ACERO DE OTRA CLASE

Raith estaba levantando el brazo para detener aquella lanza dorada cuando el escudo del hombre que la blandía se hizo pedazos y el broquel de hierro cayó al suelo. El guerrero salió despedido hacia atrás como por el martillazo de un gigante, con su espléndida capa teñida de verde en llamas y su lanza rota dando vueltas contra el suelo.

Entonces llegó el trueno.

Fue un sonido como la Ruptura de la Diosa, un traqueteo de estallidos rápidos como los picotazos de un pájaro carpintero. El arma élfica de la madre Scaer se sacudió en sus manos como si estuviera viva, transmitiendo el temblor de su furia demente a todo el cuerpo de la clériga, convirtiendo su chillido en un áspero trino, escupiendo esquirlas de metal por arriba y fuego por la boca.

Ante los irritados ojos de Raith, los Compañeros de Yilling el Radiante, todos ellos guerreros de renombre, quedaron en un instante aplastados como escarabajos en un yunque, segados como maíz por la guadaña, reducidos a sangre, astillas y aros de malla que volaban por los aires, a armas torcidas y desmenuzadas que giraban y a miembros destrozados que saltaban de uno a otro como paja en un vendaval.

Raith no tuvo tiempo ni de abrir la boca, pasmado, antes de oír nuevos estallidos a su espalda, fuego arrojado desde las murallas de la fortaleza. Se encogió al ver un fogonazo en las filas del Alto Rey, una monstruosa eclosión de llamas que envió por los aires postes partidos y tierra y armaduras y hombres y fragmentos de hombres. El suelo se sacudió: hasta el mismo Padre Tierra tiritaba al ver liberado el poder de los elfos.

Su hacha se le antojó un juguetito inútil y Raith la soltó, asió el brazo de Skara y tiró de ella tras su escudo, mientras Jenner el Azul acoplaba el suyo a un lado y Rulf al otro para formar una endeble y pequeña muralla, tras la que se apiñaron empavorecidos mientras los clérigos enviaban a la Muerte por los campos en ruinas frente a la fortaleza del cabo de Bail.

Hubo un gran ruido sordo cuando el arma volvió a saltar entre las manos de Skifr, y una estela de niebla curvada surcó el aire hacia las filas del Alto Rey. Tocó tierra entre los caballos de un aprisco. Koll ahogó un grito al ver elevarse las garras del fuego y se tapó los oídos al sentir el temblor del inmenso estallido.

Unos caballos saltaron por los aires como los juguetes de un niño malcriado, otros se pusieron de manos o huyeron en desbandada, tirando de carretas en llamas. Koll dio una especie de gimoteo de terror y desesperación. No había sabido lo que harían aquellos ingenios élficos, pero nunca se había atrevido a imaginar que pudiera ser aquello.

Los dioses sabían que no tenía ninguna afición por el combate, pero sí comprendía por qué los escaldos cantaban sobre las batallas, sobre el enfrentamiento de guerrero contra guerrero, pericia contra pericia y valentía contra valentía. Allí no había pericia alguna, ni tampoco valentía. No existía nobleza en aquella destrucción ciega.

Pero Skifr no estaba interesada en la nobleza, sino solo en la venganza. Dio una palmada a un lado de su arma e hizo saltar el cilindro, que rebotó en el talud de la muralla y cayó al foso. Extendió una mano.

—Más.

Por todas partes las reliquias élficas repicaban, tartamudeaban, apuñalaban, aporreaban los oídos de Koll y le impedían pensar.

—Yo… —balbuceó—. Yo…

—Uf. —Skifr metió la mano en el saco de Koll y extrajo un nuevo cilindro—. ¡Una vez me dijiste que querías ver la magia! —Lo insertó en la ranura humeante donde había estado el primero.

—He cambiado de opinión.

¿No era lo que mejor se le daba, al fin y al cabo? Pero entre los chillidos de las armas, de los hombres y de las bestias, era imposible que alguien lo oyera, no digamos ya que le prestara la menor atención.

Parpadeó mirando sobre el parapeto, con la nariz casi tocando piedra, intentando hallar sentido en la confusión. Hacia el norte parecía que se estaba combatiendo. El acero relucía entre el humo a la deriva. Atisbos de hueso y piel cabeceando sobre un cordel en llamas.

Los ojos de Koll se ensancharon aún más.

—¡Los shendos se han vuelto contra el Alto Rey!

—Como el padre Yarvi les dijo que hicieran —repuso Skifr.

Koll se la quedó mirando.

