EL ASESINO
El Padre Tierra tembló y Raith sintió una punzada de miedo, se levantó deprisa, tiró su cuenco y salpicó el patio de sopa.
Yilling el Radiante estaba hundiendo su mina.
Todos sabían que terminaría ocurriendo. Lo sabían desde que Rakki había quedado enterrado en la anterior excavación y los hombres del Alto Rey no se habían molestado en ocultar que iniciaban otra.
El rey Uthil se había ocupado de que los defensores estuvieran ocupados. Había ordenado levantar una segunda muralla en el interior de la fortaleza. Un muro de agusanadas vigas arrancadas a los bajos edificios, de planchas y mástiles procedentes de barcos desguazados, de listones cubiertos de percebes robados a los embarcaderos, de travesaños y ruedas de carreta y duelas de tonel y escudos de hombres muertos. Una medialuna que no superaba en mucho la altura de un hombre y se extendía de muralla élfica a muralla élfica, con un exiguo adarve para que los defensores pudieran resistir, y luchar, y morir. No era muro que pudiera contener a diez mil guerreros.
Pero sí mucho mejor que nada en caso de que la Torre de Gudrun cayera.
La mayoría de los mil defensores que aún podían correr lo estaban haciendo ya hacia la barrera de madera, tropezando entre ellos, derribándose, gritando todos a la vez, desenvainando a la carrera, y Raith se dejó llevar por la marea. Jenner el Azul le ofreció la mano y lo ayudó a izarse al adarve, y junto al parapeto notó que el suelo volvía a temblar, con más violencia que nunca.
Todo el mundo tenía la mirada fija en el espantajo que era la Torre de Gudrun y el enclenque tramo de muralla levantado por el hombre a su izquierda. Deseando que se mantuviera firme. Suplicando a los dioses que lo hicieran posible. Raith habría querido saber a qué dioses rezar, pero tuvo que conformarse con apretar el puño dolorido y no perder la esperanza. Salieron unos pájaros volando del tejado roto, pero nada más. Se extendió la quietud más tensa que Raith hubiera visto nunca.
—¡Ha resistido! —gritó alguien.
—¡Silencio! —rugió Gorm, sosteniendo en alto la espada que una vez había llevado Raith.
Como si se tratara de una señal, hubo un sonoro estallido y los hombres se encogieron mientras volaba polvo y saltaban cascotes de la fachada interior de la Torre de Gudrun. Una roca grande como la cabeza de un hombre rebotó por el patio y se estrelló contra el muro cerca de Raith.
Hubo un poderoso chirrido y la hiedra que cubría la torre pareció retorcerse entre grietas que se extendieron raudas por la piedra, lo que quedaba del tejado se inclinó y una bandada de pájaros huyó hacia el cielo.
—Dioses —susurró Raith, boquiabierto.
Con una lentitud espantosa, la torre entera empezó a replegarse sobre sí misma.
—¡Al suelo! —gritó Jenner el Azul, tirando de Raith hacia abajo junto a él.
Sonó como si el mundo entero se resquebrajara. Raith apretó los párpados y sintió las piedras que le caían en la espalda como granizo. Estaba preparado para morir. Solo habría deseado poder hacerlo al lado de Skara.
Abrió los ojos pero todo estaba turbio. Un barco en la niebla.
Algo le dio un golpecito y Raith lo apartó de un desmañado manotazo.
Vio la cara arrugada de Jenner el Azul, pálida y fantasmagórica, gritando algo que Raith no podía oír. Le pitaban los oídos.
Se levantó casi a tientas junto al parapeto y tosió mientras escrutaba la niebla creada por el hombre. Alcanzó a distinguir las nebulosas siluetas del torreón élfico a la izquierda y la muralla élfica a la derecha, pero entre ellas, donde se había alzado la Torre de Gudrun, solo quedaba un hueco inmenso. Un amontonamiento de peñascos quebrados y vigas partidas al fondo de una extensión de cascotes sueltos que llegaban hasta la pared de madera.
—Por lo menos ha caído hacia fuera —dijo, pero ni siquiera llegaba a oír su propia voz.
