LO QUE GETTLANDIA NECESITA
Kalyiv era una masa en expansión que infestaba una ribera del Denegado e invadía la otra como una enfermedad fangosa, que ensuciaba el cielo claro con el humo de incontables fuegos y lo punteaba de aves carroñeras.
El salón del príncipe, situado sobre una colina baja que dominaba el río, tenía tallas de caballos dorados en sus inmensas vigas frontales y un muro alrededor que parecía a medio camino entre la piedra desmoronada y el barro amontonado. En su exterior se acumulaba un batiburrillo de edificios de madera, rodeado a su vez por una muralla de fuertes troncos cuyo adarve patrullaban guerreros de brillantes lanzas. Fuera de ella, se desparramaba en todas las direcciones un caos de carpas, yurtas, carretas, cabañas y otras viviendas temporales, a cual más miserable, asentadas sobre el terreno ennegrecido.
—Dioses, qué enorme es —murmuró Brand.
—Dioses, qué fea es —murmuró Espina.
—Kalyiv es una vejiga que se llena despacio —dijo Skifr, hurgándose pensativa la nariz, estudiando el resultado y luego pegándolo en el hombro del remero más próximo con tanta suavidad que ni se enteró—. En primavera se infla de norteños, de gente del imperio y de hombres del Pueblo del Caballo venidos de toda la estepa como moscas para comerciar. En verano su piel se parte y derrama el contenido por todas las llanuras. En invierno se marchan todos y vuelve a encogerse hasta casi la nada.
—Como una vejiga sí que huele —refunfuñó Rulf, arrugando la nariz.
Habían construido con poderosos troncos sendas torres gigantescas pero bajas en las dos riberas y habían tendido entre ellas una red de cadenas, con clavos en sus eslabones de hierro negro tachonado que se inclinaban ante el peso del agua espumosa, sacaban basura y madera de deriva a la superficie y detenían todo el tráfico del río Denegado.
—El príncipe Varoslaf ha capturado buena pesca con su red de hierro —dijo el padre Yarvi desde la proa.
Espina nunca había visto tantos barcos. Cabeceaban en el río, o saturaban los muelles, o los habían sacado desarbolados a las orillas y los habían dispuesto en prietas hileras. Había barcos de Gettlandia, Vansterlandia y Trovenlandia. Había barcos de Yutmarca y de los isleños. Había unos barcos extraños que debían proceder del sur, con el casco oscuro y tanta panza que era imposible que hubieran subido las largas cuestas. Había hasta dos galeras de altura imponente, cada una con tres hileras de remos, al lado de las cuales el Viento del Sur parecía una ramita deslizándose hacia el puerto.
—Mira esos monstruos —dijo Brand.
—Son barcos del Imperio del Sur —explicó Rulf—. Trescientos tripulantes.
—Los tripulantes son lo que busca el príncipe —dijo el padre Yarvi—, para que luchen en su disparatada guerra contra el Pueblo del Caballo.
A Espina no le hacía ninguna ilusión la idea de volver a vérselas con el Pueblo del Caballo. Ni, ya puestos, la de pasar el verano en Kalyiv. En las historias de su padre, la ciudad olía mucho mejor.
—¿Crees que querrá que le ayudemos?
—Sin duda, igual que nosotros queremos que nos ayude él. —Yarvi miró el salón del príncipe con expresión pensativa—. La cuestión es si nos lo exigirá.
A muchos otros se lo había exigido. El puerto rebosaba de hombres malcarados del mar Quebrado, náufragos en Kalyiv hasta que el príncipe decidiera soltar las cadenas del río. Holgazaneaban en grupos taciturnos alrededor de tiendas que no se tenían en pie y bajo toldos podridos, jugaban a dados cargados, bebían cerveza agria, renegaban a voz en grito y miraban con ojos endurecidos a todo lo que se movía, sobre todo a los recién llegados.
