VENENO

Tan pronto como zarparon de Casa Skeken, Aquella Que Canta El Viento empezó a cantarles un viento de mil demonios y los desvió a leguas de distancia de su rumbo.

Picaron el remo como condenados mientras Rulf les berreaba atrocidades hasta quedarse sin voz; no tardaron en empezar a cruzar los remos, boqueando como peces y empapados por la espuma salada de la Madre Mar. Espina estaba aterrorizada hasta el extremo, pero por supuesto puso una cara valiente. Todas las caras que ponía eran valientes, aunque esa fue también enfermiza, ya que el barco se agitaba como un caballo sin domar y la mareó como no se había mareado nunca en su vida. Fue como si todo lo que había comido desde que nació estuviera saliendo por la borda, cayendo en su remo o manchándole las rodillas, buena parte de ello después de haberle salido por la nariz.

La tormenta que tenía Espina en su interior también era de las fuertes. La arrebatadora oleada de gratitud por haber recuperado su vida había tardado poco en remitir, y la había dejado rumiando la amarga verdad de que había intercambiado un futuro de orgullosa guerrera por otro como esclava de un clérigo, con la argolla de su propio juramento precipitado y para un objetivo que el padre Yarvi no tenía intención de revelarle.

Para colmo, notaba que le estaba viniendo la sangre, sentía punzadas en las entrañas, le dolía el pecho y estaba incluso más furiosa de lo normal. Las risas socarronas de la tripulación al verla vomitar podrían haberla llevado al asesinato, si hubiera sido capaz de despegar sus dedos agarrotados del remo.

De modo que le fallaban las piernas cuando desembarcó a trompicones en el muelle de Yaletoft y pisó los adoquines de Trovenlandia, encharcados por la tormenta de la noche anterior y titilando con el sol de la mañana. Cruzó el gentío con movimientos torpes, haciéndose pantalla con los hombros en las orejas porque cada oferta que gritaban los buhoneros, cada chillido de las gaviotas, cada traqueteo de carretas y golpeteo de toneles era como un cuchillo que se le clavaba, aunque no tan dolorosos como las palmadas en la espalda demasiado afables y las risitas maliciosas de hombres que en teoría eran compañeros suyos.

Sabía lo que estaban pensando. «Esto es lo que pasa cuando pones a una chica en el puesto de un hombre». Espina maldijo entre dientes y juró venganzas complejas, pero no se atrevió a levantar la cabeza por si devolvía otra vez.

Menuda venganza sería esa.

—Ni se te ocurra vomitar delante del rey Fynn —le advirtió Rulf mientras subían hacia su imponente salón y empezaban a distinguir las hermosas tallas y los dorados que adornaban sus fuertes vigas frontales, aunque Espina no estuviera de humor para admirar obras de carpintería—. Se dice que tiene el genio pronto.

Pero fue la clériga de Fynn, la madre Kyre, quien los recibió en los doce escalones, cada uno de ellos tallado a partir de mármol de distinto color. Era una mujer hermosa, alta, delgada y con una sonrisa que no se extendía del todo a sus ojos. A Espina le recordó a su madre, lo que la predispuso en su contra desde el principio. Espina se fiaba de muy poca gente, y entre los elegidos había muy pocos que tuvieran la sonrisa fácil y ninguno que se pareciera a su madre.

—Saludos, padre Yarvi —dijo la atractiva clériga del rey Fynn—. Siempre eres bienvenido en Yaletoft, pero me temo que el rey no puede recibirte.

—Me temo que tú le has aconsejado que no me reciba —respondió el padre Yarvi, apoyando una bota empapada en el escalón más bajo. La madre Kyre no lo negó—. ¿Quizá podría saludar a la princesa Skara? La última vez que nos vimos no podía tener más de diez años. Entonces éramos primos, antes de que pasara la Prueba del Clérigo y…

—Pero pasaste la prueba —interrumpió la madre Kyre— y renunciaste a toda familia salvo la Clerecía, como también hice yo. De todos modos, la princesa no está en Yaletoft.

—Me temo que la sacaste tú de aquí cuando supiste que venía.

La madre Kyre tampoco lo negó.

—La abuela Wexen me ha enviado un águila y sé por qué estás aquí. Cuentas con mi compasión.