Cayó en que se había dejado el yelmo dorado que había cogido al capitán de aquel barco junto a la puerta de Skara, pero no era cuestión de volver a por él. Tendría que pedir con amabilidad que nadie le golpeara en la cabeza. Encontró la idea tan ridícula que estuvo a punto de reír.
Entonces vio las siluetas en la penumbra. Sombras de hombres. Los guerreros del Alto Rey, que trepaban sobre los escombros y por fin hacían brecha. Llegaban a docenas, con los colores de sus escudos reducidos a un gris polvoriento, con las espadas y las hachas apagadas en la tiniebla, con las bocas abiertas en silenciosos gritos de batalla. Llegaban a centenares.
Volaron flechas hacia la agitada masa de hombres, desde la medialuna de defensores y desde las altas murallas élficas. Les llovieron flechas desde todas las direcciones, y sobre los cascotes que intentaban superar no habrían podido formar una muralla de escudos ni aunque quisieran. Cayeron hombres en el patio, cayeron entre los escombros, se arrastraron, rodaron y se quedaron sentados con la mirada perdida. Raith vio a un guerrero viejo y corpulento avanzar a cuatro patas, con cinco o seis flechas alojadas en su malla. Vio a un pelirrojo que se había enganchado una bota entre dos rocas quitarse el casco y arrojarlo al suelo en un arrebato de frustración. Vio a un guerrero con aros dorados en los brazos renquear con la espada a modo de bastón.
Siguieron llegando, profiriendo gritos de batalla que el pitido en las orejas de Raith reducía a un mortecino parloteo, embistiendo el pie de la muralla. Siguieron llegando, mientras los hombres de arriba los atravesaban con lanzas, les arrojaban rocas, se inclinaban para cortarlos con hachas. Siguieron llegando, algunos a gatas y con los escudos en alto mientras otros escalaban los maderos de la muralla improvisada. Su valentía habría sido digna de admiración si no estuvieran todos decididos a que Raith muriera.
Cerró los ojos y se metió la vieja y mordisqueada cuña en la boca, pero esa vez no sintió que lo embargaba el júbilo de batalla. Raith siempre había tenido una sed de violencia que parecía imposible de satisfacer pero, aunque por lo visto al fin había bebido hasta hartarse, la Madre Guerra seguía llenándole la jarra. Pensó en Skara bajando la mirada. Pensó en su risa. Poder oírla de nuevo le pareció algo por lo que merecía la pena luchar. Se obligó a abrir los ojos.
Los guerreros del Alto Rey habían escalado el muro como una plaga de hormigas, y medio adarve ya bullía de hombres forcejeando. Uno de ellos tenía la espada en alto para descargar un tajo sobre Jenner, y Raith le dio un hachazo en la sien que le abolló el yelmo y lo envió al suelo despatarrado. Una mano asió el parapeto y Raith la cortó por la mitad, golpeó a otro hombre en la boca con el brocal del escudo, lo empujó y vio cómo soltaba un puñal mientras caía del muro.
Jenner abrió mucho los ojos y Raith dio media vuelta para ver que se abalanzaba sobre él un robusto tierrabajeño, blandiendo una gran hacha a dos manos y con el sol de siete rayos de la Diosa Única rebotando en una correa que llevaba al cuello. A veces lo mejor que podía hacerse con el peligro era correr directo hacia él. Raith saltó hacia él y trabó el mango del hacha con el hombro, de forma que el filo solo le arañara la espalda antes de soltarse de las manos del tierrabajeño y caer repiqueteando al patio.
Se agarraron, se empujaron, se dieron manotazos y se escupieron uno al otro. Raith dejó caer su hacha y logró bajar el brazo quemado, palpando en busca del puño de su daga. El tierrabajeño le dio un cabezazo en la mandíbula y ganó espacio para echar atrás el brazo, preparando un puñetazo, pero también permitió que Raith desenfundara el puñal.
Quizá no hubiera júbilo en ello, pero tampoco pensaba dejarse matar.
