NO HABRÁ PAZ

—¿Cuándo llegarán?

El padre Yarvi estaba sentado con la espalda apoyada en un árbol, las piernas cruzadas y un libro de aspecto vetusto encajado entre las rodillas. Cualquiera habría dicho que dormía, si sus ojos no estuvieran recorriendo la escritura bajo unos párpados entornados.

—Soy clérigo, Koll —musitó—, no vidente.

Koll miró con gravedad las ofrendas esparcidas por todo el claro. Aves decapitadas, jarras de cerveza vacías y fardos de huesos meciéndose y haciendo chirriar las cuerdas. Un perro, una vaca y cuatro ovejas, todas colgadas bocabajo de unas ramas con runas talladas mientras las moscas se congregaban atareadas en sus cuellos rebanados.

También había un hombre. Un esclavo, a juzgar por las rozaduras del cuello, con un círculo de runas inscritas de cualquier manera en la espalda y los nudillos tocando el suelo, rojo de sangre. Un magnífico sacrificio para Aquel Que Germina La Simiente, por parte de alguna ricachona con ganas de tener hijos.

A Koll no le hacían demasiada gracia los lugares sagrados. Le daban la sensación de que alguien lo observaba. Le gustaba pensar que era un tipo sincero, pero todo el mundo guardaba sus secretos. Todo el mundo albergaba sus dudas.

—¿Qué libro es? —preguntó.

—Un tratado sobre reliquias élficas escrito hace dos siglos por la hermana Slodd de Reerskoft.

—Más conocimiento prohibido, ¿eh?

—De una época en que la Clerecía se dedicaba a acumular sabiduría y no a reprimirla.

—Solo lo que se conoce puede controlarse —murmuró Koll.

—Y todo conocimiento, igual que todo poder, puede ser peligroso en las manos equivocadas. Lo que cuenta es el uso que se le da.

El padre Yarvi se chupó la punta del único dedo retorcido que había en su deforme mano izquierda y lo usó para pasar la página. Koll frunció el ceño, observando el bosque.

—¿Hacía falta que llegáramos tan pronto?

—La batalla suele ganarla el bando que llega antes.

—¿No habíamos venido a negociar la paz?

—Las negociaciones de paz son el campo de batalla del clérigo.

Koll dio un suspiro que le hizo aletear los labios. Se sentó en un tocón que había al borde del claro, a una distancia cauta de todas las ofrendas, y sacó el cuchillo y el trozo de madera de fresno al que ya había dado una forma tosca. Terminaría representando a Aquella Que Golpea El Yunque, con su martillo en alto. Un regalo para Rin, cuando regresara a Thorlby. Si es que regresaba, en vez de acabar colgado de un árbol en aquel mismo claro. Sus labios aletearon de nuevo.

—Los dioses te han bendecido con muchos dones —dijo en voz baja el padre Yarvi sin levantar la mirada del libro—. Manos diestras y buen juicio. Una bonita mata de pelo del color de la arena. Un sentido del humor algo descontrolado. Pero ¿quieres ser un gran clérigo y estar al hombro de reyes?

Koll tragó saliva.

—Sabes que sí, padre Yarvi. Más que nada en el mundo.

—En ese caso te queda mucho por aprender, empezando por la paciencia. Enfoca esa polilla que tienes por mente y un día podrías cambiar el mundo, como tu madre quería que hicieras.

Koll tiró de la cinta de cuero que llevaba al cuello y notó por debajo de la camisa cómo entrechocaban las pesas sujetas a ella. Las pesas que su madre, Safrit, había llevado en su condición de mercader respetada por no engañar en la pesada. «Sé valiente, Koll. Sé el mejor hombre que puedas ser».

—Dioses, aún la echo de menos —susurró.

—Yo también. Y ahora, quédate quieto y observa lo que hago.

Koll soltó la tira de cuero.

—Mis ojos no se apartan de ti, padre Yarvi.

—Pues ciérralos. —El clérigo cerró el libro de golpe, se levantó y se sacudió las hojas muertas de detrás de la túnica—. Y escucha.

Pasos, cruzando el bosque en dirección a ellos. Koll guardó la madera tallada pero conservó el cuchillo en la mano, con la punta oculta en la manga. Las palabras adecuadas podían resolver la mayoría de los problemas, pero Koll sabía que el acero afilado era una muy buena herramienta para afrontar los demás.

De los árboles salió una mujer, vestida de negro al modo de los clérigos. Su cabello de color rojo fuego estaba afeitado por los lados, dejando ver las runas que llevaba tatuadas en torno a las orejas, y levantado con grasa por el centro en forma de aleta pinchuda. Tenía las facciones duras, endurecidas más si cabe por los músculos que tensaba al mascar corteza del soñador y por las manchas de color púrpura en las comisuras de sus labios.

—Llegas temprano, madre Adwyn.

—No tan temprano como tú, padre Yarvi.

—La madre Gundring siempre me decía que es de mala educación llegar el segundo a una cita.

—Espero que disculpes mi grosería, entonces.

—Dependerá de las palabras que traigas de la abuela Wexen.

La madre Adwyn levantó la barbilla.

