BROTE LA CONCIENCIA

Raith estaba apostado en la parte de la muralla construida por el hombre, cerca de la Torre de Gudrun, mirando el terreno hendido, pisoteado y saeteado que se extendía hacia las estacas que indicaban el frente del Alto Rey.

Apenas había dormido. Solo una cabezada fuera de la puerta de Skara. Había vuelto a soñar con aquella mujer y sus hijos, y había despertado con sudores fríos y la mano en la daga. Pero no había nada más que silencio.

Habían pasado cinco días desde el principio del asedio, y ni uno solo habían dejado de acometer las murallas. Llegaban con escalas y techumbres de mimbre para guarecerse del chaparrón de flechas y la granizada de piedras. Llegaban con valor, con sus semblantes más feroces y sus más fieras plegarias, y con valor eran rechazados. No habían matado a muchos de los mil defensores, pero aun así habían hecho mella. Hasta el último guerrero del cabo de Bail tenía los ojos enrojecidos de no dormir y la cara cenicienta de pasar miedo. Una cosa era enfrentarse a la muerte durante un rato frenético, pero notar su frío aliento en la nuca día tras día era más de lo que los hombres estaban hechos para soportar.

Había grandes montículos de tierra recién levantada poco más allá del alcance de los arcos. Túmulos para los muertos del Alto Rey. Y seguían excavando. Raith oía el sonido de las palas en la lejanía, mezclado con los trinos que daba algún sacerdote en el idioma de los sureños, en alabanza de su Diosa Única. Levantó la barbilla e hizo un gesto de dolor al rascarse el cuello. Un guerrero debería regocijarse con los cadáveres de sus enemigos, pero a Raith ya no le quedaba alegría.

—¿Te molesta la barba? —Jenner el Azul llegó bostezando, intentando alisar los revoltosos mechones de su pelo y dejándolos más revueltos que antes.

—Me pica. Es curioso cómo siguen chinchándote las cosas pequeñas, hasta en medio de todo esto.

—La vida es una sucesión de pequeñas incomodidades con la Última Puerta al final. Podrías afeitarte y punto.

Raith siguió rascándose.

—Siempre me he imaginado muriendo con barba. Como casi todo lo que anticipas mucho tiempo, al final acaba decepcionándote un poco.

—Una barba es solo una barba —dijo Jenner, rascándose la suya—. Te calienta la cara en las ventiscas y atrapa comida de vez en cuando, pero conocí a un hombre que se la dejó muy larga y se le enganchó en la brida del caballo. Lo arrastró a través de un seto y se partió el cuello.

—¿Lo mató su propia barba? Qué vergüenza.

—Los muertos no sienten vergüenza.

—Los muertos no sienten nada —dijo Raith—. No se vuelve del otro lado de la Última Puerta, ¿verdad?

—Quizá no. Pero siempre dejamos parte de nosotros en este lado.

—¿Qué? —musitó Raith, no muy contento con la idea.

—Nuestros fantasmas permanecen en los recuerdos de los que nos conocieron. Los que nos quisieron, los que nos odiaron.

Raith pensó en la cara iluminada por las llamas de aquella mujer, en sus lágrimas brillantes que tan claras veía incluso después de tanto tiempo, y notó el viejo dolor de siempre al cerrar los dedos.

—Los que nos mataron.

—Sí. —Jenner tenía la mirada perdida en la distancia. En su propia cuenta de cadáveres, tal vez—. En esos más que en nadie. ¿Estás bien?

—Hace tiempo me rompí la mano. No llegó a curarse del todo.

—Nada llega a curarse del todo. —Jenner el Azul se sorbió la nariz, carraspeó con fuerza, preparó la boca y envió un gargajo dando vueltas por encima del parapeto—. Parece que Espina Bathu pasó anoche a presentar sus respetos.

—Sí —dijo Raith. Había una franja chamuscada que cruzaba un lado del campamento de Yilling el Radiante, y por el tenue olor a paja ardiendo parecía que había dado un buen mordisco a su forraje—. Seguro que ha sido una experiencia más dolorosa para ellos que cuando yo la conocí.

