EXTRAÑOS COMPAÑEROS DE CAMA
—¿Te marchas, entonces? —preguntó Sumael mientras cruzaban el pasillo entre los ecos de sus pasos firmes.
—Antes de que acabe la semana —dijo el padre Yarvi—. Puede que ya no podamos llegar a casa antes de que se congele el Divino. Siempre puedes venir con nosotros. No finjas que no echas de menos las nieves del norte.
Ella se echó a reír.
—Sí, no hay un solo día templado en el que no desee volver a congelarme hasta casi morir. Siempre puedes quedarte con nosotros. ¿No te gusta el sol sureño?
—Soy un poco demasiado pálido. Me quemo antes de ponerme moreno. —Dejó escapar un suspiro entrecortado—. Y tengo un juramento que cumplir.
La sonrisa de Sumael se deshizo.
—Creía que no te tomabas tan en serio tus juramentos.
—Este sí —dijo el padre Yarvi.
—¿Romperás el mundo para cumplirlo?
—Espero que la cosa no llegue a tanto.
Sumael dio un bufido.
—Ya sabes cómo son las esperanzas.
—Yo sí —murmuró Brand. Tenía la sensación de que había dos conversaciones paralelas, una a simple vista y la otra oculta. Pero nunca se le habían dado muy bien las conversaciones, ni las cosas que no podía ver, de modo que guardó silencio. Como de costumbre.
Sumael abrió una puerta acompañada del chirrido de bisagras oxidadas y Brand vio unos escalones bastos que se hundían en la oscuridad.
—Está ahí abajo.
El pasaje abovedado que había al pie de la escalera estaba recubierto de moho, y algo huyó reptando de la titilante luz de la antorcha de Brand.
—Tú sígueme la corriente —dijo Yarvi.
Brand asintió con expresión cansada.
—¿Qué otra cosa iba a hacer?
Se detuvieron ante unos barrotes. Brand vio el leve brillo de unos ojos en las sombras y se acercó, levantando la antorcha.
La madre Scaer, que una vez fue clériga de Vansterlandia y luego emisaria de la abuela Wexen, estaba sentada con la espalda apoyada en una pared de piedra enmohecida, con la cabeza afeitada girada a un lado, los antebrazos tatuados apoyados en las rodillas y sus largas piernas colgando. Tenía cinco brazaletes élficos en una muñeca, todos oro y cristal y brillante metal pulido. Antes Brand se habría quedado atónito al verlos, pero en ese momento le parecieron unos trastos pobres, chillones y rotos al lado del que llevaba Espina.
—¡Ah, padre Yarvi! —La madre Scaer extendió una larga pierna hacia ellos, haciendo tintinear la cadena que partía de un grillete de hierro en su tobillo descalzo—. ¿Has venido a regodearte?
—Quizá un poco. ¿Podrías culparme? A fin de cuentas, conspiraste para asesinar a la emperatriz Vialina.
La clériga siseó.
—Yo no tuve nada que ver con eso. La abuela Wexen me envió aquí para impedir que esa vejiga inflada de arrogancia que era el duque Mikedas hiciese alguna tontería.
—¿Y qué tal salió?
La madre Scaer levantó unos eslabones a modo de respuesta, y luego los dejó caer en su regazo.
—Deberías saber mejor que nadie que un buen clérigo da los mejores consejos que sabe, pero al final el gobernante hace lo que hace. ¿A ese te lo has traído para asustarme? —Los ojos azules de la madre Scaer se posaron en Brand, que aun teniendo los barrotes entre ellos se estremeció—. No da miedo.
—Al contrario, lo he traído para que estés más tranquila. La que da miedo se hizo unos arañazos matando a siete hombres cuando salvó a la emperatriz y frustró todos vuestros planes. —Brand no señaló que a dos de aquellos hombres los había matado él. No se enorgullecía de haberlo hecho, y empezaba a tener la sensación de que no era la historia que todo el mundo quería contar—. Pero está sanando bien. Tal vez pueda asustarte más adelante.
