ESPERANZAS

Espina se abrió paso entre una multitud malhumorada que se dirigía al templo para sus oraciones. En aquel lugar había demasiados templos y demasiadas multitudes que rezaban en ellos.

—Adorar a esa Diosa Única quita mucho tiempo —refunfuñó Brand, intentando pasar sus anchos hombros entre el gentío.

—Los altos dioses y los dioses menores tienen sus propios asuntos de los que ocuparse. La Diosa Única parece que solo quiere entrometerse en los de los demás.

—Y esas campanas. —Brand encogió las facciones al oír otra estridente campanada desde la torre blanca que tenían al lado—. Si no vuelvo a oír otra maldita campana en la vida, no me quejaré. —Se acercó a Espina y susurró—: Entierran a sus muertos sin quemar. Los entierran. Bajo tierra. Sin quemar.

Espina miró con asco el patio lleno de malezas que había junto al templo, atestado de losas torcidas como dientes de mendigo, y supuso que debajo de cada una habría un cadáver pudriéndose. Centenares de ellos. Millares. Un osario en plena ciudad.

Tuvo un escalofrío sudoroso al pensarlo y apretó con la mano la bolsita que contenía los huesos de los dedos de su padre.

—Me cago en esta ciudad.

Quizá a Brand le encantara hablar de aquel lugar, pero ella estaba empezando a odiarlo. Era demasiado inmensa; tanto, que su tamaño la aplastaba. Era demasiado ruidosa; tanto, que no dejaba pensar bien. Era demasiado calurosa, siempre pegajosa y maloliente, día y noche. La basura y las moscas y la podredumbre y los mendigos por todas partes; tanto, que la mareaban. Demasiada gente, todos ellos de paso, todos ellos desconocidos entre sí que no buscaban otra cosa de los demás que arañarles algún provecho. Espina se sentía enterrada bajo un millar de millares de ladrones, y de ninguno de ellos entendía una sola palabra.

—Deberíamos irnos a casa —farfulló.

—Pero si acabamos de llegar.

—Es el mejor momento para partir de un lugar que odias.

—Tú lo odias todo.

—No todo.

Lo miró de reojo, sorprendió a Brand observándola y notó otra vez aquel hormigueo en el estómago mientras él se apresuraba a desviar la vista.

Resultaba que Brand no solo tenía la mirada perpleja y desvalida, sino también otra, que en tiempos recientes ponía continuamente. Los ojos fijos en ella, brillantes tras algún mechón suelto de pelo. Casi hambrientos. Casi asustados. El otro día, cuando estaban apretados en el suelo, tan, tan cerca, había habido… algo. Algo que llevó la sangre a la cara de Espina como una exhalación, y no solo a la cara. Estaba segura de que también a las entrañas. Y por debajo de las entrañas, todavía más. Pero las dudas invadían su mente como los fieles invadían sus templos a la hora de rezar.

¿Esas cosas podían preguntarse y punto? «Oye, sé que antes nos odiábamos, pero ahora creo que me gustas bastante. ¿Podría ser que yo te gustara aunque fuese un poquito?». Dioses, qué absurdo sonaba. Llevaba toda la vida apartando a los demás y no tenía la menor idea de cómo empezar a acercar a una persona a ella. ¿Y si él la miraba como si estuviera loca? La idea era como un foso abierto a sus pies. «¿Qué quieres decir con gustar? ¿Te refieres a gustar… gustar?». ¿O quizá debería limitarse a agarrarlo y plantarle un beso en los labios? No paraba de darle vueltas. Casi ya no pensaba en otra cosa. Pero ¿y si las miradas eran solo miradas? ¿Y si su madre tenía razón? ¿Qué hombre iba a querer nada con alguien tan rara, difícil y terca como ella? Desde luego, no uno como Brand, que estaba bien hecho, caía bien a todo el mundo, era como debían ser los hombres y podía tener a quien quisiera…

De pronto él la rodeó con el brazo y la metió en un portal. El corazón le saltó a la garganta tan de pronto que hasta dio un gritito de niña cuando Brand se apretó contra ella. Al instante todo el mundo empezó a apartarse a los lados de la calle mientras llegaba un traqueteo de cascos y pasaban unos caballos con plumas agitándose en las bridas, brillante armadura dorada y altos jinetes con altos yelmos a los que no importaba lo más mínimo la gente que huía hacia ambos lados. Hombres del duque Mikedas, sin duda.

—Alguien podría salir herido —murmuró Brand, mirándolos con mala cara.

—Sí —graznó ella—. Alguien.