Agachó la cabeza para que el puño del tierrabajeño le diera en la frente y no en la nariz, un truco que había aprendido peleando contra chicos mucho más grandes que él. Le saltó la cuña de la boca y se redobló el pitido en sus oídos, pero sintió cómo se partían los huesos de la mano del hombre. Raith lo apuñaló en el costado y su filo raspó la malla sin atravesarla, pero el impacto bastó para que el tierrabajeño se doblara por la cintura, resollando. Intentó aferrar el brazo de Raith con la mano rota, pero él se soltó y le clavó el cuchillo justo por debajo de la orejera del casco.
El tierrabajeño puso cara de sorpresa al ver que caía sangre en el símbolo sagrado de su pecho. Seguro que había estado convencido de seguir al dios correcto, al rey correcto, la causa correcta. Todo el mundo encuentra el modo de justificar el bando que elige, al fin y al cabo. Pero mientras retrocedía trastabillando y sosteniéndose el cuello, descubrió que no vencían los hombres más rectos, sino los que pegaban primero y lo hacían más fuerte.
Raith bajó al suelo, le enganchó las piernas y lo arrojó por encima del parapeto, donde se llevó por delante a otro hombre y terminaron los dos tendidos entre los cadáveres de abajo. Sin duda todos ellos también habían pensado que estaban en el bando correcto.
Raith se quedó quieto, tratando de recobrar el aliento. Vio a la madre Owd detrás del muro, llevándose a un herido a rastras. Vio a Jenner el Azul intentando desencajar su espada del pelo ensangrentado de un muerto. Vio a Grom-gil-Gorm enviando a un hombre por los aires con un barrido de su escudo. Habían rechazado a los guerreros del Alto Rey en el muro de madera, pero seguían entrando a raudales por la brecha.
Entonces Raith vio caer algo desde la muralla élfica y se encogió cuando llovió fuego líquido sobre los hombres apiñados en aquel estrecho espacio. Notó el calor que soltaba en la cara y recordó el que había desprendido bajo tierra. Ni siquiera el pitido le impedía oír los gritos.
Cayó otra vasija de barro, hubo otro fogonazo y las tropas del Alto Rey se vinieron abajo y huyeron. Nadie conservaba el valor para siempre, por muy recto que se creyera. Los gettlandeses estallaron en vítores, los vansterlandeses en abucheos y los trovenlandeses en aullidos, y corearon los nombres del rey Uthil, el rey Gorm y hasta la reina Skara para celebrar la victoria. Raith no abrió la boca. Sabía que el enemigo no tardaría en volver.
—¿Estás bien? —oyó que preguntaba Jenner el Azul.
—Sí —murmuró Raith, pero la verdad era que estaba harto de pelear y quería volver al lecho de Skara.
Había cadáveres por todas partes, y una peste a aceite y carne cocinada, y hombres heridos pidiendo a gritos una ayuda que no llegaba. En lugar de asentarse el polvo se elevó el humo, y de entre las sombras llegó una voz aguda.
—¡Menuda forma de empezar el día! ¡Hemos hecho que fluya la sangre, eso seguro!
Algo se dejó ver en la brecha. Era una puerta con una esquina astillada y los goznes aún colgando. Se oyeron tres golpes de nudillos en la madera y entonces Yilling el Radiante asomó el rostro por un lado.
—¿Puedo acercarme a hablar sin que me acribilléis a flechazos? —Puso aquella sonrisita fofa que tenía—. Daría para una pobre canción, al fin y al cabo.
—Pues creo que Skara la cantaría muy a gusto —murmuró Raith, y él mismo la habría tarareado sin demasiadas pegas.
Pero Gorm estaba más interesado que ellos en la gloria.
—¡Acércate, Yilling el Radiante! Te escucharemos.
—¡Sois muy gentiles! —El capitán del Alto Rey dejó caer su puerta al interior del montículo de mampostería humeante y saltó con agilidad tras ella, hasta aquella esquina manchada, ruinosa y cosida a flechazos del patio.
—¿Qué te trae por aquí? —exclamó Uthil—. ¿Quieres rendirte?