—No me había dicho nada.

—Si a estas alturas aún no sabes que el padre Yarvi dice tan poco como puede, es que no tienes remedio.

Hacia el este, los hombres del Alto Rey intentaban formar una muralla de escudos. Koll vio un guerrero a la carga, espada en alto. Lo hacía con gran valor, pero cargaba contra una telaraña. Hubo un ruidoso traqueteo en el pequeño grupo de escudos que rodeaba la bestia de proa del Viento del Sur y el aspirante a héroe cayó mientras los escudos de la hilera volaban a su espalda como monedas lanzadas al aire.

—Con eso no basta —dijo Skifr, apretando la mejilla contra el arma élfica.

Koll quiso echarse a llorar mientras se metía los dedos en las orejas. Otro ruido sordo. Otra estela de niebla. Otro estallido que hizo temblar la tierra, otro gran agujero arrancado a la hilera. ¿Cuántos hombres habían muerto en un instante? ¿Cuántos calcinados como si nunca hubieran existido, cuántos hechos saltar a piezas como centellas revoloteando en la fragua de Rin?

Entraron en pánico, por supuesto. ¿Cómo podían combatir los hombres el poder que había roto a la Diosa? Las espadas y los arcos eran inútiles. La armadura y los escudos eran inútiles. La valentía y el renombre eran inútiles. El ejército invencible del Alto Rey anegó el camino y los campos en un enloquecido batiburrillo de hombres, que no se preocupaban de hacia dónde corrían siempre que fuese lejos del cabo de Bail, que pisotearon sus propios campamentos y se desprendieron de sus posesiones para retirarse en estampida, ahuyentados por los chillidos de los shendos y las despiadadas armas élficas, convertidos de hombres con propósito a animales sin ninguno por el terror.

Con los ojos casi cerrados en el brumoso amanecer, Koll percibió más movimiento detrás de ellos, caballos que salían de entre los árboles cerca del pueblo abandonado.

—Jinetes —dijo, señalando.

Skifr bajó el arma élfica y soltó una carcajada.

—¡Ja! O mi ojo para los portentos anda muy errado o esa es mi mejor discípula en acción. Espina nunca ha sido de las que se pierden una pelea.

—No es una pelea —murmuró Koll—. Es una masacre.

—Espina tampoco ha sido nunca de las que se pierden una masacre.

Skifr se irguió y las quemaduras de su cuello se arrugaron cuando miró alrededor. Por todas partes la poderosa hueste de la abuela Wexen se disgregaba como un montón de hojas en un vendaval, y los jinetes de Espina galopaban entre ellos y los derribaban con reluciente acero, los pastoreaban hacia las ruinas ennegrecidas del pueblo y el camino que salía hacia el norte.

—Je. —Skifr sacó el cilindro de su arma élfica y se lo arrojó a Koll, que tuvo que hacer unos malabares con él antes de aferrarlo desesperado contra el pecho—. Parece que la victoria es nuestra.

Despacio, sin fuerza, reacia como una polilla al salir de su capullo, Skara apartó el brazo flácido de Raith y, apoyada en el borde de su escudo, se puso de pie con esfuerzo.

Todos los sonidos parecían raros. Chillidos, y gritos, y cantos de aves. Aquí y allá, el ladrido entrecortado de las armas élficas. Pero todo provenía de la lejanía, como si hubiera ocurrido en otro tiempo y en otro lugar.

La madre Scaer estaba de pie, frotándose el hombro magullado. Con una mueca de repugnancia, tiró al suelo su reliquia todavía humeante.

—¿Estáis herida, mi reina? —La voz de Jenner el Azul. A Skara le costó un momento comprender que se dirigía a ella. Se miró a sí misma como una boba. Tenía la camisa de malla toda arrugada e intentó alisarla, y luego limpiar el costado de barro.

—Sucia —farfulló, como si tuviera alguna importancia, con la lengua torpe en la boca seca mientras contemplaba incrédula el campo de batalla. Si es que podía llamarse batalla.

La hilera de postes afilados estaba deshecha y caída, llena de enormes socavones de tierra rota y armas rotas y cuerpos rotos que se amontonaban y humeaban. El ejército del Alto Rey, tan temible unos momentos antes, se había consumido como la niebla matutina ante la Madre Sol.

El padre Yarvi contemplaba los cuerpos destrozados de los Compañeros de Yilling, con su báculo élfico… no, con su arma élfica apoyada bajo un brazo. No arrugaba el ceño ni sonreía. No sollozaba ni reía. En su rostro reinaba una calma estudiada, como la de un artesano satisfecho con su trabajo de la mañana.