La madre Scaer apartó la mirada.
—Los dos sabemos que no hay un «más adelante» para mí. Tendría que haberte matado en Amwend.
—Querías dejar allí mis entrañas para los cuervos, me acuerdo. Pero Grom-gil-Gorm dijo: «¿Por qué matar lo que se puede vender?».
—Su primer error. Cometió un segundo al confiar en ti.
—Bueno, al igual que el rey Uthil, Gorm es un guerrero y los guerreros suelen preferir la acción a la reflexión. Para eso necesitan clérigos. Por eso él tiene tanta necesidad de tus consejos. Y sospecho que por eso la abuela Wexen se empeñó tanto en apartarte de su lado.
—Ahora ya no le seré de ninguna ayuda —dijo la madre Scaer—. Entre tú, la abuela Wexen y el duque Mikedas lo habéis hecho imposible.
—Ah, no sabría decirte —replicó Yarvi—. Voy a volver por el río Divino antes de que acabe la semana. Regreso al mar Quebrado. —Frunció los labios y les dio unos toquecitos con el dedo índice—. Que una nueva pasajera siguiera su viaje hasta Vulsgard no sería demasiado problema, ¿verdad, Brand?
—No demasiado —respondió él.
Yarvi enarcó las cejas como si se le acabara de ocurrir la idea.
—¿Crees que queda algo de espacio para la madre Scaer?
—Hemos perdido a una mujer calva y misteriosa. —Brand se encogió de hombros—. Tenemos sitio para otra.
La clériga de Gorm los miró adusta. Estaba interesada, pero no quería que se le notara.
—No juegues conmigo, chico.
—Nunca fui muy bueno jugando —dijo Brand—. Tuve una infancia corta.
La madre Scaer desplegó sus largas extremidades con lentitud, se levantó y caminó chapoteando descalza en la piedra mojada hasta que las cadenas se tensaron, y entonces se inclinó un poco más hacia ellos, mientras las sombras cambiaban en los valles de su rostro esquelético.
—¿Me estás ofreciendo mi vida, padre Yarvi?
—La tengo en mis manos, y no le veo mejor uso.
—Vaya. —Las cejas de la madre Scaer treparon muy altas en su frente—. Qué cebo más sabroso. Y no tendrá un anzuelo dentro, supongo.
Yarvi también se inclinó hacia los barrotes, de modo que las caras de los dos clérigos quedaron a menos de dos palmos de distancia.
—Quiero aliados.
—¿Contra el Alto Rey? ¿Qué aliados podría procurarte yo?
—En nuestra tripulación tenemos a un vansterlandés. Es un buen hombre. Fuerte al remo, fuerte en la muralla. ¿No te parece, Brand?
—Fuerte al remo. —Brand recordó a Fror entonando a voz en grito el Cantar de Bail en aquella colina sobre el río Denegado—. Fuerte en la muralla.
—Verlo combatir junto a hombres de Gettlandia me hizo darme cuenta otra vez de lo mucho que nos parecemos —dijo Yarvi—. Rezamos a los mismos dioses bajo los mismos cielos. Cantamos las mismas canciones en el mismo idioma. Y ambos sufrimos bajo el yugo cada vez más pesado del Alto Rey.
El labio de la madre Scaer se curvó.
—Y querrías librar a Vansterlandia de sus ataduras, ¿verdad?
—¿Por qué no? Siempre que al mismo tiempo libere a Gettlandia de las suyas. No me gustó llevar la argolla de esclavo de una capitana de galera. Me gusta aún menos ser esclavo de un viejo tonto y baboso que vive en Casa Skeken.
—¿Una alianza entre Gettlandia y Vansterlandia? —Brand negó con la cabeza, entristecido—. Llevamos luchando unos contra otros desde antes de que hubiera un Alto Rey. Desde antes de que existiera Gettlandia. Me parece una locura.
