BROTES NUEVOS
Raith oyó una carcajada. La enorme y salvaje risotada de Skara, y solo el sonido ya le despertó una sonrisa.
Vigilaba desde el portal goteante y la vio caminar, con su elegante capa aleteando y la capucha puesta para protegerse de la llovizna, acompañada por la madre Owd y rodeada de un séquito de guardias y esclavos propio de la reina que era. Raith esperó a que lo adelantaran antes de salir, echándose hacia atrás el pelo mojado.
—Mi reina. —Había querido sonar desenfadado, pero le salió un balido menesteroso.
La cabeza de Skara se volvió al instante y Raith sintió la misma conmoción ahogada que la primera vez que le había visto la cara, solo que más intensa que nunca y teñida enseguida de amargura. La reina no sonrió encantada al reconocerlo, ni siquiera lo miró afligida por el remordimiento: solo mostró una mueca de dolor. Como si Raith le recordara algo que preferiría con mucho olvidar.
—Un momento —dijo a la madre Owd, que miraba a Raith como si fuese un túmulo lleno de víctimas de la peste. La reina se separó de sus siervos y miró a los dos lados de la calle mojada—. No puedo hablar así contigo.
—Quizá más tarde…
—No. Nunca. —Una vez le había dicho que las palabras podían cortar más hondo que las hojas y él se había reído, pero aquel «nunca» fue como una puñalada—. Lo siento, Raith. No puedo tenerte cerca.
Se sintió como si le hubieran rajado la tripa y estuviera esparciendo sangre por toda la calle.
—No sería apropiado, ¿eh? —consiguió graznar.
—¡Al cuerno lo apropiado! —siseó ella—. No sería correcto, ni para mi tierra ni para mi pueblo.
La voz de Raith fue un susurro desesperado.
—¿Y qué hay de ti?
Skara hizo una mueca. Tristeza. O quizá culpabilidad.
—Para mí tampoco. —Se acercó a él, mirándolo desde debajo de las cejas, pero sus palabras tuvieron la dureza del hierro y, por mucho que Raith anhelara engañarse, no dejaron lugar a dudas—. Será mejor que consideremos el tiempo que pasamos juntos un sueño. Un sueño agradable. Pero es hora de despertar.
Raith habría querido darle una réplica ingeniosa. Algo noble, algo malicioso, cualquier cosa. Pero su campo de batalla nunca habían sido las palabras. No tenía ni la menor idea de cómo apiñar todo lo que sentía en una frase o dos. De modo que, en un impotente silencio, la vio dar media vuelta. En un impotente silencio la vio marcharse. Volver con sus esclavos, sus guardias y su reprobadora clériga.
Por fin comprendía cómo eran las cosas. Debería haberlo sabido desde el principio. Skara había aceptado su calor con mucho gusto en invierno, pero había llegado el verano y se lo había quitado de encima como un abrigo viejo. Y no se lo podía reprochar. Ella era una reina, a fin de cuentas, y él, un asesino. Aquello no beneficiaba a nadie más que él. Se habría sentido afortunado de haber tenido lo que tuvo, si no lo hubiera dejado tan dolido, tan en carne viva y sin saber cómo iba a poder superarlo jamás.
Quizá debería haber montado una escenita vengativa. Quizá debería haberse marchado él dándose aires, como si tuviera a cien mujeres mejores suplicando sus atenciones. Pero la triste realidad era que la amaba demasiado para hacer ninguna de las dos cosas. La amaba demasiado para hacer cualquier cosa aparte de quedarse allí de pie, acariciándose la mano dolorida y la nariz rota y mirándola con la avidez de un perro al que han dejado fuera de casa, a la fría intemperie. Deseando que se detuviera. Deseando que cambiara de opinión. Deseando que al menos mirara hacia atrás.
Pero no lo hizo.
—¿Qué pasó entre vosotros dos? —Raith se giró y encontró a Jenner el Azul a su lado—. Y no me digas que nada, muchacho.
—Nada, abuelo. —Raith intentó sonreír, pero no era capaz—. Gracias.
—¿Por qué?
—Por darme la oportunidad de mejorar. Es más de lo que merecía, supongo.
Y se encorvó y echó a andar bajo la lluvia.
Raith estaba en el portal opuesto a la fragua, contemplando la luz que dejaban salir los postigos, escuchando la música del yunque que sonaba en el interior y preguntándose si era Rin la que blandía el martillo.
