PODER

La hermana Owd observó el orinal con gravedad.

—Tiene un aspecto propicio.

—¿Cómo puede ser un zurullo más propicio que otro? —preguntó Skara.

—Quienes tienen la suerte de expulsar zurullos propicios siempre lo preguntan, mi reina. ¿Vuestra sangre llega con regularidad?

—Tengo entendido que lo tradicional es una vez al mes.

—¿Y vuestro vientre lleva intención de saltarse lo tradicional?

Skara miró a la hermana Owd con toda la frialdad que pudo reunir.

—Mi vientre siempre se ha comportado con exquisito decoro. Puedes estar tranquila. Ni siquiera he besado a un hombre en la vida. La madre Kyre se aseguró de que fuera así.

Owd carraspeó con delicadeza.

—Lamento fisgonear, pero vuestro bienestar es responsabilidad mía, ahora. Vuestra sangre es más valiosa para Trovenlandia que el oro.

—¡Pues que Trovenlandia se regocije! —gritó Skara, saliendo de la bañera—. ¡Sangro cuando corresponde!

La esclava de la reina Laithlin la secó con suavidad, cogió un manojo de ramitas y la salpicó de agua aromatizada, bendecida en nombre de Aquel Que Germina La Simiente. Sería un dios menor, pero sin duda se alzaba a gran altura sobre las chicas de sangre real.

La clériga arrugó la frente. La clériga de Skara, en teoría. Su sirviente, aunque era complicado no verla como una maestra severa.

—¿Estáis comiendo, mi reina?

—¿Qué otra cosa iba a hacer a la hora de la comida? —Skara no añadió que lo poco que se obligaba a tragar estaba siempre al borde de salir despedido de vuelta—. Siempre he sido delgada. —Chasqueó los dedos a la esclava para que le trajera enseguida la bata—. Y no me gusta que me examinen como a una esclava en el puesto de un tratante de carne.

—¿A quién le gusta, mi reina? —La hermana Owd apartó la mirada—. Pero me temo que la intimidad es un lujo que no pueden permitirse los poderosos. —Por algún motivo, su amabilidad era más enervante que la tozudez de la madre Kyre.

—Estoy segura de que ya comes tú por las dos —le soltó Skara.

La hermana Owd se limitó a sonreír y se formaron hoyuelos en su rostro fofo.

—Siempre he sido robusta, pero de mi salud no depende el futuro de nación alguna. Por suerte para todos los implicados. Tráele algo a la reina. —Hizo un gesto a la esclava, que se pasó la larga trenza a la espalda y cogió la bandeja del desayuno.

—¡No! —rugió Skara, con el estómago contraído solo de oler la comida, y cruzó la mano como si fuera a volcar la bandeja de un revés—. ¡Llévatela!

La esclava se encogió como si su ira fuese un látigo alzado, y al instante Skara notó una punzada de remordimiento. Entonces recordó las palabras de la madre Kyre, después de que su abuelo vendiera a la niñera de Skara y ella se pasara días llorando. «Los sentimientos por un esclavo son sentimientos desperdiciados». De modo que ordenó a la chica que se apartara con un gesto impaciente, como imaginaba que podría haber hecho la reina Laithlin. Al fin y al cabo, ahora era una reina.

Dioses. Era una reina. El estómago se le volvió a agarrotar, el vómito le rozó el irritado fondo de la garganta y Skara tosió de forma ahogada, a medio camino entre el eructo y el gruñido de frustración. Cerró el puño como si quisiera golpear sus tripas rebeldes. ¿Cómo iba a doblegar la voluntad de unos reyes si no se imponía ni a su propio estómago?

—Bueno, hay mucho que hacer antes del cónclave de hoy —dijo la hermana Owd, volviéndose hacia la puerta—. ¿Me excusáis por el momento, mi reina?

—No podías pedirlo demasiado pronto.

La clériga se detuvo y Skara vio cómo movía los hombros al inspirar hondo. Luego dio otra media vuelta y se cruzó de brazos con firmeza.

