RUINAS

Lo había arruinado todo.

Brand estaba apoyado contra la desmoronada pared del patio, entre Rulf y el padre Yarvi, viendo cómo Espina daba una buena paliza a Fror. Se había pasado la mitad del tiempo observándola, desde que llegaran a la Primera Ciudad. Pero en ese momento lo hacía con el triste anhelo de un huérfano contemplando el puesto de un panadero, mofándose de sí mismo con la visión de delicias que sabe que nunca poseerá. Una sensación que Brand conocía demasiado bien. Una sensación que había esperado no volver a tener nunca.

Había habido algo bueno entre ellos. Una amistad, por lo menos. Una amistad que había costado mucho tiempo y esfuerzo labrar.

Y como el patán que era, la había arruinado.

Había vuelto a su habitación para ver que las cosas de ella ya no estaban. Espina dormía con Safrit y Koll y no les había explicado por qué. A él no le había dicho ni una palabra desde aquel día en el mercado. Debió de ver cómo la miraba y adivinó lo que estaba pensando. Tampoco es que a él se le diera muy bien ocultarlo. Pero a juzgar por la forma en que lo miraba desde entonces, o más por la forma en que no lo miraba, estaba claro que la idea le daba repelús. Pues claro.

¿Por qué iba a querer alguien como ella, tan fuerte, lista y confiada, a un lerdo como él? Saltaba a la vista que Espina era especial de verdad y que él no era nada, y nunca sería más que nada, como solía decirle su padre. Un zopenco rastrero que había mendigado mendrugos, rebuscado en la basura y cargado sacos en los embarcaderos a cambio de una miseria que había agradecido.

No estaba seguro de cómo, pero había logrado decepcionarlos a todos. A su tripulación. A su familia. A sí mismo. A Espina. Lo había arruinado.

Koll abrió el cerrojo de la puerta y Sumael entró en el patio. Llevaba a dos personas con ella: una sirviente encapuchada y un hombre de anchos hombros y rostro vigilante, con una cicatriz que atravesaba una ceja gris.

La sirviente se quitó la capucha. Era una joven menuda y morena, con ojos rápidos que no dejaron pasar ni un detalle del combate. Si es que podía llamarse combate. Fror era uno de los mejores guerreros de la tripulación, pero a Espina le costó solo unos instantes derribarlo, y ni siquiera jadeaba al terminar.

—Me rindo —gimió él, agarrándose las costillas con una mano mientras suplicaba piedad levantando la otra.

—Muy prometedor —dijo Skifr, atrapando el filo de madera del hacha de Espina antes de que descargara otro golpe de todos modos—. Me entusiasma cómo estás peleando hoy, querida mía. Sin dudas, sin reparos, sin piedad. ¿Quién será el próximo en enfrentarse a ti?

De pronto Dosduvoi y Koll encontraron fascinantes los rincones del patio. Brand levantó las manos en ademán de impotencia cuando la mirada de Skifr se posó en él. Con el mal genio que estaba gastando Espina, no estaba nada seguro de poder salir vivo de un lance contra ella. La anciana suspiró.

—Me temo que no te queda nada por aprender de tus compañeros de remo. Ha llegado el momento de que te enfrentes a adversarios más difíciles. —Se quitó la capa y la soltó encima del hombro de Fror—. ¿Cómo te hiciste esa cicatriz, vansterlandés?

—Besé a una chica —dijo él entre dientes, retrocediendo hasta la pared— que tenía la lengua muy afilada.

—Lo que demuestra de nuevo que el romance es más peligroso que la esgrima —dijo Skifr, y Brand no pudo estar más de acuerdo. La mujer sacó sus propias hacha y espada de madera—. Y ahora, querida mía, comprobaremos de verdad lo que has aprendido a…

—Antes de que empecéis —dijo Sumael—, tengo una…

—¡La guerra de dientes rojos no espera a nada!

Skifr saltó y blandió sus armas, rápidas y letales como serpientes, y Espina se retorció y se encogió mientras esquivaba y bloqueaba. Brand casi no pudo ni contar cuántos golpes devastadores cruzaron en el tiempo que le costó respirar una vez. ¿Ocho, diez? Se separaron tan de repente como se habían enfrentado y se movieron en círculos, Espina sorteando las columnas en una cauta postura baja, Skifr contoneándose de lado y describiendo perezosos círculos con sus armas.

—Esto se pone interesante —musitó Rulf, sonriendo de oreja a oreja.

Fror hizo un gesto de dolor mientras se frotaba las costillas.

—Es mucho más divertido que ser quien combate contra ella, eso seguro.

