PUNTA DE LANZA

El relámpago ofreció una nueva imagen congelada de las murallas del cabo de Bail, coronadas por merlones que se recortaban como muelas negras contra el cielo refulgente. Dioses, qué altas parecían.

—¿Es demasiado tarde para decir que este plan no me gusta? —gritó Koll para imponerse a los aullidos del viento, el siseo de la lluvia y los martillazos que daba la Madre Mar contra su pequeña embarcación.

—Dilo tantas veces como quieras —vociferó Rulf en respuesta, con su calva coronilla empapada—, ¡siempre que luego escales hasta ahí arriba!

Una ráfaga de viento lanzó espuma de mar a las caras de la esforzada tripulación. Un trueno restalló con tanta fuerza que hizo temblar el mundo, pero Koll no podría haber temblado más ni aunque quisiera, mientras se acercaban cabeceando y escorando a las rocas.

—¡Estos cielos no me parecen muy buen presagio! —exclamó.

—¡Ni a mí estos mares! —gritó Dosduvoi, forcejeando con el remo como si fuese un caballo que domar—. ¡Mala suerte por todas partes!

—¡Todos tenemos suerte, buena y mala! —Espina sopesó el arpeo que tenía en la mano—. Lo que importa es cómo te enfrentas a ella.

—Tiene razón —dijo Fror, y un ojo deformado brilló blanco en su cara ennegrecida con brea—. Aquel Que Habla El Trueno está de nuestra parte. Su lluvia evitará que asomen la cabeza. Su retumbar amortiguará los sonidos de nuestra llegada.

—Suponiendo que su relámpago no te achicharre. —Espina dio una palmada en la espalda a Koll y casi lo tiró por la borda.

La base de la muralla estaba construida con antigua piedra élfica, pero abombada y partida, con barrotes herrumbrosos asomando de las grietas y cubierta de lapas, algas y percebes. Rulf se agachó y tiró del timón con una mueca esforzada para acercarlos de lado.

—¡Poco a poco! ¡Poco a poco!

Una nueva ola sacudió la embarcación, casi logrando que Koll vomitara los higadillos, y la arrojó contra la roca entre los chirridos y los gemidos de la madera. Koll se aferró a la borda, convencido de que el barco iba a partirse y la Madre Mar entraría a borbotones, siempre hambrienta de nuevos cuerpos que arrastrar a su frío abrazo, pero la vieja madera aguantó y Koll dio las gracias en voz baja al árbol que la había proporcionado.

Espina arrojó el arpeo y lo enganchó al primer intento a aquellos barrotes vetustos. Asentó las piernas en la regala al lado de Koll, apretó los dientes y tiró para acercar el barco. Koll vio los dos contrafuertes que había descrito la princesa Skara, levantados por el hombre a partir de bloques de piedra toscamente labrada y una argamasa desmenuzada por años y años de mordiscos de la Madre Mar. Entre ellos quedaba una hendidura ensombrecida, con paredes de piedra mojada y resbaladiza.

—¡Tú imagínate que es otro mástil! —vociferó Rulf.

—Los mástiles suelen tener mares furiosos debajo —dijo Espina, con los tendones marcados en sus hombros ennegrecidos mientras luchaba contra la cuerda.

—Pero pocas veces tienen enemigos furiosos arriba —murmuró Koll mientras alzaba la mirada hacia las almenas.

—¿Seguro que no quieres brea? —preguntó Fror, ofreciéndole el frasco—. Si te ven trepar…

—No soy un guerrero. Si me descubren, saldré mejor parado hablando que peleando.

—¿Preparado? —gritó Rulf.

—¡No!

—¡Pues más vale que subas de todos modos, porque las olas no tardarán en hacer astillas este barco!

Koll se encaramó a la regala, con una mano agarrada a la proa y la otra aflojando un poco la cuerda que llevaba atada al pecho. Mojada pesaba bastante, y a medida que ascendiera pesaría cada vez más, ya que quedaría menos soga enrollada entre los cofres de mar. El barquito dio un bandazo y raspó la base del contrafuerte. El agua revuelta, emparedada entre roca y madera, saltó hacia arriba y habría empapado del todo a Koll si la lluvia y el mar no se hubieran ocupado ya de hacerlo.

—¡Mantenedlo firme! —gritó Rulf.

