JUSTICIA
Espina se sentó y miró los mugrientos dedos de sus pies, blanquecinos como gusanos en la oscuridad.
No tenía ni idea de por qué le habían quitado las botas. Tampoco es que fuera a escapar, encadenada como estaba por el tobillo izquierdo a una pared que rezumaba humedad y por la muñeca derecha a otra. No tenía forma de llegar a la puerta de la celda, y mucho menos de arrancarla de los goznes. Además de rascarse las costras que tenía debajo de la nariz rota hasta hacerse sangre, lo único que podía hacer era estar sentada y pensar.
Las dos actividades que menos le gustaban.
Inspiró una bocanada irregular de aire. Dioses, qué mal olía aquel sitio. La paja podrida y las heces de rata apestaban, el cubo que nunca se molestaban en vaciar apestaba, el moho y el hierro oxidado apestaban y, después de dos noches allí dentro, ella era lo que más apestaba de todo.
Cualquier otro día habría estado nadando en la ensenada, desafiando a la Madre Mar, o trepando los acantilados, desafiando al Padre Tierra, o corriendo o remando o practicando con la vieja espada de su padre en el patio de su casa, desafiando a los postes llenos de muescas y fingiendo que eran los enemigos de Gettlandia mientras saltaban las astillas, que eran Grom-gil-Gorm, o Styr de las Islas, o incluso el mismísimo Alto Rey.
Pero ese día no blandiría ninguna espada. Empezaba a pensar que ya había blandido una por última vez. Estaba muy, pero que muy lejos de ser justo. Claro que, como decía Hunnan, un guerrero no podía confiar en lo justo.
—Tienes visita —dijo la guardallaves, una mujer oronda con doce cadenas tintineantes al cuello y una cara que parecía un saco de hachas—. Pero que sea rápido.
La mujer empujó la pesada puerta que chirrió.
—¡Hild!
En esa ocasión, Espina no dijo a su madre que había renunciado a ese nombre a los seis años, cuando había pinchado a su padre con su propia daga y él la había llamado «espina». Necesitó toda la fuerza que le quedaba para extender las piernas y levantarse, dolorida, cansada y de pronto absurdamente avergonzada del estado en que se encontraba.
Aunque a ella le diera igual el aspecto de las cosas, sabía que su madre le daba importancia. Cuando Espina se acercó a la luz, su madre se llevó una mano pálida a la boca.
—Dioses, pero ¿qué te han hecho?
Espina se señaló la cara, haciendo sonar las cadenas.
—Esto fue en el cuadrado.
Su madre se acercó a los barrotes, con los ojos ribeteados de un rosa lloroso.
—Dicen que asesinaste a un chico.
—No fue asesinato.
—Pero ¿sí que mataste a un chico?
Espina tragó saliva, raspando la garganta reseca.
—Edwal.
—Dioses —volvió a musitar su madre, con un labio tembloroso—. Oh, dioses, Hild, ¿por qué no podías…?
—¿Ser quien no soy? —terminó la pregunta Espina.
Ser alguien sencillo, alguien normal. Una hija que nunca quisiera empuñar nada más pesado que una aguja, que vistiera seda sureña en vez de cota de mallas y que no albergara más sueño que el de llevar al pecho la llave de algún hombre rico.
—Sabía que terminaría pasando —dijo su madre con amargura—, desde el primer día que fuiste al cuadrado. Desde el momento en que vimos a tu padre muerto, sabía que pasaría.
Espina notó un tic en la mejilla.
—Espero que te consuele saber cuánta razón tenías.
—¿Crees que algo de todo esto me consuela? ¡Dicen que van a aplastar con piedras a mi única hija!
Espina tuvo un escalofrío al escuchar aquello, uno muy gélido. A duras penas logró respirar. Se sentía como si ya estuvieran apilando las piedras sobre ella.
—¿Quién lo dice?
—Todo el mundo.
—¿Y el padre Yarvi?
