AMIGOS COMO ESTOS
Raith estaba aburrido como nunca en su vida.
Se suponía que las guerras consistían en pelear. Y una guerra contra el Alto Rey sin duda eran la mayor pelea que podía desear un hombre. Pero estaba descubriendo que cuanto mayor era la guerra, más había que hablar. Hablar, y esperar, y hacerse un callo en el culo de tanto estar sentado.
Los parlamentarios estaban sentados a tres largas mesas dispuestas en forma de herradura, con la importancia de cada uno indicada por el valor de sus copas. Los vansterlandeses a un lado, los gettlandeses enfrente y, en el centro, una docena de sillas para los trovenlandeses. Sillas vacías, porque Trovenlandia no se había presentado, y Raith deseó haber podido seguir su ejemplo.
El padre Yarvi continuaba hablando por los codos.
—Hace siete días me reuní con una representante de la abuela Wexen.
—¡Yo debería haber estado presente! —exclamó la madre Scaer.
—Ojalá hubieras estado, pero no había tiempo. —Yarvi mostró la palma de su mano buena como si no existiera hombre más justo que él—. Pero tampoco te perdiste mucho. La madre Adwyn intentó asesinarme.
—Solo por eso ya me cae bien —susurró Raith a su hermano, que dejó escapar una risita.
Raith habría preferido acostarse con un escorpión que cruzar diez palabras con aquel cabrón de un solo puño. Rakki había empezado a llamarlo «la Araña», y desde luego era flaco, sutil y venenoso. Pero si no eras una mosca, las arañas te dejaban en paz. El padre Yarvi tejía sus redes para los hombres, y no había forma de saber quién terminaría atrapado en ellas.
Su aprendiz no era mucho mejor. Un chico desgarbado con pelo de espantajo, una barbita rala y dispersa, sin color particular, y un porte inquieto, asustadizo y parpadeante. Sonreía, siempre sonreía como si fuese amigo de todo el mundo, pero Raith no pensaba dejarse engañar. En las miradas de furia, de dolor o de odio se podía confiar. Una sonrisa podía esconder cualquier cosa.
Raith echó atrás la cabeza mientras continuaba el parloteo y dejó que su mirada ascendiera al gran techo abovedado del Salón de los Dioses. Era un edificio impresionante, pero, aparte de para incendiarlos, Raith no tenía mucha afición a los edificios. Las estatuas de los altos dioses lo miraban adustos y ceñudos desde las alturas, y Raith les devolvió una mueca despectiva. Aparte de alguna oración mecánica a la Madre Guerra de vez en cuando, tampoco tenía mucha afición a los dioses.
—La abuela Wexen nos ha proclamado hechiceros y traidores, y ha decretado que se nos debe podar a todos del mundo. —El padre Yarvi dejó caer un pergamino en la mesa y Raith gimoteó. Tenía aún menos afición a los pergaminos que a los dioses y a los edificios—. Está decidida a aplastarnos.
—¿No hubo propuestas de paz? —preguntó la reina Laithlin.
El padre Yarvi miró de soslayo a su aprendiz antes de negar con la cabeza.
—Ninguna.
La reina dejó escapar un suspiro contrariado.
—Esperaba que nos diera algo con lo que negociar. El derramamiento de sangre produce parcos beneficios.
—Eso depende de la sangre de quién se derrame y cómo. —Gorm miró las sillas vacías con el semblante adusto—. ¿Cuándo nos prestará su sabiduría el rey Fynn?
—No lo hará ni en mil años —respondió Yarvi—. Fynn ha muerto.
Los ecos de sus palabras se perdieron en las espaciosas alturas del Salón de los Dioses y dejaron paso a un silencio impresionado. Hasta Raith empezó a prestar atención.
—La madre Kyre cedió la llave del cabo de Bail a cambio de la paz —siguió diciendo el clérigo—, pero la abuela Wexen la traicionó. Envió a Yilling el Radiante a Yaletoft para saldar sus deudas, y él mató al rey Fynn y quemó toda la ciudad.
—No podemos esperar ayuda de Trovenlandia, entonces. —El rollizo rostro de la hermana Owd, la aprendiza de la madre Scaer, parecía a punto de estallar en lágrimas por las noticias, pero Raith sonreía de oreja a oreja. Quizá así por fin empezarían a moverse.
—Hubo una superviviente. —La reina Laithlin chasqueó los dedos y las puertas del Salón de los Dioses se abrieron—. La nieta del rey Fynn, la princesa Skara.