Yarvi volvió la cabeza hacia él y le lanzó una fugaz mirada de advertencia.
—La línea que separa a un hombre loco de uno astucioso siempre ha sido muy fina.
—El chico tiene razón. —La madre Scaer pasó los brazos por entre los barrotes y se quedó prendida de ellos igual que un borracho de un viejo amigo—. Hay antiguas enemistades entre nosotros, y odios profundos…
—Hay rencillas ruines entre nosotros, y una ignorancia frívola. Deja las palabras airadas para los guerreros, madre Scaer; tú y yo somos más sensatos. La abuela Wexen es nuestra auténtica enemiga. Es quien te arrancó de tu lugar para que le hicieras de esclava. A ella le trae sin cuidado Vansterlandia, y Gettlandia, y todos nosotros. Solo se preocupa de su propio poder.
La madre Scaer dejó caer la cabeza a un lado y entrecerró sus ojos azules.
—Nunca vencerás. Es demasiado fuerte.
—El duque Mikedas era demasiado fuerte, y tanto su poder como su cráneo yacen hechos trizas.
Los ojos de la clériga se entrecerraron más.
—El rey Uthil nunca lo aceptará.
—Deja que me preocupe yo del rey Uthil.
Y aún más.
—Grom-gil-Gorm nunca lo aceptará.
—No te subestimes, madre Scaer. Yo no pongo en duda que tu capacidad de persuasión es formidable.
Ya eran meras rendijas azules.
—Me parece que menos que la tuya, padre Yarvi. —De pronto abrió los ojos del todo y extendió la mano entre los barrotes tan deprisa que Brand retrocedió por instinto y estuvo a punto de soltar la antorcha—. Acepto tu oferta.
El padre Yarvi le estrechó la mano y ella, más fuerte de lo que parecía, lo atrajo hacia sí.
—Debes comprender que no puedo prometer nada.
—Estoy menos interesado en las promesas de lo que lo estuve una vez. La forma de doblegar a una persona para que cumpla tu voluntad es ofrecerle lo que ella quiere, no obligarla a pronunciar un juramento. —Yarvi retorció la mano hasta liberarla—. En el Divino hará frío cuando avance el año. Yo me llevaría ropa de abrigo.
Mientras se alejaban en la oscuridad, el padre Yarvi puso una mano en el hombro de Brand.
—Lo has hecho bien.
—Apenas he dicho nada.
—No. Pero lo primero que aprende un orador sabio es a guardar silencio. Te sorprendería saber cuánta gente inteligente no llega a aprender esa lección en su vida.
Sumael los esperaba en la puerta.
—¿Has conseguido lo que querías?
Yarvi se detuvo frente a ella.
—Todo lo que quería y mucho más de lo que merecía. Pero ahora parece que debo dejarlo atrás.
—El destino puede ser cruel.
—A menudo lo es.
—Podrías quedarte.
—Podrías venirte.
—Pero al final todos debemos ser lo que somos. Yo soy consejera de una emperatriz.
—Yo soy clérigo de un rey. Los dos tenemos nuestras cargas.
Sumael sonrió.
—Y si te toca levantar una carga…
—Más te vale levantarla que echarte a llorar.
—Te echaré de menos, Yarvi.
—Será como si dejara atrás la mejor parte de mí.
Se miraron un momento más y entonces Sumael hizo una inspiración.
—Buena suerte en la travesía. —Y se marchó con paso firme y los hombros cuadrados.
El padre Yarvi descompuso el rostro y se apoyó contra la puerta como si temiera caer. Brand estuvo a punto de ofrecerle una mano, pero lo primero que aprende un orador sabio es a guardar silencio. El clérigo no tardó en recuperarse sin ayuda.
—Reúne a la tripulación, Brand —dijo—. Nos queda mucho camino por delante.