EL HOMBRE QUE LUCHÓ CONTRA UN BARCO

Fue una tripulación exhausta y apagada la que salió entre protestas de sus mantas, todos destrozados de dolor y llenos de cardenales por el trabajo del día anterior y muy conscientes de que tenían por delante otro igual de duro. Ni siquiera Odda tenía ganas de broma mientras contemplaba el largo descenso por la ladera boscosa, con un destello de agua que se vislumbraba en la nebulosa distancia.

—Por lo menos es cuesta abajo —dijo Brand.

Odda soltó un bufido y dio media vuelta.

—Ja.

Brand no tardó en entender a qué venía el «ja». Cuesta arriba lo difícil era arrastrar el Viento del Sur. Cuesta abajo era impedir que se les escapara, lo que suponía el mismo trabajo pero mucho más peligro. El camino era demasiado estrecho y serpenteante para que los bueyes pudieran ayudar, de modo que doce tripulantes se envolvieron las manos doloridas en trapos, pasaron cuerdas dando varias vueltas a sus antebrazos, que estaban casi en carne viva, y, cruzando hombros castigados y protegidos con mantas, siguieron al barco, seis de ellos a cada lado. Tiraron y tiraron para mantenerlo derecho mientras se precipitaba por la accidentada ladera, y Koll iba unos pasos por delante con su cubo, dispuesto a acercarse y empapar los tablones cada vez que empezaban a echar humo.

—Firme —gruñó Rulf, levantando una mano—. ¡Firme!

—Es fácil de decir, joder —gimió Brand.

Le había tocado una cuerda, por supuesto. El problema de ser capaz de levantar cargas pesadas era que, cuando había que levantar cargas pesadas, la gente enseguida se apartaba y te sonreía. Había hecho algunos trabajos pesados para ganarse un mendrugo que compartir con Rin, pero nunca había hecho tanto esfuerzo como aquel día, con el cáñamo empapado de sudor en torno a un antebrazo, por entre los hombros y luego alrededor del otro, que se le clavaba con cada paso de sus piernas temblorosas, mientras sus botas hacían saltar terrones sueltos, hojas resbaladizas y pinocha caída, tosiendo por el polvo que levantaba Odda delante de él y encogiendo el gesto con cada reniego que profería Dosduvoi desde detrás.

—¿Cuándo llegaremos al condenado río? —voceó Odda por encima del hombro mientras esperaban a que los demás apartaran un tronco caído del camino.

—Con la de sudor que estoy soltando, no tardaremos en poder botar el barco. —Brand sacudió la cabeza y saltaron gruesas gotas de su pelo empapado.

—Tal y como Safrit nos trae el agua, me sale directa por la espalda y se me mete en la raja del culo —dijo Dosduvoi desde detrás—. ¿Vas a decirnos cómo te hiciste la cicatriz, Fror?

—Me corté afeitándome —respondió el vansterlandés a viva voz desde el otro lado del barco, y dejó pasar un tiempo antes de añadir—: Nunca os afeitéis con un hacha.

Espina estaba detrás, en el grupo de cinco que cargaba con el mástil a medio tallar. Brand notaba sus ojos afilados como flechas en su espalda, y supuso que aún estaría furiosa por lo que había dicho de su madre. Y no era para menos, porque no era Espina la que se había marchado sin más y había dejado a Rin para que se las arreglara sola, ¿verdad que no? Parecía que siempre que Brand perdía los estribos, en realidad estaba enfadado consigo mismo. Sabía que debería pedir disculpas, pero lo suyo nunca habían sido las palabras. A veces pasaba días enteros buscando las adecuadas, y cuando llegaba el momento y por fin abría la boca, siempre escupía las que no eran.

Suspiró.

—Supongo que me iría mejor si no volviera a decir ni mu.

—De mí no oirías ni una condenada queja —oyó musitar a Espina, y cuando Brand empezaba a volverse para darle una réplica cortante, que sin duda lamentaría pronto, la cuerda le dio un tirón que lo envió trastabillando hacia unas hojas amontonadas, conservando el equilibrio por los pelos.

—¡Calma! —rugió Dosduvoi, y tiró con fuerza de su propia cuerda. Se desató un nudo con el sonido de un látigo restallando y el hombretón dio un chillido de sorpresa y salió despedido hacia atrás.

Odda dejó escapar una exclamación cuando la cuerda tiró de él, lo tumbó de cara y lo lanzó contra el hombre de delante, que perdió su propia cuerda; el cabo suelto azotó el aire como si estuviera vivo.

Un ave saltó al cielo con un aleteo y el Viento del Sur ganó velocidad con una sacudida. Un hombre del otro lado dio un alarido cuando la cuerda se le hundió en la espalda y lo volteó, con un impulso que derribó a Fror hacia un lado. El repentino aumento de peso arrastró a los demás hombres como peleles cuesta abajo.

