LAGOS HELADOS
El séquito del rey se detuvo bajo la ligera lluvia en un promontorio que se alzaba sobre el campamento, un millar de fuegos que se extendían bajo el cielo del atardecer, los brillantes puntitos de las antorchas que desfilaban hacia el valle donde se estaban reuniendo los guerreros de Gettlandia. Espina desmontó de un salto y ofreció su mano a la reina. Laithlin no necesitaba ninguna ayuda: sabía montar a caballo el doble de bien que ella. Pero estaba ansiosa por ser de utilidad.
En las canciones los Escudos Elegidos protegían a su reina de asesinos, o se metían en la boca del lobo para llevar mensajes secretos, o luchaban en duelos que decidían el destino de naciones enteras. A aquellas alturas ya debería haber aprendido a no tomarse las canciones demasiado en serio.
Se sintió perdida entre la interminable oleada de esclavos y siervos que seguían a la Reina Dorada como la cola de un cometa, asediándola con mil preguntas para las que, estuviera dando el pecho al príncipe heredero o no, ella siempre tenía respuesta. Quizá el rey Uthil se sentara en la Silla Negra pero, tras unos pocos días de acompañar a Laithlin, Espina había visto claro quién gobernaba Gettlandia en realidad.
Con ella no había ni rastro de la relajada camaradería que había tenido con Vialina. No había conversaciones sinceras, ni exigencias de que la llamara por su nombre. Laithlin contaba más del doble de inviernos que Espina, era esposa y madre, mercader sin parangón, la señora de una gran casa, tan bella como astuciosa y tan astuciosa como controlada. Era todo lo que debía ser una mujer y más. Era todo lo que no era Espina.
—Te lo agradezco —dijo la reina en voz baja, tomando la mano de Espina y convirtiendo incluso el acto de desmontar de una silla en un ejercicio de elegancia.
—Solo deseo servir.
Laithlin no le soltó la mano.
—No. No naciste para presenciar reuniones acartonadas ni para contar monedas. Deseas pelear.
Espina tragó saliva.
—Dadme la oportunidad.
—Muy pronto. —Laithlin se inclinó hacia ella y apretó la mano de Espina—. Un juramento de lealtad tiene dos filos. Yo lo olvidé una vez y jamás volveré a hacerlo. Lograremos grandes cosas juntas, tú y yo. Cantarán sobre nosotras.
—¡Mi rey! —Era la voz del padre Yarvi, pungente de preocupación.
Uthil había tropezado al desmontar y estaba apoyando buena parte del peso en su clérigo, gris como un espectro, con el pecho jadeante y la espada desnuda sujeta contra él.
—Hablaremos luego —dijo Laithlin, soltando la mano de Espina.
—¡Koll, hierve agua! —ordenó el padre Yarvi—. ¡Safrit, trae mis plantas!
—He visto a ese hombre cruzar treinta leguas de hielo sin desfallecer ni una sola vez —dijo Rulf, que se había puesto al lado de Espina y tenía los brazos cruzados—. El rey no se encuentra bien.
—No. —Espina vio cómo Uthil entraba en su tienda a trompicones, con un brazo sobre los hombros de su clérigo—. Y se acerca una gran batalla. Muy, muy mala suerte.
—El padre Yarvi no cree en la suerte.
—Ni yo creo en los timoneles, pero me chinchan de todos modos —bromeó Espina.
Rulf soltó una risita.
—¿Cómo está tu madre?
Espina lo miró de soslayo.
—Descontenta con mis decisiones, como siempre.
—¿Todavía andáis a la greña?
—Ya que lo preguntas, mucho menos que antes.
—¡Anda! Será que una de las dos ha crecido un poco.
Espina entrecerró los ojos.
—Será que una de las dos tuvo a un guerrero viejo y sabio que le enseñó el valor de la familia.
—Ojalá todo el mundo tuviera la misma suerte. —Rulf bajó la mirada al suelo y se rascó la barba—. Estaba pensando que a lo mejor… podría hacerle una visita.
—¿Me estás pidiendo permiso?
—No. Pero aun así, me gustaría tenerlo.
Espina se encogió de hombros, impotente.
—No seré yo quien se interponga entre una pareja de jóvenes amantes.
—Ni yo. —Rulf lanzó una mirada significativa a la espalda de Espina, con la cabeza inclinada—. Que es por lo que creo que voy a esfumarme como la niebla en un día soleado…
Espina dio media vuelta y Brand estaba caminando hacia ella.
Confiaba en que quizá lo vería, pero tan pronto como lo tuvo delante la invadieron los nervios. Fue como si entrara por primera vez en el cuadrado de entrenamiento y él fuese su adversario. Tendrían que estar cómodos en presencia del otro después de tanto tiempo, ¿verdad? Sin embargo, de pronto no sabía cómo comportarse con él. ¿Bromista y mordaz, como un compañero de remo con otro? ¿Tontita y dulce, como una doncella con un pretendiente? ¿Regia y gélida, como la reina Laithlin con un deudor? ¿Artera y cauta, como una jugadora hábil que mantiene sus dados bien ocultos?
Mientras Brand se acercaba hacia ella, sintió como si hubiera vuelto a aquel lago helado, como si el hielo se agrietara bajo sus pies, como si no tuviera ni idea de lo que podía traerle el siguiente paso.
—Espina —dijo él, mirándola a los ojos.