El acompañante adusto de Sumael murmuró algo entre dientes, y el padre Yarvi sonrió.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Brand con un susurro.

—Que la chica es extraordinaria.

Brand bufó.

—Como si no saltara a la vista.

—Muy bien —estaba diciendo Skifr—. Pero no esperes que te deje una abertura. No te haré ningún regalo.

—¡Pues me la abriré a tajos!

Espina se abalanzó contra ella con la espada y el hacha trazando círculos, tan deprisa que Brand intentó retroceder por instinto, pero Skifr giró, rodó y de algún modo encontró la forma de moverse entre ellos hasta una posición segura.

—Por favor —dijo Sumael en voz más alta—, tengo que…

—¡No hay lugar para porfavores en el campo de batalla! —chilló Skifr, desatando otra tormenta cegadora, haciendo traquetear la madera contra la madera y acorralando a Espina en un rincón del patio.

Su hoja rascó piedra cuando Espina esquivó agachándose, rodó a un lado y se alzó descargando un tajo. Skifr dio un respingo y retrocedió con un paso brusco, y la hoja de Espina le falló en la punta de la nariz por un pelo.

Koll dejó escapar una risita incrédula. El padre Yarvi hinchó los carrillos, con los ojos brillantes. Rulf negó con su rala cabeza, anonadado.

—Nunca había visto nada igual.

—Excelente —concedió la anciana con los ojos entrecerrados—. Me alegra ver que no se ha desperdiciado mi sabiduría. —Hizo rodar el hacha entre sus dedos con tanta rapidez que se emborronó—. Excelente de verdad, pero descubrirás que…

—¡Parad! —chilló Sumael, atrayendo de golpe todos los rostros hacia ella. Para sorpresa de Brand, hincó una rodilla y extendió un brazo hacia su sirviente—. Permitidme presentaros a la resplandeciente Vialina, princesa del Denegado, gran duquesa de Napaz, terror de los alyukos, protectora de la Primera Ciudad y trigésimo quinta Emperatriz del Sur.

Al principio Brand pensó que se trataba de alguna broma muy elaborada. Entonces vio arrodillarse al padre Yarvi, imitado al instante por todos los demás ocupantes del patio, y oyó morir hasta el último atisbo de risita.

—Dioses —susurró, descendiendo él también.

—Lo siento —musitó Espina, apresurándose a hacer lo mismo.

La emperatriz se acercó a ella.

—No lo sientas. Ha sido una exhibición muy instructiva. —Hablaba el idioma común con mucho acento, pero tenía una voz rica y llena de confianza.

—Vuestra resplandecencia… —empezó a decir Yarvi.

—¿Tan resplandeciente te parezco? —La emperatriz rio. Fue una risa abierta y amistosa que resonó por todo el patio—. Preferiría que habláramos claro. En palacio muy pocos me hablan claro, salvo Sumael, por supuesto.

—Yo creo que a veces Sumael habla un poco demasiado claro. —El padre Yarvi se quitó el polvo de las rodillas al levantarse—. De verdad nos honráis con vuestra visita.

—Soy yo quien debe sentirse honrada. Habéis cruzado medio mundo para hablar conmigo, al fin y al cabo. No querría ser la clase de persona que no recorre ni una vara desde mi palacio para hablar con vosotros.

—En ese caso, intentaré no haceros perder el tiempo, emperatriz. —El clérigo dio un paso hacia ella—. ¿Comprendéis la política del mar Quebrado?

—Sabía un poco. Sumael me ha explicado más.

Yarvi dio otro paso.

—Temo que la Madre Guerra no tardará en extender sus alas sangrientas de costa a costa.

—Y buscas mi ayuda. ¿Aunque adoremos a dioses distintos? ¿Aunque mi tía sellara una alianza con el Alto Rey?

—La alianza era de ella, no vuestra.

La emperatriz se cruzó de brazos, dio un paso a un lado y ella y el clérigo empezaron a caminar en cautos círculos, de modo muy parecido a como lo habían hecho Espina y Skifr unos momentos antes.

—¿Por qué debería forjar una nueva alianza con Gettlandia?

—Porque os interesa estar de parte del bando vencedor.

Vialina sonrió.

—Eres demasiado audaz, padre Yarvi.

—El rey Uthil diría que no se puede ser demasiado audaz.

—Gettlandia es una nación pequeña, rodeada de enemigos.

—Gettlandia es una nación rica, rodeada de pobretones. Ya se ocupó de eso la reina Laithlin.

—La Reina Dorada —musitó Vialina—. Su fama como mercader ha llegado incluso aquí. ¿Es cierto que ha encontrado la forma de atrapar el oro y la plata en papel?

