SUERTE
Los dioses sabían que en aquel viaje habían tenido una pila de decepciones más alta que Brand. Muchísimas cosas eran tristemente distintas a los relatos que se susurraban y las canciones que se cantaban en Thorlby. Y había otras tantas que la gente pasaba por alto del todo.
Las extensas ciénagas alrededor de la desembocadura del Denegado, por poner un ejemplo. Las nubes de insectos con aguijones que rondaban las orillas de fango apestoso en las que habían despertado una mañana gris tras otra, empapados de agua de marjal y rascándose las picaduras.
O la larga costa del mar Dorado, por poner otro. Los puebluchos miserables con sus cercados miserables, junto a los cuales el padre Yarvi discutía en idiomas extraños con pastores de caras tan morenas que parecían hechas de cuero. Las playas de guijarros donde la tripulación plantaba en círculo chisporroteantes antorchas embreadas y se tumbaba a observar la noche, alertas a cada sonido, convencidos de que los bandidos acechaban al borde de la luz.
El recuerdo de la batalla contra el Pueblo del Caballo merodeaba en sus mentes, la cara del hombre que Brand había matado atrapaba sus pensamientos y el martilleo del acero contra la madera se colaba en sus sueños.
«¡Llega tu muerte!».
Se despertaba de golpe en la pegajosa oscuridad y hallaba solo el rápido palpitar de su corazón y el lento chirrido de los grillos. Las canciones nunca hablaban de remordimientos.
Y tampoco mencionaban el aburrimiento. El remo, el remo y la costa que pasaba lenta, semana tras semana. La añoranza, la preocupación por su hermana, la lacrimosa nostalgia por cosas que había creído odiar. Los interminables ladridos de Skifr y el interminable entrenamiento de Espina, y las interminables palizas que daba a todos los tripulantes, sobre todo a Brand. Las interminables respuestas del padre Yarvi a las interminables preguntas de Koll sobre plantas, heridas, política, historia y el camino que seguía el Padre Luna en el cielo. La irritación, la enfermedad, las quemaduras por el sol, las moscas, los cuerpos hediondos, la desgastada parte trasera de su pantalón, el racionamiento de Safrit, el dolor de muelas de Dosduvoi, las mil formas en las que Fror se había hecho la cicatriz, la mala comida y las cagaleras, las inacabables discusiones mezquinas, el miedo constante a todo aquel que encontraban y, lo peor de todo, la certeza de que para volver a casa tendrían que volver a sufrir hasta la última legua en sentido opuesto.
Sí, aquel viaje había supuesto una buena pila de frustraciones, dificultades, dolor y decepción.
Pero la Primera Ciudad superó todas sus expectativas.
Se alzaba en un promontorio que sobresalía varas y más varas de la costa, cubierto de mar a mar por edificios de blanca piedra, torres orgullosas y tejados inclinados, altos puentes y fuertes murallas dentro de fuertes murallas. En el punto más alto estaba construido el palacio de la emperatriz, todo cúpulas brillantes en el interior de una fortaleza tan gigantesca que en su interior podría haber cabido Thorlby entera y había sobrado espacio para dos Roystocks.
La ciudad refulgía con luces de color rojo, amarillo y blanco, tan numerosas que teñían las azules nubes vespertinas de un rosa acogedor y hacían bailar un millar de millares de reflejos en el mar, donde los barcos de todos los países del mundo se arremolinaban como abejas ansiosas.
Quizá hubieran visto edificios más altos en el silencio del río Divino, pero lo que tenían delante no era una ruina élfica sino obra exclusiva del hombre, no una tumba derruida a las glorias perdidas sino un lugar de grandes esperanzas y sueños enloquecidos, rebosante de vida. Incluso a tanta distancia, Brand oía la llamada de la ciudad, un zumbido en el límite de sus sentidos que le hacía cosquillear hasta las puntas de los dedos.
Koll, que había trepado por el mástil a medio tallar y estaba encaramado a la gavia para tener la mejor vista, empezó a hacer aspavientos y a gritar como un demente. Safrit se acunó la frente en la mano, abajo en cubierta, mientras murmuraba:
—Basta, me rindo. Es que me rindo. Si quiere caerse y partirse la crisma, que lo haga. ¡Baja aquí ahora mismo, idiota!
—¿Habías visto alguna vez algo parecido? —susurró Brand, a punto de darse un golpe de remo en la mandíbula, de tan desencajada que estaba.