—Más vale que Varoslaf encuentre pronto enemigos para estos hombres —musitó Yarvi mientras desembarcaban del Viento del Sur—, no vaya a ser que se busquen alguno que esté más a mano.
Fror asintió mientras anudaba la amarra de proa.
—No hay nada más peligroso que un guerrero ocioso.
—Nos están mirando todos. —Brand se había quitado los vendajes aquella misma mañana y no dejaba de rascarse las cicatrices de la cuerda que le subían por los brazos, hecho un manojo de nervios.
Espina le dio un codazo.
—A lo mejor es que tu fama de héroe nos precede, Levantabarcos.
—Más bien la del padre Yarvi. No me gusta nada.
—Pues finge que sí —dijo Espina, poniendo su cara más valiente y respondiendo a cada mirada con otra desafiante. O tan desafiante como podía lanzarla con el viento cálido llenándole los ojos de polvo y azotándole la espalda sudada con su propia camisa.
—Dioses, qué peste —dijo Brand atragantándose cuando lograron salir de los rechinantes muelles a los dominios del Padre Tierra, y Espina no podría habérselo discutido aunque lograra llenar los pulmones para hacerlo. Las calles retorcidas estaban sembradas de plastas que se cocinaban al sol, perros peleándose por desechos y animales muertos clavados en palos junto a las puertas—. ¿Son para venderlos? —preguntó.
—Son ofrendas —dijo el padre Yarvi—, para que sus dioses vean cuáles son las casas que han hecho sacrificios y cuáles las que no.
—¿Y esos de ahí? —Espina señaló con la barbilla un grupo de carcasas sin piel que pendían de un mástil alzado en el centro de una plaza, balanceándose un poco y atestadas de moscas.
—Serán salvajes —murmuró Rulf, arrugando la frente. A Espina se le revolvió el estómago al darse cuenta de que aquellos cuerpos relucientes tenían forma humana.
—¿Pueblo del Caballo? —graznó.
El padre Yarvi negó con la cabeza, muy serio.
—Vansterlandeses.
—¿Qué? —Los dioses sabían que había poca gente que tuviera más aversión a los vansterlandeses que Espina, pero no veía motivos para que el príncipe de Kalyiv los desollara.
El clérigo señaló unas letras toscas talladas en un cartel de madera.
—Son una tripulación que contravino los deseos del príncipe Varoslaf e intentó marcharse. Sirven para disuadir a otros hombres del mar Quebrado que quieran seguir su ejemplo.
—Dioses —dijo Brand con tan poca voz que casi se confundió con el zumbido de las moscas—. ¿Gettlandia quiere la ayuda de un hombre capaz de esto?
—Lo que queremos y lo que necesitamos pueden ser cosas diferentes.
Una docena de hombres armados comenzaba a abrirse paso entre el hervidero de los muelles. Quizá el príncipe estuviera en guerra con el Pueblo del Caballo, pero sus guerreros no eran muy distintos de los uzhakos que Espina había matado Denegado arriba. Rodeaban a una mujer muy alta y muy delgada, que llevaba un pañuelo de seda con monedas colgando alrededor de su pelo azabache.
Se detuvo delante de ellos e hizo una elegante reverencia que zarandeó el saquito que llevaba en su esbelto cuello.
—Soy sierva de Varoslaf, gran príncipe de Kalyiv.
—Bienhallada. Yo soy…
—Eres el padre Yarvi, clérigo de Gettlandia. El príncipe me ha ordenado que te acompañe a su salón.
Yarvi y Rulf cruzaron la mirada.
—¿Debería sentirme honrado o asustado?
La mujer volvió a inclinarse.
—Te aconsejo ambas cosas, y añadiría apresurado.
—He recorrido un largo camino para solicitar audiencia y no veo razón para retrasarla. Guíame.
—Escogeré a algunos hombres que te acompañen —dijo Rulf con sequedad, pero el padre Yarvi negó con la cabeza.
—Me llevo a Espina y a Brand. Traer un séquito escaso y joven es señal de confianza en el anfitrión.
