TIEMPOS EXTRAÑOS
El bosque fue dejando paso a la estepa abierta. Terriblemente abierta. Llana sin concesiones. Leguas y más leguas de hierba espesa y verde que se mecía con el viento.
Para Espina, criada entre las colinas, las montañas y los acantilados de Gettlandia, había algo sofocante en todo aquel vacío, todo aquel espacio que se extendía bajo un cielo profundo hasta el lejano, muy lejano horizonte.
—¿Por qué no cultiva nadie el terreno? —preguntó Koll, sentado a horcajadas sobre el mástil tumbado y dejando que el viento se llevara las virutas que arrancaba su cuchillo a medida que tallaba.
—El Pueblo del Caballo lo usa como pasto —dijo Dosduvoi—. Y no les gusta nada encontrar a nadie más aquí.
Odda dio un bufido.
—Les gusta tan poco que los desollan vivos, de hecho.
—Una práctica que les enseñó el príncipe de Kalyiv.
—Que a su vez la aprendió en la Primera Ciudad —añadió Fror, frotándose el ojo deforme con un dedo.
—Tengo entendido que allí la llevaron viajeros de Sagenmarca —dijo Rulf.
—Y a ellos se la enseñó Bail el Constructor en su primera incursión —replicó Yarvi.
—Y así son desollados los desolladores —dijo Skifr en tono pensativo, contemplando las formas que dibujaba el viento en la hierba—, y las lecciones sangrientas ruedan en círculos.
—Bien está. —Rulf escrutó el río a proa, y luego a popa, y también la tierra llana que los rodeaba con unos ojos más estrechos y feroces que nunca—. Siempre que a nosotros nadie nos eduque.
—¿Por qué te preocupas tanto? —preguntó Espina—. Hace días que no vemos ni un barco.
—Exacto. ¿Dónde están?
—Ahí tienes dos —dijo el padre Yarvi señalando río abajo.
Tenía muy buena vista. Tuvieron que acercarse mucho más para que, forzando el cuello hasta el límite, Espina lograra distinguir qué eran las manchas negras en la orilla del río: los esqueletos calcinados de dos barcos pequeños sobre una amplia zona de hierba pisoteada. El círculo negruzco de un fuego consumido. De una hoguera muy similar a la que les calentaba las manos a ellos cada noche.
—No pinta nada bien para las tripulaciones —comentó con voz queda Brand, que tenía un don para decir lo que todo el mundo ya comprendía.
—Muertos —dijo Skifr en tono animado—. A lo mejor a los más afortunados los han hecho esclavos. O a los menos, según se mire. El Pueblo del Caballo no tiene mucha fama de dueño amable.
Odda frunció el ceño con la mirada perdida en la extensión llana de hierba.
—¿Creéis que nos los encontraremos?
—Con la suerte que tengo… —murmuró Dosduvoi.
—¡De ahora en adelante buscaremos terreno elevado para acampar! —vociferó Rulf—. ¡Y duplicaremos la guardia! ¡Quiero ocho hombres despiertos a todas horas!
Y así, nerviosos, mirando con gesto grave la estepa y saltando al menor ruido, fue como avistaron una embarcación que remaba río arriba.
Tenía el tamaño aproximado del Viento del Sur, también con unos dieciséis remos por banda. Su bestia de proa era un lobo negro, por lo que Espina dedujo que estaría tripulado por trovenlandeses, y a juzgar por las muescas de los escudos en su regala, dispuestos a pelear. Quizá hasta ansiosos.
—¡Tened las armas cerca! —ordenó Rulf, que ya sujetaba su arco de cuerno.
Safrit miró nerviosa a los hombres, afanados en manipular a la vez la madera del remo y el acero de las armas.
—¿No deberíamos allanar el camino del Padre Paz?
—Desde luego. —El padre Yarvi aflojó su propia espada en la vaina—. Pero las palabras de un hombre armado resultan mucho más convincentes. ¡Bienhallados! —gritó por encima del agua.