—Tu compasión es bienvenida, madre Kyre, pero la ayuda del rey Fynn en el conflicto que se avecina sería mucho más bienvenida. Podría evitar el conflicto desde un principio.

La madre Kyre hizo la mueca de quienes no tienen la menor intención de ayudar. Era la misma expresión que ponía la madre de Espina cuando oía hablar de sus anhelos de heroísmo.

—Sabes que mi señor os quiere, a ti y a su sobrina la reina Laithlin —dijo la clériga—. Sabes que se enfrentaría a medio mundo para apoyaros. Pero también sabes que no puede oponerse a los deseos del Alto Rey. —Aquella mujer tenía palabras a mares, en fin, así eran los clérigos. Tampoco era que el padre Yarvi hablara precisamente claro—. Por eso me ha enviado, lleno de remordimientos, a negarte la audiencia y a haceros a todos la humilde oferta de comida, calor y resguardo bajo su techo.

Aparte de la comida, a Espina le sonaba muy bien.

Al salón del rey Fynn lo llamaban el Bosque por su abundancia de grandiosas columnas, que se decía que habían llevado hasta allí después de bajarlas por el río Divino desde Kalyiv. La madera tenía hermosas tallas y pinturas, que representaban escenas de la historia de Trovenlandia. Algo menos agradables a la vista resultaban los muchísimos guardias que no quitaron ojo a la desaliñada tripulación del Viento del Sur mientras pasaba, Espina la más desaliñada de todos y sujetándose con una mano la tripa dolorida.

—Nuestra recepción en Casa Skeken no fue… muy acogedora. —Yarvi se inclinó hacia la madre Kyre y Espina oyó que añadía con un susurro—: Si no fuese impensable, diría que corro peligro.

—Aquí no hallarás peligro alguno, padre Yarvi, puedes estar tranquilo. —La madre Kyre señaló a dos de los guardias menos tranquilizadores que Espina había visto jamás, apostados a la puerta de una sala común que apestaba a humo rancio—. Aquí tenéis agua. —Les mostró un tonel como si fuese un obsequio digno de reyes—. Los esclavos traerán comida y cerveza. Ya hay una estancia dispuesta para que duerma tu tripulación. Sin duda, querrás zarpar con el primer atisbo de la Madre Sol, para aprovechar la marea y llevar las noticias a tu rey Uthil.

Yarvi se frotó disgustado el pelo claro con el pulpejo de su mano retorcida.

—Parece que has pensado en todo.

—Un buen clérigo siempre está preparado. —Y la madre Kyre cerró la puerta después de marcharse, con lo que solo faltó el giro de una llave para que pudieran considerarse prisioneros de pleno derecho.

—Una bienvenida tan amable como decías que nos darían —refunfuñó Rulf.

—Fynn y su clériga son predecibles como el Padre Luna. Son cautos. Viven a la sombra del poder del Alto Rey, al fin y al cabo.

—Una sombra bien larga —dijo Rulf.

—Y que no deja de crecer. Pareces algo descompuesta, Espina Bathu.

—Me enferma la decepción de no encontrar aliados en Trovenlandia —respondió ella.

El padre Yarvi dibujaba una leve sonrisa.

—Ya veremos.

Los ojos de Espina se abrieron de golpe en la espesa oscuridad.

Estaba empapada de sudor frío bajo la manta. La apartó de una patada, sintió la pegajosa humedad de la sangre entre sus piernas y renegó en voz queda.

A su lado, Rulf soltó un ronquido particularmente legendario y cambió de postura. El resto de la tripulación respiraba, se removía o musitaba en sueños, apiñada en sucias esteras como la pesca recién capturada en día de mercado.

No habían hecho ningún arreglo especial por ella ni ella lo había pedido. No quería arreglos. El único, un trapo limpio metido en los pantalones.

Cruzó el pasillo aterida, con el pelo enredado y punzadas en las entrañas, con el cinturón abierto, la hebilla dándole golpecitos en los muslos y una mano metida en los pantalones para comprobar si sangraba mucho. Lo ideal para acabar con el recochineo sería un manchurrón en la ingle, claro que sí, y Espina maldijo a Aquel Que Germina La Simiente por infligirle ese fastidio, y maldijo a las idiotas que hasta lo celebraban, la boba de su madre antes que ninguna, y maldijo…

Había un hombre en las sombras de la sala común.

