JÚBILO DE BATALLA

Espina era letal. Eso nadie podía negarlo.

La franja de hierba embarrada, ensangrentada y pisoteada detrás de la cambiante muralla de escudos era su territorio, y ella la Muerte para quien se atreviera a hollarlo.

Con un martilleo más atronador que el del granizo contra el casco del Viento del Sur, la muralla avanzó palmo a palmo colina abajo, a empujones y tajos, pisoteando a hombres y atrayéndolos entre los escudos, devorándolos como una serpiente abierta. Uno intentó levantarse, y Espina le clavó la espada de su padre en la espalda y vio el miedo, el dolor y el pánico en su cara ensangrentada mientras volvía al suelo.

Debería haber sido más difícil que con una espada de práctica, pero resultaba mucho más sencillo. Qué leve era el acero, qué afilado; qué fuertes eran sus brazos, qué veloces. Sus armas tenían mente propia, obcecadas en el asesinato.

Era letal. Lo había dicho Skifr y allí tenía la prueba, escrita en sangre sobre la piel de sus enemigos. Deseó que su padre estuviera allí para verlo. Quizá estaba su espíritu, animándola junto a su hombro. Deseó que Hunnan estuviera allí, para poder refregar su cara en la sangre que había derramado. Para poder retarlo a que volviera a negarle su lugar. Para poder matarlo también.

El Pueblo del Caballo no entendía aquella forma de luchar y atacaba la muralla sin orden ni concierto, con hombres sueltos o en parejas cuya valentía era su perdición. Espina atisbó a uno de ellos acometiendo con torpeza su lanza por encima de los escudos, tratando de clavarla en Brand. Se lanzó adelante y le enganchó la espalda con el hacha, clavándole la punta de la hoja en el hombro para luego tirar de él y meterlo entre los escudos.

Trastabillaron abrazados, con el largo pelo de él metido en la boca de Espina, enzarzados a rodillazos y codazos hasta que el padre Yarvi le cortó la parte trasera de los muslos y Espina chilló mientras liberaba su hacha, la hundió de lado en el cráneo y le arrancó el casco, que salió rebotando por la manchada ladera de la colina.

Había oído hablar a su padre del júbilo de batalla, del éxtasis rojo que la Madre Guerra concedía a sus hijos más favorecidos. Había escuchado sus relatos con la mirada fija y la boca seca junto al fuego. Su madre siempre decía que no eran historias para oídos de una hija, pero él se inclinaba hacia Espina y hablaba en roncos susurros, tan cerca que ella notaba su cálido aliento en la mejilla. Había oído a su padre hablar del júbilo de batalla, y en aquellos momentos lo sintió.

El mundo ardió, refulgió, danzó, la trabajosa respiración convertida en horno en su garganta mientras corría hacia el extremo de la muralla que empezaba a combarse, se retorcía y amenazaba con descomponerse. Dos uzhakos habían trepado entre los peñascos del lado de la loma y buscaban la espalda de Dosduvoi. Dio un tajo al primero en un costado que lo dobló por la cintura. La lanza del segundo pareció moverse como si atravesara miel y Espina rio mientras dejaba el ataque a un lado, le segaba las dos piernas con el hacha y lo dejaba arrastrándose en el suelo.

Pasó una flecha volando muy cerca y Dosduvoi la atrajo hacia su escudo, que ya tenía dos astas clavadas cerca del brocal. La muralla estaba cediendo por el centro y los hombres forcejearon para impedirlo con los rostros deformados por la tensión. Hubo un impacto, un tripulante cayó escupiendo dientes y la muralla se quebró. En el hueco había un uzhako enorme con una máscara hecha a partir de una quijada de morsa y los colmillos a ambos lados de su gesto burlón, resoplando como un buey y blandiendo con las dos manos un inmenso garrote dentado, levantando a hombres del suelo con cada vaivén y ensanchando cada vez más la brecha.

En el interior de Espina no había miedo. Solo el júbilo de batalla, más fiero que nunca.

Se arrojó contra el gigante, notando la sangre como una marea de la Madre Mar. Cuando los ojos dementes del uzhako se volvieron hacia ella, bajó al suelo, se deslizó sobre un costado entre sus enormes botas, se volvió, dio un tajo mientras el garrote aplastaba el suelo detrás de ella y lo alcanzó por encima de la corva de la rodilla, que al doblarse acumuló un estanque petrificado en negro. Fror se adelantó y terminó con él de tres sonoros golpes, uno, dos, tres, que salpicaron de rojo la mano azul de su cara.

Espina vio que el Pueblo del Caballo se dispersaba, retrocediendo rápidamente hacia el llano abierto donde los esperaban sus monturas. Alzó sus armas al cielo y chilló con la sangre hirviendo hasta las puntas de los dedos. El espíritu de su padre la espoleó y se lanzó en pos de sus enemigos en fuga como un sabueso persigue a una liebre.