Se engañaba a sí misma. Tenía que ser eso. Eran amigos. Eran compañeros de remo. No tenían por qué ser nada más. ¿Por qué echarlo todo a perder intentando alcanzar algo que no podía tener, que no merecía, que no lograría? Entonces lo miró a los ojos y allí estaba otra vez aquella maldita mirada que le aceleraba el corazón como si hubiera remado una legua difícil. Brand se apartó de ella con brusquedad, le dedicó una media sonrisa incómoda y siguió andando mientras la multitud volvía a congregarse tras el paso de los jinetes.

¿Y si él sentía lo mismo que ella y quería preguntárselo pero le daba miedo y no sabía cómo? Cada conversación con él daba la misma sensación de peligro que una batalla. Dormir en la misma sala que él era un suplicio. Habían sido solo compañeros de remo que compartían suelo la primera vez que colocaron sus mantas, riéndose del estado de la gran ruina que había comprado el padre Yarvi y de cómo entraba el sol por el techo. Pero de un tiempo a esa parte solo fingía dormir mientras pensaba en lo cerca que lo tenía, y a veces pensaba que él también estaba fingiendo, podría jurar que tenía los ojos abiertos y la contemplaba. Pero nunca estaba segura del todo. La perspectiva de dormir a su lado la torturaba, y la idea de no dormir a su lado la torturaba más.

«¿Te… te gusto? ¿Te gusto… gusto?».

Todo aquello era un acertijo en un idioma que no sabía hablar, joder.

Brand resopló y se limpió el sudor de la frente, a todas luces felizmente inconsciente de los problemas que estaba creando.

—Supongo que nos marcharemos tan pronto como lleguemos a un acuerdo con la emperatriz.

Espina intentó tragarse los nervios y hablar con normalidad, significara eso lo que significara.

—Yo creo que no llegaremos a nada.

Brand se encogió de hombros. Tranquilo, sólido y confiado como siempre.

—El padre Yarvi encontrará la manera.

—El padre Yarvi será todo lo astucioso que quieras, pero no es hechicero. Si hubieras venido a palacio y visto la cara de ese duque…

—Sumael encontrará la manera para él, entonces.

Espina dio un gruñido.

—Se diría que esa mujer tiene a la Madre Sol metida en el culo, por como ilumina las vidas de todo el mundo.

—La tuya no, por lo que veo.

—No me fío de ella.

—Tú no te fías de nadie.

Estuvo a punto de replicar «Me fío de ti», pero se mordió la lengua en el último momento y lo dejó en otro gruñido.

—Y Rulf confía en ella —siguió diciendo Brand—. Me aseguró que le confiaría su vida. Y el padre Yarvi también, y no es de los que se fían de cualquiera.

—Ojalá supiera más de lo que ocurrió entre esos tres —dijo Espina—. Tiene que ser una buena historia.

—A veces se es más feliz cuando se sabe menos.

—Eso te servirá a ti, no a mí.

Lo miró de soslayo y volvió a sorprenderlo observándola. Casi hambriento, casi asustado, y notó ese hormigueo en el estómago que la habría vuelvo a enzarzar en otra loca discusión consigo misma si no hubieran llegado al mercado.

O al menos, a un mercado. En la Primera Ciudad los había a docenas, cada cual tan grande como Roystock. Eran lugares enloquecidos, ajetreados y ruidosos, ciudades enteras de puestos atestados de personas de todas las formas y colores. Las enormes balanzas traqueteaban, los ábacos repicaban y los precios se voceaban en todos los idiomas, entre los mugidos, los cloqueos y los berridos del ganado. Había un hedor asfixiante a comida cocinándose, a especias tan dulces que daban náuseas, a mierda recién cagada y los dioses sabían a qué más. A todo lo demás. Todo lo que contenía el mundo estaba en venta. Hebillas de cinturón y sal, ropa de color púrpura e ídolos, monstruosos peces de ojos tristes. Espina cerró los párpados con fuerza y luego se obligó a abrirlos, pero la locura multicolor seguía bullendo ante ella.

—Solo carne —dijo con voz lastimera, sopesando el monedero del padre Yarvi—. Solo queremos carne. —Safrit ni siquiera les había pedido un tipo concreto. Esquivó a una mujer con un delantal manchado que pasó con una cabeza de cabra bajo el brazo—. ¿Por dónde demonios empezamos a buscar?

—Espera. —Brand se había detenido en un puesto donde una mercader de piel oscura vendía collares de cuentas de cristal, y levantó uno para que la Madre Sol enviara sus rayos a través del vidrio amarillo—. Son bonitos, ¿verdad? A las chicas les gustan estas cosas como regalo.

Espina se encogió de hombros.

—No soy muy experta en cosas bonitas. Ni en chicas, ya puestos.

—Pero eres una de ellas, ¿no?

—Eso me dice mi madre. —Y, casi para sus adentros, añadió—: Hay opiniones encontradas.

Brand cogió otro collar, esta vez de cuentas verdes y azules.