Brand vio a Koll acercarse con el cubo, levantarse unos ojos horrorizados hacia la alta proa que se cernía sobre él, intentar apartarse de cualquier manera, resbalar y caer de espaldas justo enfrente de la chirriante quilla.

No hubo tiempo ni para pensárselo una vez, ya no digamos dos. Quizá fuese para bien. El padre de Brand siempre le había dicho que no era muy buen pensador.

Saltó a un lado del camino con una explosión de hojas viejas y rodeó con la cuerda el árbol más cercano, un ejemplar viejo y de tronco grueso con raíces que se clavaban profundas en la ladera.

Los demás estaban gritándose entre ellos y se oían los crujidos y chasquidos de la madera al partirse, pero Brand no les prestó atención: forcejeó hasta apoyar una bota en el tronco del árbol y luego la otra. Con un gruñido, obligó a sus piernas y su espalda a enderezarse, apoyado en la soga que le cruzaba los hombros y tensándola de forma que su cuerpo quedó horizontal en el tronco, como si fuera otra rama del árbol.

Deseó estar hecho también de madera. La cuerda tañó como un arpa y tiró de él con una fuerza tan tremenda que casi le sacó los ojos de las órbitas. El cáñamo raspó contra la corteza, resbaló en sus manos, le arrancó la piel de los brazos. Brand apretó los dientes, cerró los ojos y se aferró a los trapos con que estaba cubierta la soga. Los agarró con la fuerza con que la Muerte agarra a los agonizantes.

Demasiado que levantar. Demasiado con mucho, pero una vez se tiene la carga encima, ¿qué otra opción hay?

Oyó nuevos chirridos a medida que el Viento del Sur giraba y se iba acumulando más peso, y tanto más, que lo aplastó y le arrancó un gemido lento; sabía que si aflojaba las rodillas, la espalda o los brazos una sola vez, la cuerda lo doblaría por la mitad.

Abrió los ojos un instante. Luz del sol colándose entre las hojas. Sangre en sus puños temblorosos. Volutas de humo entre la cuerda y el tronco. Ecos de voces en la distancia. Soltó aire entre los dientes cuando la cuerda se sacudió, se tensó y resbaló otra vez, hiriéndolo con la efectividad de una sierra.

No podía soltarla. No podía fallar a su tripulación. Sus huesos crujieron y el cáñamo se hundió en sus hombros, sus brazos, sus manos, amenazando con partirlo en dos, la respiración entrecortada abrasándole el pecho y saliendo grave y rasposa entre sus dientes comprimidos.

No podía soltarla. No podía fallar a su familia. Tembló entero, ardió hasta su última fibra de músculo.

No había nada más en el mundo que él y la cuerda. Nada más que la tensión y el dolor y la oscuridad.

Y entonces oyó la voz de Rin, tenue en sus oídos.

—Suéltala.

Negó con la cabeza, gimiendo, tirando con ahínco.

—¡Suéltala, Brand!

Un hacha se clavó en la madera y volteó el mundo. Unos brazos fuertes impidieron que cayera y lo bajaron hasta el suelo, débil como un niño, flácido como un trapo.

Era Espina, con la Madre Sol a su espalda haciéndole brillar la pelusa de un lado de la cabeza.

—¿Dónde está Rin? —susurró, pero las palabras fueron solo un gorjeo.

—Ya puedes soltar.

—Oh. —Aún tenía los puños cerrados. Le costó un esfuerzo atroz abrir los dedos palpitantes lo suficiente para que Espina empezara a desenrollar la cuerda, oscurecida por su sangre.

Ella echó atrás la cabeza y gritó:

—¡Padre Yarvi!

—Lo siento —dijo Brand con voz ahogada.

—¿Cómo?

—No tendría que haber dicho eso… de tu madre…

—Cállate, Brand. —Un silencio, y luego un parloteo de voces en la lejanía y un pájaro que trinó en las ramas por encima de él—. Lo que de verdad me cabrea es que empiezo a pensar que tenías razón.

—¿En serio?

—No te emociones. No creo que vuelva a pasar nunca.

La gente estaba amontonándose alrededor, siluetas emborronadas que lo miraban.

—¿Habíais visto alguna vez algo parecido?

—Ha mantenido todo el peso del barco durante un momento.

—Una hazaña digna de canciones, ya lo creo que sí.

—Yo ya estoy empezando a rimarla —llegó la voz de Odda.

—Me has salvado la vida —dijo Koll, mirándolo desde arriba con los ojos muy abiertos y una mejilla manchada de brea.

