FAMILIA

—Llegas tarde.

Rin tenía razón. El Padre Luna ya lucía una sonrisa brillante, y sus hijas, las estrellas, titilaban en el paño del cielo, y la estrecha casita estaba iluminada solo por ascuas cuando Brand se agachó para pasar bajo el dintel.

—Lo siento, hermana. —Llegó agachado a su banco y se dejó caer con un largo gemido, se sacó las botas y acercó al calor los dedos de sus pies doloridos—. Harper tenía más turba que cortar y luego la vieja Fen necesitaba ayuda para entrar unos leños a casa. No iba a cortarlos ella, y tenía el hacha tan roma que me ha tocado afilarla, y de camino hacia aquí se ha salido un eje de la carreta de Lem y entre unos cuantos le hemos ayudado a…

—Tu problema es que haces el problema de todos tu problema.

—Si ayudas a la gente, a lo mejor cuando lo necesites te ayudarán a ti.

—A lo mejor. —Rin señaló con la barbilla la cacerola que reposaba en los rescoldos del fuego—. Tienes cena. Los dioses saben que me ha costado horrores no acabármela toda.

Brand le dio una palmada en la rodilla mientras se inclinaba para alcanzar la comida.

—Bendita seas por hacerlo, hermana. —Aunque tenía un hambre atroz, pero se acordó de musitar un agradecimiento al Padre Tierra por los alimentos. Aún recordaba lo que era no tenerlos—. Está bueno —dijo, obligándose a tragar.

—Estaba mejor recién hecho.

—Sigue estando bueno.

—No es verdad.

Brand se encogió de hombros mientras devoraba los últimos bocados, deseando que hubiera más.

—Las cosas cambiarán ahora que he superado las pruebas. La gente regresa enriquecida de incursiones como esta.

—La gente viene a la fragua antes de cada incursión explicando lo ricos que van a hacerse. A veces ya no vuelven nunca más.

Brand le sonrió.

—No te librarás de mí tan fácilmente.

—Ni lo pretendo. Por muy tonto que seas, no tengo más familia que tú.

Rin sacó un fardo de detrás de ella y se lo tendió. Era algo envuelto en piel de animal, manchada y raída.

—¿Es para mí? —preguntó él, extendiendo el brazo por encima de los cálidos restos del fuego.

—Para que te haga compañía en tus grandes aventuras. Para que te recuerde al hogar. Para que te recuerde a tu familia, aunque tengas poca.

—No necesito más familia que tú.

La piel envolvía un cuchillo de brillante acero pulido: una daga de guerrero con la hoja larga y recta, el guardamano labrado en forma de serpientes entrelazadas y el pomo como una cabeza de dragón rugiente.

Rin se incorporó para ver si a su hermano le había gustado el regalo.

—Un día te haré una espada. De momento, esto era lo más que me he atrevido.

—¿La has hecho tú?

—Gaden me ha ayudado un poco con la empuñadura, pero el acero es todo mío.

—Es un trabajo muy bueno, Rin. —Cuanto más la miraba mejor aspecto tenía, con todas las escamas de las serpientes marcadas, el dragón enseñándole los dientecitos y el acero reluciente como la plata, además de afiladísimo. Casi no se atrevía a tocar el arma. Parecía demasiado buena para sus manos sucias—. Dioses, es una obra maestra.

Ella se reclinó sin darle importancia, como si ya lo supiera.

—Creo que he encontrado una forma mejor de refinar el acero. Con más calor, en una especie de tinaja de arcilla. Hueso y carbón para ligar el hierro, arena y vidrio para sacar la porquería y dejar el acero puro. Pero la clave está en el calor… y tú no me escuchas.

Brand se disculpó levantando los hombros.

—Yo sé dar martillazos, pero nunca llegaré a entender esa magia. Eres diez veces mejor herrera de lo que yo fui jamás.

—Gaden dice que soy una favorita de Aquella Que Golpea El Yunque.

—Pues estará bien contenta de que yo dejase la fragua y entraras tú de aprendiza.

—Tengo un don.

—Sí, el don de la modestia.

—La modestia es para quienes no tienen nada de qué alardear.

Brand sopesó la daga y comprobó que tenía muy buen equilibrio.