El clérigo dictaba la ley. El clérigo sería quien dictara sentencia.
—No lo sé. Creo que no. Aún no.
«Aún no», ahí terminaban sus esperanzas. Espina se notó tan débil que casi no podía ni asir los barrotes. Estaba acostumbrada a poner una cara valiente por mucho miedo que tuviera, pero la Muerte era una dama difícil de afrontar con valor en el rostro. La más difícil de todas.
—Es mejor que te vayas —instó la guardallaves mientras tiraba de la madre de Espina.
—Rezaré —le aseguró ya desde fuera, con la cara surcada de lágrimas—. ¡Rezaré por ti al Padre Paz!
Espina quería responder: «Al cuerno con el Padre Paz», pero no encontró el aliento. Había renunciado a los dioses cuando dejaron morir a su padre, desoyendo todas sus plegarias, pero cada vez daba más la impresión de que su mejor opción era un milagro.
—Lo siento —dijo la guardallaves, empujando la puerta con el hombro para cerrarla.
—Ni la mitad que yo.
Espina cerró los ojos y dejó caer la frente sobre los barrotes, apretando con fuerza la bolsita que llevaba bajo la camisa sucia. La bolsita que contenía los huesos de los dedos de su padre.
«Nadie tiene mucho tiempo, y el tiempo que pasas compadeciéndote es tiempo perdido». Espina siempre había hecho caso hasta de la última palabra de su padre, pero si alguna vez había existido un momento para compadecerse, tenía que ser aquel. Nombrarla asesina no tenía nada de imparcial. Nada de justo. Pero a ver quién iba a Edwal con el cuento de la justicia. Se repartiera como se repartiera la culpa ella lo había matado. ¿Acaso su sangre no se le había secado en la manga?
Había matado a Edwal. Ahora la matarían a ella.
Entreoyó una conversación al otro lado de la puerta. Era la voz de su madre, suplicando, adulando, sollozando. Y luego la de un hombre, fría y controlada. No alcanzaba a entender las palabras, pero sonaban duras. Se encogió al ver abrirse la puerta y retrocedió a la oscuridad de su celda mientras el padre Yarvi cruzaba el umbral.
Era un hombre extraño. Era casi tan raro ver a hombres clérigos como a mujeres en el cuadrado de entrenamiento. Solo tenía unos pocos años más que Espina, pero tenía los ojos de un hombre mayor. Eran ojos que habían visto cosas. Se contaban de él historias muy extravagantes. Que se había sentado en la Silla Negra pero había renunciado a ella. Que había hecho un profundo juramento de venganza. Que había matado a su tío Odem con la espada curva que siempre llevaba al cinto. Decían que era tan astuto como el Padre Luna, que pocas veces convenía fiarse de él y ninguna interponerse en su camino. Y era en sus manos, o más bien en su mano buena, porque la otra era un pedazo de carne retorcida, donde estaba la vida de Espina.
—Espina Bathu —dijo el clérigo—, se te ha nombrado asesina.
Lo único que pudo hacer ella fue asentir con la cabeza, entre breves jadeos nerviosos.
—¿Tienes algo que decir?
Quizá debería haber escupido palabras desafiantes. O haberse reído de la Muerte. Le explicaron que era lo que había hecho su padre, mientras yacía perdiendo su última sangre a los pies de Grom-gil-Gorm. Pero lo único que quería ella era vivir.
—No quería matarlo —gorjeó—. El maestro Hunnan puso a tres contra mí. ¡No fue asesinato!
—Para Edwal eso solo son matices.
Espina sabía que era cierto. Estaba intentando contener las lágrimas, avergonzada de su cobardía, pero no podía evitarlo. Cómo deseaba no haber ido nunca al cuadrado, aprender a sonreír bien y a contar monedas como siempre había querido su madre. Pero con deseos no se compra nada.
—Por favor, padre Yarvi, dadme una oportunidad. —Miró sus ojos tranquilos, fríos, entre grises y azulados—. Aceptaré cualquier castigo. Cumpliré cualquier pena. ¡Lo juro!