—¿Confías en Varoslaf? —preguntó Espina entre dientes mientras los hombres del príncipe los rodeaban.
—Puedo fingir que sí.
—Sabrá que finges.
—Por supuesto. Sobre tales cimientos retorcidos se construyen los buenos modales.
Espina miró a Brand, que le devolvió la mirada con aquella expresión desvalida suya.
—Ten cuidado —dijo la voz de Skifr en su oído—. Hasta para las crueles convenciones de la estepa, a Varoslaf se lo tiene por un hombre despiadado. No te pongas en su poder.
Espina miró las grandes cadenas que cerraban el río y luego los cuerpos que se balanceaban en su poste, y solo pudo encogerse de hombros.
—Ya estamos todos en su poder.
El salón del príncipe de Kalyiv parecía incluso más grande por dentro, sus nervios labrados a partir de los troncos de enormes árboles cuyas raíces aún se hundían en la tierra apisonada, la luz cayendo desde ventanas muy altas en columnas de polvo suspendido en el aire. Había un hogar a lo largo del centro del salón, pero ardía con poca llama y el espacio cavernoso daba sensación de frío después del caluroso exterior.
Varoslaf, príncipe de Kalyiv, era mucho más joven de lo que había esperado Espina. Contaría unos pocos años más que Yarvi, quizá, pero no tenía ni un solo pelo en la cabeza, ni en la barbilla, ni siquiera en las cejas: era liso como un huevo. Tampoco estaba en una tarima elevada, sino sentado en una banqueta junto al hogar. No era un hombre fornido, no llevaba joyas y no portaba armas a la vista. No tenía un terrible gesto adusto en su rostro lampiño, sino una pétrea ausencia de expresión. No había nada en él que sirviera a Espina para describirlo como un hombre aterrador, y sin embargo lo era. Y la sensación se hacía más y más fuerte cuanto más se acercaban a él por el vació que los separaba.
Cuando ella y Brand se quedaron tras los hombros del padre Yarvi, a una docena de pasos de su banqueta, Espina temía al príncipe Varoslaf más que a nadie que hubiera conocido en la vida.
—Padre Yarvi. —Tenía una voz seca y sibilante como papeles viejos que provocó en Espina un estremecimiento sudoroso que recorrió su columna vertebral—. Clérigo de Gettlandia, nos honras sobremanera con tu visita. Sed todos bienvenidos a Kalyiv, Encrucijada del Mundo. —Sus ojos pasaron a Brand, a Espina y de vuelta a Yarvi, y bajó un brazo para acariciar las orejas de un perro enorme que estaba acurrucado junto a las patas de su banqueta—. Es un cumplido bien medido que un hombre de tu categoría acuda a mí con tan escaso séquito.
Ciertamente, Espina se sentía un poco sola. Además de aquel perro del tamaño de un oso, había muchos guardias dispersos por el salón, armados con arcos, espadas curvas y altas lanzas y protegidos por extrañas armaduras.
Pero si Yarvi estaba impresionado, no mostró ni el menor signo de ello.
—Sé que no pasaré ningún apuro en vuestra presencia, gran príncipe.
—Y así es. Tengo entendido que traes contigo a esa bruja, Scarayoi, la Caminante de las Ruinas.
—Estáis tan bien informado como debería estarlo todo gran señor. La llamamos Skifr, y sí, viene con nosotros.
—Y aun así no la has traído a mi salón. —La risa de Varoslaf era cruda como el ladrido de un perro—. De nuevo, demuestras buen juicio. ¿Y quiénes son estos jóvenes dioses?
—Los remeros de popa de mi tripulación. Espina Bathu, que mató a seis uzhakos en una escaramuza a orillas del Denegado, y Brand, que sostuvo todo el peso de nuestro barco en sus hombros cuando cruzamos las largas cuestas.