—Mi hermanita, la señora de la forja. Nunca me han hecho un regalo mejor. —Tampoco es que le hubieran hecho muchos—. Ojalá tuviera algo que darte yo a cambio.

Ella se recostó en su banco y se tapó las piernas con la andrajosa manta.

—Ya me has dado todo lo que tengo.

Brand hizo una mueca.

—No es gran cosa, ¿verdad?

—No me quejo.

Tendió sobre el fuego su mano fuerte, encallecida y llena de costras de trabajar en la fragua y, cuando él se la cogió, se dieron un apretón. Brand carraspeó, mirando la tierra apisonada del suelo.

—¿Estarás bien mientras dure esta incursión?

—Seré como una nadadora que por fin se ha podido quitar la armadura.

Le puso su cara de pocos amigos, pero no logró engañar a su hermano. Rin tenía quince años y Brand era su única familia, y tenía miedo, y eso le daba miedo a él también. Miedo a luchar. Miedo a irse de casa. Miedo a dejarla sola.

—Volveré, Rin. Antes de que te des cuenta.

—Y cargado de tesoros, seguro.

Él le guiñó un ojo.

—Entre canciones que celebren mis grandes hazañas y con una docena de buenos esclavos isleños de mi propiedad.

—¿Dónde dormirán?

—En la casa de piedra que te compraré arriba, cerca de la ciudadela.

—Tendré una habitación solo para guardar la ropa —dijo Rin, acariciando la pared de zarzo con la yema de los dedos.

Como hogar no era gran cosa, pero los dioses sabían lo mucho que agradecían tenerlo. Hubo un tiempo en que lo único que tenían sobre las cabezas era el clima.

Brand se tumbó también, acurrucado porque ya hacía tiempo que se le salían las piernas del banco, y empezó a desenrollar su oloroso retal de manta.

—Rin —descubrió que acababa de decir—, puede que haya hecho una estupidez.

No se le daba muy buen guardar secretos, y mucho menos con ella.

—¿Cuál ha sido esta vez?

Brand empezó a hurgar en uno de los muchos agujeros de su manta.

—He dicho la verdad.

—¿Sobre qué?

—Sobre Espina Bathu.

Rin se tapó la cara con las dos manos.

—¿Qué te pasa con esa chica?

—¿Por qué lo dices? Si ni siquiera me cae bien.

—No le cae bien a nadie. Es una astilla clavada en el culo del mundo. Pero por lo visto tú no puedes parar de rascar.

—Los dioses han cogido la costumbre de juntarnos, supongo.

—¿Has probado a alejarte? Mató a Edwal. Lo mató. Está muerto, Brand.

—Lo sé. Yo estaba presente. Pero no fue asesinato. ¿Qué debería haber hecho? Dímelo, ya que eres la lista. ¿Cerrar la boca como todos los demás? ¿Callarme y dejar que la aplasten con piedras? ¡No podía cargar con ese peso! —Se dio cuenta de que casi gritaba, dejando aflorar la rabia, y se obligó a bajar la voz—. No podía.

Los dos hermanos se quedaron en silencio, mirándose con dureza, y la hoguera soltó una vaharada de chispas al derrumbarse.

—¿Por qué siempre has de ser tú el que lo arregle todo? —preguntó Rin.

—Porque nadie más lo hace, supongo.

—Has sido un buen chico toda la vida. —Rin rodó sobre su espalda y contempló el hueco por donde salía el humo y la rendija de cielo estrellado que dejaba ver—. Ahora eres un buen hombre, y ahí está tu problema. Nunca he visto a nadie mejor que tú en hacer cosas buenas que den tan mal resultado. ¿A quién has ido con tu historia?

Brand tragó saliva, de pronto muy interesado también en el agujero del tejado.

—Al padre Yarvi.

—¡Por todos los dioses, Brand! No te gusta hacer las cosas a medias, ¿eh?

—Nunca me ha gustado —respondió en voz baja—. Pero supongo que acabará saliendo bien, ¿verdad? —añadió con tono suplicante, desesperado por una respuesta afirmativa.

Ella se quedó mirando al techo, así que Brand volvió a coger la daga y observó cómo cambiaban los colores del fuego reflejados en el brillante acero.

—De verdad que es muy buen trabajo, Rin.

—Anda, duérmete, Brand.