MALLA DE MUERTO

Los chicos estaban reunidos.

Los hombres estaban reunidos, comprendió Brand, pues aunque todavía no juntaban mucha barba entre todos, si no eran hombres habiendo superado la prueba y estando a punto de pronunciar su juramento, ¿cuándo lo serían?

Estaban reunidos una última vez con el maestro Hunnan, quien los había adiestrado, los había examinado y les había dado forma a martillazos como Brand hacía antes con el hierro en la fragua de Gaden. Estaban todos en la playa donde tantas veces habían entrenado, pero los filos que llevaban al cinto en esa ocasión no eran de madera.

Estaban reunidos con sus nuevos pertrechos, sin aliento y con los ojos brillantes por la perspectiva de navegar a su primera incursión. Por dejar al Padre Paz a sus espaldas y entregarse hasta las entrañas y los tendones a su esposa de labios rojos, la Madre Guerra. Por procurarse fama y gloria, un lugar a la mesa del rey y en los cantares de los guerreros.

Y, ya puestos, de volver a casa ricos.

Algunos ya iban equipados de arriba abajo como si fuesen héroes, los bendecidos con familias que les habían comprado buenas mallas, espadas de calidad y piezas de armadura nuevas y brillantes. Aunque Brand consideraba a Rin una bendición que no merecía, solo la tenía a ella, por lo que había pedido prestada su malla a Gaden a cambio de la décima parte de todos sus botines. Era malla de muerto deslustrada por el uso, ajustada a toda prisa y, aun así, suelta bajo los brazos. Pero su hacha era buena, equilibrada y afilada como una cuchilla, y el escudo para el que había tenido que ahorrar todo un año estaba recién pintado por Rin con la cabeza de un dragón y no tenía nada que envidiar a los de los demás.

—¿Por qué un dragón? —le preguntó Rauk, enarcando una ceja burlona.

Brand rio, sin darle importancia.

—¿Y por qué no un dragón? —Iba a hacer falta más que el desdén de un necio para arruinarle el día de su primera incursión.

Y no era una incursión cualquiera. Era la más grande que recordaba ningún hombre vivo. Mayor que la que encabezó el rey Uthrik en Sagenmarca. Brand volvió a ponerse de puntillas para ver a los hombres congregados que se extendían costa abajo en la lejanía, el metal que destellaba al sol y el humo de sus hogueras que manchaba el cielo. Eran cinco mil, les había dicho Hunnan, y Brand se miró los dedos intentando imaginar que cada uno equivalía a mil hombres. La idea lo mareó tanto como mirar abajo desde las alturas.

Cinco mil. Dioses, qué grande tenía que ser el mundo.

Había hombres a sueldo de mercaderes o tenderos y andrajosas hermandades bajadas de las montañas. Había hombres de rostro orgulloso con las manos en puños plateados de espada y hombres de rostro sucio con lanzas de pedernal. Había hombres con las cicatrices de toda una vida y hombres que jamás habían derramado una gota de sangre.

No era un espectáculo que se viera muy a menudo, y media Thorlby había cruzado las murallas de la ciudad y lo contemplaba desde las laderas. Madres y padres, esposas y niños, todos viendo cómo se marchaban sus maridos y sus hijos, rezando para que volvieran enteros y enriquecidos. Sin duda, entre ellos también estaría la familia de Brand, es decir, Rin. Apretó los puños, alzando la mirada firme al viento.

Haría que se enorgulleciera de él. Juró que lo haría.

La escena daba más sensación de festín de boda que de guerra, con el aire cargado de humo y emoción, el clamor de las canciones, las bromas y las discusiones. Los tejedores de plegarias tejían su propio camino entre la muchedumbre, pronunciando bendiciones por un precio, al mismo tiempo que los mercaderes difundían el rumor falso de que todos los grandes guerreros llevaban un cinturón de reserva a la guerra. Los hombres de armas no eran los únicos que confiaban en sacar provecho de la incursión del rey Uthil.

—Por un cobre te traeré suertedearmas —dijo una mendiga que vendía besos de la suerte—, y por otro más te traeré también suertedeclima. Por un tercero…

—A callar —le espetó el maestro Hunnan mientras la ahuyentaba—, el rey va a hablar.

Todos los hombres se giraron hacia el oeste con un atronador repiqueteo metálico, hacia los túmulos de gobernantes muertos mucho tiempo atrás, que se extendían en la playa hasta donde alcanzaba la vista al norte, cada vez más bajos y lisos por efecto del viento.

El rey Uthil se erguía cuan alto era sobre las dunas, dejando que la hierba alta fustigara sus botas y acunando con la ternura que dispensaría a un niño enfermo su sencilla espada de acero gris. No requería más adornos que las cicatrices de incontables batallas en su cara. No requería más joyas que el brillo salvaje de sus ojos. Aquel era un hombre que no conocía el miedo ni la clemencia. Aquel era un rey al que cualquier guerrero seguiría con orgullo hasta el mismo umbral de la Última Puerta y más allá.

