EL LUGAR ACORDADO
Los ejércitos de Vansterlandia y Gettlandia se miraban con rencor desde las lindes de un valle poco profundo cubierto de exuberante hierba verde.
—Buen lugar para que paste un rebaño de ovejas —dijo Rulf.
—O para entablar batalla.
Espina entrecerró los ojos y estudió la cumbre opuesta, en la que la silueta de los guerreros se destacaba negra contra el cielo claro, con la Madre Sol reluciendo aquí y allá en sus filos desenvainados. Los vansterlandeses formaban en una muralla de escudos poco prieta, compuesta de manchas de colores brillantes, lanzas alzadas como púas detrás, el negro estandarte de Grom-gil-Gorm lacio en el centro, algunos arqueros destacados como avanzadilla y hostigadores no tan fuertemente armados en ambos flancos.
—Se parece tanto a nuestro ejército que podríamos estar mirándonos en un espejo inmenso —murmuró Yarvi.
—Aparte de esa maldita torre élfica —dijo Espina.
En un saliente rocoso, en el extremo más alejado del frente vansterlandés, se alzaba el Diente de Amon, una torre hueca que tenía treinta veces la altura de un hombre, delgada como un estrecho filo de espada, construida a base de vacías telarañas de barras de metal élfico.
—¿Qué era antes? —preguntó Koll, que la contemplaba maravillado.
—¿Quién puede saberlo? —dijo el clérigo—. ¿Una torre de señales? ¿Un monumento a la arrogancia de los elfos? ¿Un templo a la Diosa Única que rompieron en los muchos?
—Yo puedo decirte lo que será. —Rulf observaba con gesto grave la hueste reunida en su sombra—. Una lápida que señalará la tumba de muchos centenares.
—Muchos centenares de vansterlandeses —dijo Espina, feroz—. Creo que nuestras filas están más pobladas.
—Sí —dijo Rulf—, pero las batallas las ganan los guerreros curtidos, y en eso venimos a estar parejos.
—Y Gorm es conocido por reservarse caballería escondida —terció el padre Yarvi—. Nuestras fuerzas están muy igualadas.
—Y solo uno de los dos ejércitos tiene a su rey. —Rulf volvió la mirada hacia el campamento. Uthil no se había levantado de su lecho desde la tarde anterior. Algunos decían que la Última Puerta estaba esperándolo abierta y el padre Yarvi no lo había negado.
—Incluso una victoria dejaría debilitada a Gettlandia —dijo el clérigo—, y la abuela Wexen lo sabe bien. Esta batalla forma parte de sus designios. Sabía que el rey Uthil sería incapaz de rechazar un desafío. La única victoria posible es que no trabemos combate.
—¿Qué hechizo élfico has preparado para impedirlo? —preguntó Espina.
El padre Yarvi le dedicó su frágil sonrisa.
—Confío en que baste con un poco de magia de clérigo.
Koll se tiró de los pelillos de su barba incipiente mientras contemplaba el otro lado del valle.
—Me pregunto si Fror estará entre ellos.
—Tal vez —dijo Espina. Fror, un hombre junto al que habían entrenado, habían reído, habían luchado, habían remado.
—¿Qué harás si te enfrentas a él en la batalla?
—Supongo que matarlo.
—Esperemos que no os encontréis, entonces. —Koll levantó un brazo para señalar—. ¡Ya vienen!
El estandarte de Gorm estaba en movimiento y un grupo de jinetes se destacó del centro de sus filas y emprendió el descenso de la pendiente. Espina se abrió paso entre los guerreros que gozaban del favor del rey para situarse junto a Laithlin, pero la reina la apartó con un gesto.
—Quédate atrás, y encapuchada.
—Mi lugar está junto a vos.
—Hoy no eres mi escudo, sino mi espada. A veces conviene mantener una hoja oculta. Si llega tu momento, lo sabrás.
—Sí, mi reina.
A regañadientes, Espina se cubrió con la capucha, esperó a que el resto de la comitiva real hubiera empezado a moverse y entonces, agachada en la silla de montar como una ladrona, en un lugar del que no se componen canciones, los siguió en la retaguardia. Trotaron por la suave y larga pendiente y sus cascos levantaron barro del suelo blando. Llevaban con ellos a dos portaestandartes, y el oro de Laithlin y el hierro gris de Uthil ondearon valientes al levantarse viento.