El clérigo enarcó una ceja descolorida.
—Deberías tener cuidado con los juramentos que haces, Espina. Cada uno es una cadena que te apresa. Yo juré vengarme de los asesinos de mi padre y el juramento sigue siendo una carga pesada. El que acabas de hacer podría acabar pesándote mucho.
—¿Acaso más que las piedras con las que me aplastarán? —Abrió las manos y se acercó tanto a él como le permitieron las cadenas—. Pronuncio un juramento-sol y un juramento-luna. Prestaré cualquier servicio que consideréis adecuado.
El clérigo frunció el ceño a sus manos sucias extendidas hacia él, suplicantes. Frunció el ceño a las lágrimas de desesperación que bajaban por sus mejillas. Poco a poco, inclinó la cabeza a un lado como un mercader que la estuviera evaluando. Por fin dejó escapar un suspiro largo y reacio.
—De acuerdo, muy bien.
Cayó el silencio mientras Espina interpretaba sus palabras.
—¿No vais a aplastarme con piedras?
El padre Yarvi meneó la mano deforme, haciendo oscilar su único dedo.
—Las más grandes me cuesta levantarlas.
Más silencio, el suficiente para que el alivio se transformara en sospecha.
—Entonces… ¿cuál es mi sentencia?
—Ya se me ocurrirá algo. Soltadla.
La carcelera inspiró aire entre los dientes, como si abrir cualquier cerradura fuese un acto doloroso, pero hizo lo que se le ordenaba. Espina se frotó las rozaduras que le había dejado el grillete en la muñeca, sintiendo una extraña ligereza sin su peso. Tanta ligereza que se preguntó si estaría soñando. Apretó los párpados con fuerza y protestó cuando la guardallaves le arrojó sus botas a la tripa. No era un sueño, pues.
No pudo evitar sonreír mientras se calzaba.
—Esa nariz parece rota —dijo el padre Yarvi.
—No es la primera vez.
Si salía de aquella sin nada peor que una nariz rota, podía darse con un canto en los dientes.
—Déjame ver.
Los clérigos eran sanadores antes que nada, de modo que Espina no se encogió cuando él se acercó y apretó con suavidad sus pómulos, arrugando la frente por la concentración.
—Ah —murmuró ella.
—Perdona, ¿te ha dolido?
—Solo un po…
El clérigo le embutió un dedo en un agujero de la nariz y apretó sin piedad el caballete con el pulgar. Espina ahogó un grito, se arrodilló sin remedio, oyó un chasquido y notó un dolor cegador en la cara mientras sus lágrimas fluían más libres que nunca.
—Arreglado —dijo el padre Yarvi, limpiándose la mano en la camisa de Espina.
—¡Dioses! —gimoteó ella, cubriéndose la cara palpitante.
—A veces un poco de dolor nos ahorra mucho más en el futuro. —El padre Yarvi ya se dirigía hacia la puerta, por lo que Espina trotó hasta alcanzarlo y, sin dejar de preguntarse dónde estaba la trampa, salió tras él.
—Gracias por tu amabilidad —murmuró mientras pasaban delante de la guardallaves.
La mujer la miró fijamente.
—Espero que nunca vuelvas a necesitarla.
—No te ofendas, pero lo mismo digo.
Y dicho eso, Espina siguió al padre Yarvi por el oscuro pasillo y escalera arriba, hasta que la luz la hizo parpadear.
Quizá tuviera solo una mano, pero a ese hombre le funcionaban bien las piernas. El clérigo cruzó a buen ritmo el patio de la ciudadela, con la brisa arrancando susurros a las ramas del viejo cedro por encima de ellos.
—Tendría que ir a hablar con mi madre… —dijo, apretando el paso para no quedarse atrás.
—Ya lo he hecho yo. Le he explicado que te he declarado inocente de asesinato, y que has hecho juramento de servirme.