—A mí podéis hablarme como os plazca. —La hermana Owd podía parecer blanda como un melocotón a primera vista, pero Skara empezaba a recordar que los melocotones contienen una piedra tenaz con la que los descuidados pueden partirse los dientes—. Pero este comportamiento es indigno en una reina. Repetidlo delante de Uthil y Gorm y desharéis todo lo que habéis progresado hasta ahora. No estáis en una posición tan fuerte como para mostrar tal debilidad.

Skara estaba contrayendo hasta el último músculo, preparada para explotar de furia, cuando cayó en la cuenta de que Owd tenía razón. Estaba comportándose como solía hacerlo con la madre Kyre. Estaba actuando como una cría resentida. Su abuelo, generoso con todos en riquezas y palabras, no estaría nada impresionado con ella.

Cerró los ojos y notó el picor de las lágrimas acumulándose en las comisuras. Tomó aire y lo soltó con un suspiro intermitente.

—Tienes razón —dijo—. Eso era indigno de un mendigo, no digamos ya de una reina. Lo lamento.

La hermana Owd descruzó los brazos despacio.

—Una reina no tiene por qué lamentar nada, y menos con su clériga.

—Déjame que al menos te lo agradezca, pues. Sé que no pediste estar aquí, pero hasta ahora me has apoyado con lealtad. Siempre imaginé que un día sería reina, y hablaría con los poderosos en grandes salones, y cerraría acuerdos provechosos en nombre de mi pueblo… pero nunca soñé que sería tan pronto, ni con tanto en juego, ni sin mi abuelo para ayudarme. —Se frotó los ojos con el dorso de la mano—. La madre Kyre intentó prepararme para el peso del poder, pero… estoy dándome cuenta de que es una carga para la que nadie está nunca preparado del todo.

La clériga parpadeó.

—Teniendo en cuenta las circunstancias, creo que la lleváis admirablemente.

—Intentaré hacerlo mejor. —Skara forzó una sonrisa—. Si tú prometes seguir corrigiéndome cuando no dé la talla.

La hermana Owd también sonrió.

—Será un honor, mi reina. De verdad.

Se inclinó con rigidez y cerró la puerta con cuidado después de salir. Skara miró a la esclava y reparó en que no sabía ni cómo se llamaba.

—También lo lamento —descubrió que había musitado.

La esclava puso cara de espanto, y Skara no tardó en adivinar por qué. Si una esclava no es más que un objeto útil para su ama, está a salvo. Si una esclava se convierte en persona, puede ganar favor. Puede incluso ganar cariño, como el que Skara había sentido una vez por su niñera. Pero a una persona también se la puede culpar, envidiar, odiar.

Mejor ser un objeto.

Skara chasqueó los dedos.

—Trae el peine.

Hubo unos golpes de nudillo en la puerta, seguidos de la ruda voz de Raith.

—Ha venido el padre Yarvi. Quiere hablar con vos.

—Y es urgente, reina Skara —añadió la voz del clérigo—. De un asunto que nos beneficiará a los dos.

Skara se puso una mano en la tripa en un intento fallido de calmar su estómago revuelto. El padre Yarvi se había mostrado amable con ella, pero tenía algo inquietante en la mirada, como si siempre supiera lo que iba a decir ella y ya tuviera preparada la respuesta.

—La sangre de Bail corre por mis venas —murmuró para sus adentros—. La sangre de Bail, la sangre de Bail. —Y cerró el puño vendado hasta que el corte le hizo daño—. ¡Que pase!

Ni siquiera la madre Kyre habría encontrado defectos en la actitud del padre Yarvi. Entró con la cabeza inclinada en señal de respeto, con su báculo de retorcido y tachonado metal élfico en la mano buena y la deforme a la espalda, por si su visión incomodaba a Skara. Raith pasó detrás de él con la frente arrugada en aquel ceño constante que tenía, el pelo blanco aplastado contra un lado del cráneo por haber dormido a su puerta y la mano llena de cicatrices apoyada en el puño del hacha.