Los vansterlandeses se acercaron más y más. Eran veinte de sus guerreros más legendarios, con altos yelmos y profundos ceños, trenzas en el pelo y anillos de oro forjados en sus mallas. En la vanguardia, con el collar de pomos arrancados de las espadas de sus enemigos dando cuatro vueltas a su grueso cuello, llegaba el hombre que había matado al padre de Espina: Grom-gil-Gorm, el Rompeespadas, en toda su gloria bélica. A su izquierda cabalgaba su portaestandarte, un gigantesco esclavo shendo con una argolla tachonada y una capa negra ondeando a su espalda. A su derecha tenía a dos fornidos muchachos de pelo blanco, uno con la sonrisa burlona y el enorme escudo de Gorm a su espalda y el otro con una expresión provocadora y la gran espada de Gorm. Entre ellos y el rey, con la mandíbula tan apretada que se le movía el cuero cabelludo afeitado, cabalgaba la madre Scaer.
—¡Saludos, gettlandeses! —Los cascos del altísimo caballo de Grom-gil-Gorm chapotearon en el barro cuando su jinete tiró de las riendas en el fondo del valle y miró alegre al cielo brillante—. ¡La Madre Sol sonríe en nuestro encuentro!
—Un buen presagio —dijo el padre Yarvi.
—¿Para quiénes de nosotros? —preguntó Gorm.
—Quizá para todos.
Laithlin hizo avanzar a su propia montura. Espina ansiaba situarse junto a ella y poder protegerla, pero obligó a sus talones a quedarse quietos.
—¡Reina Laithlin! ¿Cómo pueden vuestra sabiduría y vuestra belleza desafiar así al paso de los años?
—¿Cómo pueden vuestra fuerza y vuestro coraje? —preguntó la reina.
Gorm se rascó la barba, pensativo.
—La última vez que estuve en Thorlby no parecíais tenerme en tan alta estima.
—Los dioses no conceden mayor don que un buen enemigo, dice siempre mi marido. Gettlandia no podría aspirar a un enemigo mejor que el Rompeespadas.
—Me halagáis, y no sabéis cuánto lo disfruto. Pero ¿dónde está el rey Uthil? Ardía en deseos de renovar la amistad que forjamos en su Salón de los Dioses.
—Me temo que mi marido no ha podido venir —dijo Laithlin—. Me envía a mí en su lugar.
Gorm hizo un mohín decepcionado.
—Hay pocos guerreros de tanto renombre como él. Esta batalla brillará menos por su ausencia. Pero la Madre de Cuervos no espera a ningún hombre, por grande que sea su fama.
—Existe otra opción. —Yarvi situó su caballo junto al de la reina—. Una manera de evitar el derramamiento de sangre. Una manera de que el norte pueda liberarse del yugo del Alto Rey en Casa Skeken.
Gorm enarcó una ceja.
—¿Eres mago, además de clérigo?
—Los dos adoramos a los mismos dioses, cantamos a los mismos héroes, soportamos el mismo clima. Y sin embargo, la abuela Wexen nos enfrenta entre nosotros. Si trabamos batalla hoy en el Diente de Amon, salga quien salga victorioso será ella quien venza. ¿Qué no podrían conseguir Vansterlandia y Gettlandia juntas? —Se inclinó adelante en su silla, anhelante—. ¡Hagamos del puño mano abierta! ¡Hágase una alianza entre nosotros!
Espina dio un respingo al oírlo, y no fue la única. Se alzó un murmullo entre los guerreros de ambos bandos y hubo reniegos susurrados y miradas iracundas, pero el Rompeespadas hizo el silencio levantando una mano.
—Una idea atrevida, padre Yarvi. Sin duda eres un hombre astucioso. Y hablas en nombre del padre Paz, como debe hacer un clérigo. —Gorm movió los labios con expresión contrariada, respiró hondo por la nariz y dejó escapar el aire en un suspiro—. Sin embargo, me temo que no puede ser. Mi clériga tiene otro parecer.
Yarvi miró a la madre Scaer y parpadeó, sorprendido.
—¿Ah, sí?
—Me refiero a mi nueva clériga.
—Saludos, padre Yarvi.
Los dos jóvenes de blancos cabellos, que portaban la espada y el escudo de Gorm, se apartaron para dejar que se acercara una amazona vestida con capa, a lomos de un caballo melado. Se quitó la capucha y al mismo tiempo se alzó un viento frío que le revolvió el cabello rubio en torno a la cara delgada, en la que destacaban unos ojos febriles sobre su sonrisa. Una sonrisa tan retorcida de amargura que costaba esfuerzo mirarla.
—Ya conocéis a la madre Isriun, si no me equivoco —dijo Gorm entre dientes.
—La mocosa de Odem —escupió la reina Laithlin, y su tono dejó claro que sus planes no contaban con la presencia de la clériga.
