NO COMO EN LAS CANCIONES

—Huyen.

El pelo de Espina le daba latigazos en la cara ensangrentada por culpa del viento, pero no apartó la mirada de los uzhakos, jinetes y caballos sin jinete convertidos ya en pequeñas manchas que menguaban al fondo del océano de hierba.

—No me extraña —dijo Brand con un hilo de voz, mientras miraba a Skifr arrebujarse en su capa y volver a sentarse con las piernas cruzadas, manoseando los símbolos sagrados que colgaban de su cuello y observando malcarada las ascuas del fuego.

—Hemos luchado bien —dijo Rulf, aunque su voz sonó hueca.

—Manos férreas. —Fror asintió al tiempo que se limpiaba la pintura de la cara con un trapo húmedo—. Hemos ganado una batalla digna de ser cantada.

—Hemos ganado, al menos. —El padre Yarvi recogió uno de los pequeños trozos de metal que Skifr había dejado caer en la hierba y lo giró para que reluciera al sol. Estaba hueco y aún salía algo de humo del interior. ¿Cómo podía algo así cruzar la llanura y matar a un hombre?

Safrit miraba a Skifr con furia frotándose la sangre de las manos con un trozo de tela.

—Hemos ganado valiéndonos de artes oscuras.

—Hemos ganado. —El padre Yarvi se encogió de hombros—. De los dos finales posibles de una batalla, este es el mejor. Que el Padre Paz derrame lágrimas por los métodos; la Madre Guerra sonríe a los resultados.

—¿Y Odda? —murmuró Brand. El hombrecillo había parecido invencible, pero había cruzado la Última Puerta. Se habían acabado sus chanzas.

—No habría sobrevivido a la flecha —dijo Yarvi—. Era él o todos nosotros.

—Una aritmética despiadada —repuso Safrit, y apretó los labios con dureza.

El clérigo no la miró.

—Tales son los cálculos que debe resolver un líder.

—¿Y si esta hechicería nos trae una maldición? —preguntó Dosduvoi—. ¿Y si nos arriesgamos a una segunda Ruptura de la Diosa? ¿Y si ahora…?

—Hemos ganado —zanjó el padre Yarvi con voz fría y afilada como el acero al desenfundarse, y cerró los dedos de la mano buena sobre el pedacito de metal élfico para hacer de ella un puño de blancos nudillos—. Agradeced que seguís con vida a cualquier dios en el que creáis, si encontráis la forma de hacerlo. Y luego ayudad con los cuerpos.

Dosduvoi cerró la boca y se alejó, negando con su enorme cabeza.

Brand se ayudó con la otra mano para abrir los dedos lastimados y dejó caer el escudo. El dragón que le había pintado Rin estaba lleno de tajos y bollos, el brocal brillante con nuevos raspones, las vendas de la palma de su mano manchadas de sangre. Dioses, estaba magullado, lleno de rasguños y le dolía todo el cuerpo. Casi no le llegaban las fuerzas ni para mantenerse en pie, así que mucho menos para llenarse de remordimientos por los buenos actos que podría haber hecho. Cuanto más veía, menos seguro estaba de qué podría ser un buen acto. Le escocía el cuello y lo notaba húmedo al tacto. Sería un arañazo, aunque no sabría decir si se lo había hecho un amigo o un enemigo. Las heridas duelen lo mismo las inflija quien las inflija.

—Tendedlos con dignidad —estaba diciendo el padre Yarvi—, y talad estos árboles para las piras.

—¿A esos cabronazos también? —Koll señaló a los miembros del Pueblo del Caballo que estaban esparcidos, desgarrados y ensangrentados, en la pendiente. Había varios tripulantes registrando sus cuerpos por si tenían algo de valor.

—A ellos también.

—¿Por qué darles una pira decente?

Rulf agarró al chico del brazo.

—Porque si acabamos de vencer a unos mendigos, no somos mejores que mendigos. Si hemos derrotado a grandes hombres, nosotros aún somos más grandes.

—¿Estás herido? —preguntó Safrit.

Brand la miró como si hablara en un idioma desconocido.

—¿Qué?

—Siéntate.

No fue difícil. Tenía las rodillas tan fofas que ya había empezado a caer. Pasó la mirada por la cima barrida por el viento mientras la tripulación dejaba sus armas y algunos empezaban a arrastrar los cadáveres y a ponerlos en hileras y otros a aplicar el hacha a los árboles enclenques para encender una gran pira. Safrit se inclinó sobre él y palpó el corte de su cuello con dedos fuertes.

—No es profundo. Hay muchos que están peor.

—He matado a un hombre —musitó sin dirigirse a nadie en concreto. Quizá sonara a alarde, pero desde luego no tenía esa intención—. Un hombre con sus esperanzas, sus preocupaciones y su familia.

Rulf se agachó a su lado rascándose la barba canosa.

—Matar a un hombre no es algo que se haga tan a la ligera como dan a entender los escaldos en sus canciones. —Puso una mano paternal en el hombro de Brand—. Hoy has hecho el bien.

—¿De verdad? —murmuró Brand, frotándose las manos vendadas—. No paro de preguntarme quién era, qué lo trajo aquí y por qué teníamos que pelear. No me quito su cara de la cabeza.

—Ni creo que vayas a quitártela hasta que seas tú el que cruce la Última Puerta. Es el precio de la muralla de escudos, Brand. —Y Rulf le ofreció una espada. Era una buena espada, con plata en la empuñadura, y una vaina manchada y muy usada—. Era de Odda, pero habría querido que la tuvieras tú. Un guerrero de verdad debería llevar un arma de verdad.

Brand había soñado con poseer su propia espada, pero mirar aquella le daba arcadas.

—No soy un guerrero.

—Sí que lo eres.

—Un guerrero no se asusta.

—Un necio no se asusta. Un guerrero resiste a pesar del miedo, y tú has resistido.

Brand pinzó sus pantalones húmedos.

—He resistido y me he meado encima.

—No serás el único.

—En las canciones el héroe nunca se mea encima.

—Ya, bueno. —Rulf le dio un apretón de despedida en el hombro y se levantó—. Por eso son canciones y esto es la vida.

La Madre Sol ya estaba alta sobre la estepa cuando partieron, dejando atrás el humo de las piras que ascendía despacio hacia ella. Aunque la sangre había abandonado el cielo, que lucía de un hermoso azul claro, seguía oscura y reseca bajo las uñas de Brand, y en sus vendajes, y en su cuello palpitante. Aquel seguía siendo un día rojo. Sintió que lo que le quedaba de vida estaría compuesto solo de días rojos.

Junto al mástil quedaron cuatro remos inmóviles; las cenizas de sus remeros empezaban a dispersarse por las llanuras formando remolinos. Skifr se sentó malhumorada entre el cargamento, con la capucha echada, y los remeros más cercanos se removieron para alejarse de ella todo lo que pudieron sin caer del barco.

Brand volvió la cabeza hacia Espina cuando tuvo cogido el ritmo de brazada y ella lo miró a él, con una cara tan blanquecina y demacrada como la de Odda cuando habían apilado la madera a su alrededor. Intentó sonreír, pero su boca parecía incapaz siquiera de componer el gesto.

Habían luchado en la muralla. Se habían alzado ante la Última Puerta. Se habían enfrentado a la Muerte y habían dejado una cosecha para la Madre de Cuervos. Sin importar lo que hubiera podido decir el maestro Hunnan, ahora los dos eran guerreros.

Pero no como en las canciones.