—¿Cuál querrías? —Sonrió mirándola de reojo—. Como regalo.

Espina volvió a notar el hormigueo en el estómago, más fuerte que nunca. Estuvo a punto de tener una arcada de verdad. Si alguna vez iba a tener alguna prueba que lo confirmara, sería aquella. Un regalo. Para ella. Ni se acercaba a lo que ella habría elegido, pero con un poco de suerte eso vendría después. Si acertaba con las palabras. ¿Qué decir? Dioses, ¿qué decir? De pronto pareció que su lengua se había hinchado hasta el doble de su tamaño normal.

—¿Cuál querría o…? —Le sostuvo la mirada y dejó que la cabeza se inclinara a un lado, intentando suavizar la voz. Ponerla adorable, significara lo que significase. No podía haber hablado con suavidad más de tres veces en la vida, y ninguna con voz adorable, y lo que salió fue un torpe gañido—. ¿O cuál… quiero?

Esa vez se llevó la mirada perpleja.

—Me refiero a cuál querrías que te trajeran. Si estuvieses en Thorlby.

Y a pesar del agobiante calor, sintió una oleada de frío que empezó en su pecho y se fue extendiendo despacio hasta las mismísimas puntas de sus dedos. No era para ella. Era para alguien que estaba en Thorlby. Pues claro. Había dejado que su propio viento se la llevara, pese a las advertencias de Skifr.

—No sé —logró decir, intentando encogerse de hombros como si no pasara nada, aunque sí pasaba—. ¿Qué voy a saber yo? —Se apartó, con el rostro en llamas, mientras Brand discutía el precio con la mercader, y deseó que el suelo se abriera y se la tragara cruda como a los muertos sureños.

Se preguntó para qué chica serían aquellas cuentas. Tampoco era que en Thorlby hubiera tantas de la edad adecuada. Era más que probable que Espina la conociera. Más que probable que hubiera sido objeto de sus risas, su dedo señalando y sus burlas. Sería una de las guapas, las que su madre siempre decía que debía imitar. Una de las que sabían coser, y sonreír, y llevar una llave al cuello.

Creía que se había vuelto dura por entero. Si los bofetones, los puñetazos y los golpes de escudo apenas podían hacerle daño, ¿cómo iba a hacérselo aquello? Aunque por lo visto, aún quedaban grietas en su armadura, grietas que ni siquiera había sabido que existieran. Quizá el padre Yarvi hubiera impedido que la aplastaran con piedras, pero sin pretenderlo siquiera, Brand la había machacado igual de fuerte con un collar de cuentas.

Seguía sonriendo mientras se guardó el collar en un bolsillo.

—Yo creo que le gustará.

Espina torció el gesto. A Brand en ningún caso se le había pasado por la cabeza que Espina pudiera creer que eran para ella. Ni se le había pasado por la cabeza pensar en ella como ella había llegado a pensar en él. Fue como si todo el color se hubiera escurrido del mundo. Había pasado gran parte de su vida sintiéndose avergonzada, estúpida y fea, pero nunca tanto como entonces.

—Soy una cretina de mierda —siseó.

Brand parpadeó, mirándola.

—¿Eh?

Esa vez se llevó la mirada desvalida, y la tentación de hundir el puño en ella fue casi abrumadora, aunque supiera que no era culpa de él. No era culpa de nadie que no fuera ella, y hundirse el puño en la cara de uno mismo nunca soluciona nada. Intentó poner una cara valiente, pero en ese momento no la encontró. Solo quería marcharse, ir a cualquier sitio. Dio un paso y se detuvo en seco.

El vansterlandés ceñudo que había visto junto a la madre Scaer en el palacio le impedía avanzar. Tenía la mano metida en una capa doblada donde, sin duda, ocultaba un arma. Había un hombrecillo con cara de rata a su lado y notó que alguien se acercaba a ella por la izquierda. El tierrabajeño enorme, supuso.

—La madre Scaer quiere hablar con vosotros —dijo el vansterlandés enseñando los dientes, que no eran nada bonitos—. Es mejor que vengáis sin armar jaleo.

—Y mejor aún que nos vayamos solos sin armar jaleo —dijo Brand, poniendo una mano en el hombro de Espina.

Se lo quitó de encima, con la vergüenza ardiente convertida de pronto en gélida furia. Necesitaba hacer daño a alguien y aquellos idiotas habían aparecido en el momento perfecto.

Perfecto para ella. Pésimo para ellos.

—No pienso hacer nada sin armar jaleo —replicó, y lanzó una moneda de plata del padre Yarvi al dueño del puesto más cercano, que exhibía herramientas y maderas.

—¿Para qué es esto? —preguntó al atraparla.

—Por los daños —dijo Espina, y agarró un martillo y lo arrojó bajo mano, de forma que rebotó en el cráneo del vansterlandés y lo envió trastabillando hacia atrás, asombrado.