—Es una buena amiga que tener a tu lado, esa chica, pero muy, muy mala enemiga. —Jenner soltó una risita—. Me cae bien desde que tropecé con ella por primera vez en el Denegado.

—¿Has recorrido el Denegado? —preguntó Raith.

—Tres veces.

—¿Y cómo es?

—Es como un río muy grande.

Raith estaba mirando más allá de Jenner el Azul, hacia la ruinosa puerta lateral de la Torre de Gudrun. Rakki acababa de salir al adarve por ella y la brisa jugueteó con su pelo blanco mientras miraba preocupado las grandes excavaciones funerarias de Yilling.

Jenner enarcó una ceja encanecida.

—¿Puedo hacer algo?

—Algunas cosas hay que hacerlas solo. —Raith dio una palmadita en el hombro del viejo saqueador al pasar junto a él—. Hermano.

Rakki ni siquiera lo miró, pero sí le tembló un músculo en la sien.

—¿Lo soy?

—Si no, es sorprendente lo mucho que te pareces a mí.

Rakki no sonrió.

—Deberías irte.

—¿Por qué?

Pero incluso antes de acabar de decirlo, Raith notó una presencia descomunal y se volvió reticente para ver cómo el Rompeespadas salía encorvado de la torre hacia el alba, con Soryorn a su hombro.

—Pero mira quién viene por aquí —casi cantó Gorm.

Soryorn se ajustó con cuidado la argolla de esclavo tachonada de granates.

—Es Raith. —Siempre había sido hombre de pocas palabras, y esas pocas eran obviedades.

Gorm cerró los ojos y escuchó los lejanos cánticos de los sacerdotes de la Diosa Única.

—¿Hay música más relajante por la mañana que los rezos del enemigo por sus muertos?

—¿La de arpa? —dijo Raith—. A mí me gusta el arpa.

Gorm abrió los ojos.

—¿De verdad crees que las bromas repararán lo que rompiste?

—Daño no hacen, mi rey. Quería daros la enhorabuena por vuestro compromiso. —Aunque pocos compromisos podrían atragantársele más—. Skara será la envidia del mundo como reina, y trae consigo toda Trovenlandia por dote…

—Grandes tesoros, cierto es. —Gorm alzó un brazo y abarcó con él los guerreros que los rodeaban por todas partes—. Pero queda pendiente el asuntillo de derrotar al Alto Rey antes de poder reclamarlos. Tu deslealtad me ha obligado a apostarlo todo a la astucia del padre Yarvi, en lugar de regatear la paz con la abuela Wexen, como habíamos planeado la madre Scaer y yo.

Raith miró a Rakki, pero su hermano tenía los ojos clavados al suelo.

—No pensaba que…

—No tengo perros para que piensen. Los tengo para que obedezcan. ¿De qué me sirve un chucho que no acude cuando silbo, que no muerde cuando se lo ordeno? Entre mis allegados no hay sitio para miserables como esos. Ya te advertí que veía una pizca de piedad en ti. Te advertí que podía aplastarte. Y lo ha hecho. —Gorm negó con la cabeza mientras se volvía—. Con la de chicos ansiosos que habrían matado cien veces por ocupar tu lugar, y yo voy y te escojo a ti.

—Decepcionante —dijo Soryorn, antes de despedirse con una mueca de desprecio y seguir a su amo por el adarve.

Raith se quedó callado. Hubo un tiempo en el que admiraba a Grom-gil-Gorm más que a nadie en el mundo. Su fuerza. Su crueldad. Antes soñaba con ser como él.

—Cuesta creer que tuviera respeto a ese hijo de puta.

—Ahí tienes una diferencia entre nosotros —dijo Rakki sin levantar la voz—. Yo siempre lo he odiado. Pero aquí viene otra: yo sé que aún lo necesito. ¿Qué planeas hacer ahora?

—No es que haya estado siguiendo un plan. —Raith frunció el ceño a su hermano—. No es fácil matar a alguien que no te ha hecho daño.

—Nadie dijo que fuera fácil.

—Bueno, pero no cuesta tanto a quien no ha de hacerlo. No sé por qué, siempre eres tú el que quiere que se hagan las cosas difíciles —añadió con brusquedad pero intentando mantener baja la voz—, ¡pero yo el que ha de hacerlas!

