DESPEDIDAS

Espina desmontó su remo del luchadero y dio una última caricia cariñosa con las yemas de los dedos a la madera lustrada por el sudor.

—Aquí nos despedimos, amigo mío.

Sin embargo, el remo solo le mostró indiferencia, por lo que, con un último suspiro, ella sacó su cofre de mar al embarcadero y saltó la borda tras él.

La Madre Sol sonreía a Thorlby desde un cielo despejado, y Espina cerró los ojos y levantó la cara, con una sonrisa cuando la brisa salada le besó las cicatrices de las mejillas.

—Así es como debería ser el clima —susurró, recordando el calor asfixiante de la Primera Ciudad.

—Mírate. —Rulf se detuvo a mitad de nudo en la amarra de proa para menear la cabeza rala, maravillado—. Cuesta creer lo mucho que has crecido desde que te sentaste por primera vez a mi palo de popa. Y no solo en altura.

—De chica a mujer —corroboró el padre Yarvi, desembarcando del Viento del Sur.

—De mujer a heroína —dijo Dosduvoi, y dio un abrazo a Espina que amenazó con partirle las costillas—. ¿Te acuerdas de la canción sobre ti que cantaba aquella tripulación trovenlandesa en el Divino? ¡La mujer-demonio que mató a diez guerreros y salvó a la Emperatriz del Sur! ¡La mujer que respira fuego y tiene cara de relámpago!

—Con una serpiente por cola, ¿no era así? —preguntó Fror con voz grave, guiñándole su ojo más pequeño.

—Con la de tiempo que me he pasado mirándote el culo —reflexionó Koll— y no me he fijado nunca en esa co… ¡Au! —Su madre le había dado un coscorrón.

Dosduvoi todavía estaba riendo por los trovenlandeses.

—¡Qué caras pusieron al darse cuenta de que estabas sentada delante de ellos!

—Y entonces te suplicaron luchar contra ti. —Rulf rio con él—. Menudos cazurros.

—Se lo advertimos —masculló Fror—. ¿Qué fue lo que les dijiste, Safrit?

—Que tal vez Espina no respire fuego, pero iban a salir escaldados de todos modos.

—¡Y les pateó sus blancos culos uno tras otro y tiró a su capitán al río! —gritó Koll, que había saltado a la regala del barco y tenía los brazos extendidos para equilibrarse.

—Menos mal que no se ahogó, con todo aquel hielo —dijo Rulf.

A pesar del calor, el recuerdo provocó un escalofrío a Espina.

—Dioses, qué frío hacía allá arriba, en el Divino.

El hielo había llegado temprano, crepitante contra la quilla del barco, y solo una semana al norte de las largas cuestas había vuelto impracticable el río. Habían tenido que voltear de nuevo el Viento del Sur y convertirlo en salón, y habían vivido allí apiñados como ovejas en invierno durante dos meses gélidos.

Espina seguía entrenando tanto como si pudiera oír la voz de Skifr. Más, tal vez. Luchaba contra Dosduvoi, Fror, Koll y Rulf, pero aunque veía a Brand observándolos, nunca le pidió un lance.

Todavía se levantaba a la hora en que la habría despertado Skifr. Antes, tal vez. Miraba al suelo en la helada oscuridad, entre el vapor de su aliento, lo veía allí tumbado con el pecho subiendo y bajando en movimientos lentos y deseaba poder tenderse a su lado y sentir el calor como hacía antes. En lugar de ello, se obligaba a salir al frío amargo y correr por el desierto blanco, apretando los dientes por el dolor de la pierna, con el brazalete élfico iluminado de un blanco glacial y las volutas de la hoguera de la tripulación como única mancha en el gran cielo blanco.

Tenía lo que siempre había querido. Por mucho que pudieran decir Hunnan y los suyos, era una guerrera probada, tenía un lugar privilegiado en la tripulación de un clérigo y se cantaban canciones de sus grandes hazañas. Había enviado a una docena de hombres al otro lado de la Última Puerta. La había condecorado con una alhaja de valor incalculable la mujer más poderosa del mundo. Y aquella era su cosecha.

Trescientas leguas de nada y soledad.

Espina siempre había sido más feliz sola, pero había llegado a estar tan harta de ella como todos. De modo que abrazó a Safrit con fuerza en los muelles de Thorlby; bajó a Koll de la borda y le revolvió el pelo indomable mientras él se retorcía, avergonzado; dio un beso a Rulf en la calva de la coronilla, y atrajo a Dosduvoi y Fror hacia ella para darles un maloliente abrazo entre forcejeos. Un gigante malcarado y un vansterlandés con una cicatriz enorme, ambos oliendo a estiércol y dando más miedo que lobos cuando los conoció, ambos convertidos con el tiempo en casi hermanos para ella.