Cogió una jarra pesada de otro puesto y se la estrelló en la cabeza antes de que pudiera recobrar el equilibrio, salpicándolos a los dos de vino. Lo agarró mientras caía y le hundió los escarpados restos del asa en la cara.

Llegó un cuchillo susurrando y lo esquivó por instinto, echando atrás la espalda y siguiendo el brillo del metal con ojos desorbitados. El hombre con cara de rata lanzó otra puñalada y Espina rodó a un lado por encima de un tenderete, entre las protestas de su propietario. Se levantó con un cuenco de especias en la mano y arrojó su contenido a Cararrata, creando una nube de color naranja y olor dulzón. El hombre tosió, escupió y se lanzó a ciegas sobre ella. Espina utilizó el cuenco de escudo y, cuando el filo del puñal se clavó en la madera, arrebató el arma a su adversario de un tirón.

Entonces, se abalanzó sobre ella con un puñetazo desmañado, pero Espina interpuso su brazo para desviar el envite y notó que le rozaba la muñeca mientras entraba y le daba un rodillazo en la barriga, seguido de otro entre las piernas que le arrancó un gimoteo. Le agarró por las mejillas, hizo retroceder su propia cabeza y se la estrelló con todas sus fuerzas en aquella cara de rata. El impacto la mareó un instante, pero ni la mitad que a él. Cayó a cuatro patas, babeando sangre, y ella le dio una patada salvaje que lo dejó con la espalda en el suelo, semienterrado en el alud de brillante pescado que se produjo al volcar una mesa.

Se volvió y vio a Brand obligado a retroceder de espaldas hacia un puesto cargado de fruta, mientras el tierrabajeño grandote intentaba clavarle un cuchillo en la cara. Brand forcejeaba con la lengua entre los dientes y los ojos bizcos enfocados en la punta reluciente.

Durante los entrenamientos, luchando contra compañeros de remo, siempre había cierta contención. Esta vez Espina no se contuvo lo más mínimo. Con una mano asió la gruesa muñeca del tierrabajeño, tiró del brazo hacia atrás y con su otra mano abierta hizo palanca en el codo del hombre, que aulló de dolor. Hubo un crujido, el brazo se dobló como nunca habría debido y el cuchillo cayó de una mano inerte. El hombre chilló y chilló hasta que Espina le rebanó el cuello como había aprendido de Skifr, y el tierrabajeño cayó entre sacudidas contra el siguiente puesto, haciendo volar arcilla rota.

—¡Venid! —escupió, pero no quedaba nadie con quien luchar. Solo los atónitos mercaderes, los temerosos viandantes y una madre que tapaba los ojos de su hija con la mano—. Conque sin armar jaleo, ¿eh? —chilló, levantando la bota para aplastar la cabeza del tierrabajeño.

—¡No! —Brand la agarró por debajo del brazo y la arrastró entre los escombros, entre gente que se apartaba a su paso mientras medio caminaban, medio corrían hasta una bocacalle—. ¿Los has matado? —preguntó con voz aguda.

—Espero que sí —rugió Espina, zafándose de él—. ¿Por qué? ¿También querías comprarles collares?

—¿Qué? ¡Nos han enviado a comprar carne, no a hacer cadáveres! —Doblaron una esquina con paso rápido, dejaron atrás a un sorprendido grupo de mendigos y cruzaron las sombras de un callejón maloliente, alejándose más y más del sonido de la conmoción—. No quiero dar problemas al padre Yarvi. Y tampoco quiero verte aplastada con piedras, si puede evitarse.

Espina entendía que Brand llevaba razón, y eso la enfurecía aún más.

—Pero qué cobarde eres —escupió, sabiendo que tal vez no fuese justo, pero en ese momento Espina no se sentía demasiado justa. Algo le hacía cosquillas en un ojo y, cuando se pasó una mano para limpiarlo, vio que volvía roja.

—Estás sangrando —dijo Brand, extendiendo un brazo—. Déjame…

—¡Quítame las manos de encima!

Lo empujó contra una pared y, cuando rebotó, volvió a empujarlo con más fuerza. Él se encogió y alzó una mano hacia ella, que se alzaba sobre él con los puños apretados. Tenía una mirada confundida, y herida, y asustada.

Fue una mirada que le provocó un hormigueo, pero no de los buenos. En aquella mirada vio sus condenadas esperanzas estúpidas tan retorcidas y rotas como había dejado el brazo del tierrabajeño, y no era culpa de nadie más que de ella misma. No debería haberse permitido albergar ilusiones, pero las esperanzas son como las malas hierbas, que siguen apareciendo por muchas veces que las desbroces.

Soltó un grito de frustración y se marchó callejón abajo.