—Brand —dijo ella, devolviéndole la mirada.
—No soportabas tener que esperarme ni un día más, ¿eh?
Bromista y mordaz, pues.
—Tenía una cola de pretendientes desde la puerta de mi casa hasta el condenado embarcadero. Llegó un momento en que ya no soportaba a más hombres sollozando al contemplar mi belleza.
Se apretó una aleta de la nariz con un dedo y proyectó un moco al barro por la otra.
—Tienes espada nueva —dijo él, contemplando su cinto.
Espina metió un dedo bajo la guarda sin adornos y sacó media hoja para que él pudiera terminar de desenfundarla sin que sonara demasiado.
—De la mejor espadera del mar Quebrado, nada menos.
—Dioses, qué buena se ha vuelto. —Pasó el pulgar por la marca de Rin en el recazo, dio un par de tajos al aire y, por último, sostuvo el arma para estudiar el filo a lo largo con un ojo, mientras la Madre Sol relucía en el brillante acero y refulgía en la punta.
—No ha tenido tiempo de hacerle ninguna filigrana —dijo Espina—, pero empieza a gustarme así, sin adornos.
Brand dio un suave silbido.
—El acero es de primera.
—Cocinado con los huesos de un héroe.
—¿Ah, sí?
—Pensé que ya había llevado los huesos de mi padre al cuello bastante tiempo.
Brand sonrió mientras le devolvía la espada, y Espina descubrió que también estaba sonriendo.
—¿Rin no te había dicho que no te la haría?
—Nadie dice que no a la reina Laithlin.
Brand volvía a tener aquella vieja mirada perpleja suya.
—¿Cómo dices?
—La reina quería que su Escudo Elegido tuviera una hoja apropiada —dijo Espina, devolviendo el arma a su vaina con un gesto firme. Brand la miró boquiabierto mientras la idea le entraba en la cabeza—. Ya sé lo que estás pensando. —Espina bajó los hombros—. Que ni siquiera tengo escudo.
Brand cerró la boca.
—Estaba pensando que tú eres el escudo, y no lo hay mejor. Si yo fuera reina, te elegiría.
—Siento ser yo quien tenga que decepcionarte, pero dudo mucho que vayas a ser reina jamás.
—No me entraría ningún vestido. —Negó despacio con la cabeza, empezando a sonreír de nuevo—. Espina Bathu, Escudo Elegido.
—¿Tú qué tal? ¿Ya has salvado Gettlandia? Os vi reunidos en la playa. Menuda recua de jóvenes campeones. Por no mencionar a un par que eran más bien vetustos.
Brand tensó las facciones.
—No es que hayamos salvado gran cosa. Matamos a un viejo granjero. Robamos unas salchichas. Quemamos un pueblo porque estaba en el lado equivocado de un río. Capturamos una esclava. —Brand se rascó la cabeza—. Y yo la solté.
—No puedes evitar hacer el bien, ¿eh?
—Me parece que Hunnan no lo ve igual. Le gustaría contar a todo el mundo que soy una deshonra, pero entonces tendría que reconocer que su incursión fue deshonrosa, así que… —Hinchó los mofletes, con aspecto más perplejo que nunca—. Mañana pronunciaré mi juramento de guerrero. Junto a unos chicos que nunca han blandido una espada con furia.
Espina imitó la voz del padre Yarvi.
—¡Que el Padre Paz derrame lágrimas por los métodos! ¡La Madre Guerra sonríe a los resultados! Debes de estar contento.
Brand bajó la vista al suelo.
—Supongo.
—¿No lo estás?
—¿Alguna vez tienes remordimientos? ¿Por los hombres que has matado?
—No muchos. ¿Por qué debería?
—No digo que deberías, solo pregunto si los tienes.
—No los tengo.
—Bueno, tú eres una favorita de la Madre Guerra.
—¿Favorita? —repitió Espina, burlona—. ¡Si me ha dado una paliza tras otra!
—Ser un guerrero y tener hermanos a mi hombro es lo que siempre quise…
—No hay decepción como la de conseguir lo que siempre quisiste.
—Para algunas cosas vale la pena esperar —dijo él, mirándola a los ojos.
En esa ocasión no tuvo la menor duda de lo que significaba esa mirada. Empezaba a preguntarse si cruzar aquel lago helado que se extendía entre los dos podía no ser tan complicado. Quizá el truco era dar un paso cada vez e intentar disfrutar del hormigueo en el estómago. Dio un paso corto hacia él.
—¿Dónde duermes?
Brand no retrocedió.
—Bajo las estrellas, supongo.
—A un Escudo Elegido se le asigna tienda.
—¿Intentas darme envidia?
—No, porque es de las pequeñas. —Dio otro pasito—. Pero tiene catre.
—Empieza a gustarme esta historia.
—Aunque es un poco fría. —Dio otro paso corto y los dos sonrieron—. Estando sola.
—Puedo hablar con Sordaf de tu parte, si quieres. Seguro que puede calentarte la manta de un pedo.
—Sordaf es todo lo que podrían desear la mayoría de las mujeres, pero yo siempre he sido de gustos raros. —Alzó un brazo, usó los dedos de peine y le apartó el pelo de la cara—. Estaba pensando en otra persona.
—Hay un montón de gente mirando —dijo Brand.
—Lo dices como si me importara un carajo.