Había un hombre con barba y cota de mallas de pie en la proa del otro barco.
—¡Y vosotros también, amigos! —Habría sonado más pacífico si no llevara a un hombre con el arco tenso a cada lado—. ¡Nuestro barco es el Perro Negro, que remonta el Denegado desde la Primera Ciudad!
—¡El Viento del Sur, que ha subido por el Divino desde Roystock! —respondió Yarvi a voz en grito.
—¿Cómo han sido las largas cuestas?
—Agotadoras para los que han tenido que cargar peso. —El clérigo levantó su mano tullida—. Para mí, un poco mejor.
El capitán del Perro Negro se echó a reír.
—¡Un líder debe compartir el trabajo de sus hombres, pero si hace el mismo que ellos, le acaban perdiendo todo el respeto! ¿Podemos acercarnos?
—Podéis, pero sabed que vamos bien armados.
—Por estos andurriales, son los hombres desarmados los que levantan sospechas. —El capitán hizo un gesto a su tripulación, un grupo de aspecto curtido, todo cicatrices, barbas y relucientes aros-moneda, que con notable destreza acercó el Perro Negro hasta el centro de la corriente y a la altura del Viento del Sur, cada barco con la proa junto a la popa del otro. De pronto el capitán estalló en risotadas incrédulas—. ¿Quién es ese viejo hijo de puta que lleváis al timón? ¡Si no es Rulf el Malo, yo soy una punta de jamón! ¡Estaba convencido de que habías muerto y no me había quitado ni una pizca de sueño!
Rulf respondió con una risotada propia.
—¡Una punta de jamón bien podrida, Jenner el Azul! ¡Estaba seguro de que habías muerto y abrí un barrilete para celebrarlo!
—¿Rulf el Malo? —preguntó Espina sin levantar la voz.
—Fue hace mucho tiempo. —El viejo timonel le quitó importancia con un ademán, mientras dejaba el arco—. La gente suele volverse menos mala con la edad.
La tripulación del Perro Negro les lanzó su amarra de proa y, a pesar de varias maldiciones cuando se enredaron los remos, entre los dos grupos acercaron los barcos. Jenner el Azul se inclinó sobre el hueco y estrechó el antebrazo de Rulf, con amplias sonrisas de ambos hombres.
Espina no sonrió, ni tampoco apartó la mano de la espada de su padre.
—¿Cómo narices saliste de aquel embrollo en que nos metió Halstam el Joven? —estaba preguntando Rulf.
Jenner se quitó el casco, lo lanzó a sus hombres y se rascó el pelo canoso y enredado.
—Me avergüenza decir que decidí jugármela con la Madre Mar y escapé nadando.
—Siempre tuviste buena suertedearmas.
—Aun así me llevé un flechazo en el culo, pero aunque soy flaco tengo la bendición de un culo carnoso y la herida sanó bien. En el momento la flecha me pareció un golpe de suerte, pues sin duda me libré de una argolla de esclavo.
Rulf se acarició el cuello y Espina vio unas marcas en las que no se había fijado nunca, por debajo de la barba.
—Yo tuve menos suerte. Aunque gracias al padre Yarvi, vuelvo a ser un hombre libre.
—¿El padre Yarvi? —Jenner abrió los ojos de golpe—. ¿El clérigo de Gettlandia? ¿El que una vez fue hijo de la Reina Dorada Laithlin?
—El mismo —dijo Yarvi, cruzando entre los cofres de mar hacia la popa del barco.
—En ese caso es un honor, pues he oído que se te tiene por hombre astucioso. —Jenner el Azul enarcó las cejas al ver a Espina—. ¿Tienes mujeres a los remos?
—Tengo a todo el que pueda mover mi barco —dijo Rulf.
—¿Por qué ese pelo de loca, chica?
—Porque al cuerno contigo —gruñó Espina—, por eso.
—¡Vaya, sí que es fiera! El remo no sé, pero a un hombre seguro que es capaz de partirlo en dos.
