UN DÍA ROJO

—¡Escudos! —vociferó Rulf.

El pánico atenazó a Brand, lo arrancó de unos sueños felices sobre el hogar y lo expulsó de la comodidad de sus mantas a un gélido amanecer del color de la sangre.

—¡Escudos!

La tripulación estaba levantándose abotargada, topando entre ellos al moverse a toda prisa de un lado a otro como corderos asustados, medio vestidos, medio armados, medio despiertos. Un hombre dio una patada a las ascuas de la hoguera al pasar corriendo y desató un remolino de chispas. Otro gritó mientras se afanaba en ponerse su cota de mallas, hecho un lío con las mangas.

—¡A las armas!

Espina estaba de pie a su lado. La mitad sin afeitar de su cabeza llevaba ya un tiempo siendo caótica, toda trenzas, enredos y mechones apelmazados de cualquier manera y recogidos con anillos de plata cortados de monedas, pero sus armas estaban aceitadas y bruñidas, relucientes, preparadas y firmes en sus manos. Tenía una expresión dura y decidida, y verla tan valiente insufló valor en el ánimo de Brand. Los dioses sabían que le hacía falta coraje. Le hacía falta coraje y le hacía falta mear.

Habían acampado en el único terreno elevado que había en leguas a la redonda, una loma con la cumbre plana que se alzaba en un meandro del río, con peñascos partidos sobresaliendo en los flancos y unos pocos árboles raquíticos aferrados a su cima. Brand fue corriendo al lado oriental, donde estaba congregándose la tripulación, y miró cuesta abajo al liso océano de hierba que se extendía hasta el sol naciente. Mientras se limpiaba el sueño de los ojos con dedos temblorosos vio unas siluetas al fondo, jinetes fantasmales que se retorcían en la neblina del amanecer.

—¿El Pueblo del Caballo? —preguntó con voz demasiado aguda.

—Uzhakos, creo. —El padre Yarvi se hizo sombra para proteger sus ojos claros del brillo de la Madre Sol, una mancha sangrienta en el lejano horizonte—. Pero esa tribu vive en las costas del mar Dorado. No sé qué puede haberlos traído hasta aquí.

—¿Un profundo deseo de matarnos? —sugirió Odda mientras los jinetes cobraban forma y un sol rojizo relucía en el metal, en las hojas de lanzas y espadas curvas, en yelmos forjados con aspecto de cabezas de bestias.

—¿Cuántos son? —preguntó Espina sin vocalizar, tensando los músculos de la mandíbula en el lado afeitado de su cabeza.

—¿Unos ochenta? —Fror los contemplaba con la misma calma que si fuesen un vecino podando su huerto—. ¿Noventa? —Abrió una bolsa de cuero, escupió dentro y empezó a mezclar algo en su interior con la punta de un dedo—. ¿Cien?

—Dioses —susurró Brand.

El Pueblo del Caballo se había aproximado trazando una curva y empezó a llegar el sonido de sus cascos, la algarabía de gritos, hipidos y trinos extraños que resonaban por el llano y a los que la tripulación respondió con traqueteos y murmullos, preparando sus pertrechos de guerra y suplicando a sus dioses elegidos que les concedieran suertedearmas. Un jinete se destacó de su grupo, con la larga melena suelta al viento, para disparar una flecha. Brand se encogió, pero el arquero solo pretendía estimar la distancia y provocarlos, y la flecha se clavó en la hierba a mitad de pendiente.

—Un viejo amigo me dijo una vez que cuantos más sean, mayor nuestra gloria —dijo Rulf, tirando con dedos encallecidos de la cuerda de su arco y haciéndola vibrar rabiosa.

Dosduvoi retiró el hule de la hoja de su hacha de guerra.

—La probabilidad de morir también aumenta.

—Pero ¿quién quiere reunirse con la Muerte siendo un viejo sentado al fuego? —Y los dientes de Odda brillaron de saliva cuando les mostró su sonrisa enloquecida.

—No parece un final tan malo. —Fror metió la mano en su bolsa y la sacó teñida de azul, se la apretó contra la cara con los dedos separados y dejó una enorme palma pintada—. Pero estoy preparado.

