HERIDAS
Los hombres estaban tumbados en el suelo, escupiendo y retorciéndose. Suplicaban ayuda y llamaban con voz queda a sus madres. Renegaban entre dientes apretados, y bramaban, y chillaban, y sangraban.
Dioses, cuánta sangre había dentro de un hombre. Skara apenas daba crédito a sus ojos.
Había un tejedor de plegarias en la esquina, salmodiando ruegos a Aquel Que Cose La Herida y esparciendo el humo dulzón de la corteza que ardía en una copa. Aun así, había una peste sofocante a sudor y pis y todos los secretos que guardan los cuerpos, y Skara tuvo que taparse la nariz y la boca con una mano, los ojos casi, y mirar entre los dedos.
La madre Owd no era muy alta, pero en la tienda su presencia destacaba por encima de todas, menos parecida a un melocotón que al árbol de raíces profundas en el que maduraban. Tenía la frente arrugada, pelos sueltos enganchados con sudor a su mandíbula apretada, las mangas subidas sobre músculos fuertes que se contraían en sus antebrazos manchados de rojo. El hombre al que estaba atendiendo arqueó la espalda cuando la clériga palpó la herida de su muslo y empezó a revolverse y gemir.
—¡Que alguien lo sujete! —gruñó ella.
Rin pasó rozando a Skara, atrapó la muñeca del herido y lo contuvo con vigor mientras la hermana Owd sacaba una aguja de hueso de su moño suelto, la sostenía entre los dientes para enhebrarla y empezaba a coser, impasible a los bramidos y la saliva que escupía el hombre.
Skara recordó a madre Kyre enumerando los órganos, describiendo su cometido y mencionando a su dios patrono. «Una princesa debe saber cómo funcionan las personas», le había dicho. Pero se puede saber que un hombre está repleto de entrañas y, aun así, sentir la más profunda aversión al verlas.
—Han llegado con escalas —estaba diciendo Jenner el Azul—. Y con mucho valor. No me gustaría que me tocara a mí hacerlo. Supongo que Yilling el Radiante habrá prometido sus buenos aros-moneda a cualquier hombre que lograra escalar la muralla.
—No lo han conseguido muchos —dijo Raith.
Skara vio moscas revoloteando alrededor de un montón de vendajes ensangrentados.
—Los suficientes para provocar esto.
—¿Esto? —No comprendió cómo Jenner podía ser capaz de reír—. ¡Tendríais que haber visto lo que les hemos hecho a ellos! Si esto es lo peor que sufrimos hasta que vuelva el padre Yarvi, podemos darnos todos con un canto en los dientes. —Debió de ver la expresión horrorizada de Skara, porque titubeó al mirarla—. Bueno… Puede que estos chicos no…
—Estaba poniéndonos a prueba. —Raith tenía la cara blanquecina y las mejillas surcadas de rasguños. Skara no quería saber cómo se los había hecho—. Tanteándonos para encontrar puntos flacos.
—Pues prueba superada —dijo Jenner—, al menos esta vez. Será mejor que volvamos a la muralla, mi reina. Yilling el Radiante no es de los que se rinden al primer tropezón.
Ya estaban izando a otro paciente a la camilla de la hermana Owd, mientras la clériga se lavaba las manos en un cuenco de agua bendecida tres veces y ya rosada por la sangre. Era un gettlandés corpulento, no mucho mayor que Skara, y la única señal de que estaba herido era una mancha oscura en su malla.
Owd llevaba un tintineante juego de cuchillitos en un cordel atado al cuello, y usó uno de ellos para cortar las correas de cuero de la armadura. Rin subió la camisa de mallas y el acolchado de debajo hasta revelar una pequeña hendidura en la tripa del guerrero. La madre Owd se inclinó sobre ella, la apretó y vio cómo fluía la sangre. El hombre se retorció y abrió la boca, pero solo salió un sonoro respingo de su cara blanda y temblorosa. La hermana Owd olisqueó la herida, masculló un reniego y se enderezó.
—No hay nada que pueda hacer. Que alguien le cante una oración.
