de su reluciente podadera.

—¡Deja de moverte! —le gritó—. O no acabaremos nunca.

—El pelo tiene que cortarse, Koll. —Brand puso una mano en el hombro del chico—. Haz caso a tu madre. —Estuvo punto de añadir: «Suerte tienes de tenerla», pero se mordió la lengua. Algunas cosas estaban mejor sin decirse.

Safrit hizo un gesto a Brand con la podadera.

—Ya que estoy, ahora te recorto esa barba que tienes.

—A mí ni se te ocurra acercarme ese artilugio —dijo Fror, pasándose un dedo por la trenza más cercana a la cicatriz.

—¡Cómo son los guerreros! —bufó Safrit—. ¡Más presumidos que doncellas! La mayoría de estas caras no deberían asomar nunca al mundo, pero un chico guapo como tú no debería estar detrás de ese matojo.

Brand se pasó los dedos por la barba.

—Sí que ha crecido estas semanas, sí. Empieza a picarme un poco, la verdad.

Se elevó un clamor cuando Dosduvoi alzó su espada por encima de la cabeza y Espina se deslizó entre sus piernas separadas, se volvió y le dio una sonora patada en el culo que hizo trastabillar al gigante.

Rulf se rascó una serie de recientes picaduras de insecto que tenía en un lado del cuello.

—A todos nos pica un poco.

—En una travesía como esta siempre se cuelan polizones. —Odda se metió una mano en los pantalones y rascó a conciencia—. Solo quieren tomar la ruta más fácil hacia el sur, igual que nosotros.

—Temen la guerra que se avecina contra el Gran Rey de los piojos —dijo Safrit— y buscan aliados entre los mosquitos. —Y aplastó uno que estaba a punto de picarle en la nuca.

Su hijo se frotó la cabeza y provocó una lluvia de color arena, aunque el pelo que le quedaba seguía tan asilvestrado como antes.

—¿De verdad podemos conseguir aliados tan lejos?

—El príncipe de Kalyiv puede convocar a tantos jinetes que el polvo que levantan tapa el sol —dijo Odda.

Fror asintió.

—Y yo he oído que la Emperatriz del Sur tiene tantos barcos que podría cruzar el mar saltando de uno a otro.

—No es cuestión de barcos ni de caballos —dijo Brand mientras se acariciaba los callos de las manos—. Es cuestión del comercio que pasa por el río Divino. Hacia un lado van esclavos y pieles; hacia el otro, plata y seda. Y la plata es lo que gana las guerras, tanto como el acero. —Cayó en la cuenta de que todos lo miraban y dejó que se le apagara la voz, avergonzado—. O eso me decía siempre Gaden… en la fragua…

Safrit sonrió, jugueteando con las pesas que llevaba al cuello.

—Los más callados son los que no hay que perder de vista.

—Los estanques calmos son los más profundos —dijo Yarvi, con los ojos claros fijos en Brand—. La riqueza es poder. La raíz de los celos del Alto Rey es la riqueza de la reina Laithlin. Ese hombre puede cerrar el mar Quebrado a nuestros barcos, cercenar todo comercio con Gettlandia. Con el príncipe de Kalyiv y la emperatriz de su parte, también puede cerrarnos el Divino. Estrangularnos sin desenvainar una sola espada. Pero con el príncipe y la emperatriz como aliados nuestros, la plata sigue fluyendo.

—La riqueza es poder —dijo Koll para sí mismo, como si comprobara la verdad de esas palabras. Entonces miró a Fror—. ¿Cómo te hiciste la cicatriz?

—Preguntando demasiadas cosas —respondió el vansterlandés, sonriendo al fuego.

Safrit se inclinó hacia Brand y empezó a tirar con suavidad de su barba y a chascar con la podadora. Era raro tener a alguien tan cerca, que alguien lo observara con tanta atención, que unos dedos tan suaves tocaran su rostro. Siempre le decía a Rin que se acordaba de su madre, pero eran solo historias que repetía una y otra vez, que el tiempo había deformado hasta dejar solo las historias y no los recuerdos en sí. Rin era quien le cortaba siempre el pelo, y Brand tocó el cuchillo que había forjado para él y sintió una repentina añoranza. Echó de menos la casucha que tanto esfuerzo les había costado y la luz del fuego en la cara de su hermana, y tuvo tal punzada de preocupación por ella que crispó los rasgos.

Safrit se apartó enseguida.

—¿Te he cortado?

—No —graznó Brand—. Ha sido solo una punzada de añoranza.

—Tienes a alguien especial que te espera, ¿eh?

—Solo familia.

—De un chico tan guapo como tú, me cuesta creerlo.