—Tu señor, el rey Uthil, y su aliado, Grom-gil-Gorm, han incumplido sus juramentos al Alto Rey. Han rechazado la mano amistosa que les tendía y han desenfundado las espadas en su contra.

—Su mano amistosa nos resultaba muy opresiva —respondió Yarvi—. En los dos años que han pasado desde que nos la quitamos de encima hemos descubierto que todos respiramos mejor. Dos años en los que el Alto Rey no ha tomado un solo pueblo, no ha ganado una sola batalla ni…

—¿Y qué batallas han entablado Uthil y Gorm? Sin contar las que emprenden a diario uno contra el otro, quiero decir. —Adwyn escupió jugo por un lado de la boca y Koll, incómodo, jugueteó con un hilo suelto de su manga. El comentario de la clériga había dado muy cerca del blanco—. Habéis tenido suerte, padre Yarvi, porque la mirada del Alto Rey estaba fija en la rebelión de las Tierras Bajas. Rebelión que, según tengo entendido, ayudaste a instigar.

Yarvi parpadeó, todo inocencia.

—¿Puedo hacer que los hombres se alcen en armas a cientos de leguas de distancia? ¿Acaso soy un mago?

—Hay quienes dicen que lo eres, pero de poco te servirán la magia, la suerte o la astucia. La rebelión está sofocada. Yilling el Radiante retó en duelo a los tres hijos de Hokon y los mató uno tras otro. No tiene igual con la espada.

El padre Yarvi se miró la única uña de su mano contrahecha, como para comprobar que siguiera en buenas condiciones.

—El rey Uthil podría no estar de acuerdo. Sin duda habría podido derrotar a esos tres hermanos al mismo tiempo.

La madre Adwyn dejó pasar la fanfarronada.

—Yilling el Radiante pertenece a una nueva clase de hombre, con nuevas formas de actuar. Pasó a espada a los perjuros, y sus Compañeros quemaron sus salones con sus familias dentro.

—Familias quemadas. —Koll tragó saliva—. Ahí está el progreso.

—Quizá no hayáis oído lo que hizo después Yilling el Radiante.

—Dicen que es muy buen bailarín —repuso Koll—. ¿Por casualidad bailó?

—Ya lo creo. Bailó cruzando los estrechos hasta Yaletoft para hacer una visita a ese descreído del rey Fynn.

En el silencio que siguió el viento agitó las hojas, hizo chirriar las ofrendas y provocó a Koll un escalofrío que le subió hasta la nuca. La madre Adwyn sonrió entre los húmedos chasquidos de su boca al masticar.

—Vaya, veo que tu bufón se ha quedado sin réplicas jocosas. Yaletoft yace en ruinas, el salón del rey Fynn en cenizas y sus guerreros se han disgregado a los cuatro vientos.

Yarvi contrajo el gesto de forma casi imperceptible.

—¿Qué hay del propio rey?

—Ha cruzado la Última Puerta, junto a su clériga. Sus muertes estaban anunciadas desde el momento en que los engañaste para unirse a tu pequeña alianza de condenados.

—En el campo de batalla no hay reglas —musitó el padre Yarvi—. Nuevas formas de actuar, sin duda.

—Yilling el Radiante ya cruza Trovenlandia a fuego, preparando el camino para el ejército del Alto Rey. Un ejército más numeroso que los granos de arena en la playa. El mayor ejército reunido desde que los elfos declararon la guerra a la Diosa. Para mediados de verano habrán llegado a las puertas de Thorlby.

—El futuro es un terreno sumido en la bruma, madre Adwyn. Quizá todavía nos sorprenda a todos.

—No es necesario ser profeta para saber lo que ocurrirá. —Sacó un pergamino y lo extendió dejando a la vista las runas que lo llenaban—. La abuela Wexen os nombrará a ti y a la reina Laithlin hechiceros y traidores. La Clerecía proclamará que ese papel moneda suyo es magia élfica y convertirá a quien lo emplee en marginado y proscrito.

Koll se sobresaltó al oír partirse una ramita entre los matorrales.

—Seréis podados del mundo —siguió diciendo la clériga—, como lo serán Uthil, Gorm y cualquiera que los respalde.

Entonces aparecieron los hombres. Eran guerreros de Yutmarca, a juzgar por las hebillas cuadradas de sus capas y los escudos alargados. Koll contó seis y oyó al menos a otros dos a su espalda, y tuvo que hacer acopio de voluntad para no salir por piernas.

—¿Espadas desenfundadas? —preguntó el padre Yarvi—. ¿En el terreno sagrado del Padre Paz?

—Adoramos a la Diosa Única —masculló su capitán, un guerrero con grabados de oro en el yelmo—. Para nosotros, esto es solo polvo.

Koll observó los rostros afilados y las hojas afiladas extendidas hacia él, y notó que le sudaba la palma de la mano en torno al puño de su cuchillo oculto.

—Esto no pinta nada bien —gimió.

La madre Adwyn dejó caer el pergamino al suelo.