—Arriba, madre Adwyn —dijo.

Entre los cadáveres la clériga levantó la cabeza y Skara vio su cabello rojo pegado al cráneo con sangre coagulada.

—¿Qué has hecho? —La mujer miró a Yarvi presa de una laxa incredulidad, con surcos de lágrimas en su cara enfangada—. ¿Qué has hecho?

Yarvi le metió la mano contrahecha en el abrigo y la levantó del suelo.

—¡Exactamente lo que me acusaste de hacer! —bramó—. ¿Dónde tienes un tribunal para esto? ¿Dónde está tu jurado? ¿Quién va a juzgarme ahora?

Y agitó su báculo élfico, su arma élfica, delante de la cara de la clériga antes de arrojarla de nuevo entre los cuerpos para que se arrastrara.

Uno de ellos de algún modo había logrado levantarse y miraba a su alrededor parpadeando como si acabara de despertar de un sueño. Era Vorenhold, aunque Skara apenas lo reconoció. Su cota de malla estaba tan andrajosa como el abrigo de un pordiosero, de su escudo solo quedaban astillas en el borde doblado, la mitad de su cara, a la que faltaba la oreja, estaba ensangrentada y llena de arañazos y el brazo que había sostenido una lanza terminaba en el codo.

Sacó el cuerno que llevaba en el cinturón como pudo, lo alzó como si fuera a soplar y entonces vio que la boquilla estaba partida.

—¿Qué pasa? —balbuceó.

—Tu muerte.

Gorm le puso una mano en el hombro y lo obligó a arrodillarse con suavidad, y entonces hizo rodar su cabeza con un tajo de su espada.

—¿Dónde está Yilling? —preguntó Skara casi para sí misma, correteando hacia los cadáveres.

Dioses, le costaba distinguir unos de otros. Los hombres que tan orgullosos se habían alzado unos momentos, reducidos a despojos de carnicería. Quizá debería sentirse triunfante, pero lo único que sentía era pavor.

—Esto es el fin del mundo —susurró. O por lo menos, del mundo que había conocido. Lo que había sido fuerte ya no lo era. Lo que había sido innegable estaba amortajado con una neblina de duda.

—Cuidado, mi reina —dijo Raith en voz baja, pero si Skara apenas lo oyó, mucho menos entendió sus palabras.

Había visto el cuerpo de Yilling el Radiante, encajado entre los otros, con los brazos extendidos, una pierna doblada por debajo y la cota de malla empapada de oscura sangre.

Se acercó poco a poco. Vio la suave mejilla, el largo corte que le había hecho Uthil.

Más cerca, fascinada, temerosa. Vio la sonrisa fofa de sus labios regordetes, incluso en la muerte.

Se inclinó sobre él. Los mismos ojos inexpresivos que habían infestado sus sueños desde aquella noche en el Bosque. La noche en que había jurado vengarse.

¿Se había movido su mejilla?

Ahogó un grito cuando los ojos de Yilling buscaron los suyos, dio un gemido de sorpresa cuando su mano la asió por la malla y tiró de ella hacia abajo, para acercarse al rostro la oreja de Skara. Para que escuchara su aliento rasposo. Pero no solo su aliento, sino también palabras. Y las palabras podían ser armas.

Tenía la mano en la empuñadura de su daga. Podría haberla desenfundado. Podría haberlo enviado al otro lado de la Última Puerta con solo girar la muñeca. No sería porque no lo hubiera soñado pocas veces. Pero entonces pensó en su abuelo. «Sé tan generosa con tus enemigos como con tus amigos. No por su bien, sino por el tuyo».

Oyó gruñir a Raith, sintió que su sombra caía sobre ellos y extendió hacia atrás la mano abierta para detenerlo. La mano de Yilling cayó al suelo y Skara se apartó de él para verle la cara salpicada de manchas rojas.

Con debilidad, Yilling depositó algo en la palma de su mano. Era una bolsita de cuero llena de tiras de papel. Tiras como las que la madre Kyre desenrollaba de las patas de las águilas que le enviaba la abuela Wexen.

Se inclinó de nuevo sobre Yilling el Radiante, ya despojada de todo miedo y también de todo odio. Le cogió la mano y pasó la otra por detrás de su cabeza para incorporarlo con suavidad hacia ella.

—Dime el nombre —pidió con un susurro, y luego acercó la oreja a los labios del moribundo.

La acercó lo suficiente para oír su último aliento. Su última palabra.