—Que los dioses me perdonen, pero voy a echar de menos a estos dos cabrones tan feos.

—¿Quién sabe? —dijo la madre Scaer, aún tendida con las piernas cruzadas entre el cargamento, donde había pasado casi todo el viaje de vuelta—. Nuestros caminos podrían volver a cruzarse antes de que pase demasiado tiempo.

—Esperemos que no —dijo Espina entre dientes. Miró los familiares rostros de sus compañeros e hizo un último intento—. ¿Cómo te hiciste la cicatriz, Fror?

El vansterlandés abrió la boca como si se dispusiera a hacer uno de sus chistes. Siempre tenía preparado el siguiente, al fin y al cabo. Entonces sus ojos cayeron un instante a las cicatrices de las mejillas de Espina y se quedó quieto, pensativo. Inspiró hondo y la miró fijamente.

—Yo tenía doce años. Los gettlandeses llegaron antes del amanecer. Se llevaron a la mayoría de los aldeanos como esclavos. Mi madre se resistió y la mataron. Yo intenté huir, y su líder me cortó con su espada. Me dio por muerto y me dejó sin nada, salvo esta cicatriz.

Allí estaba la verdad, pues, y era bastante espantosa. Pero había algo más en la forma de mirarla que tenía Fror. Algo que erizó los pelillos de la nuca de Espina. Su voz flaqueó un poco al hacer la pregunta.

—¿Quién era su líder?

—Lo llamaban el Acantilado.

Espina tocó la espada que llevaba al cinto. La espada que había pertenecido a su padre.

—¿Fue esta espada, entonces?

—Los dioses cocinan extrañas recetas.

—¡Pero has navegado con gettlandeses! ¡Has luchado junto a mí! ¿Y todo este tiempo sabías que era su hija?

—Y me alegro de haberlo hecho. —Fror se encogió de hombros—. La venganza solo camina en círculos. Parte de la sangre y regresa a la sangre. La Muerte nos espera a todos. Puedes seguir tu camino hacia ella inclinado por el peso de la rabia, como hice yo durante muchos años. Puedes permitir que te envenene. —Inspiró con fuerza y dejó que saliera el aire en un suspiro—. O puedes liberarte de ella. Cuídate, Espina Bathu.

—Tú también —musitó ella, sin saber qué decir. Sin saber qué pensar.

Miró por última vez el Viento del Sur, ahora amansado en el embarcadero. Miró la pintura descascarillada de las palomas blancas montadas a proa y a popa. Ese barco había sido su hogar durante un año. Su mejor amigo y su peor enemigo, del que conocía hasta el último tablón y remache. Parecía un barco diferente al que se los había llevado desde Thorlby. Envejecido y desgastado, con más cicatrices y más experiencia. Un poco como Espina. Le dedicó un último y respetuoso asentimiento con la cabeza, izó su cofre de mar al hombro, dio media vuelta…

Y allí estaba Brand, tan cerca que casi alcanzaba a oler su aliento, arremangado para que se vieran las cicatrices serpenteantes de sus antebrazos, más fuerte, más callado y más guapo que nunca.

—Supongo que ya nos veremos —dijo él.

Tenía los ojos fijos en ella, brillando detrás de los mechones de pelo que le caían delante de la cara. Espina tuvo la sensación de que había pasado buena parte de los últimos seis meses intentando no pensar en él, que era exactamente tan malo como pensar en él pero con la frustración añadida de fracasar en evitarlo. Era difícil olvidar a alguien cuando estaba tres remos por delante. Su hombro moviéndose con cada brazada. Su codo apoyado en el remo inerte. Una franja de su cara cuando miraba atrás.

—Sí —murmuró, bajando la vista al suelo—. Supongo.

Y lo rodeó, recorrió los tablones del embarcadero, que cedieron un poco bajo sus pasos, y se marchó.

Quizá fuera insensible dejar las cosas así después de lo mucho que habían pasado. Quizá fuera cobarde. Pero tenía que dejarlo atrás, y dejar atrás su decepción, su vergüenza y su idiotez con él. Cuando algo debe hacerse, lo único que se gana posponiéndolo es dolor.

Dioses, empezaba a sonar igualita que Skifr.

La idea la complació bastante.

Thorlby estaba cambiada. Todo era mucho más pequeño que en sus recuerdos. Más gris. Más vacío. Los muelles no estaban ni mucho menos tan abarrotados como antes, y solo albergaban a unos pocos pescadores que trabajaban con sus capturas, cuyas escamas brillaban plateadas al saltar. Había guerreros de guardia en la puerta, pero eran jóvenes, y Espina se preguntó qué estarían haciendo los demás. Conocía a uno de ellos del cuadrado de entrenamiento, y los ojos del chico se ensancharon como jarras de cerveza cuando Espina pasó dándose aires junto a él.