—¡Ya me gustaría! —respondió Dosduvoi—. ¡Pero la Madre Mar se opone!

«Los sabios esperan su momento —decía siempre el padre Yarvi—, pero nunca lo dejan pasar». La siguiente ola izó la embarcación y Koll susurró una última oración al Padre Paz antes de saltar, suplicando que le permitiera volver a ver a Rin.

Estaba seguro de que caería dando alaridos y aspavientos por la Última Puerta, pero el hueco entre los contrafuertes era más profundo que la altura de un hombre y tenía el ancho perfecto. Quedó encajado en él con una facilidad que casi lo decepcionó.

—¡Ja! —gritó por encima del hombro, eufórico por haber sobrevivido de manera inesperada.

—¡No te rías! —gruñó Espina, que seguía forcejeando con el arpeo—. ¡Trepa!

La argamasa medio derruida le proporcionaba incontables asideros para manos y pies, y al principio ascendió deprisa, canturreando sobre sí mismo e imaginando la trova que compondrían los escaldos sobre Koll el Ingenioso, que coronó las impenetrables murallas del cabo de Bail con la rapidez de una gaviota en vuelo. Los aplausos ganados en el patio de la ciudadela de Thorlby solo habían logrado abrirle el apetito. La perspectiva de ser amado, admirado y celebrado no le desagradaba. No le desagradaba en absoluto.

Pero a los dioses les encanta reírse de un hombre contento. Los contrafuertes se iban estrechando al subir, como los buenos mástiles. La cavidad que dejaban entre ellos era cada vez menos profunda, y el viento y la lluvia gélida se colaban para dar a Koll tales zarandeos que ya ni siquiera se oía a sí mismo. Pero lo peor de todo era que el hueco entre contrafuertes se ensanchaba, por lo que cada vez tenía que estirarse más para encontrar asideros, hasta que no le quedó más opción que renunciar a un contrafuerte y escalar en el ángulo que dejaba el otro con la propia muralla. La piedra estaba fría como el hielo y resbaladiza como el musgo, por lo que tuvo que empezar a hacer paradas en las que tenía que apartarse el pelo mojado de la cara, secarse las manos magulladas y soplarse los dedos entumecidos para devolverles la vida.

Las últimas pocas brazadas de piedra vertical levantada por el hombre le llevaron más tiempo que todo lo anterior junto. Para entonces ya lastraba su hombro una longitud considerable de soga empapada, más pesada que la armadura de un guerrero, dando latigazos y topando con los contrafuertes a merced del viento. Era la prueba más dura a la que se había enfrentado en la vida. Tenía los músculos crispados, temblorosos, doloridos más allá de su resistencia. Le dolían hasta los dientes, pero volver abajo habría sido más peligroso que seguir trepando.

Koll eligió los puntos de apoyo con el cuidado que un armador pone en su quilla, sabiendo que un solo error lo dejaría hecho trizas, convertido en comida para peces contra las rocas del fondo. Forzó la vista a la luz de la luna y los destellos de la tormenta, raspando fango musgoso de entre las piedras, que se deshacían como el queso viejo. Intentó no pensar en la caída que tenía debajo, ni en los hombres iracundos que quizá tuviera esperando arriba, ni en…

Una piedra se desmenuzó entre sus dedos insensibles y perdió el agarre, gimió al separarse de la pared, tensó hasta el último tendón ardiente de su otro brazo, enganchó una vieja hiedra y la arañó hasta que por fin halló un asidero firme.

Se apretó contra el muro y vio caer la grava, rebotando una y otra vez alrededor de su cuerda hasta los escarpados bloques de piedra élfica y el barco zarandeado por la furiosa espuma.

Notó las pesas de su madre contra el esternón y se acordó de ella, frunciéndole el ceño y meneando el dedo hacia la gavia. «Baja de ahí ahora mismo antes de que te partas la crisma».

—No puedo seguir arropado y protegido toda la vida, ¿verdad que no? —susurró entre el martilleo de su corazón.

Fue con un alivio legendario que asomó la frente por una almena y vislumbró el paseo de ronda empapado por la lluvia, más ancho que un camino y sin un alma a la vista. Gimió con el último esfuerzo para izarse, tiró de la cuerda tras de sí, rodó boca arriba y se quedó allí, jadeando e intentando que la sangre regresara a sus dedos palpitantes.