—No existe nada parecido —dijo Espina, con una sonrisa loca en un rostro que nunca había sido más delgado y duro. Tenía una cicatriz larga y pálida entre los pelillos de la parte rapada de la cabeza y había añadido a la plata que ya adornaba su pelo enmarañado varios anillos de oro rojo, cortados de la moneda que le había regalado Varoslaf. «Menudo capricho, ponerte oro en la cabeza», le había dicho Rulf, pero Espina se había encogido de hombros y había respondido que era tan buen lugar como cualquier otro para llevar el dinero.
Brand llevaba la suya en un saquito al cuello. Representaba una nueva vida para Rin, y no tenía intención de perderla por nada del mundo.
—¡Ahí la tenemos, Rulf! —exclamó el padre Yarvi, cruzando la crujía entre los sonrientes remeros hacia la toldilla de popa—. Tengo un buen presentimiento.
—Yo también —dijo el timonel, con una redecilla de arrugas felices en la comisura de los ojos.
Skifr miró preocupada las aves que volaban en círculos.
—Buenos presentimientos quizá, pero malos presagios. —Su humor no había terminado de recuperarse desde la batalla del Denegado.
El padre Yarvi no le hizo caso.
—Hablaremos con Teófora, la Emperatriz del Sur, y le daremos el regalo de la reina Laithlin, y lo que tenga que pasar, pasará. —Se volvió hacia la tripulación y extendió los brazos, haciendo ondear al viento su túnica andrajosa—. ¡Hemos hecho un trayecto largo y peligroso, amigos míos! ¡Hemos cruzado medio mundo! ¡Pero el final del camino está cerca!
—El final del camino —musitó Espina mientras la tripulación lanzaba un vítor, lamiéndose los labios cortados como si ella fuese una borracha y la Primera Ciudad una gran jarra de cerveza en el horizonte.
Brand sintió una oleada de emoción infantil, recogió un poco de agua y se la tiró a Espina, que le salpicó de vuelta con espuma brillante y lo derribó de su cofre de mar con la bota. Brand le dio un puñetazo en el hombro, lo cual últimamente era como dárselo a un escudo firme, ella le agarró la camisa hecha harapos y los dos cayeron a cubierta en un barullo de risas, gruñidos y maloliente lucha cuerpo a cuerpo.
—Basta ya, bárbaros —dijo Rulf, metiendo el pie entre ellos para separarlos—. ¡Ahora estáis en un lugar civilizado! De aquí en adelante, se espera de vosotros un comportamiento civilizado.
Los muelles eran un inmenso disturbio.
La gente se empujaba y se daba tirones y arañazos, iluminados por la estridente luz de las antorchas, una masa viva de gente que fluía con el estallido de peleas, lanzaba puños e incluso dejaba asomar filos brillantes por encima del gentío. Ante un gran portón había un semicírculo de guerreros equipados con extrañas cotas de malla, que parecían hechas de escamas de pez, dando gritos a la muchedumbre y de vez en cuando también algún golpe con el pie de sus lanzas.
—¿No decías que era un lugar civilizado? —preguntó Brand en voz baja mientras Rulf guiaba el Viento del Sur hacia un embarcadero.
—El más civilizado del mundo —respondió el padre Yarvi—. Aunque eso significa sobre todo que la gente prefiere apuñalarse por la espalda que de frente.
—Así es más difícil que la sangre salpique esas túnicas tan preciosas —dijo Espina, que miraba a un hombre recorrer un muelle de puntillas, a toda prisa y sosteniéndose las faldas de seda por encima de los tobillos.
Había un barco enorme y fondón muy escorado en el puerto, con la madera verde y podrida y la mitad de la palamenta fuera del agua. Saltaba a la vista que estaba demasiado cargado y sus pasajeros se apiñaban presas del pánico en la borda. Mientras Brand acorullaba su remo, dos de ellos saltaron —o quizá los empujaran— y cayeron al mar haciendo aspavientos. El aire estaba turbio por el humo y olía a madera chamuscada, pero lo que más apestaba era el pánico, intenso como heno podrido y pegajoso como la peste.
—¡Aquí se respira mala suerte! —exclamó Dosduvoi mientras Brand bajaba al muelle detrás de Espina.
—Yo no creo demasiado en la suerte —dijo el padre Yarvi—. Solo hay buena planificación y mala. Solo astucia profunda y escasa. —Se dirigió a un peludo norteño con la barba bifurcada y atada en la nuca, que vigilaba con rostro grave la carga de un barco muy parecido al de ellos—. Buen día teng… —empezó a decirle.
—¡No lo es para mí! —vociferó el hombre para hacerse oír sobre el griterío—. ¡Y no encontrarás a muchos para quienes lo sea!
—Venimos en el Viento del Sur —dijo Yarvi—, denegado abajo desde Kalyiv.