A su lado estaba la reina Laithlin, con las manos en el vientre hinchado, la llave dorada en su pecho, el pelo de oro prisionero de la brisa ondeando como un estandarte, ni más temerosa ni más clemente que su marido. Se decía que era el oro de ella el que había comprado la mitad de aquellos hombres y la mayoría de los barcos, y la reina no era mujer que quitara ojo de encima a sus inversiones.

El rey dio dos pasos largos y pausados al frente, dejando que se estirara el silencio emocionado, que creciera el entusiasmo hasta que Brand pudo oír el palpitar de su propia sangre.

—¿Veo aquí a algunos hombres de Gettlandia? —rugió el rey.

Brand y su grupito de flamantes guerreros tenían la suerte de estar lo bastante cerca para oírlo. Más lejos, los capitanes de cada barco repitieron las palabras del rey a sus tripulaciones, como ecos llevados por el viento que bañaron la larga playa.

Los guerreros estallaron en gritos clamorosos y extendieron sus armas hacia la Madre Sol, componiendo un bosque de destellos. Todos unidos, todos entregados. Todos dispuestos a morir por su compañero de hombro. Quizá Brand tuviera solo una hermana, pero en ese momento sintió que cinco mil hermanos suyos lo acompañaban en la arena, con una mezcla dulce de rabia y amor que le humedeció los ojos y le llegó al alma y se le antojó una sensación por la que valía la pena morir.

El rey Uthil impuso el silencio levantando una mano.

—¡Cómo me alegra ver conmigo a tantos hermanos! Guerreros mayores y sabios probados en muchas batallas y guerreros jóvenes y valientes probados hace poco en el cuadrado. Todos reunidos con un propósito que aprueban los dioses, aquí, a la vista de mis antepasados. —Separó los brazos hacia los túmulos que tenía a su espalda—. ¿Pueden haber contemplado alguna vez una hueste tan poderosa?

—¡No! —chilló alguien, y hubo risas y también otros que se desgañitaron imitándolo, hasta que el rey volvió a acallar las voces con una mano.

—Los isleños han enviado barcos contra nosotros. Nos han robado, han esclavizado a nuestros hijos y han regado con nuestra sangre esta buena tierra. —Se inició un murmullo furioso—. Son ellos quienes han dado la espalda al Padre Paz, ellos quienes han abierto la puerta a la Madre Guerra, ellos quienes la han hecho nuestra huésped. —El murmullo creció y se infló, convertido en un clamor gutural que encontró su camino hasta la garganta de Brand—. ¡Pero el Alto Rey dice que Gettlandia tiene prohibido ser buena anfitriona para la Madre de Cuervos! El Alto Rey dice que nuestras espadas no deben salir de sus vainas. ¡El Alto Rey dice que debemos sufrir estos insultos en silencio! Decidme, hombres de Gettlandia, ¿cuál debería ser nuestra respuesta?

La palabra salió de cinco mil bocas como un solo rugido ensordecedor, al que se unió la garganta áspera de Brand.

—¡Acero!

—Sí. —Uthil se acercó la espada al pecho y apretó la empuñadura sin adornos contra su curtida mejilla, como si fuera la cara de una amante—. ¡El acero debe ser la respuesta! Llevemos a los isleños un día rojo, hermanos. ¡Un día que solo puedan recordar entre lágrimas!

Sin más, emprendió con paso decidido el camino hacia la Madre Mar, con sus capitanes de más confianza y los guerreros de su propia casa, luchadores de renombre, un grupo al que Brand soñaba con unirse algún día. Otros, cuyos nombres aún no habían dado quebraderos de cabeza a los escaldos, se arremolinaban junto al camino del rey para disputarse un vistazo, un leve roce a su capa, una mirada de sus ojos grises. Los gritos sueltos de «¡El rey de hierro!» y «¡Rey Uthil!» terminaron cuajando en un cántico —«¡Uthil, Uthil!»— al ritmo acerado de armas que entrechocaban.

—Os toca escoger vuestro futuro, chicos.

El maestro Hunnan sacudió una bolsa de lona para que traquetearan los marcadores que contenía. Los jóvenes se amontonaron alrededor, empujándose y gruñendo como cerdos a la hora del cebo, y el maestro de armas fue metiendo los dedos nudosos en la bolsa y depositando un marcador en cada palma ansiosa. Eran unos discos de madera con símbolos tallados que representaban las bestias de proa de los muchos barcos y decían a cada chico, o más bien a cada hombre, a qué capitán debía jurar lealtad, con qué tripulación navegaría, remaría, lucharía.

Los que recibían su símbolo lo alzaban entre gritos triunfales y luego algunos comentaban quién tenía el mejor barco o el mejor capitán, otros reían y se abrazaban al descubrir que el favor de la Madre Guerra los había hecho compañeros de remo.

