REINA DE NADA

Desfilaron al interior del salón, quizá tres docenas, todos flacos como mendigos, sucios como ladrones. Un par de ellos tenían espadas. Otros, hachas de leñador, arcos de caza, cuchillos de carnicero. Una chica con el pelo enmarañado como un seto llevaba una lanza hecha con el palo de un azadón y una vieja hoja de guadaña.

Raith hinchó las mejillas y le escoció el corte de la cara.

—Aquí llegan los héroes.

—Hay luchadores a los que ponen la espada en la mano en el cuadrado de entrenamiento. —Jenner se inclinó para susurrarle al oído—. Los crían para ello desde pequeños, como a ti. A otros les cae un hacha en las manos cuando despliega sus alas la Madre Guerra. —Miró la desaliñada compañía, que estaba arrodillándose con torpeza en torno al estrado—. Hace falta valor para luchar cuando no lo has elegido, cuando no te entrenaron para ello, cuando no estás preparado.

—A mí no me pusieron ninguna espada en la mano, abuelo —dijo Raith—. Tuve que arrancársela a otros cien como yo por el lado afilado. No es la falta de valor lo que me molesta, sino la falta de habilidad.

—Menos mal que tienes a cien guerreros selectos esperando fuera. Que pasen después de estos.

Raith torció el gesto, pero no tenía nada que responder. El hermano locuaz era Rakki.

—No son a los valientes ni los habilidosos a quienes recompensa la Madre Guerra. —Jenner señaló con la cabeza hacia los pordioseros—. Son los que aprovechan bien lo que tienen.

Skara tenía arte para hacerlo, desde luego. Sonrió a sus harapientos reclutas como si fuesen el príncipe de Kalyiv, la Emperatriz del Sur y una docena de duques de Catalia jurándole fidelidad.

—Gracias por venir, amigos míos. —Inclinó la espalda hacia delante, atenta, en la Silla de Bail. Por menuda que fuera, de algún modo conseguía llenarla—. Compatriotas míos.

No se habrían mostrado más agradecidos aunque estuvieran de rodillas ante la mismísima Ashenleer. El líder del grupo, un viejo guerrero con la cara más marcada que una tabla de carnicero, carraspeó.

—Princesa Skara…

—Reina Skara —lo corrigió la hermana Owd, con un pequeño mohín melindroso. Saltaba a la vista que le gustaba haber salido de la sombra de la madre Scaer. Raith puso los ojos en blanco, pero tampoco podía reprochárselo. A la sombra de la madre Scaer podía hacer un frío del demonio.

—Lo siento, mi reina… —balbuceó el guerrero.

Pero Skara apenas tapaba la luz.

—Soy yo la que debería sentir que tuvierais que luchar solos. Soy yo quien debería daros las gracias por haber venido a combatir para mí.

—Luché por vuestro padre —dijo el hombre con voz entrecortada—. Luché por vuestro abuelo. Lucharé por vos hasta la muerte.

Todos los demás movieron las cabezas en asentimiento.

Una cosa era ofrecerse a morir y otra muy distinta arrojarse al acero afilado, sobre todo si el único metal que se acostumbraba a blandir era el cubo de ordeñar. Poco tiempo atrás, Raith habría estado burlándose con su hermano de la lealtad de aquel necio. Pero Rakki no estaba y a Raith le costaba verle la gracia.

Antes siempre había estado seguro del mejor camino a seguir, que al final solía tener un hacha. Era como se hacían las cosas en Vansterlandia. Pero Skara tenía su propia forma de actuar, y Raith descubrió que le gustaba mirar cómo lo hacía. Le gustaba mucho mirarla.

—¿De dónde sois? —preguntaba la reina.

—La mayoría venimos de Ockenby, mi reina, o de las granjas de alrededor.

—¡Ah, lo conozco! Allí tenéis unos robles maravillosos.

—Hasta que los quemó Yilling el Radiante —escupió una mujer de rostro tan duro como la hachuela de su cinturón—. Lo quemó todo.

—Sí, pero nosotros también le enseñamos el fuego. —El guerrero puso la mano sucia en el hombro del chico que tenía al lado—. Quemamos parte de sus vituallas. Incendiamos una tienda con algunos hombres suyos dentro.

—Tendríais que haberlos visto bailar —gruñó la mujer.

—¡Yo me cargué a uno cuando salió a mear! —gritó el chico haciendo gallos, y entonces se ruborizó y bajó la mirada al suelo—. Mi reina, quiero decir.

—Todos habéis obrado con valor. —Raith vio cómo a Skara se le marcaban los tendones de las manos delgadas al aferrarse a los brazos de la Silla de Bail—. ¿Dónde está Yilling ahora?

—Se fue —dijo el chico—. Habían acampado en la playa de Harentoft, pero lo levantaron antes de que amaneciera.