—Eso sí que ha sido una aventura —susurró mientras se ponía a cuatro patas y miraba hacia el interior de la muralla del cabo de Bail—. Dioses…

Desde allí arriba no costaba nada creer que fuese el baluarte mejor fortificado del mundo, la llave de todo el mar Quebrado.

Había siete torreones gigantescos unidos por inmensos lienzos de piedra, seis de ellos de construcción élfica y brillante piedra húmeda, el séptimo achaparrado y feo, levantado por el hombre para tapar la brecha abierta por la Ruptura de la Diosa. Cinco de las torres se alzaban del Padre Tierra a la izquierda de Koll, pero a su derecha había otras dos plantadas más allá de los acantilados, en la Madre Mar, con cadenas tendidas entre ellas que rebanaban las olas y encerraban el puerto.

—Dioses —volvió a susurrar.

Estaba atestado de barcos, como la princesa Skara había dicho que lo encontrarían. Había cincuenta como mínimo, algunos pequeños pero otros imponentes. La flota de Yilling el Radiante, acunada como un bebé entre los brazos de poderosa piedra élfica de la fortaleza, con los mástiles desnudos casi inmóviles a pesar de la furia que desataba la Madre Mar al otro lado.

Una larga rampa ascendía por el precipicio desde los embarcaderos hasta el extenso patio. En él se amontonaban las construcciones, de una docena de antigüedades y diseños distintos, con tejados que recordaban a un laberinto de paja musgosa, teja partida, pizarra empapada y canaletas rotas que vertían agua a las baldosas del suelo. Era casi una ciudad adherida al interior de la gran muralla élfica, con la luz del fuego asomando por las rendijas de cien postigos cerrados para proteger sus ventanas de la tormenta.

Koll se retorció para quitarse la soga y maldijo sus torpes dedos fríos mientras la ataba a un merlón y tiraba con fuerza de los nudos mojados para confirmar que no fueran a soltarse. Por último, se permitió una sonrisa agotada.

—Hala, hecho.

Pero a los dioses les encanta reírse de un hombre contento, y la sonrisa de Koll se esfumó al volver la cabeza.

Había un guerrero dando zancadas trabajosas por el adarve en su dirección, lanza en una mano, lámpara titilante en la otra, capa empapada aleteando bajo sus hombros encorvados.

Todos los instintos de Koll lo urgían a correr, pero se obligó a dar la espalda al guardia, apoyar una pierna en el almenaje como si no pasara nada, mirar hacia el mar como si en todo el mundo no hubiera un lugar donde estuviera más a gusto y elevar una silenciosa plegaria a Aquella Que Teje Las Mentiras. Fuera por lo que fuese, la diosa recibía muchas oraciones de Koll.

Cuando alcanzó a entreoír el raspar de las botas, se volvió con una sonrisa en los labios.

—¡Anda, hola! Qué buena noche hace para estar en la muralla.

—Justo lo contrario. —El hombre escrutó su rostro, levantando la lámpara—. ¿Te conozco?

Tenía acento yutmarkano, así que Koll decidió arriesgarse.

—No, no, soy inglingo.

A veces, cuando se servía a un hombre una buena mentira, era posible que ofreciera la verdad a cambio.

—¿De la gente de Lufta?

—Eso es. Me ha enviado Lufta a comprobar las murallas.

—¿Ah, sí?

Cuando no se podía urdir una buena mentira, había que conformarse con la verdad.

—Sí. Por lo visto hay dos contrafuertes, ¿sabes?, y Lufta piensa que alguien podría escalar entre ellos.

—¿Con el tiempo que hace y de noche?

Koll soltó una risita.

—Ya lo sé, ya, es una tontería como la copa de un pino, pero ya sabes cómo se pone Lufta…

—¿Qué es eso? —preguntó el hombre mirando ceñudo la cuerda.

—¿Qué es el qué? —dijo Koll. Se colocó delante de ella, pero ya se había quedado sin mentiras y acababa de quedarse sin verdades—. ¿El qué?

—Pues eso, zop…

Abrió los párpados de sorpresa cuando una mano negra le tapó la boca y un filo negro le atravesó el cuello. La cara de Espina apareció junto a la del hombre, poco más que una sombra en la lluvia, sus ojos el único blanco que destacaba en una piel cubierta de brea.