—Estoy dispuesta a probar —replicó ella, ni un poco halagada.
Jenner enseñó los dientes, una colección amarillenta y bastante incompleta.
—Si tuviera diez años menos no perdería la ocasión, pero la edad me ha traído cautela.
—Cuanto menos tiempo tienes, menos quieres arriesgar el que te queda —dijo Rulf.
—Esa es la pura verdad. —Jenner negó con la cabeza—. Rulf el Malo a este lado de la Última Puerta, niñas remando y los cielos saben qué más. Son tiempos extraños, ya lo creo que sí.
—¿Qué tiempos no lo son?
—¡También es la pura verdad! —Jenner el Azul miró el sol tenue con ojos entrecerrados—. Va siendo hora de cenar. ¿Desembarcamos y compartimos noticias?
—¿Con noticias quieres decir bebida? —preguntó Rulf.
—Justo eso, y en enormes cantidades.
Encontraron un meandro fácil de defender, establecieron una guardia numerosa y levantaron una gran hoguera, que llameó de lado por el viento incesante y esparció chispas sobre la superficie del río. Después cada tripulación abrió un barrilete de su propia cerveza y se lanzaron a un repertorio siempre interminable de canciones, que narraban relatos siempre increíbles, y entablaron estrepitosas conversaciones siempre dicharacheras. Alguien tuvo la mala idea de dar cerveza a Koll y el chico le cogió el gusto, pero al poco tiempo se mareó y cayó dormido, para gran contrariedad de su madre y gran diversión de todos los demás.
Sin embargo, las celebraciones dicharacheras nunca hacían demasiado dichosa a Espina. A pesar de las sonrisas, todos tenían sus filos a mano y había varios hombres que reían tan poco como ella. El timonel del Perro Negro, al que llamaban el Corvas, tenía una franja blanca en el cabello menguante y al parecer también unas cuentas pendientes muy serias con el mundo. Cuando fue a mear al río, Espina reparó en que estaba echando un buen vistazo al cargamento del Viento del Sur, sobre todo al cofre con herrajes del padre Yarvi.
—No me gusta la pinta que tiene ese —dijo con disimulo a Brand.
Él la miró por encima de su jarra.
—A ti no te gusta la pinta que tiene nadie.
Nunca había puesto la menor objeción a la pinta que tenía Brand, pero eso se lo calló.
—Pues entonces, la de ese me gusta menos que la de nadie. Es de esos que son todo miradas duras y palabras secas. Con la cara como una nalga azotada.
Brand sonrió con la jarra en los labios.
—A la gente así no la soporto.
Espina tuvo que sonreír con él.
—Por debajo de mi apariencia imponente hay profundidades ocultas, eso sí.
—Bien ocultas —dijo él, levantando de nuevo la jarra—. Pero puede que empiece a sondearlas.
—Qué atrevido. Mira que sondear a una chica sin pedirle permiso siquiera…
Brand soltó dos chorros de cerveza por la nariz, sufrió un ataque de tos y necesitó una palmada en la espalda de Odda, que aprovechó la atención para arrancarse con su desafinada y mal compuesta rima sobre la hazaña de Brand levantando el barco. Cada vez que terminaba de cantar la historia, con Safrit sonriendo a Brand y diciéndole: «Has salvado a mi hijo», la cuesta había tenido mayor inclinación, el peligro había sido más grave y la gesta más impresionante que en la anterior ocasión. El único que disputaba los dudosos hechos era el propio Brand, que no habría podido parecer más incómodo con tanta adulación si hubiera estado sentado en una estaca.
—¿Cómo están las cosas por el mar Quebrado? —preguntó Jenner el Azul al terminar la canción—. Llevamos un año sin ver el hogar.
—Más o menos como estaban —dijo Yarvi—. La abuela Wexen hace demandas cada vez mayores en nombre del Alto Rey. Últimamente se empieza a hablar de impuestos.
—¡Así cojan un mal de bubas él y su Diosa Única! —espetó Jenner—. Un hombre debería ser dueño de lo que toma, no tener que arrendárselo a otro ladrón solo porque tiene una silla más grande.