Iba vestido de negro y estaba cerca del barril de agua. Tenía la tapa en una mano. En la otra sostenía un frasquito. Como si acabara de verter algo dentro. La única iluminación de la sala era una vela casi extinguida y el hombre era muy bizco, pero a Espina le dio la clara sensación de que la estaba mirando a ella.

Ninguno se movió, él con su frasquito encima del agua y ella con la mano en los pantalones, hasta que el hombre habló de nuevo:

—¿Quién eres?

—¿Que quién soy? ¿Quién eres tú?

«Tienes que saber siempre dónde está el arma más cercana», solía insistirle su padre, y Espina echó un vistazo fugaz a la mesa donde aún estaban los restos de la cena. Había un cuchillo para la carne clavado en la madera, a juzgar por el suave resplandor de su filo corto. Distaba mucho de ser un arma digna de héroes, pero, sorprendida de noche y con el cinturón abierto, tampoco se podía ser muy exigente.

Despacio sacó la mano de los pantalones y se acercó lentamente a la mesa y el cuchillo. El hombre poco a poco apartó el frasco, pero no la mirada que tenía fija en ella, o por lo menos en algún punto cercano a ella.

—No deberías estar aquí —dijo él.

—¿Que yo no debería estar aquí? ¿Qué nos estás echando en el agua?

—¿Qué estás haciendo con ese cuchillo?

Lo arrancó de la mesa y lo alzó frente a ella con el brazo algo tembloroso. La voz le salió aguda.

—¿Eso es veneno?

El hombre dejó caer la tapadera del tonel y dio un paso hacia ella.

—No hagas ninguna tontería, chica.

El movimiento reveló que llevaba una espada al cinto y que su mano derecha ya se acercaba a la empuñadura.

Quizá Espina sintiera pánico al verlo. O quizá tuviera las ideas más claras que nunca. Antes de darse cuenta, se había abalanzado sobre él, le había atrapado la muñeca con una mano y había hundido el cuchillo en su pecho con la otra.

No fue difícil hacerlo. Fue mucho más fácil de lo que parecía.

El hombre inhaló trabajosamente una bocanada de aire, sin más de un cuarto del filo de su espada asomando de la vaina, con los ojos más bizcos que nunca, dándose manotazos en el pecho.

—Serás…

Y cayó de espaldas, agarrado a Espina y arrastrándola con él al suelo.

Ella apartó su mano ya flácida y se levantó como pudo. La ropa negra del hombre se había ennegrecido todavía más por la sangre, y del centro de su pecho sobresalía el cuchillo, clavado hasta el mango.

Espina cerró los ojos con fuerza, pero cuando volvió a abrirlos, el cadáver aún estaba allí.

No era un sueño.

—Ay, dioses —susurró.

—Pocas veces ayudan. —El padre Yarvi estaba en el umbral, con el rostro grave—. ¿Qué ha pasado?

—Tenía veneno —murmuró Espina, señalando sin fuerzas el frasco caído—. O al menos… creo que lo tenía…

El clérigo se agachó junto al hombre muerto.

—Estás cogiendo el hábito de matar a gente, Espina Bathu.

—Y no es nada bueno —respondió ella con un gemido.

—En realidad, depende de a quién. —Yarvi se levantó despacio, miró a su alrededor, caminó hacia ella y estudió su cara—. ¿Te ha pegado?

—Bueno, no…

—Sí. —Le dio un puñetazo en la boca que la envió contra la mesa. Cuando recuperó el equilibrio, Yarvi ya estaba abriendo la puerta de par en par—. ¡Sangre en el salón del rey Fynn! ¡A las armas! ¡A las armas!

El primero en llegar fue Rulf, que miró sorprendido el cadáver y dijo en voz baja:

—Servirá.

Después llegaron los guardias, que miraron el cadáver sorprendidos y dispusieron sus armas.

A continuación llegaron los tripulantes, que menearon sus cabezas desaseadas, se frotaron las mejillas sin afeitar y musitaron oraciones.

Y por último llegó el rey Fynn.

Era evidente que Espina había medrado desde que mató a Edwal. Había conocido a cinco clérigos y tres reyes, uno de ellos Alto, y el único que la había impresionado era el que mató a su padre. Fynn tendría un genio infame, pero lo primero en lo que reparó ella fue en lo extraño y amorfo que era. Su barbilla se fundía con el cuello, el cuello con los hombros y los hombros con la barriga, y su pelo ralo y canoso estaba despeinado de dormir en la cama real.