—Os equivocáis, mi reina. —Isriun le dedicó una sonrisa perversa—. Ahora mi única familia es la Clerecía, la misma que la del padre Yarvi. Nuestra única madre es la abuela Wexen, ¿verdad, hermano? Tras su estrepitoso fracaso en la Primera Ciudad, ella dejó de considerar a la hermana Scaer digna de confianza. —El rostro de Scaer se desfiguró un poco al oír el título—. Me envió a mí a ocupar su lugar.
—¿Y vos lo permitisteis? —murmuró Yarvi.
Gorm movió la lengua en la boca, como para quitarse un sabor desagradable, a todas luces muy lejos de estar satisfecho con el arreglo.
—Tengo un juramento al Alto Rey que considerar.
—El Rompeespadas es sabio además de poderoso —dijo Isriun—. Recuerda su lugar en el orden correcto de las cosas. —Gorm pareció disgustarse más, pero mantuvo un silencio taciturno—. Algo que los gettlandeses han olvidado. La abuela Wexen exige que se castigue vuestra arrogancia, vuestra insolencia, vuestra deslealtad. En estos momentos el Alto Rey reúne un gran ejército formado por incontables millares de tierrabajeños e inglingos. ¡Convoca a su campeón, Yilling el Radiante, para encabezarlo! ¡Es la mayor hueste que haya contemplado nunca el mar Quebrado, dispuesta a marchar sobre Trovenlandia para mayor gloria de la Diosa Única!
Yarvi bufó.
—¿Y vos os alzáis junto a ella, Grom-gil-Gorm? ¿Os arrodilláis ante el Alto Rey? ¿Os postráis ante su Diosa Única?
El viento arrojó la larga melena de Gorm sobre las arrugas de su frente, talladas en piedra.
—Me alzo donde me han dispuesto mis juramentos, padre Yarvi.
—Aun así —dijo Isriun, frotando sus manos ansiosas—, la Clerecía siempre habla en favor de la paz. La Diosa Única siempre ofrece perdón, por poco merecido que sea. Evitar el derramamiento de sangre es un noble deseo. Mantenemos nuestra oferta de un duelo de reyes para zanjar la contienda. —Torció el labio—. Pero temo que Uthil sea demasiado viejo y débil, que esté demasiado enfermo para luchar. Sin duda, se trata de un castigo de la Diosa Única por su deslealtad.
Laithlin miró de soslayo a su clérigo, que hizo un leve asentimiento.
—Uthil me envía a mí en su lugar —dijo la reina, y Espina notó que su corazón, que ya latía con fuerza, empezaba a aporrearle las costillas—. Un desafío a un rey debe ser también un desafío a su reina.
La madre Isriun ladró una risotada desdeñosa.
—¿Vais a combatir contra el Rompeespadas, reina bañada en oro?
Una comisura de los labios de Laithlin se curvó.
—Las reinas no combaten, niña. Mi Escudo Elegido ocupará mi lugar.
Y Espina sintió que se apoderaba de ella una calma terrible, y empezó a sonreír bajo su capucha.
—Esto es un truco —espetó Isriun, cuya sonrisa había desaparecido sin dejar rastro.
—Esto es la ley —replicó Yarvi—. Como clériga de un rey, deberías comprenderla. Vosotros lanzasteis el desafío. Nosotros lo aceptamos.
Gorm movió una mano como si espantara una mosca molesta.
—Truco o ley, da lo mismo. Lucharé contra quien sea. —Sonaba casi aburrido—. Mostradme a vuestro campeón, Laithlin, y mañana al amanecer nos encontraremos en este campo y lo mataré, y romperé su espada, y añadiré su pomo a mi cadena. —Sus ojos oscuros pasaron a los guerreros de Gettlandia—. Pero vuestro Escudo Elegido debería saber que la Madre Guerra me insufló su aliento en la cuna y que dicen los presagios que ningún hombre puede matarme.
La gélida sonrisa de Laithlin hizo encajar todas las piezas como en el mecanismo de una cerradura, y el propósito que reservaban los dioses a Espina Bathu quedó revelado de repente.
—Mi Escudo Elegido no es un hombre.
Por tanto, había llegado el momento de que la espada se desenvainara. Espina se quitó la capa y la arrojó a un lado. En silencio, los guerreros de Gettlandia se separaron y ella hizo avanzar su montura entre ellos, con la mirada fija en el rey de Vansterlandia.
Y al verla acercarse, su inmensa frente se llenó de dudas.
—Grom-gil-Gorm —dijo Espina con voz sosegada, mientras pasaba entre Laithlin y Yarvi—. Rompeespadas. —El caballo de la madre Isriun se apartó—. Hacehuérfanos. —Espina tiró de las riendas junto a él, y su mirada grave se iluminó por el fulgor rojo del brazalete élfico. Se inclinó hacia él para susurrarle—: Llega tu muerte.