Parecía que, fuera donde fuese, le costaba poco hacerse un hueco. Pero, claro, era una presencia bienvenida. Era alguien que sabía lo que quería y estaba dispuesta a trabajar para conseguirlo. Que creaba objetos de la nada y reparaba los que se rompían. Era justo lo que no era Raith.
Sabía que no tenía derecho a pedirle nada, pero él la había consolado después de que muriera su hermano. Y los dioses sabían que él necesitaba algo de consuelo. No sabía dónde más buscarlo.
Abatido, se sorbió la nariz, se limpió moco líquido del labio con el brazo vendado y cruzó la calle hacia la puerta. Levantó el puño para llamar.
—¿Qué te trae por aquí?
Era el chico del clérigo, Koll, y traía una sonrisa torcida al salir paseando de la luz menguante. Una sonrisa torcida que, durante un extraño instante, recordó a Raith la que solía poner su hermano. Koll seguía mostrando un ademán inquieto, pero también se le notaba una calma, como si fuese un hombre que había hecho las paces consigo mismo. Ojalá Raith supiera la forma de conseguirlo.
Pensó deprisa.
—Bueno… estaba pensando en hacerme con una espada nueva. Aquí es donde trabaja ahora esa espadera, ¿verdad?
—Se llama Rin, y sí, aquí es donde trabaja. —Koll acercó una oreja a la puerta y sonrió como si llegara una dulce canción desde el otro lado—. Nadie hace mejores espadas que Rin. Nadie en todo el mundo.
—¿Y a qué vienes tú? —preguntó Raith—. Nunca me pareciste muy aficionado a las espadas.
—No. —La sonrisa de Koll se ensanchó más, si es que era posible—. Vengo a preguntarle si quiere casarse conmigo.
Las cejas de Raith saltaron disparadas al oírlo.
—¿Cómo?
—Debí hacerlo hace mucho tiempo, pero nunca se me han dado muy bien las decisiones. Tomé muchas equivocadas. Vacilé mucho. He sido un egoísta, y un débil. Como no quería hacer daño a nadie, acabé haciéndoselo a todo el mundo. —Respiró hondo—. Pero la muerte nos espera a todos. La vida consiste en aprovechar bien lo que te encuentras en el camino. Si un hombre no está satisfecho con lo que tiene… bueno, muy posiblemente tampoco se quedará satisfecho con lo que no tiene.
—Sabias palabras, diría yo.
—Sí que lo son. Así que he venido a suplicarle que me perdone, de rodillas si es necesario, y conociéndola supongo que lo será. Luego le pediré que lleve mi llave, y de verdad de la buena que espero que me diga que sí.
—Creía que ibas a entrar en la Clerecía.
Koll estiró el cuello y se rascó la nuca con brío.
—Durante mucho tiempo yo también, pero supongo que un hombre puede cambiar el mundo de muchas formas distintas. Mi madre me dijo… que fuese el mejor hombre que pudiera ser. —De pronto se le empañaron los ojos y rio, y tiró de una correa que llevaba al cuello y algo chasqueó bajo su camisa—. Lástima que haya tardado tanto en entender a qué se refería. Pero al final lo he hecho. Espero que no sea demasiado tarde. ¿Entras, entonces?
Raith hizo una mueca mirando la ventana y carraspeó.
—No. —Hubo un tiempo en que solo sentía desprecio por aquel chico. En aquel momento descubrió que lo envidiaba—. Supongo que tu encargo tiene preferencia.
—No irás a darme otro cabezazo, ¿verdad?
Raith señaló su nariz rota.
—Los cabezazos me hacen muchísima menos ilusión que antes. Te deseo la mejor de las suertes. —Dio una palmada en el hombro de Koll al pasar—. Ya volveré mañana.
Pero sabía que no volvería.
La tarde tocaba a su fin y las sombras del muelle iban alargándose a medida que la Madre Sol descendía sobre Casa Skeken. La última luz destelló en el cristal de la mano abierta de Raith, en la ampolla que le había dado la madre Scaer, ya vacía. Decían los presagios que ningún hombre podía matar a Grom-gil-Gorm, pero unas gotas en una copa de vino lo habían logrado. Koll estaba en lo cierto: la muerte los esperaba a todos.
Raith respiró hondo, cerró el puño y sintió el viejo dolor recorriendo sus nudillos rotos. Cualquiera habría pensado que el dolor menguaría con el tiempo, pero cuanto más lo sentía más le dolía. Jenner también había estado en lo cierto: nada llegaba a curarse del todo.
Había sido portaespadas de un rey y guardaespaldas de una reina, había sido el primer guerrero en lanzarse a la batalla y remero en la tripulación de una heroína. Pero ya no estaba seguro de lo que era. Ni siquiera estaba seguro de lo que quería ser.