—La Matauzhakos y el Levantabarcos. —Brand se removió incómodo mientras el príncipe los evaluaba con la mirada—. Me alegra el alma ver tanta fuerza, habilidad y valentía en personas tan jóvenes. Casi podría hacernos creer en los héroes, ¿eh, padre Yarvi?
—Casi.
Varoslaf hizo un gesto brusco de cabeza hacia su sierva, delgada como un sauce.
—Una señal de mi aprecio para las leyendas del mañana.
La mujer metió dos dedos en el saquito que llevaba al cuello, depositó algo en la mano de Brand e hizo lo mismo en la de Espina. Era una moneda grande y basta, toscamente acuñada con un caballo puesto de manos. Una moneda de oro rojo. Espina tragó saliva, intentando juzgar su valor, pero solo pudo concluir que nunca antes había tenido tanto dinero en la mano.
—Sois demasiado generoso, gran príncipe —dijo Brand con un hilo de voz, mirando la moneda con los ojos muy abiertos.
—Las grandes gestas merecen grandes recompensas de grandes hombres. De lo contrario, ¿para qué criar hombres? —La mirada de Varoslaf volvió a Yarvi sin parpadear—. Si estos son tus remeros de popa, ¿qué maravillas podrían llevar a cabo los demás?
—Me atrevo a afirmar que algunos podrían hacer desaparecer el resto de vuestro oro ante vuestros ojos.
—No hay buena tripulación que no tenga algunos hombres malos. No podemos ser todos tan rectos, ¿verdad, padre Yarvi? Sobre todo los que gobernamos.
—El poder exige tener un hombro siempre en las sombras.
—Así es. ¿Cómo se encuentra la joya del norte, tu madre, la reina Laithlin?
—Ya no es mi madre, gran príncipe. Renuncié a mi familia cuando pronuncié mi juramento a la Clerecía.
—Los norteños tenéis unas costumbres muy raras. —Varoslaf acarició con dedos ociosos las orejas de su perro—. Yo creo que los vínculos de sangre no pueden segarse con una palabra.
—Las palabras adecuadas pueden cortar más que las espadas, en particular los juramentos. La reina está embarazada.
—¿De un heredero a la Silla Negra, quizá? Una noticia exquisita como el oro, en estos tiempos desgraciados.
—El mundo se regocija, gran príncipe. La reina expresa a menudo su deseo de volver a visitar Kalyiv.
—¡Rezo por que no sea demasiado pronto! Mi tesorería aún luce las cicatrices de su última visita.
—Quizá podamos forjar un acuerdo que sane todas esas cicatrices y además engorde vuestra tesorería.
Hubo un silencio. Varoslaf miró a la mujer, que agitó con suavidad todos sus miembros e hizo que las monedas de su pañuelo giraran y relucieran sobre su frente.
—¿Por eso has viajado hasta tan lejos, padre Yarvi? ¿Para engordar mi tesorería?
—He venido a buscar ayuda.
—Ah, tú también deseas el botín de los grandes hombres. —Otro silencio, Espina tenía la impresión de que aquellos dos estaban jugando a algún juego. Un juego en que las bazas eran palabras, pero que no requería menos destreza que los ejercicios en el cuadrado de entrenamiento. Y un juego más peligroso incluso—. Da voz a tu deseo, siempre que no estés buscando aliados contra el Alto Rey de Casa Skeken.
La sonrisa del padre Yarvi no se inmutó ni un ápice.
—Debería haber sabido que vuestros ojos agudos sabrían ver al instante el fondo del asunto, gran príncipe. Yo mismo, la reina Laithlin y el rey Uthil tememos que la Madre Guerra pueda extender sus alas por todo el mar Quebrado, a pesar de todos nuestros esfuerzos. El Alto Rey cuenta con muchos aliados, y pretendemos equilibrar la balanza. Quienes prosperan gracias al comercio por los ríos Divino y Denegado quizá deban escoger bando en…
—Y sin embargo, yo no puedo. Como habrás podido ver, tengo problemas propios y ninguna ayuda que prestar.