—Pero incluso ahora, incluso después de todas tus intrigas y traiciones, la abuela Wexen está dispuesta a ofrecerte la paz. —Las sombras motearon su cara cuando alzó la mirada al cielo—. La Diosa Única en verdad es misericordiosa.

El padre Yarvi soltó un bufido. A Koll le costaba creer que se mostrara tan intrépido.

—Pero supongo que su misericordia tiene un precio, ¿me equivoco?

—Las estatuas de los altos dioses serán destruidas allí donde se alcen y se adorará a la Diosa Única a lo largo y ancho del mar Quebrado —dijo Adwyn—. Todo vansterlandés y gettlandés pagará un diezmo a la Clerecía. El rey Uthil y el rey Gorm depondrán sus espadas a los pies del Alto Rey en Casa Skeken, suplicarán su perdón y pronunciarán nuevos juramentos.

—Los antiguos no sirvieron de mucho.

—Motivo por el que tú, la madre Scaer y el joven príncipe Druin permaneceréis allí como rehenes.

—Hum. —El padre Yarvi se dio unos golpecitos en el mentón con su dedo retorcido—. Es una oferta tentadora, pero en Casa Skeken el verano puede llegar a ser un poco pegajoso.

Una flecha pasó volando junto a la mejilla de Koll, tan cerca que notó moverse el aire. Alcanzó al líder de los guerreros en un hombro, justo por encima del brocal de su escudo, sin hacer el menor ruido.

Llegaron más flechas desde el bosque. Un hombre chilló. Otro agarró un asta que tenía clavada en la cara. Koll se abalanzó sobre el padre Yarvi y lo derribó tras el grueso tronco de un árbol sagrado. Entrevió a un guerrero que embestía en su dirección con la espada en alto. Entonces Dosduvoi salió de la espesura, enorme como una casa, lo levantó del suelo con un tajo de su gran hacha y lo envió hacia el centro del claro entre un remolino de hojas muertas.

Las sombras se retorcieron, apuñalaron y tajaron, topando contra las ofrendas y haciendo que se balancearan. A los pocos y sangrientos instantes, los hombres de la madre Adwyn se habían unido al rey Fynn al otro lado de la Última Puerta. Su capitán estaba de rodillas, resollando, con seis flechas clavadas en su cota de mallas. Intentó levantarse apoyándose en la espada, pero la fuerza roja escapaba de él a borbotones.

Fror avanzó por el claro. En una mano llevaba su pesada hacha y, con gestos cuidadosos de la otra, abrió la hebilla del yelmo ribeteado en oro del capitán. Era de buena calidad y podría venderse por un buen precio.

—Esto lo lamentarás —susurró el hombre, con sangre en los labios y el pelo canoso pegado a la frente sudorosa.

Fror asintió muy despacio con la cabeza.

—Ya lo lamento.

Y descargó el hacha en la coronilla del capitán, que cayó con los brazos extendidos.

—Ya puedes dejar que me levante —dijo el padre Yarvi, dando una palmada en el costado de su aprendiz. Koll cayó en la cuenta de que había protegido al clérigo con su cuerpo, como haría una madre con su bebé en una tormenta.

—¿No podías haberme contado el plan? —preguntó mientras se levantaba con torpeza.

—No puedes revelar lo que no sabes.

—¿No confías en mí para que interprete un papel?

—La confianza es como el cristal —dijo Rulf mientras se ponía al hombro su enorme arco y tendía su manaza a Yarvi para ayudarlo a levantarse—. Encantadora, pero solo un necio apoya demasiado peso en ella.

El claro estaba completamente rodeado por curtidos guerreros de Gettlandia y Vansterlandia, y la madre Adwyn se veía muy solitaria entre todos ellos. A Koll casi le dio lástima, pero sabía que no serviría de nada a ninguno de los dos.

—Parece que mis intrigas han dado mejor resultado que las tuyas —dijo Yarvi—. Dos veces ha intentado ya tu maestra podarme del mundo y, sin embargo, aquí me tienes.

—Por las intrigas se te conoce, araña. —La madre Adwyn escupió jugo de corteza morado a los pies del clérigo—. ¿Qué ha sido del terreno sagrado del Padre Paz?

Yarvi se encogió de hombros.

—Ah, es un dios misericordioso. Pero quizá lo más prudente sería colgarte de uno de estos árboles y rajarte la garganta como ofrenda, por si acaso.

—Hazlo, pues —siseó ella.

—La piedad demuestra más poder que el asesinato. Regresa junto a la abuela Wexen. Agradécele la información que me has proporcionado y tan útil nos resultará. —Señaló los cadáveres de los guerreros, ya en camino de pender bocabajo de las ramas de la arboleda sagrada—. Agradécele tan ricas ofrendas para los altos dioses, que sin duda sabrán apreciarlas. —El padre Yarvi se inclinó hacia ella enseñando los dientes, y Koll vio caer la máscara de la madre Adwyn y el miedo que había ocultado—. ¡Pero dile a la Primera Entre Clérigos que me meo en su oferta! Juré vengarme de los asesinos de mi padre. Pronuncié un juramento-sol y un juramento-luna. Dile a la abuela Wexen que, mientras ella y yo vivamos, no habrá paz.