Skara se los quedó mirando. Con qué facilidad quedaba condenado a muerte un hombre. Pero tales eran las elecciones que debía hacer un sanador. Quién se salva, quién es solo carne ya. La madre Owd se había apartado y Skara se obligó a ir hacia el moribundo, aunque le temblaban las piernas y tenía el estómago a punto de salírsele por la boca. Se obligó a cogerle la mano.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
El susurro del hombre fue poco más que un tenue soplo.
—Sordaf.
Skara trató de entonar una oración al Padre Paz para que lo guiara a un descanso cómodo. Una oración que había oído cantar la madre Kyre de pequeña, tras la muerte de su padre, pero su garganta se negó a dejar pasar las palabras. A veces se decía que un hombre moría bien en la batalla. Skara ya no era capaz de imaginar cómo.
Los ojos saltones del herido estaban fijos en ella. O fijos más allá de ella. En su familia, quizá. En cosas sin hacer y sin decir. En la oscuridad que aguardaba tras la Última Puerta.
—¿Qué puedo hacer? —susurró, aferrada a su mano con tanta fuerza como él a la suya.
Sordaf intentó formar palabras, pero llegaron solo como gárgaras y salpicaduras de sangre en sus labios.
—¡Que alguien traiga agua! —chilló.
—No hace falta, mi reina. —Rin separó los dedos cerrados de Skara de los del hombre—. Ha muerto.
Skara se dio cuenta de que la mano se había quedado flácida.
Se levantó.
Estaba mareada. Tenía calor y le picaba todo.
Había alguien chillando. Gritos roncos, extraños, borboteantes, entremezclados con el canturreo del tejedor de plegarias, balbuceos, balbuceos, peticiones de ayuda, súplicas de piedad.
Anduvo tambaleante hacia la entrada, estuvo a punto de caer, salió con ímpetu al patio, vomitó, estuvo a punto de resbalar con su vómito, apartó el vestido de un zarpazo mientras devolvía otra vez, se limpió la larga baba biliosa de la boca y se apoyó en la pared, sin poder dejar de temblar.
—¿Estáis bien, mi reina? —La madre Owd había salido tras ella y estaba frotándose las manos con un trapo.
—Siempre he tenido el estómago débil… —Skara tosió y tuvo otra arcada, pero lo único que expulsó fue saliva amarga.
—Todos tenemos que guardar nuestros miedos en alguna parte. Sobre todo si no podemos permitirnos que se vean. Creo que vos escondéis los vuestros en el estómago, mi reina. —Owd posó una mano amable en el hombro de Skara—. Es tan buen lugar como cualquiera.
Skara miró hacia la entrada, de donde salía tenue el clamor de los heridos.
—¿Yo he hecho que ocurra esto? —susurró.
—Una reina debe tomar decisiones difíciles. Pero también soportar con dignidad el resultado. Cuanto más deprisa huyes del pasado, antes te alcanza. Lo único que podéis hacer es volveros hacia él y afrontarlo. Aceptarlo. Tratar de aprovechar esa sabiduría en el futuro. —La clériga destapó un frasco y se lo ofreció a Skara—. Vuestros guerreros buscan ejemplo en vos. No tenéis que luchar para mostrar vuestro coraje.
—No me siento como una reina —murmuró Skara. Dio un sorbo e hizo una mueca cuando el licor bajó ardiente por su garganta irritada—. Me siento como una cobarde.
—Pues fingid que sois valiente. Nadie cree estar preparado nunca. Nadie se siente adulto. Haced lo que creéis que haría una reina y lo seréis, os sintáis como os sintáis.
Skara se irguió y echó los hombros atrás.
—Eres una mujer sabia y una excelente clériga, madre Owd.
—No soy ninguna de las dos cosas. —La clériga se acercó a ella, arremangándose un poco más—. Pero al final se me ha dado bastante bien fingirme ambas. ¿Necesitáis vomitar otra vez?
Skara negó con la cabeza, dio otro sorbo al fuego del frasco, lo devolvió y vio cómo Owd echaba también un buen trago.
—Dicen que la sangre de Bail fluye por mis venas…
—Olvidad la sangre de Bail. —Owd asió el brazo de Skara—. Con la vuestra propia basta a todo el mundo.
Skara dio una bocanada entrecortada y siguió a su clériga de vuelta a la oscuridad.