—Pero… ¿cómo sabíais que yo…?
—Un clérigo está obligado a saber lo que va a hacer la gente —respondió el padre Yarvi con un bufido—. Y de momento no eres un pozo muy profundo al que asomarse, Espina Bathu.
Cruzaron la Puerta de los Alaridos y salieron de la ciudadela a las calles que se extendían por debajo del gran peñasco, en dirección a la Madre Mar. Bajaron escalones engañosos y cruzaron callejuelas estrechas en pronunciada pendiente, entre las casas apiñadas y las personas que se apiñaban entre ellas.
—No voy a la incursión del rey Uthil, ¿verdad?
Era una bobada de pregunta, claro, pero salir de la sombra de la Muerte había dado a Espina suficiente luz para lamentar sus sueños destrozados.
El padre Yarvi no estaba para lamentaciones.
—Da gracias de que no vayas bajo tierra.
Descendieron por la calle de los Yunques, donde Espina había pasado largas horas mirando las armas con la codicia de un niño mendigo por unos pasteles. Donde Espina había montado a hombros de su padre, entre risitas de orgullo cada vez que un herrero suplicaba al hombretón que se fijara en su trabajo. Pero en aquellos momentos el metal brillante expuesto frente a las forjas solo parecía burlarse de ella.
—Nunca seré una guerrera de Gettlandia. —Lo dijo con un hilo de voz apenada, pero Yarvi tenía buen oído.
—Mientras vivas, lo que puedas llegar a ser está en tus manos antes que en las de ningún otro. —El clérigo se frotó con suavidad unas marcas deslucidas que tenía en el cuello—. Siempre hay una manera, solía decirme la reina Laithlin.
Espina cayó en la cuenta de que había enderezado un poco la espalda con solo oír el nombre. Laithlin no sería una guerrera, pero a Espina no se le ocurría nadie a quien admirara más.
—La Reina Dorada es una mujer que ningún hombre osa tomarse a la ligera —dijo.
—Así es. —Yarvi miró a Espina de soslayo—. Si aprendes a templar la tozudez con buen juicio, a lo mejor un día tú también lo serás.
Parecía que aún faltaba bastante para que llegara ese día. Allá por donde pasaban la gente se inclinaba, murmuraba «Padre Yarvi» y dejaba pasar al clérigo de Gettlandia, pero torcía el gesto y negaba con la cabeza al ver a Espina correteando detrás de él, mugrosa y deshonrada, por las puertas de la ciudad y los ajetreados muelles. Esquivaron a marineros y mercaderes de todos los países del mar Quebrado y de algunos mucho más lejanos, y Espina se agachó bajo las redes empapadas de los pescadores y rodeó sus brillantes y saltarinas capturas.
—¿Dónde vamos? —preguntó.
—A Casa Skeken.
Se quedó petrificada, boqueando, y estuvo a punto de derribarla una carretilla que pasaba. En toda su vida nunca se había alejado de Thorlby más de medio día de marcha.
—O también puedes quedarte aquí —le soltó Yarvi por encima del hombro—. Ya tienen las piedras preparadas.
Espina tragó saliva y volvió a afanarse por alcanzarlo.
—Iré.
—Eres tan sabia como hermosa, Espina Bathu.
Aquello podía ser un cumplido doble o un insulto doble, y Espina sospechó que se trataba de lo segundo. Sus botas hicieron resonar los viejos tablones de un embarcadero mientras el agua salada salpicaba el verdín enganchado a los pilares bajo sus pies. Amarrado a él se mecía un barco pequeño pero elegante, con sendas palomas pintadas de blanco montadas a proa y a popa. Los escudos de colores brillantes que ribeteaban las bordas parecían indicar que estaba tripulado y listo para zarpar.
—¿Nos vamos ya? —preguntó.
—Me ha convocado el Alto Rey.
—¿El Alto… Rey? —Espina se miró la ropa, casi rígida por la mugre de la celda y rebozante en su propia sangre y la de Edwal—. ¿Puedo cambiarme, al menos?