Brand esperó con la mano extendida y el corazón aporreando su pecho. Ebrio de emoción por las palabras del rey, por la perspectiva de la inminente incursión y por ya no ser un niño, ya no ser pobre, ya no estar solo. Ebrio por la idea de hacer el bien, y vivir en la luz, y tener una familia de guerreros que nunca lo abandonara.

Brand aguardó mientras asignaban el puesto a sus compañeros, a chicos con los que se llevaba bien y otros con los que no, a buenos luchadores y a otros que no lo eran. Aguardó cada vez con menos gente esperando con él, cada vez con menos marcadores en la bolsa, y se preguntó si el maestro de armas estaría dejándolo para el final porque se había ganado un remo en el barco del propio rey, que era el puesto más anhelado. Cuantas más veces lo saltaba Hunnan, más permitía crecer la esperanza. Porque se lo había ganado, ¿verdad? ¿No había trabajado para ello, no lo merecía? ¿No había hecho lo que debía hacer un guerrero de Gettlandia?

El último fue Rauk, que tuvo que forzar una sonrisa en sus facciones decepcionadas cuando Hunnan sacó madera de la bolsa para él, no plata. Solo quedaba Brand. La suya era la única mano que seguía extendida, con los dedos temblorosos. Los chicos guardaron silencio.

Y Hunnan sonrió. Brand nunca había visto su sonrisa y se dio cuenta de que él también estaba sonriendo.

—Esto es para ti —dijo el maestro de armas mientras, despacio, muy despacio, sacaba su mano surcada de cicatrices de guerra. Sacó la mano con…

Nada.

No estaba el brillo de la plata del rey. No había madera tampoco. Solo la bolsa vacía, vuelta del revés y con las burdas costuras al descubierto.

—¿Creías que no iba a enterarme? —preguntó Hunnan.

Brand dejó caer la mano. Todos lo miraban, estaba seguro. Hasta el último ojo estaba puesto en él, y notó arder los mofletes como si le hubieran dado una bofetada.

—¿De qué? —dijo con un hilo de voz, aunque lo sabía muy bien.

—De que hablaste con ese tullido de Yarvi sobre lo que ocurrió en mi cuadrado de entrenamiento.

Se hizo el silencio mientras Brand notaba como si el mundo se derrumbara a su alrededor.

—Espina no es una asesina —logró decir.

—Edwal está muerto y lo mató ella.

—Le pusiste una prueba que no podía superar.

—Yo establezco las pruebas —dijo Hunnan—. Superarlas es cosa vuestra. Y esta la has fallado.

—Hice lo correcto.

Las cejas de Hunnan se levantaron. No estaba furioso, sino sorprendido.

—Convéncete de eso si así es más fácil. Pero yo también debo hacer lo correcto. Lo correcto con los hombres a los que enseñé a combatir. En el cuadrado de entrenamiento os enfrentamos entre vosotros, pero en el campo de batalla tenéis que estar unidos, y Espina Bathu riñe con todo el mundo. Habrían muerto hombres para que ella pudiera jugar con espadas. Les irá mejor sin ella. Y les irá mejor sin ti.

—La Madre Guerra decide quiénes luchan —dijo Brand.

Hunnan se limitó a encogerse de hombros.

—Pues que te busque ella un barco. Eres buen luchador, Brand, pero no eres buen hombre. Un buen hombre apoya a su compañero de hombro. Un buen hombre mantiene firme el frente.

Quizá Brand habría debido replicar con un «No es justo», como el de Espina cuando el maestro de armas había quebrado sus esperanzas. Pero Brand no era hombre de muchas palabras, y en aquel momento le fallaron. No encontró rabia en su interior cuando de verdad la necesitaba. Ni siquiera soltó un gemido de ratón mientras Hunnan daba media vuelta y se alejaba. Ni siquiera cerró los puños mientras los chicos seguían a su maestro hacia el mar, los chicos junto a los que había entrenado durante diez años.

Algunos le dedicaron miradas burlonas, otros sorprendidas. Uno o dos hasta le dieron una palmada triste en el hombro al pasar. Pero todos pasaron. Playa abajo, hacia las olas que rompían y los puestos por los que habían sudado sangre en los barcos que se mecían. Hacia sus juramentos de lealtad y en pos de la incursión con la que Brand llevaba soñando toda la vida. El último en alejarse fue Rauk, con una mano lacia sobre la empuñadura de su vistosa espada nueva y una sonrisa por encima del hombro.

—Nos veremos cuando volvamos, supongo.

Brand se quedó solo un buen rato, sin moverse. Solo en su malla prestada, con las gaviotas chillando sobre la gran extensión de arena, ya vacía salvo por las huellas de las botas de hombres que había tenido por hermanos. Solo, mucho después de que el último barco hubiera zarpado, llevándose con él sus esperanzas.

Así son las esperanzas.