Brand no lo estaba. Apretó con fuerza su escudo en el que Rin había pintado un dragón; parecía que había sido un siglo antes y a medio mundo de distancia. Asió el mango de su hacha con una mano aún vendada, dolorida de las quemaduras que le había provocado la cuerda. El Pueblo del Caballo era una masa en continuo movimiento, una tropa que se separaba y volvía a reunirse, que fluía por la llanura como el agua de unos rápidos y se acercaba a ellos sin pausa, con su estandarte blanco ondeando al viento bajo un cráneo con cuernos. Brand vislumbró rostros valientes, bestiales, agresivos, con los dientes desnudos y los ojos en blanco. Demasiados rostros.

—Dioses —susurró. ¿De verdad había preferido aquello a una vida buena, segura y aburrida en la fragua de Gaden?

—¡Skifr! —la llamó el padre Yarvi en tono grave y apremiante.

La anciana estaba sentada detrás de ellos, con las piernas cruzadas bajo un árbol y la mirada fija en el fuego muerto, como si la solución a sus apuros pudiera hallarse oculta entre las brasas.

—No —replicó, tajante, por encima del hombro.

—¡Flechas! —chilló alguien, y entonces Brand las vio, astillas negras que volaban altas y flotaban en el viento. Una se clavó en el suelo cerca de él con una sacudida de las plumas en el astil. El más nimio cambio en el viento podría haberle clavado en el pecho aquella pequeña vara de madera y metal, y habría muerto allí bajo un cielo ensangrentado para no ver nunca más a su hermana, ni los muelles ni los barrios pobres de Thorlby. Hasta lo más odiado parecía maravilloso si se miraba desde un lugar como aquel.

—¡Formad una muralla, perros haraganes! —rugió Rulf, y Brand se metió entre Odda y Fror y raspó el metal de sus escudos al introducir el suyo entre ellos, con el lado izquierdo por debajo del vecino y el derecho por encima. Lo había practicado un millar de veces en el cuadrado de entrenamiento y sus brazos y piernas se movieron por instinto, lo que fue una suerte porque notaba la cabeza embotada.

Por detrás se acumularon hombres con lanzas y arcos, que dieron palmaditas en la espalda y palabras de ánimo a los hombres de la primera línea, dispuestos a matar a cualquier enemigo que cruzara la muralla y a rellenar los huecos cuando cayeran hombres. Cuando murieran hombres. Porque aquel día, y pronto, iban a morir hombres allí.

—¡Ni desayunar nos han dejado, los muy cabronazos! —exclamó Odda.

—Si yo quisiera matar a un hombre, lo preferiría hambriento —gruñó Fror.

El corazón de Brand amenazó con salírsele del pecho, sus rodillas temblaron por el anhelo de huir, sus dientes se apretaron casi hasta partirse por la necesidad de resistir. De resistir con su tripulación, sus hermanos, su familia. Movió los hombros para sentir a sus compañeros apretados contra él. Dioses, qué ganas tenía de mear.

—¿Cómo te hiciste la cicatriz? —susurró.

—¿Ahora? —dijo Fror entre dientes.

—Preferiría morir sabiendo algo de mi compañero de hombro.

—Muy bien. —El vansterlandés le dedicó una fugaz sonrisa demente y puso el ojo bueno en blanco bajo aquella mano azul—. Cuando mueras, te lo diré.

El padre Yarvi estaba agachado a la sombra de la muralla de escudos, chillando en el idioma del Pueblo del Caballo y dando una oportunidad al Padre Paz, pero la única respuesta que recibió fueron flechas que se clavaban en la madera o pasaban por encima. Alguien dio un alarido cuando una punta encontró su pierna.

—Hoy gobierna la Madre Guerra —musitó Yarvi, alzando su espada curva—. Enséñales cómo se usa el arco, Rulf.

—¡Flechas! —gritó el timonel, y Brand atrasó una pierna y puso el escudo en ángulo para dejar una rendija por la que disparar. Rulf llegó a su lado con el arco negro tensado del todo, la cuerda protestando encolerizada en esa ocasión. Brand sintió en la mejilla el aire de la flecha al partir y volvió a su puesto para trabar de nuevo su escudo con el de Fror.

Oyeron un chillido agudo cuando la flecha se clavó en su objetivo. Los tripulantes rieron y se burlaron del enemigo, sacando las lenguas y enseñándoles sus propios rostros valientes, bestiales, agresivos. Brand no tenía muchas ganas de reír. Tenía ganas de mear.