—Hay hombres que cuanto más tienen, más quieren —dijo Yarvi, y hubo asentimientos y murmullos a ambos lados del fuego.
—¿El Divino estaba despejado?
—Nosotros no hemos encontrado problemas, al menos —respondió Rulf—. ¿Y el Denegado?
Jenner inspiró por los huecos de sus dientes.
—El condenado Pueblo del Caballo está revuelto como un avispero, asaltando barcos y caravanas y quemando todo asentamiento que quede a la vista de Kalyiv.
—¿Qué tribu? —preguntó Yarvi—. ¿Uzhakos, barmekos?
Jenner lo miró desconcertado.
—Ah, pero ¿tienen tribus?
—Cada una con sus costumbres.
—Bueno, hasta donde yo sé todos acaban disparando el mismo tipo de flechas, y el príncipe de Kalyiv tampoco es que haga muchas distinciones entre ellos. Se ha hartado de tantas provocaciones y pretende darles una lección sangrienta.
—Las mejores que hay —dijo Odda, enseñando los dientes limados.
—Solo que no planea llevarla a cabo con sus propias manos.
—Los príncipes no suelen hacerlo —dijo Yarvi.
—Ha plantado una cadena de orilla a orilla del Denegado y no deja pasar a ninguna tripulación guerrera hasta que los norteños le hayamos ayudado a dar su merecido al Pueblo del Caballo.
Rulf infló su ancho pecho.
—Al clérigo de Gettlandia no va a detenerlo.
—No conocéis al príncipe Varoslaf, y ningún hombre en su sano juicio querría que eso cambiara. No hay forma de saber lo que hará ese calvo cabrón al momento siguiente. Yo solo pude escapar porque le fui con un cuento de difundir la noticia y traer a más guerreros del mar Quebrado. Yo, en vuestro lugar, me volvería con nosotros.
—Seguiremos adelante —dijo Yarvi.
—En ese caso, os deseo la mejor suertedeclima a todos, y esperemos que no necesitéis suertedearmas. —Jenner el Azul tomó un largo sorbo de su jarra—. Pero temo que os pueda hacer falta.
—Como a cualquiera que emprenda las largas cuestas. —Skifr estaba tumbada de espaldas con la cabeza apoyada en los brazos y los pies descalzos hacia el fuego—. ¿Querríais probar la vuestra, ahora que aún podéis?
—¿Qué se te ocurre, mujer? —masculló el Corvas.
—Un lance de armas amistoso, con hojas de entrenamiento. —La anciana dio un sonoro bostezo—. Mi aprendiz ya ha derrotado a toda nuestra tripulación y necesita adversarios nuevos.
—¿Y quién es tu aprendiz? —preguntó Jenner mientras daba un vistazo a Dosduvoi, que parecía una montaña entre las sombras cambiantes.
—Ah, no —dijo el gigante—. No soy yo.
Espina puso su cara más valiente, se levantó y se asomó a la luz de la hoguera.
—Yo.
Se hizo el silencio. Entonces el Corvas soltó una carcajada de incredulidad, a la que pronto se sumaron otros.
—¿La flacucha de medio pelo?
—¿Esa chica puede sostener un escudo, dices?
—Yo creo que a sostener una aguja sí llega. ¡Necesito que me cosan un agujero en el calcetín!
—Necesitarás que alguien te cosa un agujero en el cuerpo al terminar —masculló Odda, y Espina lo agradeció para sus adentros.
Un chico que tendría un año más que Espina suplicó ser el primero en darle una paliza, y las dos tripulaciones formaron un escandaloso círculo con antorchas para iluminar la competición, entre insultos, gritos de ánimo y apuestas a favor del luchador con el que compartían navegación. El adversario de Espina era grande y tenía las muñecas gruesas y la mirada fiera. Su padre siempre le decía: «El miedo es bueno. El miedo te mantiene cautelosa. El miedo te mantiene viva». Y menos mal, porque su corazón latía tan fuerte que creyó que le iba a reventar el cráneo.