Safrit acercó la boca del odre a los labios de Brand.

—El barco lo habría destrozado.

—El propio barco podría haberse destrozado —dijo Rulf—. Y entonces no llevaríamos ninguna ayuda a Gettlandia.

—Nos habría hecho falta buena ayuda a nosotros.

Hasta tragar requería un esfuerzo.

—Solo… he hecho lo que haría cualquiera.

—Me recuerdas a un viejo amigo nuestro —dijo el padre Yarvi—. Brazos fuertes. Corazón fuerte.

—Una brazada cada vez —dijo Rulf con la voz un poco empañada.

Brand bajó la vista hacia lo que estaba haciendo el clérigo y le entró una arcada. Las quemaduras que le había hecho la cuerda se enroscaban por sus brazos como serpientes rojas, crudas y sangrientas, en torno a ramas blancas.

—¿Te duele?

—Solo un hormigueo.

—¡Solo un condenado hormigueo, dice! —bramó Odda—. ¿Lo habéis oído? ¿Qué rima con «hormigueo»?

—Pronto te dolerá —dijo el padre Yarvi—. Y te dejará cicatrices.

—Las marcas de una gran hazaña —murmuró Fror, que en lo tocante a cicatrices se consideraba un experto—. Marcas de héroe.

Brand tensó las facciones cuando el padre Yarvi le vendó los antebrazos; los cortes habían empezado a escocer de mala manera.

—Menudo héroe estoy hecho —dijo con un hilo de voz mientras Espina lo ayudaba a incorporarse—. He luchado contra una cuerda y he perdido.

—No. —El padre Yarvi clavó un alfiler entre las vendas y apoyó la mano contrahecha en el hombro de Brand—. Has luchado contra un barco. Y has ganado. Ponte esto bajo la lengua. —Metió una hoja seca en la boca de Brand—. Te ayudará con el dolor.

—Se ha soltado el nudo —dijo Dosduvoi, mirando con incredulidad el cabo deshilachado de su cuerda—. ¿Qué clase de mala suerte es esa?

—La que padecen quienes no comprueban bien sus nudos —replicó el clérigo, fulminándolo con la mirada—. Safrit, haz hueco para Brand en el carromato. Koll, tú te quedas con él. Asegúrate de que no le da por hacer más heroísmos.

Safrit preparó un lecho entre la carga sirviéndose de las mantas de la tripulación. Brand intentó decirle que podía andar, pero todos se daban cuenta de que no podía.

—¡Tú te quedas aquí tumbado y a callar! —saltó la mujer, señalándole la cara con un dedo.

Y eso hizo. Koll se sentó en un barril a su lado y el carromato emprendió la bajada; cada bache del camino era un suplicio para él.

—Me has salvado la vida —musitó el chico, al cabo de un rato.

—Eres rápido. Te habrías podido apartar.

—No habría podido. He mirado al otro lado de la Última Puerta. Déjame darte las gracias, al menos.

Se miraron durante un instante.

—Está bien —dijo Brand—. Me doy por agradecido.

—¿Cómo te hiciste tan fuerte?

—Trabajando, supongo. En los muelles. Al remo. En la forja.

—¿Has trabajado de herrero?

—Para una mujer llamada Gaden. Se quedó con la fragua de su marido cuando él murió y resultó que era el doble de buena que él. —Brand recordó el tacto del martillo, el tintineo del yunque, el calor de las brasas. Nunca había creído que lo echaría de menos, pero así era—. Es buen oficio, trabajar el hierro. Honesto.

—¿Por qué lo dejaste?

—Siempre soñé con ser guerrero. Ganarme un puesto en las canciones. Unirme a una tripulación. —Brand miró a Odda y Dosduvoi, que discutían bajo el peso de sus cuerdas, y a Fror, que negaba con la cabeza, disgustado, y sonrió—. Tenía una tripulación más limpia en mente, pero hay que aceptar la familia que te toca. —El dolor había menguado, y parecía que la hoja de Yarvi también aflojaba la lengua—. Mi madre murió siendo yo pequeño. Me dijo que hiciera el bien. Mi padre no me quería.

—Mi padre también murió —dijo Koll—. Hace mucho tiempo.

—Bueno, ahora tienes al padre Yarvi. Y a todos estos hermanos contigo. —Brand cruzó la mirada con Espina antes de que ella torciera el gesto y la apartara a los árboles—. Y a Espina como hermana, por el mismo precio.

Koll dejó escapar una fugaz sonrisa.

—Eso es una bendición a medias.

—La mayoría lo son. Tiene mal genio, pero creo que lucharía hasta la muerte por cualquiera de nosotros.

—Luchar le gusta, eso seguro.

—Ya lo creo que sí.