—¿Puedo preguntaros si tenéis ayuda que prestar al Alto Rey?
El príncipe entrecerró los ojos.
—No dejan de venir clérigos al sur con esa misma pregunta.
—¿No soy el primero?
—La madre Scaer estuvo aquí hace menos de un mes.
Yarvi se quedó callado un momento.
—¿La clériga de Grom-gil-Gorm?
—En representación de la abuela Wexen. Se personó ante mí con una docena de guerreros del Alto Rey y me advirtió de que no llevara mis remos al mar Quebrado. Casi podría decirse que profirió amenazas. —El perro alzó la cabeza y dio un gruñido largo y profundo, acompañado de un alargado goterón de saliva que escapó de sus fauces y cayó al suelo—. Aquí. En mi salón. Tuve la tentación de hacerla desollar en la plaza pública, pero… no parecía un acto diplomático. —Y silenció a su perro con un leve chistido.
—¿La madre Scaer partió con su piel, entonces?
—A mí no me habría quedado bien. Zarpó hacia el sur en un barco que exhibía la proa del Alto Rey, con destino a la Primera Ciudad. Y aunque prefiero con mucho tus modales a los de ella, me temo que solo puedo hacerte la misma promesa que le hice.
—¿Cuál fue?
—Procurar la misma ayuda a todos mis amigos del mar Quebrado.
—¿Es decir, ninguna?
La sonrisa del príncipe de Kalyiv atemorizó a Espina incluso más que su ceño.
—Se te tiene por un hombre astucioso, padre Yarvi. Estoy seguro de que no necesitas ayuda alguna para comprender mis palabras. Sabes dónde se hallan mis dominios. Entre el Pueblo del Caballo y los grandes bosques. Entre el Alto Rey y la Emperatriz del Sur. En la Encrucijada del Mundo y rodeado de peligros en todas las direcciones.
—Todos tenemos peligros que afrontar.
—Pero un príncipe de Kalyiv debe tener amigos en el este y en el oeste, en el norte y en el sur. Un príncipe de Kalyiv medra en el equilibrio. Un príncipe de Kalyiv debe tener un pie en todos los umbrales.
—¿Cuántos pies tenéis?
El perro levantó las orejas y dio otro gruñido. La sonrisa de Kalyiv se marchitó con la parsimonia de la nieve al derretirse.
—Te daré un consejo. Deja de hablar de guerra, padre Yarvi. Regresa a Gettlandia y allana el camino del Padre Paz, como tengo entendido que debe hacer un clérigo.
—¿Mi tripulación y yo somos libres de zarpar de Kalyiv, gran príncipe?
—¿Retener al clérigo de Uthil contra su voluntad? Tampoco sería un acto diplomático.
—En ese caso, os agradezco humildemente vuestra hospitalidad y vuestro consejo, formulado con buena intención y recibido del mismo modo. Sin embargo, no podemos regresar. Debemos continuar sin demora hacia la Primera Ciudad y buscar ayuda allí.
Espina lanzó una mirada de soslayo a Brand y vio que tragaba saliva. Seguirían adelante hasta la Primera Ciudad, a medio mundo de distancia de casa. Sintió una punzada de emoción por la idea. Y una punzada de miedo.
Varoslaf se limitó a bufar, desdeñoso.
—Os deseo suerte. Me temo que no sacaréis nada de la emperatriz. En la vejez se ha vuelto más devota si cabe, y no cerrará trato alguno con quienes no adoran a su Diosa Única. Lo único que anhela más que la cháchara de sacerdotes es la sangre derramada. Eso y las reliquias élficas. Pero sería necesaria la más grandiosa de todas las que se hayan desenterrado jamás como regalo para ganarte su favor.
—Oh, gran príncipe, ¿dónde podré hallar tan esquivo tesoro?
El padre Yarvi se inclinó, todo inocencia y humildad.
Pero Espina entrevió una sonrisa astuciosa en la comisura de sus labios.