Dejó con suavidad el cuerpo inerte del guerrero sobre el antepecho.

—¿Qué hacemos con el cadáver? —preguntó Koll cogiendo la lámpara antes de que cayera al suelo—. No podemos…

Espina lo levantó por las botas y lo arrojó al vacío. Koll se asomó al parapeto, boquiabierto, y contempló cómo el cuerpo se precipitaba al fondo, daba contra la pared cerca de la base y caía destrozado al oleaje.

—Eso es lo que haremos —dijo Espina mientras Fror remontaba la muralla detrás de ella, sacaba el hacha que llevaba a la espalda y le retiraba el trapo con que había envuelto el filo embreado—. Vamos.

Koll tragó saliva y fue tras ellos. Quería a Espina, pero le daba miedo la facilidad con que podía matar a un hombre.

Los escalones que bajaban al patio estaban justo donde Skara les había dicho, encharcados de agua de lluvia en su centro desgastado. Koll apenas empezaba a permitirse soñar de nuevo con la gloria que cosecharía si aquel plan demente resultaba cuando oyó una voz resonar desde abajo. Se apretó contra las sombras del muro.

—Vamos dentro, Lufta. ¡Aquí hace un viento del demonio!

Respondió una voz más grave.

—Dunverk ha dicho que vigilemos la puertecita, así que deja de lloriquear de una vez, joder.

Koll atisbó por el borde de los peldaños. Por debajo de ellos un toldo de lona se agitaba al viento, dejando escapar luz de hoguera por los lados.

—Esa puertecita no es tan secreta como esperábamos —le susurró Espina al oído.

—Al igual que los gusanos de las manzanas —respondió él con otro susurro—, los secretos acostumbran a retorcerse y escapar.

—¿Luchamos? —murmuró Espina. Siempre era la primera solución que se le ocurría.

Koll allanó el camino del Padre Paz, como debía hacer un buen clérigo.

—Podríamos despertar a la fortaleza entera.

—Pues yo no pienso volver a bajar por ese hueco —dijo Fror—, eso te lo aseguro.

—Déjame la capa —susurró Koll—. Tengo una idea.

—¿Seguro que es buen momento para tener ideas? —siseó Espina en respuesta.

Koll levantó los hombros mientras se calaba la capucha e intentó relajar los músculos, que aún le temblaban de la escalada.

—Vienen cuando vienen.

Los dejó en los escalones y bajó trotando a las bravas. Pasó junto a una cuadra casi en ruinas, de cuyo tejado de paja podrida goteaba la lluvia.

Ya alcanzaba a vislumbrar a los hombres, siete guerreros acuclillados en torno a una hoguera azuzada por el viento que se colaba en el toldo. Se fijó en la luz que bañaba la pesada puerta que había en una esquina, detrás de los hombres. Estaba atrancada con una gruesa barra en la que alguien había grabado con profundas tallas el nombre de Aquella Que Protege Las Cerraduras. Koll dejó escapar un aliento neblinoso, hizo acopio de valor y saludó a los guerreros con un gesto desenvuelto mientras se acercaba.

—¡Qué tiempo más espantoso! —Koll se agachó bajo la lona inundada, se quitó la capucha y se pasó las manos por el pelo mojado—. ¡Si hubiera salido a nadar no estaría tan calado! —Todos los hombres lo miraron con gesto grave, y él respondió sonriendo de oreja a oreja—. Pero en fin, supongo que no será peor que un verano en Inglefold, ¿verdad?

Dio una palmada en el hombro a uno de los guerreros sin dejar de acercarse al portillo, animado por las risitas de un par de los otros.

—¿Te conozco? —preguntó el hombretón que estaba cerca del fuego. Por los aros de plata que llevaba en los brazos y su actitud arisca, Koll supuso que sería el líder.

—No, no, soy yutmarkano. Me envía Dunverk. Traigo un mensaje para ti, Lufta.

El grandullón escupió, y Koll se alegró de haber acertado.

—Pues dímelo antes de que me quede sordo por la edad. En mi familia pasa mucho.

Era el momento de arriesgar.

—Dunverk se ha enterado de un ataque. Vansterlandeses y gettlandeses en comandita, que intentan tomar la fortaleza y quemar nuestros barcos.