Hubo algunas risas, pero Yilling se limitó a sonreír, solo frente a un semicírculo de ceños. Decían que adoraba a la Muerte. Desde luego no parecía temer un encuentro con ella.
—Quiero lo mismo que quería la primera vez que hablamos. Combatir. —Yilling cogió su espada por la empuñadura y la desenfundó para rascarse delicadamente el labio superior con el pomo—. ¿Alguno de los dos reyes querrá probar su esgrima contra la mía?
Hubo una pausa, mientras se extendía un murmullo nervioso por el adarve del muro de madera. Uthil enarcó una ceja a Gorm bajo el pelo gris que el viento enviaba contra su cara llena de cicatrices, y Gorm le devolvió el gesto mientras daba vueltas y más vueltas a un pomo de su cadena. Entonces dio un exagerado bostezo e hizo ademán de apartar a Yilling el Radiante.
—Tengo mejores cosas que hacer. Mi zurullo mañanero no va a aparecer por sí mismo.
Yilling solo ensanchó la sonrisa.
—Tendremos que esperar para poner a prueba esa famosa profecía tuya. Al menos hasta que mis hombres tumben vuestra empalizada de una patada. ¿Qué hay de ti, Rey de Hierro? ¿Te gustan más los zurullos o los duelos?
Uthil miró a Yilling con el rostro grave durante un tenso y largo momento, suficiente para que los murmullos se convirtieran en ansioso parloteo. Un duelo entre dos guerreros tan afamados era algo que solo se veía una vez la vida. Pero el rey de Gettlandia no se dejaba meter prisa. Miró su espada, se lamió la yema del meñique y limpió con ternura una manchita minúscula de la hoja.
—Llevo tiempo sin ponerme a prueba —dijo Yilling—. Visité Thorlby con la esperanza de batirme, pero allí solo había mujeres y niños para matar.
Entonces Uthil esbozó una sonrisa triste. Como si hubiera querido dar una respuesta distinta pero supiera que solo podía haber una.
—La joya que llevas en vez de pomo será un buen juguete para mi hijo. Me batiré contra ti.
Entregó su espada al maestro Hunnan, pasó una pierna algo envarada sobre el parapeto y se dejó caer resbalando al patio.
—¡La mejor noticia que me dan en todo el mes! —Yilling hizo una pequeña cabriola infantil—. ¿Quieres que luche con la mano derecha o con la izquierda?
—Con la que traiga tu muerte más deprisa —dijo Uthil, atrapando su hoja en el aire cuando la soltó Hunnan—. Tu ataque me ha interrumpido el desayuno y hay una salchicha a la que querría volver.
Yilling hizo revolotear la espada con la mano izquierda, tan hábil como buen sastre con su aguja.
—Los ancianos miran mucho lo de comer a su hora, tengo entendido.
Como si el duelo llevara años acordado, los dos célebres guerreros empezaron a moverse en círculos.
—Esto será digno de canciones —susurró Jenner.
Raith se frotó la mano dolorida.
—He perdido mucha afición a las canciones.
Yilling acometió con la velocidad de una serpiente, su espada hecha un borrón brillante. El brazo de Raith amagó los ademanes de cómo habría bloqueado y contraatacado. Y comprendió que ya estaría muerto.
Yilling el Radiante se retorció con velocidad sobrehumana y soltó un tajo bajo. Pero Uthil tampoco era manco. El acero raspó al detenerlo y Uthil evitó el filo sin esfuerzo y trazó un arco con el suyo. Se separaron con la misma rapidez con que se habían encontrado, Yilling extendiendo los brazos a los lados, Uthil con el rostro serio y la espada apuntando al suelo.
—Gane quien gane —dijo Raith con voz áspera, incapaz de apartar los ojos del duelo—, la guerra continúa.
—Sí —dijo Jenner, contrayéndose con los movimientos de los guerreros—. Ninguno de nosotros tiene otra elección.
Un nuevo intercambio de acero más veloz de lo que Raith podía seguir, estocada, estocada, tajo y bloqueo, y los dos hombres se alejaron girando, procurando no tropezar con los cadáveres, los cascotes, los restos esparcidos.