Dosduvoi por fin había detenido el zigzag de Espina agarrándola por el pelo enredado. Asió su cinturón con la otra mano, la izó como si fuera un fardo de paja y la arrojó sin miramientos a una zanja.

—Algunos estamos condenados a tener mala suertedeamor —comentó Rulf en tono lastimero, mientras Skifr ordenaba un alto en el lance y buscaba a su discípula en la zanja—. Yo estuve demasiado tiempo lejos de mi granja y mi mujer se volvió a casar.

—Para ti sería mala suertedeamor —dijo Safrit sin levantar la voz, tirando al fuego un mechón de la barba de Brand—, pero para ella fue buena.

—La mala suertedeamor es pronunciar el juramento de no tener ningún amor. —El padre Yarvi dejó escapar un suspiro—. Cuanto más mayor me hago, menos me parece que los tiernos cuidados de la abuela Wexen valgan la pena a cambio del romance.

—Yo estuve casado —dijo Dosduvoi, que se sentó junto al fuego y se removió buscando una postura cómoda para sus castigadas nalgas—. Pero ella murió.

—Si la aplastaste con ese corpachón que tienes, no cuenta como mala suerte —bromeó Odda.

—No tiene gracia —protestó el coloso, aunque las risitas indicaron que buena parte de la tripulación opinaba que sí.

—Para mí, nada de esposas —dijo Odda—. No creo en ellas.

—Dudo que ellas crean mucho en ti tampoco —replicó Safrit—. Aunque la que me da pena es tu mano, obligada a ser tu única amante todo este tiempo.

Odda puso una sonrisa de lobo y la luz de la hoguera se reflejó en sus dientes limados.

—Que no te dé. Mi mano es una compañera sensible y siempre dispuesta.

—Y al contrario que las demás, no la repele tu aliento monstruoso. —Safrit sacudió unos pelos sueltos de la barba de Brand, ya rapada, y se reclinó—. Listos.

—¿Me prestas la podadera? —pidió Skifr.

Safrit miró la pelusa gris en el cráneo de la anciana.

—No tienes mucho que recortar.

—No es para mí. —Señaló con la cabeza a Espina, que había salido de la zanja y se acercaba cojeando y frotándose la cabeza entre gestos de dolor, con el pelo suelto y proyectado en todos los ángulos—. Creo que tenemos otra oveja a la que esquilar. Dosduvoi acaba de demostrar que esa pelambrera es un punto débil.

—No.

Espina soltó las maltrechas armas de madera y se colocó unos mechones detrás de las orejas, un gesto extraño en alguien que nunca parecía prestar la menor atención a su aspecto.

Skifr levantó las cejas.

—Nunca habría incluido la vanidad entre tus muchos defectos.

—Hice una promesa a mi madre —dijo Espina mientras se apropiaba de una torta de pan. Se metió media en la boca de golpe, ayudándose con los dedos sucios. Quizá no hubiera podido derrotar a tres hombres a la vez peleando, pero Brand estaba seguro de que comiendo no habrían sido rivales para ella.

—No sabía que tuvieras a tu madre en tan alta estima —comentó Skifr.

—Y no la tengo. Siempre ha sido un incordio de mucho cuidado, diciéndome la forma adecuada de hacer las cosas, que nunca era como yo quería hacerlas, claro. —Espina atacó el pan con los dientes como un lobo devoraría a una presa muerta y siguió hablando con la boca llena, entre una catarata de migas—. Me paso el día preocupada de lo que piense de mí la gente, de lo que serían capaces de hacerme, de lo poco que me conviene, de cómo la podría avergonzar. Come así, habla así, sonríe así, mea así.

Mientras Espina hablaba, Brand no había dejado de pensar en su hermana, abandonada sin nadie que cuidara de ella, y la rabia lo cogió por sorpresa.

—Dioses —dijo con aspereza—, ¿es que no hay una sola bendición que no trates como maldición?

Espina se quedó pensativa, masticando a dos carrillos.

—¿Qué quieres decir con eso?

Brand escupió las palabras, sintiendo una repentina repulsión por ella.

—¡Que tienes una madre a la que le importas más que un carajo, tienes una casa esperándote donde estarás a salvo, y aun así te quejas!

Aquello provocó un silencio bastante incómodo. El padre Yarvi entornó los ojos, Koll los desorbitó y Fror enarcó sorprendido las cejas. Espina tragó despacio, con la misma expresión de sorpresa que si le hubieran dado un guantazo. Con más. Guantazos recibía a todas horas.

—Cómo odio a la gente, joder —masculló, cogiendo otra torta de manos de Safrit.

La respuesta de Brand no fue ni mucho menos comprensiva, pero por una vez no pudo callarse.

—Tranquila. —Se subió la manta hasta el hombro y rodó para darle la espalda—. Ellos sienten más o menos lo mismo por ti.