—No tengo tiempo para tu vanidad.
—Apesto.
—Te arrastraremos detrás del barco para lavarte.
—¿Lo haréis?
El clérigo alzó una ceja.
—No tienes sentido del humor, ¿verdad?
—Enfrentarse a la Muerte quita un poco el gusto por los chistes —murmuró.
—Ahí es donde más falta hace. —Había un hombre mayor y robusto desatando la maroma de proa, que arrojó al barco mientras ellos subían—. Pero no te preocupes. La Madre Mar te habrá lavado más veces de las que puedas soportar para cuando lleguemos a Casa Skeken. —Aquel hombre era un guerrero, Espina se lo notaba en la postura, en el amplio rostro maltratado por el clima y la guerra—. Los dioses consideraron adecuado quitarme mi fuerte mano izquierda. —Yarvi le enseñó aquella zarpa retorcida y movió el único dedo—. Pero a cambio me dieron a Rulf. —Dio una palmada en el carnoso hombro del viejo—. Aunque no siempre ha sido fácil, la verdad es que creo que no es mal trato.
Rulf alzó una poblada ceja.
—¿Quieres saber lo que opino yo del trato?
—No —dijo Yarvi, embarcando de un salto. Espina solo pudo encogerse de hombros mirando al guerrero de barba gris y saltar tras el clérigo—. Bienvenida al Viento del Sur.
Ella plegó la lengua y escupió por la borda.
—No me siento muy bienvenida.
Habría unos cuarenta remeros de pelo entrecano sentados en sus cofres de mar, fulminándola con la mirada y con todo el aspecto de estar pensando: «¿Qué hace aquí esta chica?».
—Las actitudes más feas no paran de repetirse —dijo entre dientes.
El padre Yarvi asintió con la cabeza.
—Así es la vida. Raro es el error que solo se comete una vez.
—¿Puedo hacer una pregunta?
—Me da la impresión de que, si me negase, preguntarías de todas formas.
—No soy un pozo demasiado profundo al que asomarse, supongo.
—Pues habla.
—¿Qué hago aquí?
—Es una pregunta que se han hecho hombres santos y mujeres astuciosas desde hace mil años, sin acercarse siquiera a una respuesta.
—Prueba a sacarle el tema a Brinyolf, el tejedor de plegarias —refunfuñó Rulf, apartándolos del muelle con la vara de una lanza—. Se te caerán las orejas de aburrimiento con sus discursos del porqué no sé qué y el por mor de no sé cuántos.
Con la mirada perdida en el lejano horizonte como si pudiera ver las respuestas escritas en las nubes, Yarvi musitó:
—¿Quién, ciertamente, puede avistar siquiera los grandes designios de los dioses? ¡Sería como preguntar adónde fueron los elfos!
Y el anciano y el joven se sonrieron de oreja a oreja. Estaba claro que esta farsa no era nueva para ellos.
—De acuerdo —dijo Espina—. Me refería a por qué me habéis traído a este barco.
—Ah. —Yarvi volvió la cabeza hacia Rulf—. ¿Por qué crees que, en vez de tomar el camino fácil y aplastarla, arriesgo todas nuestras vidas trayendo a la renombrada asesina Espina Bathu a bordo de mi barco?
Rulf se apoyó un momento en su lanza, rascándose la barba.
—La verdad es que ni idea.
Yarvi miró de nuevo a Espina con los ojos muy abiertos.
—Si no confío mis motivos ni siquiera a mi mano izquierda, ¿por qué iba a confiárselos a alguien de tu calaña? Por el olor, digo.
Espina se frotó las sienes.
—Necesito sentarme.
Rulf le puso una mano paternal en el hombro.
—Lo comprendo. —La hundió sobre el cofre más cercano con tanta fuerza que la hizo caer por el otro lado con un chillido, al regazo del hombre que estaba sentado detrás—. Este es tu remo.