—¿Atacar este sitio? —Un guerrero rebufó—. Hay que ser tonto.

Koll asintió, resignado.

—Es justo lo que he pensado al oírlo, y sigo opinando lo mismo.

—¿Lo ha sabido por el espía ese? —preguntó Lufta.

Koll parpadeó. Aquello no se lo esperaba.

—Sí, por el espía ese. ¿Cómo se llamaba, te acuerdas?

—Solo lo sabe Yilling el Radiante. ¿Qué tal si se lo preguntas a él?

—Le tengo un respeto tan inmenso que no me atrevería a molestarle. Avanzan hacia los grandes portones.

—¿Hay que ser tonto, decías? ¡Hay que estar majara! —Lufta se relamió los dientes, un poco molesto—. Vosotros cuatro, conmigo. Vamos a los portones a ver. Vosotros dos, quedaos aquí.

—¡Vigilo yo también, no te preocupes! —gritó Koll a los hombres que ya se alejaban, uno con el escudo levantado para protegerse la cabeza de la lluvia—. ¡Por donde esté yo no pasará ningún gettlandés!

Los dos que se quedaron bajo el toldo eran bastante poco agraciados. Uno era joven pero tenía el cuero cabelludo lleno de calvas, el otro mayor y con una mancha roja en la cara, como si le hubieran derramado vino de un lado al otro. Llevaba una buena daga, con una empuñadura de brillante plata, colocada en el cinturón para lucirla con orgullo aunque sin duda se la debía de haber robado a algún trovenlandés muerto.

Tan pronto como Lufta se alejó un poco, Cararroja empezó a quejarse.

—Casi todos los hombres de Yilling están saqueando botines por toda Trovenlandia, y nosotros aquí con esto.

—Ya lo creo que es injusto. Pero por otra parte… —Koll se quitó la capa de Fror y le dio unos manotazos exagerados para sacudirle el agua—. Supongo que no hay lugar más seguro en todo el mar Quebrado para sentarse.

—¡Ten cuidado con eso! —protestó Cararroja, tan ocupado apartando la capa y quitándose el agua de los ojos que Koll no tuvo el menor problema para arrebatarle la daga de su cinturón con la otra mano. Era increíble lo que podía pasar por alto un hombre si se desviaba bien su atención.

—¡Mil disculpas, mi rey! —dijo Koll, alejándose. Dio un codazo en las costillas al Calvas—. Menudos aires se da tu compañero, ¿eh? —Y por debajo de los aleteos de su capa, deslizó la daga en el cinturón del hombre más joven—. ¡Voy a enseñaros algo maravilloso!

Levantó un brazo sin dejar responder a ninguno de los dos e hizo bailar una moneda de cobre a un lado y al otro sobre los nudillos, atrayendo la mirada de los hombres hacia el vaivén de sus dedos.

—Cobre —musitó Koll—, cobre, cobre y… ¡plata!

Giró la mano, escamoteando la moneda de cobre y sosteniendo una de plata entre el índice y el pulgar. El rostro acuñado de la reina Laithlin reflejó la luz de las llamas.

El Calvas frunció el ceño y se inclinó hacia delante.

—¿Cómo lo has hecho?

—¡Je! Venga, te enseño el truco. Préstame tu daga un momento.

—¿Qué daga?

—Tu daga. —Koll señaló su cinturón—. Esa de ahí.

Cararroja se levantó de un salto.

—¿Qué cojones haces tú con mi puñal?

—¿Qué? —El Calvas miró boquiabierto su cinturón—. ¿Cómo…?

—La Diosa Única no ve con buenos ojos robar. —Koll levantó las manos en un ademán devoto—. Eso lo sabe todo el mundo.

La mano negra de Espina rodeó la boca de Cararroja, y su cuchillo negro le atravesó el cuello. Casi al mismo tiempo, la cabeza del Calvas se sacudió cuando Fror le clavó el hacha en el cogote. Bizqueó, balbuceó algo entre un río de babas y cayó a un lado.

—Vayámonos de aquí —siseó Espina, bajando su hombre al suelo—. Antes de que los demás descubran la hiena traicionera que eres.

—Cómo no, mi Escudo Elegido —dijo Koll.

Deslizó la tranca con runas talladas fuera de sus abrazaderas y abrió la poterna de un tirón.