—¿Alguien se juega algo contra esta baratija? —gritó el Corvas, que había partido un aro de su brazo en dos con un hacha para apostar en contra de Espina—. ¡Será como tirar vuestro dinero al río! ¿No te apuntas tú también?
Jenner el Azul se acarició la barba con calma, al tiempo que hacía sonar sus propios brazaletes.
—Mi dinero me gusta donde está.
Los nervios de Espina desaparecieron en el instante en que los filos de madera chocaron por primera vez y supo que ganaría el lance sin problemas. Esquivó un segundo tajo, desvió el tercero y dejó que su rival pasara trastabillando. Era fuerte, pero se lanzaba a la embestida con furia, a ciegas, sin distribuir bien el peso. Espina dejó pasar por encima una estocada alta y descuidada, casi riéndose de lo torpe que había sido el chico, enganchó el escudo de él contra el suelo y le dio un golpe terrible en plena cara. El chico cayó de culo en la arena, parpadeando como un idiota y sangrando por la nariz.
—Eres la tormenta —oyó musitar a Skifr entre los vítores—. No los esperes. Haz que teman. Haz que duden.
Saltó con un chillido hacia el siguiente hombre en el mismo instante en que Jenner dio inicio al lance, lo empotró contra sus sorprendidos amigos, le marcó un tajo horizontal en la tripa con su espada de entrenamiento y le abolló el casquete dándole un retumbante coscorrón con su hacha de madera. El hombre se tambaleó como un borracho e intentó volver a subirse el casco por encima de las cejas, entre las carcajadas de los tripulantes del Viento del Sur.
—Los hombres acostumbrados a luchar en la muralla de escudos suelen preocuparse solo de la parte de delante. El escudo se vuelve debilidad. Utiliza los flancos.
El siguiente adversario era bajito pero fornido como un tronco de árbol, cauto y observador. Espina le permitió ganar terreno con el escudo el tiempo suficiente para que los abucheos de la tripulación del Perro Negro se transformaran en gritos de ánimo. Entonces resucitó, fintó a izquierda y se lanzó a derecha, lanzó un tajo desde arriba con la espada y, cuando él alzó el escudo, le atrapó un tobillo con el hacha, tiró de él para derribarlo con un gemido y terminó con la punta de su espada haciéndole cosquillas en la nuez.
—Eso es. No estés nunca donde te esperan. Ataca siempre. Golpea la primera. Golpea la última.
—¡Malditos perros inútiles! —bramó el Corvas—. ¡Me avergüenzo de ser de los vuestros! —Y recogió la espada caída, se puso un escudo con una flecha blanca pintada y entró en el círculo.
Era despiadado, y rápido, y listo, pero ella era más rápida, más lista y mucho más despiadada, y además Skifr le había enseñado trucos con los que él ni siquiera había soñado. Bailó a su alrededor, lo cansó y descargó sobre él tal aguacero de golpes que apenas sabía en qué dirección miraba. Por último, giró cuando su adversario la embestía y le dio un azote en el culo con la hoja plana de su espada, tan fuerte que podría haberse oído en Kalyiv.
—Esta prueba no es justa —protestó el Corvas sin moverse, aunque era evidente que se moría de ganas de frotarse las dolidas nalgas y estaba obligándose a no hacerlo. Parecía que se le estaba ensombreciendo el ánimo a buen ritmo. Espina supuso que le pasaría a menudo y no le dio importancia.
—El campo de batalla no es justo —respondió.
—En el campo de batalla se lucha con acero, niña. —Y arrojó al suelo la espada de entrenamiento—. Con hojas de verdad esto habría sido muy distinto.
—Cierto —dijo Espina—. En vez de tener el orgullo y el trasero magullados, estarías cagando intestinos por el culo partido.
La tripulación del Viento del Sur rio y Jenner trató de calmar a su timonel ofreciéndole más cerveza, pero el Corvas se zafó de él, furioso.