Había dos siluetas recortadas contra el brillo del vano, y sus largas sombras se extendieron por el suelo pulido al entrar. Una de ellas era la de Jenner el Azul, con el mismo aspecto dejado y curtido que Raith le había visto en los muelles. La otra se había preocupado bastante más por su apariencia.
Llevaba un vestido de fina tela verde que relucía en la penumbra iluminada por antorchas, tenía los hombros echados hacia atrás y las sombras se acumulaban en sus marcadas clavículas. Un pendiente derramaba joyas por su largo cuello y, en lo alto de su fino brazo, brillaba una gema de color rojo sangre, engarzada en un aro de oro. El cabello oscuro que antes flotaba como una nube fantasmagórica estaba aceitado, trenzado y sujeto en una brillante espiral.
Dioses, qué cambiada estaba, pero, aun así, Raith la reconoció al instante.
—Es ella —susurró—. La chica que vi en el embarcadero.
Rakki se inclinó hacia él y respondió en voz baja:
—Te quiero, hermano, pero puede que estés apuntando un poco demasiado alto.
—Permitidme que empiece dando las gracias. —Skara parecía blanquecina y quebradiza como una cáscara de huevo, pero su voz sonó fuerte y clara mientras elevaba aquellos ojos grandes y verdes a las imponentes estatuas de los altos dioses—. A los dioses por apartarme de las manos de Yilling el Radiante, a mis anfitriones por darme cobijo cuando estaba sola. A mi prima, la reina Laithlin, cuya astucia conocen todos pero cuya profunda compasión solo he descubierto en estos últimos tiempos. Y al Rey de Hierro, Uthil, de cuyas férreas determinación y justicia se habla a lo largo y ancho del mar Quebrado.
Una ceja del rey Uthil se elevó apenas una pizca, lo que para aquella cara de palo era toda una exhibición de placer.
—Sois bienvenida entre nosotros, princesa.
Skara hizo una profunda y elegante reverencia en dirección a los vansterlandeses.
—Grom-gil-Gorm, rey de Vansterlandia, el Rompeespadas, es un honor hallarme en vuestra larga sombra. Os explicaría cómo los relatos de vuestra gran fuerza y tremenda suertedearmas corrían por Yaletoft, pero vuestra cadena habla de ello con más elocuencia de la que yo podría hacer gala jamás.
—Yo también la tenía por elocuente. —Gorm toqueteó la cadena de pomos cortados de las espadas de sus enemigos muertos, que daba cuatro vueltas en torno a su grueso cuello—. Hasta que os he oído hablar a vos, princesa. Ahora empiezo a dudar que lo fuera.
Eran todo palabras. Pero incluso Raith, más incapaz de pronunciar un halago a nadie, vio lo meditado que estaba cada cumplido de Skara para ceñirlo a las vanidades de su objetivo, igual que una llave se ceñía a su cerradura. El ambiente del Salón de los Dioses ya se notaba más animado. Sobre aquella alianza ya se había vertido vinagre más que de sobra. Skara ofrecía miel, y todos ansiaban degustarla.
—Grandes reyes —dijo la princesa—, sabias reinas, guerreros legendarios y astuciosos clérigos se reúnen hoy aquí. —Se apretó la tripa con una mano delgada y a Raith le pareció que temblorosa, pero al instante la tapó con la otra y siguió hablando—. Soy joven y no tengo derecho a sentarme entre vosotros, pero no queda nadie más que pueda hablar por Trovenlandia. No es por mí misma sino en nombre de mi pueblo, indefenso ante los guerreros del Alto Rey, que os suplico que me permitáis ocupar el asiento de mi abuelo.
Tal vez fuese porque no tomaba partido por uno u otro bando. Tal vez fuese porque era joven, humilde y no tenía amigos. Tal vez fuese la musicalidad de su voz, pero al hablar liberaba magia de algún tipo. Donde unos momentos antes no había forma de decir dos palabras seguidas en la conversación ni a lanzazos, la sala repleta de héroes encrespados quedó sumida en un silencio pensativo.
Cuando el rey Uthil habló, su voz sonó brusca como el canto de un cuervo tras haber oído el de un ruiseñor.
—Sería grosero por nuestra parte rechazar una petición formulada con tan buen tino.
Los dos reyes por fin habían encontrado algo en lo que podían estar de acuerdo.
—Deberíamos ser nosotros quienes os suplicáramos vuestro permiso para sentarnos, princesa Skara —dijo Gorm.