—Lo es. Una de las muchas maravillas cuyos secretos estaría encantada de confiar a sus aliados.

—¿Me ofreces oro y plata, entonces?

—El Alto Rey no ofrece más que oraciones.

—¿El oro y la plata lo son todo para ti, padre Yarvi?

—El oro y la plata lo son todo para todos. Algunos tenemos suficiente para poder fingir que no.

La emperatriz dio un leve respingo al oír la respuesta.

—Vos queríais que fuese sincero. —Yarvi chasqueó los dedos hacia Espina, que se levantó—. Pero el caso es que mi madre envía algo que no está hecho de oro ni de plata. Un regalo que os traemos por el largo y duro trayecto del Divino y el Denegado, desde los más oscuros rincones del mar Quebrado.

Sacó la caja negra de dentro de su túnica y se la pasó a Espina.

—¿Una reliquia élfica? —preguntó la emperatriz, asustada y curiosa a la vez. El hombre del ceño fruncido se acercó a ella, arrugándolo aún más.

Espina le ofreció la caja con gesto torpe. Quizá fuesen de edades parecidas, pero Vialina parecía una niña a su lado. Apenas llegaba a Espina a la altura del pecho, ya no digamos los hombros. Como si cayera en la cuenta de la extraña pareja que formaban, esta hincó una rodilla para poder tenderle el presente con un ángulo más apropiado, y las letras élficas grabadas en la tapa relucieron al recibir la luz.

—Lo siento.

—No lo sientas. Ojalá yo fuera alta.

Vialina abrió la tapa de la caja y escapó de nuevo aquella luz blanquecina, que la dejó boquiabierta. Brand notó que Rulf se tensaba a su lado, oyó a Koll ahogar un grito maravillado, a Fror musitar una oración sin aliento. Aunque había visto antes aquella luz, estiró el cuello intentando ver qué la emitía, pero la tapa estaba en medio.

—Qué hermosura —dijo la emperatriz con un suspiro, y acercó una mano. Dio un respingo al tocar lo que fuera que había en su interior, y la luz de su rostro cambió del blanco al rosa y volvió a aclararse cuando apartó la mano de sopetón—. ¡Gran Diosa! ¿Todavía rueda?

—Rueda —dijo Skifr—. Os siente, emperatriz, y cambia para adaptarse a vuestro humor. Fue recuperada de las ruinas élficas de Strokom, que no ha hollado hombre alguno desde la Ruptura de la Diosa. Quizá no haya otra igual en el mundo.

—¿Es… seguro?

—Ningún objeto de auténtica maravilla puede ser seguro del todo. Pero es bastante seguro.

Vialina miró al interior de la caja y el brillo se reflejó en sus ojos desorbitados.

—Es un presente demasiado grandioso para mí.

—¿Cómo puede presente alguno ser demasiado grandioso para la Emperatriz del Sur? —preguntó Yarvi, dando un paso delicado hacia ella—. Con esto en vuestro brazo, resplandeceréis sin el menor asomo de duda.

—No hay palabras para describir su hermosura. Sin embargo, no puedo aceptarlo.

—Es un regalo entregado libremente…

Vialina le clavó una mirada que atravesó sus pestañas.

—Te he pedido que hables con sinceridad, padre Yarvi. —Y cerró la caja de golpe, apagando la luz al hacerlo—. No puedo ayudarte. Mi tía Teófora hizo promesas que no puedo incumplir. —Alzó al cielo su puño menudo—. ¡Soy la persona más poderosa del mundo! —Entonces rio y dejó caer el brazo—. Y no hay nada que pueda hacer. Nada que pueda hacer al respecto de nada. Mi tío tiene un acuerdo con la madre Scaer.

—Un gobernante debe arar su propio surco —dijo Yarvi.

—Es más fácil decirlo que hacerlo, padre Yarvi. El suelo es muy pedregoso por estos lares.

—Podría ayudaros a labrarlo.

—Ojalá pudieras. Sumael dice que eres un buen hombre.

—Por encima de la media. —A la comisura de los labios de Sumael asomaba una sonrisita—. He conocido a hombres peores que tenían las dos manos.

—Sin embargo, no puedes ayudarme. Ni tú ni nadie. —Vialina volvió a ponerse la capucha y, con una última mirada a Espina, que seguía arrodillada con la caja en el centro del patio, la Emperatriz del Sur se volvió para marcharse—. Y lo siento, yo no puedo ayudarte a ti.

No era lo que todos habían esperado. Pero así son las esperanzas.