Lo único que sabía hacer era luchar. Había creído que la Madre Guerra le concedería la gloria, un brillante montón de aros-moneda y la hermandad de la muralla de escudos. Pero lo que había hecho era llevarse a su hermano y no concederle más que heridas. Se apretó las costillas doloridas, se rascó las vendas sucias del brazo quemado, arrugó la nariz rota y sintió el dolor embotado que se extendía por todo su rostro. Eso era lo que se conseguía luchando, si no la muerte. Hambre, dolor, soledad y una pila de remordimientos que llegaba hasta la cabeza.
—No ha salido bien, ¿eh?
Espina Bathu estaba de pie a su lado, mirándolo hacia abajo con los brazos en jarras, recortada en negro contra el glorioso naranja de la Madre Sol a sus espaldas.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó él.
—Sea lo que sea, no pareces un hombre al que le hayan salido bien las cosas.
Raith dio un suspiro que le salió desde las entrañas.
—¿Has venido a burlarte de mí o a matarme? Sea lo que sea, no me quedan fuerzas para impedírtelo.
—En realidad, a ninguna de las dos cosas. —Espina se sentó despacio y dejó colgar sus largas piernas del embarcadero junto a las de él. Se quedó un rato en silencio, con gesto pensativo en su cara llena de cicatrices. Se levantó una brisa y Raith observó un par de hojas secas que se persiguieron muelle abajo. Al final Espina volvió a hablar—: La vida no es fácil para los que son como tú y yo, ¿verdad?
—No lo parece, no.
—Los que somos favoritos de la Madre Guerra… —Dejó escapar la mirada al centelleo del horizonte—. No sabemos qué hacer cuando llega el turno del Padre Paz. Los que no hemos hecho otra cosa que pelear, si se nos terminan los enemigos…
—Peleamos contra nosotros mismos —dijo Raith.
—La reina Laithlin me ha ofrecido mi antiguo puesto como su Escudo Elegido.
—Me alegro por ti.
—No puedo aceptarlo.
—¿No?
—Si me quedo por aquí, nunca veré nada más que lo que he perdido. —Se quedó mirando la nada, con una triste media sonrisa en los labios—. Brand no habría querido que lo añorara. Ese chico no sabía lo que eran los celos. Habría querido que salieran brotes nuevos de las cenizas. —Dio una palmada a las piedras en las que estaba sentada—. Resulta que el padre Yarvi me ha dado el Viento del Sur.
—Menudo regalo.
—No creo que él vaya a navegar mucho durante un tiempo. He pensado en llevarlo de vuelta por el Divino y el Denegado, hasta la Primera Ciudad y quizá más allá. Si zarpo un día de estos, creo que puedo ganar la carrera al hielo. Así que estoy reuniendo una tripulación. Tengo a mi viejo amigo Fror de timonel, a mi viejo amigo Dosduvoi de sobrecargo y a mi vieja amiga Skifr de oficial de derrota.
—Sin duda estás bendecida con muchos amigos para lo poco amistosa que eres. —Raith contempló el brillo dorado en el agua cuando la Madre Sol se puso detrás de ellos—. Te alejarás remando y dejarás tus penas aquí en el muelle, ¿eh? Te deseo suerte.
—No creo mucho en la suerte. —Espina se sorbió la nariz con parsimonia y escupió en el agua. Pero no se marchó—. El otro día aprendí algo valioso.
—¿Que mi nariz se rompe con la misma facilidad que cualquier otra?
—Que soy alguien que a veces necesita que le digan que no. —Lo miró de reojo—. Es decir, que soy alguien que necesita tener a alguien cerca con las agallas de decirme que no. Y de esos no hay muchos.
Raith levantó las cejas.
—Y ahora muchos menos que antes.
—Podría venirme bien un pequeño cabrón sanguinario, y tengo un remo de popa libre. —Espina Bathu se levantó y le ofreció la mano—. ¿Te vienes?
Raith la miró parpadeando.
—¿Quieres que me una a la tripulación de alguien a quien he odiado siempre, que casi me mató hace un par de días, para navegar a medio mundo de distancia de todo lo que he conocido y querido, con solo la promesa de trabajo duro y mal tiempo?
—Sí, exacto. —Sonrió—. ¿Por qué, estás alejándote de ofertas mucho mejores?
Raith abrió el puño y miró la ampolla vacía. Entonces giró la mano y la dejó caer al agua.
—La verdad es que no.
Asió la mano de Espina y dejó que lo levantara.