—¡Que me traigan mi hacha y lo veremos, zorra!
Las risas cesaron y Espina ahuecó un labio y le escupió a los pies.
—¡Coge el hacha, cerdo, que estoy lista!
—No —intervino Skifr plantando una mano en el pecho de su pupila—. Llegará el momento de que te enfrentes a la Muerte. No es este.
—Ja —dijo el Corvas con desdén—. ¡Cobardes!
La garganta de Espina empezó a vibrar, pero Skifr la contuvo de nuevo, con los ojos entornados.
—Eres todo viento, timonel. Eres un hombre hueco.
Odda avanzó por su lado.
—Qué va a estar hueco, está relleno hasta los topes de mierda. —Espina se sorprendió al ver brillar un cuchillo en su mano—. Nunca he tenido un compañero de remo más valiente, hombre o mujer. Si vuelves a insultarla, me ocuparé yo mismo de matarte.
—Tendrás que llegar antes que yo —retumbó Dosduvoi, apartando su manta y levantándose en toda su altura.
—Y que yo. —Brand estaba junto a ella con su elegante daga en la mano.
Había muchos dedos acariciando armas en ambos lados, y entre la cerveza, el orgullo herido y la plata perdida, las cosas podrían haberse puesto demasiado feas muy deprisa. Pero antes de que se descargara un solo golpe, el padre Yarvi se interpuso con agilidad entre las dos tripulaciones belicosas.
—¡Todos tenemos suficientes enemigos como para granjearnos más entre los amigos! ¡La sangre derramada aquí sería sangre desperdiciada! Hagamos del puño mano abierta. Concedamos su día al Padre de Palomas. ¡Ten! —Se metió la mano en un bolsillo y lanzó algo brillante hacia el Corvas.
—¿Qué es esto? —preguntó, amenazante, el timonel.
—Plata de la reina Laithlin —dijo Yarvi—, con su rostro acuñado en ella.
Quizá al clérigo le faltaran dedos, pero los que tenía eran veloces. Las monedas giraron y reflejaron la luz del fuego en su vuelo hacia los tripulantes del Perro Negro.
—No queremos tu limosna —escupió el Corvas, aunque muchos de sus compañeros de remo ya estaban recogiéndola a cuatro patas.
—Entonces ¡consideradlo un adelanto! —exclamó Yarvi—. Un adelanto de lo que os pagará la Reina Dorada cuando os presentéis en Thorlby. Ella y su esposo, el rey Uthil, siempre buscan hombres valientes y buenos luchadores. Sobre todo si no profesan demasiado amor al Alto Rey.
Jenner el Azul alzó su jarra.
—¡Por la bella y generosa reina Laithlin, pues! —Y mientras su tripulación vitoreaba y entrechocaba las jarras, añadió en voz más baja—: Y por su clérigo astucioso. —Y bajándola todavía más y guiñando el ojo a Espina—: Por no mencionar a su formidable remera de popa.
—¿Qué está pasando? —preguntó Koll, que intentaba ponerse de pie con la mirada tan revuelta como el pelo, pero tropezó con su manta, cayó de nuevo y terminó vomitando, lo cual provocó oleadas de risa incontenible.
Al poco tiempo las dos tripulaciones volvían a contarse historias, a descubrir que tenían viejos camaradas en común y a discutir quién era dueño del mejor cuchillo, mientras Safrit se llevaba a su hijo cogido de la oreja y le hundía la cabeza en el río. El Corvas se quedó solo y enfurruñado, de pie con los puños en jarras y fulminando a Espina con la mirada.
—Me da la sensación de que has hecho un enemigo —susurró Brand, soltando el puño de su daga.
—Ah, eso lo hago siempre. ¿Cómo era eso que dice el padre Yarvi? Los enemigos son el precio del éxito. —Le pasó un brazo por los hombros, rodeó los de Odda con el otro, y los abrazó a los dos con ahínco—. Lo raro de verdad es que también he hecho amigos.