—Bueno, ahora ya no puedes ayudarme, ¿verdad? —El dedo índice de Rakki apuñaló el aire hacia el Salón de Bail—. ¡Porque elegiste a esa putilla antes que a tu propia…!

—¡No la llames así! —ladró Raith, apretando los puños—. ¡Lo único que elegí es no matarla!

—Y míranos ahora. Menudo momento para que te brote la conciencia. —Rakki miró de nuevo hacia las tumbas—. Rezaré por ti, hermano.

Raith bufó.

—Seguro que aquella gente de la frontera rezó cuando llegamos en plena noche. Seguro que rezaron a más no poder.

—¿Y?

—Sus rezos no los salvaron de mí, ¿a que no? ¿Por qué iban los tuyos a salvarme de algún otro cabronazo?

Dicho eso, Raith volvió con Jenner el Azul.

—¿Problemas? —preguntó el viejo saqueador.

—Un buen puñado.

—Bueno, así es la familia. Digo yo que a tu hermano se le pasará.

—A él puede que sí, pero dudo que el Rompeespadas sea tan generoso.

—No parece que lo sea, no.

—He terminado con él. —Raith escupió hacia el exterior de la muralla—. Y he terminado conmigo también, con mi forma de ser anterior.

—¿Te gustaba lo que eras?

—¿Entonces? Muchísimo. Ahora me parece que era un hijo de puta de mucho cuidado. —El rostro de aquella mujer se negaba a desvanecerse de su mente, y tragó saliva con la mirada fija en las viejas piedras bajo sus pies—. ¿Cómo sabe un hombre lo que debería hacer?

Jenner infló las mejillas.

—Yo me he pasado media vida haciendo lo que no debía. Y casi toda la otra mitad intentando descubrir qué era lo menos malo. Las pocas ocasiones en que he hecho lo correcto fueron casi todas por casualidad.

—Y vienes a ser el mejor hombre que conozco.

Las cejas de Jenner el Azul salieron despedidas hacia arriba.

—Te agradezco el cumplido. Y te compadezco.

—Yo también, abuelo. Yo también. —Raith contempló las figuritas que se movían en el campamento de Yilling el Radiante. Hombres que se levantaban de sus catres, se reunían en torno a sus fuegos, mordisqueaban el desayuno, quizá entre ellos un hombre viejo y otro joven que miraban en su dirección y hablaban de menudencias—. ¿Crees que hoy volverán a venir?

—Sí, y me preocupa un poco.

—Nunca podrán superar estas murallas con escalas. En la vida.

—No, y por fuerza Yilling tiene que saberlo. Pero entonces ¿por qué desperdicia tropas intentándolo?

—Para mantenernos nerviosos. Preocupados. Es un asedio, ¿no? Quiere entrar de algún modo.

—De algún modo que dé más lustre a su fama. —Jenner señaló las tumbas con la cabeza—. Después de una batalla, ¿los vansterlandeses excaváis grandes túmulos para cada hombre?

—A la mayoría los amontonamos y los quemamos, pero estos adoradores de la Diosa Única tienen costumbres raras con sus muertos.

—¿Y por qué tan cerca de nuestro muro? No se enseña al enemigo el daño que te ha hecho. No les plantas tus bajas delante de las narices, aunque te las puedas permitir.

Raith levantó la mano y se rascó la vieja muesca de la oreja.

—Supongo que tendrás alguna explicación ingeniosa.

—Veo que ya empiezas a conocerme y admirarme. —Jenner adelantó el mentón para rascarse el cuello—. Se me ha ocurrido que Yilling podría estar ordenando estos ataques tan insensatos solo para tener cuerpos que enterrar.

—¿Cómo dices?

—Venera a la Muerte, ¿no? Y tiene hombres más que de sobra.

—¿Y por qué matar a sus tropas solo para enterrarlas?

—Para que creamos que no hace nada más. Pero no me parece a mí que Yilling el Radiante vaya a dedicarse a excavar tumbas toda la noche, justo al borde del alcance de nuestras flechas y en el punto más débil que tenemos.

Raith miró un momento a Jenner, luego hacia aquellos montículos marrones y le subió un helado escalofrío por la espalda.

—Están minando la muralla.