Las ruedas del carromato chirriaron, la carga se sacudió y la esforzada tripulación se lio a gritos consigo misma. Entonces Koll preguntó en voz baja:

—¿O sea que eres mi hermano?

—Supongo que sí. Si me aceptas.

—Digo yo que podría ser peor.

El chico se encogió de hombros, como si tampoco tuviera mucha importancia. Pero a Brand le dio la sensación de que la tenía.

Con un último empujón el Viento del Sur se deslizó a las agitadas aguas del Denegado, entre precarios vítores.

—Lo hemos conseguido —dijo Brand, que no se lo acababa de creer—. ¿Lo hemos conseguido?

—Sí. Todos podréis contar a vuestros nietos que cargasteis un barco por las largas cuestas. —Rulf se quitó el sudor de la frente con su fornido antebrazo—. ¡Pero hoy todavía hemos de remar un poco! —exclamó, cortando de un plumazo las celebraciones—. ¡Vamos a cargarlo y avancemos una legua o dos mientras haya luz!

—Arriba, haragán. —Dosduvoi sacó a Brand del carromato y lo plantó en unas piernas que aún temblaban.

El padre Yarvi estaba hablando con el cabecilla de los boyeros en los dioses sabrían qué extraño idioma, y entonces los dos se echaron a reír y se dieron un largo abrazo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Brand.

—Cuidado con el Pueblo del Caballo —dijo el padre Yarvi—, pues son salvajes y peligrosos.

Espina miró muy seria a los bueyes, liberados por fin de sus cargas.

—No le veo la gracia.

—Entonces le he preguntado qué dice al Pueblo del Caballo cuando comercia con ellos.

—¿Y?

—Cuidado con el Pueblo del Barco, pues son salvajes y peligrosos.

—¿Quiénes son el Pueblo del Barco? —preguntó Koll.

—Nosotros —dijo Brand, ahogando una exclamación mientras embarcaba en el Viento del Sur—. Somos nosotros.

Le dolía hasta la última articulación y el último tendón, pero se acercó agachado y con pasos cortos de viejo hasta su lugar a popa y se dejó caer en su cofre de mar tan pronto como Espina lo colocó en su sitio.

—¿Seguro que puedes remar?

—Te aguantaré el ritmo sin problemas —respondió con voz ahogada, aunque ya le suponía un esfuerzo heroico mantenerse sentado.

—Ya te cuesta aguantármelo estando sano —dijo ella.

—Veremos si tú me aguantas el ritmo a mí, flacucha bocazas. —Rulf estaba de pie junto a ellos—. Apártate de mi sitio, chico.

—¿Y dónde me pongo?

Rulf señaló con la cabeza el timón en la toldilla.

—Se me ha ocurrido que esta tarde puedes hacer tú de timonel.

Brand parpadeó.

—¿Yo?

—Me parece que te lo has ganado. —Y Rulf le dio una palmada en la espalda mientras lo ayudaba a subir.

Con un quejido de dolor, Brand apoyó un brazo en la caña del remo, se volvió y descubrió que toda la tripulación estaba mirándolo. Safrit y Koll con el cargamento; Odda, Dosduvoi y Fror a los remos, el padre Yarvi junto a Skifr cerca de la proa tallada en forma de paloma y, más allá, el río Denegado fluyendo hacia el sur, la Madre Sol espolvoreando oro sobre el agua.

Brand sonrió encantado.

—Me gusta la vista que hay aquí.

—No te acostumbres —dijo Rulf.

Y todos a la vez, la tripulación empezó a dar golpes en sus remos, martilleando, aporreando en un trueno de carne contra madera. Un redoble de respeto. Hacia él. Hacia él, que no había llegado a nada en toda su vida.

—La verdad es que ahí arriba has hecho algo muy grande. —En los labios de Espina asomaba una leve sonrisa, y sus ojos brillaban mientras daba palmadas en su remo—. Muy grande.

Brand sintió que lo inundaba el orgullo como nunca antes. Había llegado muy lejos desde que lo dejaran solo en la playa de Thorlby. Quizá no hubiera pronunciado el juramento de un guerrero, pero aun así había encontrado tripulación. Una familia de la que formar parte. Deseó que Rin estuviera allí para verlo y se imaginó la cara que habría puesto, y entonces tuvo que sorberse la nariz y fingir que le había entrado algo en el ojo. Sentía que estaba viviendo en la luz, eso seguro.

—¡Pero no solo les peguéis, cabrones perezosos! —gritó con la voz quebrada—. ¡Tirad de ellos!

La tripulación rio mientras empezaba a remar y el Viento del Sur salió con suavidad a la corriente del Denegado, que por fin tenían a favor, dejando a los bueyes y sus cuidadores a la espera de su próxima carga.