De todos era sabido que el Pueblo del Caballo hacía emboscadas rápidas y breves, engañaba a sus enemigos y los desgastaba con sus arcos. Sin embargo, una muralla de escudos bien levantada era difícil de perforar solo con flechas y el arco de cuerno que disparaba Rulf era incluso más temible de lo que parecía. La altura de la loma le daba mayor alcance y, pese a lo entrado en años que estaba, tenía una puntería mortífera. Envió flecha tras flecha sibilante cuesta abajo, tranquilo como el agua en un día de calma, paciente como la piedra, y la tripulación vitoreó otras dos veces, cuando derribó a un caballo y cuando barrió a un jinete de su silla y lo envió rodando por la hierba. Los demás se replegaron fuera del alcance de su arco y empezaron a agruparse.

—El río les impide rodearnos. —El padre Yarvi se apretó entre ellos para echar un vistazo por encima del escudo de Odda—. Sus caballos no pueden maniobrar entre los peñascos y dominamos el terreno elevado. Mi fiel mano izquierda ha elegido un buen lugar.

—No es mi primer baile —dijo Rulf, sacando otra flecha del carcaj—. Vendrán a pie y romperán contra nuestra muralla igual que la Madre Mar contra las rocas.

Las rocas no sentían dolor. Las rocas no sangraban. Las rocas no morían. Brand se puso de puntillas para mirar por encima de la muralla y vio a los uzhakos desmontando y preparándose para lanzarse a la carga. Eran muchísimos. Calculó que duplicaban en número a la tripulación del Viento del Sur. Puede que más.

—Pero ¿qué quieren? —susurró Brand, asustado por el miedo que había en su propia voz.

—Hay un momento para preguntarse lo que quiere un hombre —dijo Fror, que no mostraba el más mínimo temor en la suya—. Y hay un momento para partirle la cabeza. Este momento es del segundo tipo.

—¡Los contenemos aquí! —bramó Rulf—. ¡Y cuando yo diga, empujamos a esos hijos de puta cuesta abajo! ¡Empujamos, rajamos y pisoteamos, y nos guardamos la compasión para otro día! ¿Entendido? Flecha.

Los escudos se abrieron y Brand entrevió a unos hombres que corrían. Rulf envió el asta colina abajo hasta las costillas del más adelantado y lo dejó gateando, gimoteando y suplicando a sus amigos, que no frenaron su carga.

—¡Aguantad, chicos! —gritó Rulf, soltando el arco y empuñando una lanza—. ¡Aguantad!

Alrededor de Brand los hombres gruñeron, escupieron y farfullaron plegarias a la Madre Guerra, que resonaron en la madera que tenían delante. Lloviznaba un poco, lo justo para dejar unas gotas sueltas en los yelmos y los bordes metálicos de los escudos que dieron a Brand más ganas de mear que nunca.

—¡Oh, diosa verdadera! —gritó Dosduvoi mientras las pisadas de sus enemigos y los aullidos de guerra se aproximaban inexorables—. ¡Oh, todopoderosa! ¡Tú, que todo lo sabes, destruye a estos paganos!

—¡Los destruiré yo mismo! —chilló Odda.

Y Brand dio un respingo al notar el impacto, retrocedió medio paso y lo recuperó al instante, cargando todo su peso en el escudo y resbalando en la hierba húmeda. El metal tañó, raspó y aporreó la madera. Una tormenta de metal. Algo rebotó en el brocal de su escudo y Brand apartó la cabeza, con astillas clavadas en la cara y oyendo los diabólicos alaridos de un hombre al otro lado.

El ojo deforme de Fror se desorbitó mientras su dueño recitaba a grito pelado versos del Cantar de Bail.

—¡Mano férrea! ¡Testa férrea! ¡Corazón férreo! —Dio una estocada a ciegas por encima de la muralla de escudos—. ¡Llega tu muerte, cantó la centena!

—¡Llega tu muerte! —voceó Dosduvoi. No era el momento en que Brand se habría puesto a recitar cantares, pero el grito se extendió a otros como fuego en sus gargantas, fuego en sus pechos, fuego en sus miradas enloquecidas—. ¡Llega tu muerte!