—¡Paradla! —vociferó Rulf.

Alguien la obligó a retroceder a rastras, maldiciendo y revolviéndose, con el pelo que aún le quedaba enredado sobre la cara. La barba de Brand le rascó la mejilla cuando le pasó el brazo izquierdo por debajo del suyo, de forma que la cubriera su escudo. Más allá de los uzhakos en desbandada vio a otros que avanzaban semiocultos en la hierba, con los arcos tensos y caras de anticipación. Eran muchos, y el reflujo del júbilo de batalla al instante trajo consigo una oleada de miedo que la anegó.

—¡Cerrad la muralla! —rugió Rulf, escupiendo saliva entre los dientes.

Los hombres cedieron un poco de terreno, se agruparon y cubrieron todos los huecos con los escudos, que se bamboleaban y traqueteaban, abriendo y cerrando el paso a una intermitente luz del día. Espina oyó flechas clavándose en madera de tilo, vio una salir despedida del borde del escudo de Brand y pasarle por encima del hombro. Odda había caído con un asta clavada en el costado, vomitando blasfemias mientras se arrastraba hacia la cima.

—¡Atrás, atrás! ¡No paréis ahora!

Espina tiró de Odda por las axilas y empezó a apartarlo de la muralla de escudos mientras él gemía, daba patadas y soltaba una espuma sanguinolenta por la boca. Cayó al suelo con él encima, estuvo a punto de cortarse con su propia hacha, se levantó con esfuerzo y siguió arrastrándolo hasta que llegó Koll para ayudar, y entre los dos lograron subirlo a la cima de la loma con la muralla pisándoles los talones. Habían vuelto al lugar que ocupaban hacía solo unos momentos frenéticos, con el río a sus espaldas y la llanura extendida ante ellos.

Espina se quedó allí de pie, atontada, entumecida, preguntándose cuántos miembros de la tripulación habrían muerto. ¿Tres, cuatro? Todos tenían rasguños y había algunos malheridos. No sabía si ella misma había sufrido algún impacto. No sabía de quién era la sangre que tenía encima. No había muchas esperanzas para Odda por la forma en que se había clavado aquella flecha. No había muchas esperanzas para nada, en aquel momento. Por los huecos entre los escudos maltratados contempló la pendiente pisoteada y sembrada de cadáveres, algunos de los cuales aún se movían, gemían, se llevaban manos torpes a las heridas.

—¿Empujo el asta o la saco por este lado? —preguntó Safrit sin miramientos, arrodillándose al lado de Odda y agarrándole con fuerza la mano ensangrentada.

El padre Yarvi se limitó a mantener fija la mirada y frotarse el fino mentón, pintándose franjas rojas con las yemas de los dedos en la mejilla.

La furia había desaparecido como si jamás hubiera existido, el fuego en su interior se había consumido en cenizas. El padre de Espina nunca le había contado que el júbilo de batalla en realidad era fuerza prestada y debía pagarse dos veces. Asió la bolsita con sus huesos de los dedos, pero no halló consuelo. Vio las heridas abiertas, los hombres gimoteando y la masacre que habían desatado. Que ella había desatado.

Espina era letal, eso no podía negarse.

Se encorvó como si le hubieran dado un puñetazo en la tripa y tosió un fino vómito a la hierba, se enderezó temblando y descubrió que miraba la nada, que el mundo brillaba demasiado, que sus rodillas apenas la sostenían y que le lloraban los ojos.

Era letal. Y quería a su madre junto a ella.

Vio que Brand volvía la cabeza para mirarla. Su cara toda raspada por un lado y su cuello manchado de sangre que se le colaba en la camisa y las vendas hechas jirones que ondeaban alrededor de la daga roja en su mano.

—¿Estás bien? —preguntó él con voz forzada.

—No lo sé —dijo Espina, y vomitó de nuevo, agradeciendo no haber comido nada porque entonces no sabía si habría podido parar.

—Tenemos que llegar al Viento del Sur —dijo alguien entre gallos de pánico.

El padre Yarvi negó con la cabeza.

—Nos coserían a flechas desde la orilla.

—Necesitamos un milagro —suspiró Dosduvoi, con la mirada vuelta hacia el cielo rosado.

—¡Skifr! —gritó el clérigo, y la anciana torció el gesto como si la incordiara una mosca, murmuró y se encogió de hombros—. ¡Skifr, te necesitamos!

—¡Ahí vienen otra vez! —avisó alguien desde la debilitada muralla.

—¿Cuántos? —preguntó Yarvi.

—¡Más que antes! —gritó Rulf, cargando una flecha en su arco negro.

—¿Cuántos más?

—¡Muchos más!