Raith observó cómo la princesa se deslizaba hacia la alta silla que debería haber ocupado el rey Fynn, caminando con tanta fluidez que podría haber llevado una jarra de cerveza encima de su cabeza. Jenner el Azul echó a perder un poco el efecto dejándose caer en la silla contigua como si fuese el cofre de mar de un remero.
Gorm miró al viejo comerciante con el entrecejo arrugado.
—No es apropiado que una princesa disponga de un séquito tan escaso.
—No seré yo quien os quite la razón. —Jenner el Azul dejó asomar una sonrisa desdentada—. Creedme si os digo que nada de esto ha sido idea mía.
—Todo dirigente debería tener un clérigo a su lado —dijo la madre Scaer—, para ayudarlo a elegir el mal menor.
Yarvi la miró torciendo el gesto desde el otro lado del salón.
—Y el bien mayor.
—Exacto. Mi aprendiza, la hermana Owd, está muy versada en los idiomas y las leyes del mar Quebrado, además de ser una sanadora astuciosa.
Raith estuvo a punto de estallar en carcajadas. Mirando de reojo a su maestra y parpadeando como una idiota, la hermana Owd parecía tan astuciosa como un nabo.
—Lo apruebo —dijo Gorm—, pero la princesa debe estar bien protegida, además de bien aconsejada.
La voz de Laithlin llegó gélida.
—Mi prima tiene a mis guerreros para defenderla.
—¿Y quién va a defenderla de ellos? Yo os ofrezco a mi propio portaespadas. —La pesada mano de Gorm se precipitó sobre el hombro de Raith con la fuerza de un relámpago y aplastó su risa—. A mi propio copero. Le confío mi vida cada vez que bebo, y lo hago a menudo. Raith dormirá fuera de vuestra puerta, princesa, y la guardará con la fidelidad de un perro de presa.
—Me quedaría más tranquila si tuviera un nido de víboras a la puerta de su dormitorio —gruñó Espina Bathu, y Raith no estaba más a favor de la propuesta que ella. Podría pasarse el día entero embobado mirando a Skara, pero que lo arrancaran del puesto por el que siempre había luchado para convertirlo en su esclavo era harina de otro costal.
—Mi rey… —susurró mientras se alzaban voces furiosas por toda la estancia.
Raith y su hermano habían servido a su rey durante años. Que pudieran apartarlo con tanta facilidad le sentó como una puñalada. Además, ¿quién cuidaría de Rakki? Raith era el hermano fuerte, los dos lo sabían.
La mano de Gorm incrementó la presión.
—Es la prima de Laithlin —le dijo entre dientes—. Casi una gettlandesa. No te apartes de ella.
—Pero debería luchar a vuestro lado, no hacer de niñera a cualquier…
Los enormes dedos apretaron tan fuerte que Raith ahogó un grito.
—Nunca me hagas pedir las cosas dos veces.
—¡Amigos, por favor! —exclamó Skara—. ¡Tenemos demasiados enemigos como para estar discutiendo entre nosotros! Acepto agradecida tu consejo, hermana Owd. Y tu protección, Raith.
Raith miró a su alrededor y sintió posados en él todos los ojos fríos del salón. Su rey había hablado. En aquel asunto la voz del propio Raith valía tanto como la de un perro en la cacería de su amo.
Las patas de su silla rechinaron cuando se levantó. Aturdido, se descolgó del hombro la enorme espada de Gorm, la espada que había limpiado, afilado, transportado y junto a la que había dormido durante tres años, tanto tiempo que se notó desequilibrado sin su peso. Quiso arrojarla al suelo, pero no encontró el valor para hacerlo. En lugar de ello, la dejó apoyada en la silla con gesto sumiso, dio a su atónito hermano una palmadita de despedida en el hombro y, en un instante, pasó de ser portaespadas de un rey a perrito faldero de una princesa.
Sus pasos arrastrados resonaron en el silencio reprobador hasta que Raith se dejó caer en una silla junto a su nueva señora, con la mirada perdida, derrotado por completo sin haber tenido ocasión de pelear.
—¿Volvemos al asunto de la guerra? —dijo la voz rasposa del rey Uthil, y el cónclave siguió adelante a trompicones.
Skara no dedicó ni siquiera una mirada a su nueva mascota. ¿Por qué iba a hacerlo? Era como si procedieran de mundos diferentes. A Raith le parecía tan elegante y perfecta como una reliquia creada por manos élficas. Tan calmada, confiada y serena en tan elevada compañía como un lago en las montañas, reflejando las estrellas.
Una chica —o una mujer— que no albergaba ni el más mínimo temor.