—¿Es ella? —oyó que susurraba alguien.

—Espina Bathu —dijo una mujer en voz baja y medida, como si estuviera pronunciando un sortilegio.

—¿Esa de la que cantan?

Su leyenda la había precedido, ¡increíble! Así que Espina cuadró los hombros, puso su cara más valiente y dejó que se acentuara el vaivén de su brazo izquierdo, donde brillaba el brazalete élfico. Reflejaba la luz del sol y refulgía con su propia luz.

Subió la calle de los Yunques y los clientes se giraron para contemplarla, los martillazos cesaron, los herreros salieron para mirar y Espina silbó una canción mientras andaba, la canción que habían cantado aquellos trovenlandeses sobre una mujer-demonio que había salvado a la Emperatriz del Sur.

¿Por qué no? ¿Acaso no se lo había ganado?

Ascendió los empinados callejones que había recorrido en sentido inverso siguiendo al padre Yarvi desde las mazmorras de la ciudadela con destino a Casa Skeken, a Kalyiv, a la Primera Ciudad. Pensó que parecían haber pasado cien años mientras doblaba una esquina hacia un estrecho callejón del que conocía hasta la última piedra.

Escuchó unos murmullos a su espalda y reparó en que había acumulado un pequeño séquito de niños, que la miraban anonadados desde la esquina. Igual que los que habían seguido a su padre cuando estaba en Thorlby. Hizo lo que hacía siempre él: los saludó con alegría. Después hizo lo que hacía siempre él: les enseñó los dientes y siseó, provocando chillidos y una desbandada.

Skifr decía siempre que la historia transcurre en círculos.

La casa estrecha, el escalón desgastado por el centro, la puerta que su padre había tallado sin maña, todo estaba igual y, sin embargo, de algún modo logró ponerla nerviosa. Alzó el brazo para abrir la puerta con el corazón desbocado, pero en el último momento cerró el puño y llamó. Se quedó allí plantada, esperando, incómoda como un ladrón, aunque fuera su propia casa, con los dedos cerrados con fuerza en torno a la bolsita que llevaba al cuello, pensando en lo que le había dicho Fror.

Quizá su padre no hubiera sido del todo el héroe por el que ella siempre lo había tenido. Quizá su madre tampoco fuese del todo la villana. Quizá nadie fuese del todo una cosa o la otra.

Fue su madre quien abrió. ¿Quién iba a ser sino? Se le hizo extraño verla igual que antes, con todo lo que había ocurrido. Como mucho tenía alguna cana más, y Espina volvió a sentirse como una niña, tachonando una cara valiente sobre su rabia y su miedo.

—Madre…

Intentó arreglarse el lado enmarañado de la cabeza, tirando de los anillos de oro y plata que ceñían su cabello indomable. Fue en vano, porque aquel matojo no podía peinarse ni con un hacha. Se preguntó qué atacaría primero la lengua de su madre. ¿La locura de su pelo, la fealdad de sus cicatrices, el desastre de sus ropas, o quizá…?

—¡Hild! —La cara de la mujer se iluminó de gozo y abrazó a Espina con tanta fuerza que esta casi gritó de sorpresa. Luego se separó, sosteniéndola con los brazos extendidos, y la miró de arriba abajo, sonriente, y después volvió a abrazarla—. Ay, perdona, Espina.

—Tú puedes llamarme Hild. Si quieres. —Espina hizo un intento de carcajada—. Me gusta cómo suena cuando lo dices tú.

—Antes no te gustaba.

—Este año han cambiado muchas cosas.

—Aquí también. La guerra con los vansterlandeses, la enfermedad del rey, la abuela Wexen impidiendo que lleguen barcos al puerto… Pero ya habrá tiempo para eso más tarde.

—Sí. —Espina cerró la puerta despacio y apoyó la espalda en ella. En ese momento cayó en la cuenta de lo agotada que estaba. Tanto, que estuvo a punto de dejar que su culo resbalara al suelo allí mismo, en la entrada.

—Se os esperaba hace semanas. Ya empezaba a preocuparme. Bueno, empecé a preocuparme el día en que zarpaste…

—Nos quedamos atrapados en el hielo.

—Debería haber sabido que hace falta más que medio mundo para mantener apartada a mi hija. Has crecido. ¡Dioses, cómo has crecido!

—¿No vas a decir nada del pelo?

Su madre acercó la mano, le colocó una greña suelta detrás de la oreja y tocó las cicatrices de sus mejillas suavemente con las yemas de los dedos.

—Lo único que me importa es que estás viva. He oído algunas historias descabelladas sobre… ¡Padre Paz! ¿Qué es eso? —Su madre tomó la muñeca de Espina y la luz del brazalete élfico le iluminó la cara y despertó reflejos dorados en sus ojos.

—Eso —respondió Espina en voz baja— es una larga historia.