—Yo soy Ornulf, capitán del Madre Sol. —Señaló su embarcación envejecida por el clima—. Vinimos desde Roystock hace dos años ya. Esta primavera comerciamos con los alyukos y teníamos el mejor cargamento que hayas visto en la vida. Especias, botellas, cuentas y tesoros que nuestras mujeres habrían sollozado al ver. —Negó con la cabeza, alicaído—. Teníamos un almacén en la ciudad y se quemó en el incendio de anoche. Todo ardió. Lo perdimos todo.
—Lo lamento —dijo el clérigo—. Sin embargo, los dioses os concedieron vuestras vidas.
—Y nos marchamos de este condenado sitio antes de que las perdamos también.
Yarvi arrugó la frente al oír un chillido de mujer particularmente espeluznante.
—¿Las cosas siempre son así?
—¿No os habéis enterado? —dijo Ornulf—. La emperatriz Teófora murió anoche.
Brand miró a Espina, quien hizo una mueca y se rascó la cicatriz de la cabeza.
La noticia se llevó buena parte del vigor en la voz del padre Yarvi.
—¿Quién gobierna, entonces?
—He oído que esta mañana han proclamado a su sobrina de diecisiete años, Vialina, como la trigésimo quinta Emperatriz del Sur —dijo Ornulf con un bufido—. Pero no recibí invitación a tan feliz acontecimiento.
—¿Quién gobierna, entonces? —volvió a preguntar Yarvi.
Los ojos del hombre giraron a los lados.
—De momento, el populacho. La gente está dedicándose a ajustar cuentas pendientes mientras la ley duerme.
—Por aquí abajo les gustan bastante las cuentas pendientes, tengo entendido —dijo Rulf.
—Sí, las dejan macerar durante generaciones. Así es como empezó el incendio, me han contado: por un mercader vengándose de otro. Os juro que podrían enseñar un par de cosas a la abuela Wexen sobre viejos agravios.
—Yo no estaría tan seguro —murmuró el padre Yarvi.
—El tío de la joven emperatriz, el duque Mikedas, está intentando hacerse con el control. La ciudad está llena de sus guerreros. Dice que ha venido a calmar la situación. Mientras el pueblo se adapta.
—¿A que él ostente el poder?
Ornulf gruñó.
—Creía que acababas de llegar.
—Vayas donde vayas —dijo el clérigo sin alzar la voz—, los poderosos son los poderosos.
—Puede que el duque ponga orden —terció Brand, esperanzado.
—A mí me parece que harían falta quinientas espadas solo para poner orden en los muelles —intervino Espina, contemplando con disgusto el caos del puerto.
—Al duque no le faltan espadas —dijo Ornulf—, y no tiene ningún cariño a los norteños. Si traéis salvoconducto del Alto Rey seréis de los pocos afortunados, pero los demás nos marchamos de aquí antes de que nos cosan a impuestos.
Yarvi apretó sus finos labios.
—El Alto Rey y yo no nos llevamos demasiado bien.
—Pues zarpa hacia el norte, amigo, mientras aún puedas.
—Si navegas ahora al norte, caerás en las redes del príncipe Varoslaf —dijo Brand.
—¿Aún está pescando tripulaciones? —Ornulf se mesó la barba bifurcada con los dos puños, como si quisiera arrancársela de la cara—. ¡Me cago en todo, hay lobos por todas partes! ¿Cómo va a ganarse la vida un ladrón honesto?
Yarvi le entregó algo y Brand vio el relucir de la plata.
—Si tiene dos dedos de frente, se presentará ante la reina Laithlin de Gettlandia y le dirá que le envía su clérigo.
Ornulf se miró la mano abierta, luego reparó en la extremidad marchita de Yarvi y, por último, alzó de nuevo la mirada, con los ojos como platos.
—¿Eres el padre Yarvi?
—El mismo. —La hilera de guerreros había empezado a desplegarse desde su portón, empujando a la gente para apartarla aunque no hubiera dónde ir—. He venido a solicitar audiencia a la emperatriz.
Rulf dio un profundo suspiro.
—A no ser que Teófora te oiga desde el otro lado de la Última Puerta, tendremos que hablar con la tal Vialina.
—La emperatriz muere el mismo día en que llegamos. —Brand se inclinó hacia el padre Yarvi y le dijo en voz baja—: ¿Qué opinas ahora de la suerte?
El clérigo dejó escapar un largo suspiro mientras contemplaba un carro cargado precipitarse de los muelles al mar, su tiro de dos caballos dando coces desbocadas y con los ojos rodando de pavor.
—Opino que nos vendría bien un poco.