—¿Y todo esto, solo por la fama?
—Para algunos hombres no hay nada más valioso que la fama.
Lento silencio, lentos andares, lento merodeo, lentos círculos trazados en torno al adversario. Yilling luchaba bajo y fluía como la madre Mar en diferentes posturas, diferentes figuras, premiando cada acometida con risitas como si fuese un buen chiste que oía por primera vez. Uthil combatía erguido y sólido como el Padre Tierra, frunciendo el ceño como si rodeara un funeral. Se observaban el uno al otro, buscando el momento, tratando de adivinar qué haría el adversario, y el silencio se estiró hasta que parecía condenado a partirse. Entonces, sin previo aviso, los tañidos, el repicar y chirriar del acero con la Muerte acechando al hombro de los dos luchadores, aferrada al filo de las dos espadas, planteando y respondiendo la pregunta del acero antes de separarse veloces y volver al lento merodeo, los lentos círculos, el lento silencio.
—Es una auténtica lástima que deba perder uno de los dos. —Yilling esquivó un tajo alto y bizqueó un poco al ver pasar la punta de Uthil delante de la nariz—. Podría aprender mucho de ti.
—Me temo que solo tenemos tiempo para una lección. La muerte nos espera a todos.
Yilling embistió antes de que el rey terminara de hablar, pero Uthil se lo esperaba y desvió la acometida, dando un giro de muñeca para que su espada rastrillara la manga de la malla de Yilling y el dorso de su mano.
Yilling retrocedió de un salto y cayeron gotas de sangre a las piedras ya ensangrentadas del patio. Con una risita despreocupada, se lanzó la espada a la mano derecha.
—¡Sangra, so hijo de puta! —chilló alguien desde lo alto del torreón, y de pronto empezó a gritar todo el mundo, a ulular, a rugir sus insultos y su desafío. Olisqueaban la victoria. Olisqueaban la sangre.
Uthil pasó al ataque y el metal de su espada reflejó el sol aquí y allá en las mortíferas estocadas que ninguna cota de mallas habría podido detener. Yilling esquivó y rodó, haciendo chirriar el acero al apartar lo justo el filo de Uthil a un lado, retorciéndose para que silbara al rozarlo casi por el otro, retrocediendo como bien podía, desequilibrado.
Uthil se lanzó para dar el golpe final y su pie se torció sobre una piedra. Fue solo un levísimo traspié antes que su espada cayera siseando. Levísimo, pero suficiente para dar tiempo a Yilling de caer arrodillado e inclinarse a un lado, de forma que la hoja del rey le hizo un corte en la suave mejilla y tintineó contra las piedras del patio a su lado.
La espada de Yilling estaba atravesada en el cuerpo de Uthil, casi todo el filo asomando ensangrentado de su espalda.
Los vítores dejaron paso a un silencio atónito.
—Una piedra —gruñó Uthil, mirando ceñudo la empuñadura apretada contra su pecho—. Mala suertedearmas.
Y de repente flaqueó. Yilling el Radiante lo rodeó para detener su caída mientras liberaba la espada con una floritura.
—No —musitó Jenner, dando un manotazo al parapeto.
Por toda la medialuna de madera hubo reniegos, siseos y gemidos abatidos mientras Yilling el Radiante bajaba a Uthil al suelo polvoriento y le colocaba el brazo de forma que el Rey de Hierro de Gettlandia yaciera sosteniendo la espada contra su pecho y el acero fuese su respuesta en la muerte como había sido en vida.
—Una buena muerte —dijo Jenner el Azul entre dientes.
Raith arrojó su escudo contra el suelo del adarve.
—Una muerte y punto.
Mientras Yilling el Radiante limpiaba su espada la Madre Sol se impuso a las nubes e hizo brillar el diamante de su pomo, la sangre de su cara. En aquel momento de verdad parecía el elegido de la Muerte, sonriendo entre una cosecha de cadáveres y con el cuerpo del rey Uthil a sus pies.
—¡Ya volveré a por los demás! —exclamó mientras daba media vuelta hacia la brecha.
Y así acabó la matanza de aquel día.