Skara había dejado de preguntarse cómo sería besarlo. Había pasado a descubrirse a menudo pensando en lo que podrían hacer después de los besos… Apartó los ojos de golpe, pero nunca dejaban de deslizarse hacia él. Bueno, al fin y al cabo tampoco había nada malo en preguntarse cosas, ¿verdad?

El clérigo de Gettlandia hizo una inclinación majestuosa.

—Mi reina, es un honor que me admitáis en vuestra presencia.

—Después tenemos cónclave. ¿No podemos hablar cuando esté vestida? —Se arrebujó en la bata.

Entonces el clérigo levantó la mirada. Sus ojos, entre grises y azulados, eran fríos como la lluvia en primavera.

—Por eso no tenéis que preocuparos. He pronunciado el Juramento del Clérigo. No soy un hombre, en ese sentido. —Y miró de soslayo a Raith.

El significado era evidente. Raith era, sin el menor asomo de duda, un hombre en todos los sentidos. Skara sintió sus ojos puestos en ella desde debajo de las pestañas blanquecinas, con absoluta despreocupación de si era lo apropiado o no. Apenas consciente siquiera de lo que significaba la palabra. Lo adecuado habría sido ordenarle que saliera de inmediato.

—Podéis quedaros los dos —dijo. Con Raith y su hacha tras el hombro del padre Yarvi, contaba con más poder. Lo apropiado tenía una importancia capital para una princesa, pero el poder aún tenía más valor para una reina. Y quizá, en el fondo, hubiera una parte de ella que disfrutaba de la forma en que la miraba Raith. Disfrutaba de que fuese cualquier cosa menos apropiado—. Dime qué puede ser tan urgente.

Si el joven clérigo de Gettlandia se sorprendió, su máscara sonriente no dejó traslucir ni un solo tic.

—Las batallas suele ganarlas el bando que llega primero al campo, mi reina —dijo.

Skara hizo un gesto a la esclava para que trajera el peine y el aceite, haciendo notar al padre Yarvi de que no era lo bastante importante como para interrumpir sus quehaceres matutinos.

—¿Acaso soy un campo de batalla?

—Sois una aliada valiosa e imprescindible en él. Una aliada cuyo apoyo necesito con desesperación.

—¿Igual que necesitabas el de mi abuelo asesinado? —restalló. «Demasiado brusca, demasiado brusca, eso muestra debilidad». Quitó filo a su voz—. La madre Kyre creía que engañaste a mi abuelo para entablar una alianza.

—Yo digo que lo persuadí, mi reina.

Levantó una ceja a Yarvi en el espejo.

—Persuádeme a mí, entonces, si puedes.

El báculo dio unos leves golpes contra el suelo al acercarse el clérigo, tan parsimonioso y sutil que apenas parecía moverse.

—El ejército del Alto Rey tardará poco en presentarse.

—Para eso no hace falta ser astucioso, padre Yarvi.

—Pero yo sé cuándo y dónde.

Skara atrapó la muñeca de la esclava antes de que el peine le tocara la cabeza, la apartó y se volvió con los ojos entornados.

—Dentro de seis noches —prosiguió el clérigo— intentará llevar sus tropas desde Yutmarca al otro lado de los estrechos, por su punto más angosto, justo al oeste de Yaletoft… o más bien de las ruinas de Yaletoft.

Aquello le hizo contener el aliento. Recordó la ciudad presa de las llamas. El fuego iluminando el cielo nocturno. El hedor del humo a medida que ardía su vida anterior. Sin duda el clérigo quería azuzar su miedo, su ira. Lo había conseguido.

Su voz adoptó un filo más letal que nunca.

—¿Cómo lo sabes?

—Es el deber de un clérigo. En tierra firme nuestra alianza se ve muy superada en número, pero tenemos buenas tripulaciones y buenos barcos, y los mejores que tenía el Alto Rey cabecean ahora en vuestro puerto, ahí abajo. En el mar la ventaja es nuestra. Debemos atacar mientras intentan cruzar los estrechos.