—¿Cuándo? —preguntó Jenner.

—Hace doce días.

El viejo saqueador se tiró de la barba enredada, abatido.

—Eso me preocupa.

—Tenemos sus barcos —dijo Raith.

—Pero el Alto Rey tiene más. Yilling podría estar haciendo ya de las suyas en cualquier costa del mar Quebrado.

—Te preocupas por todo, abuelo —refunfuñó Raith—. ¿Estarías más contento si aún siguiera quemando granjas?

—No, también estaría preocupado. Es lo que tiene ser viejo.

Skara impuso el silencio levantando una mano.

—Necesitáis comida y un lugar donde dormir. Si aún queréis luchar, tenemos armas de las tropas del Alto Rey. También barcos.

—Lucharemos, mi reina —dijo el viejo guerrero, y los demás trovenlandeses, por deplorable que fuera su estado, pusieron sus caras más belicosas. Valor no les faltaba pero, mientras la hermana Owd se los llevaba para darles de comer, Raith los visualizó enfrentándose a los incontables guerreros del Alto Rey. La siguiente imagen no era bonita.

Cuando se cerraron las puertas, Skara reclinó la espalda con un gemido y se llevó una mano al estómago. Estaba claro que sonreír tanto se cobraba su precio.

—¿Van seis tripulaciones ya?

—Y todas dispuestas a morir por vos, mi reina —dijo Jenner.

Raith respiró hondo.

—Si viene el ejército del Alto Rey, morir será lo que harán.

Jenner abrió la boca, pero Skara volvió a levantar la mano.

—Tiene razón. Quizá tenga la silla de una reina, pero sin Gorm y Uthil acampados fuera de mis murallas, no soy reina de nada. —Se levantó, despertando destellos en las joyas que pendían de su oreja—. Y Gorm y Uthil, por no mencionar a sus guerreros ociosos, vuelven a lanzarse al cuello del otro. Debería ir a ver si han hecho algún progreso.

Raith no tenía mucha esperanza. Siguiendo el consejo de Jenner, Skara por fin había convencido a los dos reyes para trabajar en las defensas: talar los árboles que hubieran crecido demasiado cerca, apuntalar la parte de la muralla construida por el hombre y excavar el foso. Lograr que aceptaran solo eso había costado un día entero de discusiones dignas de un clérigo. Skara se recogió las faldas e hizo un gesto descuidado a Raith para ordenarle que la siguiera.

Aún lo irritaba tener que aceptar órdenes de una chica, y Jenner debió de percatarse. El viejo saqueador le cogió el brazo.

—Escucha, muchacho. Eres un guerrero y los dioses saben que necesitamos unos cuantos. Pero el hombre que encuentra peleas por todas partes, en fin… no tarda mucho en descubrir que ha encontrado una de más.

Raith torció el labio.

—Todo lo que tengo se lo robé al mundo a puñetazos.

—Ya. ¿Y qué tienes?

Quizá el abuelo llevara una pizca de razón.

—Tú mantenla a salvo, ¿eh? —continuó Jenner.

Raith se liberó de él.

—Sigue preocupándote, abuelo.

Fuera del salón, a la luz del sol, Skara negaba con la cabeza mirando el gran tocón que había en el patio.

—Recuerdo cuando ahí crecía un gran Árbol de Fortaleza. La hermana Owd cree que es un mal presagio que lo talaran.

—Hay gente que ve presagios por todas partes. —Raith supuso que habría debido añadir «mi reina» al final de todo lo que dijera, pero aquellas palabras no le salían de la boca. No era un cortesano.

—¿Y tú?

—A mí siempre me ha parecido que los dioses envían la suerte al hombre con más saña y menos clemencia. Es lo que vi al crecer.

—¿Dónde creciste, en una manada de lobos?

Raith enarcó las cejas.

—Sí, más o menos.

—¿Cuántos años tienes?

—No estoy seguro. —Skara lo miró sorprendida y él se encogió de hombros—. Los lobos no saben contar muy bien.

Se dirigió al portón, con su esclava siguiéndolos con la mirada fija en el suelo.

—Entonces ¿cómo llegaste a ser portaespadas de un rey?

—La madre Scaer nos eligió. A mi hermano y a mí.

—Por tanto, estás en deuda con ella.

Raith pensó en los duros ojos y las duras lecciones de la clériga y se encorvó al recordar también más de un latigazo.

—Sí, supongo.

—Y admiras al Rompeespadas.

Raith pensó en los sopapos, las órdenes y el sangriento trabajo que había hecho para él en la frontera.

—Es el guerrero más grande de todo el mar Quebrado.

Skara miró a ambos lados antes de hablar.

—Dime, ¿te envió a protegerme o a espiarme?

La pregunta pilló a Raith a contrapié. Para ser sinceros, no había tenido el pie derecho desde que lo habían enviado a servirla.