No aclararon si se referían a la muerte del Pueblo del Caballo o a la propia. No importaba. La Madre Guerra había desplegado sus alas de hierro sobre la llanura y había sumido todos los corazones en la sombra. Fror lanzó otra estocada y, al retirarla, golpeó a Brand encima del ojo con la empuñadura de la espada y dejó sus oídos aullando.

—¡Empujad! —ordenó Rulf.

Brand apretó los dientes y avanzó, escudo raspando contra escudo. Vio caer a un hombre gritando cuando una lanza entró por debajo y se le clavó en la pierna, pero siguió empujando de todos modos. Oyó una voz al otro lado, palabras desconocidas pronunciadas por un enemigo al que solo separaba de su cara el grosor de un tablón. Se estiró y dio un tajo con el hacha por encima de su escudo. Un gañido y un gorgoteo, la hoja hundida en algo. Pasó una lanza a su lado, rascando contra el filo de su escudo, y un hombre soltó un alarido. Fror partió la nariz a alguien de un cabezazo. Los hombres rugieron y babearon, acuchillaron y empujaron, hechos un revoltijo sudoroso.

—¡Muere, hijo de puta, muere!

Brand recibió un codazo en la cara y notó el sabor de la sangre. El barro le salpicó los ojos y lo dejó medio ciego; pestañeó para quitárselo y rugió y maldijo y empujó y resbaló y escupió sal y empujó otra vez. Tenían la pendiente a favor y sabían lo que hacían, y la muralla empezó a avanzar poco a poco pero sin tregua, presionando a sus enemigos y obligándolos a retroceder por la colina que habían remontado.

—¡Llega tu muerte, cantó la centena!

Brand vio a un remero morder el cuello de un uzhako. Vio a Koll acuchillar a un hombre caído. Vio a Dosduvoi enviar a un enemigo trastabillando con un leve giro de escudo. Vio la punta de una espada asomar por la espalda de un hombre. Algo rebotó en la mejilla de Brand, que ahogó un grito. Al principio pensó que era una flecha, pero enseguida cayó en que se trataba de un dedo.

—¡Que empujéis os digo! ¡Empujad!

Redoblaron los esfuerzos en un infierno de voces inarticuladas y cuerpos al límite, demasiado comprimidos para poder usar el hacha. Brand la dejó caer, bajó el brazo como pudo y desenvainó la daga que le había forjado Rin.

—¡Mano férrea! ¡Corazón férreo!

El tacto de su empuñadura en la mano le recordó la cara de su hermana, iluminada por las llamas en su minúscula casucha. Aquellos hijos de perra se interponían entre ellos y Brand notó bullir la rabia. Vio un rostro, bastos anillos de metal rodeando pelo trenzado, y alzó su escudo hacia él, le echó atrás la cabeza y dio una estocada baja rozando el borde, y otra, y retiró la mano caliente y pegajosa. El hombre cayó y Brand le pasó por encima tropezando y dando pisotones, ayudado por Odda para mantener el equilibrio, escupiendo entre los dientes chirriantes.

—¡Llega tu muerte!

¿Cuántas veces había escuchado esa canción conteniendo el aliento, vocalizando las palabras, soñando con ocupar su puesto en la muralla y alcanzar la gloria? ¿De verdad estaba viviendo sus sueños? Allí no había destreza, solo suerte ciega, no era una lucha entre nobles campeones sino una competición de locura en la que no cabían los trucos, la astucia y ni siquiera el valor, a no ser que el valor consistiera en dejarse llevar sin remedio por la batalla como una tormenta se lleva la madera de deriva. Quizá consistiera en eso.

—¡Matadlos!

Los ruidos eran horripilantes, un clamor de metal traqueteando, golpes contra marea y hombres maldiciendo con gritos de sus voces rotas. Sonidos que Brand no lograba entender. Sonidos sin significado. La Última Puerta estaba abierta de par en par para todos y cada cual la afrontaba como bien podía.

—¡Llega tu muerte!

Empezaba a llover más, las botas arrancaban la hierba y batían el fango rojizo y Brand estaba agotado, magullado y dolorido, pero no podía parar. Dioses, qué falta le hacía mear. Algo se estrelló contra su escudo y estuvo a punto de arrancárselo del brazo. Un filo rojo pasó raudo junto a su oreja y Brand vio a Espina a su lado.

Tenía una parte de la cara salpicada de sangre y sonreía. Sonreía como si estuviera en casa.