—¿Con mis seis barcos? —Skara dio otra media vuelta hacia el espejo e hizo un ademán, y la esclava se pasó la cadena de plata por el hombro y volvió en silencio con el peine.

—Con vuestros seis barcos, mi reina… —Yarvi se acercó un poco más—. Y con vuestro voto.

—Ya veo. —Aunque en realidad Skara lo había visto venir a grandes rasgos desde el momento en que habían anunciado su visita. Su título de reina era humo, sus guerreros eran poco más que bandidos suficientes para llenar seis barcos y sus tierras no se extendían más allá de los muros del cabo de Bail. Todo lo que tenía era prestado: su esclava, su guardia, su clériga, su espejo, hasta la ropa que se ponía. Y, sin embargo, el voto era suyo. El padre Yarvi dejó que su voz menguara a un susurro cálido. La clase de susurro que anima a acercar la cabeza, a entrar en el secreto. Pero Skara se cuidó de permanecer inmóvil, se cuidó de no mudar la expresión, se cuidó de que fuera él quien tuviera que acudir a ella.

—La madre Scaer se opone a todo lo que digo porque proviene de mí. Y temo que Grom-gil-Gorm sea demasiado cauteloso para aprovechar esta oportunidad, que podría no repetirse. Pero si la estrategia la propusierais vos…

—Hum —rumió Skara.

«Nunca decidáis deprisa —le decía siempre la madre Kyre—. Aunque sepáis lo que vas a responder, la demora muestra vuestra fuerza». Así que se demoró, mientras la esclava prestada por la reina Laithlin subía despacio a una banqueta para recoger el cabello de Skara, trenzarlo y pasarle alfileres con dedos expertos.

—Las circunstancias os han hecho poderosa, mi reina. —El padre Yarvi se aproximó aún más y, con el movimiento, Skara alcanzó a ver unas tenues cicatrices que le rodeaban el cuello—. Y os habéis hecho a ello como un halcón se hace al vuelo. ¿Puedo contar con vuestro apoyo?

Skara se miró en el espejo. Padre Paz, ¿quién era esa mujer de ojos brillantes, tan adusta, y orgullosa, y dura como el pedernal? Un halcón, desde luego. Sin duda no podía ser ella, en cuyo estómago bullían las dudas, ¿verdad?

«Aparentad poder y seréis poderosa», acostumbraba a decir la madre Kyre.

Echó los hombros atrás mientras la esclava le ponía el pendiente, y separó las aletas de la nariz con una profunda inspiración. Hizo un breve asentimiento con la cabeza.

—Esta vez.

Yarvi sonrió y e hizo una inclinación.

—Sois tan sabia como hermosa, mi reina.

Raith regresó hacia ella después de cerrar la puerta.

—No me fío de ese hijo de puta.

Era tan poco apropiado que Skara no pudo reprimir una risotada. Nunca había conocido a nadie que revelara tan poco como el padre Yarvi, ni a nadie que ocultara tan poco como Raith. Todos sus pensamientos se escribían con letra clara en aquella cara tan arisca, cicatrizada y atractiva.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Porque me considera sabia y hermosa?

Raith no le había quitado los ojos de encima.

—Que un hombre diga dos verdades no significa que no guarde mentiras.

Así que Raith también la consideraba sabia y hermosa. La idea la complacía mucho, pero no convenía demostrarlo.

—El padre Yarvi nos ofrece una oportunidad de atacar al Alto Rey —dijo—, y no tengo intención de desaprovecharla.

—¿Confiáis en él, entonces?

—No es necesario confiar en un hombre para sacarle provecho. Mi portero, sin ir más lejos, antes llenaba la jarra de Grom-gil-Gorm.

Raith frunció más el ceño que nunca mientras jugueteaba con aquella muesca de su oreja.

—Quizá lo mejor sería que no confiarais en nadie.

—Buen consejo. —Skara lo miró a los ojos por el espejo—. Puedes retirarte.

Y chasqueó los dedos para que la esclava le trajera la ropa.