Espina intentó tragar, pero por una vez no encontró saliva. Se sentía tan débil que apenas podía levantar la espada de su padre. Koll estaba llevando agua a la muralla de escudos y todos bebían, y gemían y se encogían de dolor al tocarse las heridas.

Fror se limpió la boca con agua y la escupió.

—Vendamos caras nuestras vidas, entonces. ¡Llega tu muerte!

—Llega tu muerte —corearon un par de hombres, pero más en tono de lamento que de desafío.

Espina oía el avance del Pueblo del Caballo, sus gritos de guerra y sus pasos rápidos en la ladera. Oyó los sonidos guturales que hizo la tripulación al prepararse para encajar la carga y, débil como estaba, apretó los dientes y tensó los dedos en torno a su hacha y su espada salpicadas de sangre. Anduvo hacia la muralla. Regresó a aquella franja de barro pisoteado justo detrás de ella, aunque la perspectiva le provocaba todo menos júbilo.

—¡Skifr! —chilló el padre Yarvi.

La anciana profirió un alarido de rabia, se puso en pie de un salto y arrojó su capa a un lado.

—¡Condenémonos, pues!

Empezó a salmodiar, flojo y grave al principio, pero ganando intensidad. Se adelantó con paso firme, cantando unas palabras que Espina no entendió, que nunca había oído, ni parecidas. Aunque dio por sentado en qué idioma estaban dichas, y no era ninguna lengua que hablara el hombre.

Eran palabras élficas, y lo que estaba haciendo Skifr era magia élfica. La magia que había partido a la diosa y roto el mundo, y a Espina se le erizaron todos los pelos del cuerpo, como si se hubiera levantado un viento gélido.

La anciana siguió entonando su salmodia, cada vez más aguda, más rápida y más salvaje, y de las correas que ceñían su cuerpo sacó dos objetos de metal oscuro llenos de remaches y ranuras e introdujo uno dentro del otro con un chasquido como el de un candado al cerrarse.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Dosduvoi, pero el padre Yarvi lo contuvo con su mano deforme.

—Lo que debe.

Skifr sostuvo la reliquia élfica con los brazos extendidos hacia delante.

—¡Apartaos!

La vacilante muralla de escudos se abrió en dos y Espina observó por el hueco. Allí estaba el Pueblo del Caballo, una escurridiza multitud que serpenteaba entre los cuerpos de sus caídos, que saltaba veloz y cruel con la muerte en la mirada.

Hubo un restallido como si tronara muy cerca, un fogonazo de luz y el uzhako que llegaba en cabeza salió despedido hacia atrás y rodó colina abajo como si lo hubiera derribado el chascar de un dedo gigante. El segundo trueno despertó susurros incrédulos en la tripulación e hizo caer a otro hombre dando vueltas como el juguete de un niño y con el hombro en llamas.

Los ululatos inarticulados de Skifr se hicieron cada vez más agudos mientras la reliquia élfica que sostenía soltaba unas esquirlas de reluciente metal que caían humeantes a sus pies. Los hombres gimotearon, se mesaron las barbas y aferraron sus talismanes, más temerosos de aquella hechicería que de los uzhakos. Seis truenos cruzaron la llanura y seis hombres cayeron destrozados y ardiendo, y el resto del Pueblo del Caballo huyó chillando despavorido.

—Por la gran diosa —susurró Dosduvoi, haciendo un símbolo sagrado con la mano sobre el corazón.

Entonces cayó el silencio. El primero que habían tenido en bastante tiempo, perturbado solo por el siseo del viento en la hierba y la aparatosa respiración de Odda. Olía como a carne quemada. Una de las esquirlas caídas había encendido la hierba. Skifr dio un paso y apagó la llama con un adusto pisotón.

—¿Qué has hecho? —susurró Dosduvoi.

—He pronunciado el nombre de la diosa —dijo Skifr—. Escrito en fuego y atrapado en runas élficas antes de la Ruptura del Mundo. He arrancado a la Muerte de su lugar junto a la Última Puerta y la he enviado a cumplir mi voluntad. Pero siempre hay un precio que pagar.

Caminó hacia Odda, que estaba pálido y tumbado contra uno de los árboles raquíticos, con Safrit inclinada sobre él, intentando sacar la flecha.

—El nombre de la diosa tiene siete letras —dijo Skifr, y apuntó aquel mortífero trozo de metal hacia él—. Lo siento.

—¡No! —gritó Safrit, tratando de interponerse entre ellos, pero Odda la apartó con suavidad.

—¿Quién quiere morir de viejo? —Las líneas limadas de sus dientes estaban rojas de sangre cuando puso su sonrisa de loco—. La Muerte nos espera a todos.

Hubo otro restallido ensordecedor y Odda arqueó la espalda, tembló un instante y luego cayó muy quieto. De un agujero ennegrecido en su malla salía una voluta de humo.

Skifr no apartó la mirada.

—Os dije que os mostraría la magia.