—Arrodillarte no es tu fuerte, ¿verdad? —susurró Rulf mientras obligaba a Espina a descender junto a todos los demás—. ¡Y, por todos los dioses, abróchate el condenado cinturón!

—¿Qué ha pasado aquí? —bramó el rey, salpicando de saliva a sus guardias encogidos.

Espina mantuvo la vista baja mientras se afanaba con la hebilla. El aplastamiento con piedras ya parecía inevitable. Seguro para ella, probable también para el resto de la tripulación. Vio las miradas que le dirigían. «Esto es lo que pasa cuando das un arma a una chica. Aunque sea un arma pequeña».

La madre Kyre, impecable hasta en camisón, recogió el frasco del suelo con dos dedos, lo olisqueó y arrugó la nariz.

—¡Uf! Veneno, mi rey.

—¡Por los dioses! —Yarvi puso una mano en el hombro de Espina. La misma mano con la que le había dado el puñetazo—. De no ser por los reflejos de esta chica, mi tripulación y yo podríamos haber cruzado la Última Puerta antes del amanecer.

—¡Registrad hasta el último rincón de mi salón! —vociferó el rey Fynn—. ¡Decidme cómo se ha colado este hijo de perra!

Un guerrero que se había arrodillado para hurgar en la ropa del muerto mostró una mano abierta en la que relucía plata.

—Monedas, mi rey. Acuñadas en Casa Skeken.

—De un tiempo a esta parte hay demasiado de Casa Skeken en mi salón. —Los carrillos caídos de Fynn se tiñeron de rubor—. Monedas de la abuela Wexen, águilas de la abuela Wexen y exigencias de la abuela Wexen, nada menos. Exigencias a mí, rey de Trovenlandia.

—Pero pensad en el bienestar de vuestra gente, mi rey —dijo en tono persuasivo la madre Kyre, aferrándose a la sonrisa aunque ya casi no le adornara la boca, mucho menos los ojos—. Pensad en el Padre Paz, el Padre de Palomas que hace del puño…

—He sufrido muchas afrentas en nombre del Padre Paz. —El rubor se había extendido a las mejillas del rey Fynn—. Hubo un tiempo en el que el Alto Rey era el primero entre hermanos. Ahora da las órdenes de un padre. Dicta cómo deben luchar los hombres, cómo deben comerciar las mujeres y cómo debemos rezar todos. En Trovenlandia están creciendo los templos a la Diosa Única como setas después de llover, ¡y hasta ahora me he callado!

—Fuisteis sabio al hacerlo —dijo la madre Kyre—, como seríais sabio si…

—¿Y ahora la abuela Wexen envía asesinos a mis tierras?

—Mi rey, no tenemos ninguna prueba de que…

Fynn ahogó las palabras de su clériga con sus voces, que le calentaron la cara grasienta del rosado a un ígneo carmesí.

—¿A mi propia casa? ¿Para envenenar a mis invitados? —Clavó en el cadáver un dedo que parecía una salchicha—. ¿Bajo mi techo y bajo mi protección?

—Os aconsejaría obrar con cautela…

—Siempre lo haces, madre Kyre, ¡pero mi paciencia tiene límites y el Alto Rey los ha rebasado! —Estrechó la mano buena del padre Yarvi, su rostro ya de un definitivo tono púrpura—. Dile a mi adorada sobrina, la reina Laithlin, y a su honorable marido que tienen un amigo en mí. ¡Amigo, cueste lo que cueste! ¡Lo juro!

La madre Kyre no tenía ninguna sonrisa preparada para aquella situación, aunque estaba claro que el padre Yarvi sí.

—Vuestra amistad es todo lo que os piden. —Y alzó la mano del rey Fynn hacia el techo.

Los guardias vitorearon aquel inesperado pacto entre Trovenlandia y Gettlandia algo sorprendidos, y la tripulación del Viento del Sur, muy aliviada. Espina Bathu debería haber sido la que más aplaudiera de todos. Matar a un hombre por accidente la había convertido en villana; matar a otro a propósito la había convertido en heroína.

Pero lo único que pudo hacer fue quedarse mirando el cadáver mientras lo sacaban a rastras y pensar que en todo aquel asunto había algo muy raro.