—Yo diría que un poco de las dos. Pero se me da mucho mejor proteger que espiar.

—Y que mentir, por lo que veo.

—El listo es mi hermano.

—Entonces ¿el Rompeespadas no se fía de mí?

—La madre Scaer dice que los únicos que no pueden traicionarte son tus enemigos.

Skara dejó escapar un resoplido mientras entraban en la penumbra del túnel de entrada tallado por los elfos.

—Clérigos.

—Sí, clérigos. Pero yo lo veo así: por la parte de proteger, moriría por vos.

Skara parpadeó al oírlo, y los músculos de su cuello temblaron al tragar, y a Raith le pareció algo bastante maravilloso.

—Y por la parte de espiar, soy demasiado romo para cortar mucho en vuestros asuntos.

—Ah. —Una mirada fugaz a la cara de Raith—. Eres todo belleza sin cerebro.

Raith no solía sonrojarse, pero en aquel momento notó el calor de la sangre en los pómulos. Podía abalanzarse contra una muralla de escudos erizada de acero, pero una mirada de aquella chica esmirriada le desmoronaba el aplomo.

—Eh… La belleza es cosa vuestra, creo yo. La parte del cerebro no la negaré.

—La madre Kyre decía siempre que solo los estúpidos se proclaman inteligentes.

Esa vez le tocó a Raith resoplar.

—Clérigos.

La risa de Skara resonó en la oscuridad. Para lo poquita cosa que era, tenía una buena risa, descontrolada y sucia como la de un viejo guerrero tras una historia de taberna, y a Raith también le pareció bastante maravillosa.

—Sí —dijo ella—, clérigos. ¿Y por qué te eligió el Rompeespadas?

Se sintió como si estuviera nadando en una laguna y lo hubieran arrastrado a aguas profundas.

—¿Qué?

—¿Por qué enviar a un idiota sincero a hacer el trabajo de un mentiroso taimado?

Raith frunció el ceño mientras salían a la luz del sol. Por suerte, no tuvo que responder.

Había una multitud reunida fuera de la fortaleza, pero nadie estaba trabajando. A no ser que contara mirarse mal, provocarse con ademanes y gritar insultos, y, siendo sinceros, para Raith siempre había contado. Vansterlandeses enfrentados a gettlandeses, como de costumbre, siguiendo un patrón tan tedioso que hasta él empezaba a cansarse. Rakki y aquel gettlandés viejo con la cara como un culo azotado, Hunnan, estaban encarados en el centro, los dos erizados como gatos. Rakki tenía un pico en las manos, Hunnan, una pala, y por sus ademanes los dos pretendían usarlos bien pronto, y no contra el suelo.

—¡Eh! —gritó Raith corriendo ya hacia ellos, y los dos volvieron las caras de golpe.

Se coló entre ellos y vio cómo se tensaban los músculos en la mandíbula de Hunnan, cómo empezaba a retroceder la pala. Dioses, qué ganas tenía de darle un cabezazo, sacar los puños, agarrarlo y liarse a mordiscos en la cara. Raith se dio cuenta de que había contraído los labios para hacerlo. Contra todos los instintos que había aprendido tan por las malas, extendió un brazo y asió la pala. Antes de que el gettlandés tuviera tiempo de pensar, Raith bajó de un salto al foso.

—Creía que éramos aliados. —Empezó a cavar, arrojando los terrones a Hunnan y Rakki para separarlos—. ¿Soy el único que no tiene miedo al trabajo? —Raith no sería un gran pensador, pero veía lo que tenía delante, y si algo había aprendido de Skara era que se consigue más de un guerrero avergonzándolo que mordiéndolo.

Y resultó ser cierto. Primero Rakki se dejó caer al foso junto a él con el pico en la mano. Entonces lo imitaron algunos otros vansterlandeses. Para no ser menos, Hunnan se escupió en las palmas, arrebató una pala al hombre que tenía al lado, se agachó para bajar y empezó a trabajar con ahínco. Al poco tiempo todo el foso estaba lleno de guerreros compitiendo por propinar al Padre Tierra la mayor paliza de todas.

—¿Cuándo fue la última vez que detuviste una pelea? —preguntó Rakki en voz baja.

Raith sonrió de oreja a oreja.

—He parado unas cuantas con el puño.

—No olvides quién eres, hermano.

—No olvido nada —dijo Raith con sequedad, apartándose para que Rakki pudiera picar un manojo de raíces tozudas. Miró hacia el portón, vio sonreír a Skara y no pudo evitar devolverle la sonrisa—. Pero cada amanecer te vuelve un hombre nuevo, ¿eh?

Rakki negó con la cabeza.

—Esa chica te tiene atado en corto.

—Puede —dijo Raith—. Pero se me ocurren peores correas que llevar.