EL ASESINO
Un puntito minúsculo de luz brilló en la tormenta y, como un perro ávido de sangre al que sueltan la correa, Raith salió disparado.
Cruzó a la carrera la hierba húmeda, con el escudo en un brazo y empuñando el hacha con tanta fuerza que le dolían los nudillos de la mano.
Sin duda las espadas eran más hermosas, pero las armas hermosas, igual que las personas hermosas, solían ser ariscas. Las espadas requerían sutileza y, cuando a Raith lo invadía el júbilo de batalla, podía ser un poco imprudente. Una vez había aporreado la cabeza de un hombre con su espada plana hasta que tanto la espada como la cabeza quedaron abolladas e inservibles. Las hachas no eran tan delicadas.
Un rayo iluminó de nuevo el cielo, destacando en negro la amenazante fortaleza sobre el mar y congelando un instante las gotas de lluvia que traía el viento, antes de que la noche volviera a reclamarlas. Aquel Que Habla El Trueno voceó su descontento al mundo, tan cerca que el corazón de Raith le saltó a la garganta.
Aún notaba el sabor de la última hogaza, el gusto salado en la lengua del pan horneado con sangre. Los vansterlandeses creían que daba buena suertedearmas, pero Raith siempre había considerado la suerte menos útil que la furia. Mordió con fuerza la vieja cuña de carpintero que llevaba entre los dientes. Una vez casi se había arrancado la punta de la lengua en un arrebato de ira y, desde entonces, siempre se calzaba las mandíbulas con madera antes de luchar.
No había sensación como la de cargar hacia la batalla. Apostarlo todo a la propia astucia, la voluntad, la fuerza. Bailar en el umbral de la Última Puerta. Escupir en la cara de la Muerte.
Con su entusiasmo había dejado atrás a Grom-gil-Gorm, a Soryorn e incluso a su hermano Rakki, y cada vez tenía más cerca las murallas élficas mojadas por la lluvia y la única luz titilante que se veía en su base.
—¡Por aquí!
El chico del padre Yarvi sostenía una lámpara en alto que dejaba sombras en su cara de pánfilo y señalaba una entrada oculta en el ángulo del torreón que tenía a su lado.
Raith se abalanzó al interior, rebotó contra las paredes y subió los peldaños de tres en tres, despertando ecos con sus roncos jadeos en el estrecho túnel, con las piernas en llamas, el pecho en llamas, la mente en llamas, el estrépito del metal, las maldiciones y los chillidos cada vez más fuertes en el interior del cráneo mientras salía como una exhalación al patio que había en lo alto.
Atisbó una mezcolanza frenética de cuerpos esforzados, armas relucientes, saliva y astillas, vio el aullido embreado de Espina Bathu y pasó junto a ella a toda velocidad, hacia el grueso del combate.
Su escudo impactó contra los dientes de un guerrero y lo envió a él por los aires y su espada al suelo. Otro retrocedió trastabillando y bamboleando la lanza que había estado a punto de clavar a Espina.
Raith dio un tajo a alguien y lo dejó chillando, dolorido, roto y sonando a metal. Empujó con el escudo y lo notó raspar contra otro, siseó y babeó en torno a la cuña de sus mandíbulas, salvaje, desatado, haciendo retroceder a un hombre que le salpicó la cara de saliva sanguinolenta desde tan cerca que podrían haberse besado. Raith volvió a empujar, le dio un rodillazo y lo desequilibró. Hubo un golpe hueco cuando la espada de Espina se hincó profunda en su cuello, y un chorro de sangre cuando la desatascó derribando al hombre de una patada.
Alguien cayó, enredado con un toldo de lona. Alguien gritó al oído de Raith. Algo rebotó en su yelmo y volvió blanco el mundo, demasiado brillante para ver, pero Raith siguió descargando golpes por encima del escudo entre gruñidos y toses.
Un hombre lo asió y Raith le estampó el pomo del hacha en la cabeza, le asestó otro golpe mientras caía y le pisó los dedos doblados. Resbaló y estuvo a punto de dar con los huesos en los adoquines resbaladizos de lluvia y sangre.
De pronto no estaba seguro de hacia dónde miraba. El patio se inclinaba y daba bandazos como un barco en plena tormenta. Vio a Rakki con sangre en el cabello blanco, asestando una estocada tras otra, y la furia volvió a arder y Raith se colocó a su lado, solapó el escudo con el de su hermano y empujó y golpeó y rajó. Algo impactó en su costado y lo envió trastabillando a través de una hoguera, levantando chispas con las botas.
Hubo un destello de metal y Raith se apartó, notó una quemazón en la cara, algo que le arañaba el yelmo y se lo desencajaba. Pasó a un lado de la lanza e intentó aplanar un rostro crispado con el escudo, pero no lo consiguió, vio que había dos listones colgando del brocal deformado y comprendió que se había hecho trizas.
—¡Muere, hijo de puta! —bramó, sus palabras transformadas en saliva sin sentido por la cuña de madera, mientras descargaba hachazos contra un yelmo hasta no dejar nada sin hendir. Cayó en la cuenta de que estaba luchando contra una pared, tallando grises brechas en la piedra con un brazo que zumbaba por los golpes.
Alguien tiró de él. Espina, con la cara negra llena de salpicaduras rojas. Señaló con un cuchillo rojo y emitió palabras con su boca roja, pero Raith no alcanzaba a oírlas.
Un espadón sesgó el aire húmedo, partió un escudo y envió a su dueño contra la muralla dejando una estela de sangre. Raith conocía el arma. Había cargado aquella hoja durante tres años, la había abrazado como a una amante en la oscuridad, la había hecho cantar al afilarla.
Grom-gil-Gorm avanzó, inmenso como una montaña, entre los destellos de las docenas de pomos dorados y enjoyados en su larga cadena, su escudo negro como la noche y su espada resplandeciente como el Padre Luna.
—¡Llega tu muerte! —rugió, tan alto que hasta los huesos enraizados de la fortaleza parecieron temblar.
El valor podía ser algo muy frágil. Cuando el pánico atenazaba a un hombre, se extendía más rápido que la peste, más que el fuego. Los guerreros del Alto Rey habían estado contentos y calentitos tras las resistentes murallas, y lo peor que esperaban de aquella noche era una buena ventolera. En cambio, lo que les había enviado la tormenta era al Rompeespadas en todo su belicoso esplendor, y rompieron filas y huyeron todos al mismo tiempo.
Espina acabó con uno de un hachazo, Gorm agarró a otro por el pescuezo y le estrelló la cara contra el muro. Raith desenfundó su daga, saltó a lomos de un guerrero que corría y apuñaló y apuñaló y apuñaló. Brincó hacia otro hombre, pero tropezó, dio un par de pasos tambaleantes, rebotó en la muralla y cayó.
Lo veía todo borroso. Intentó levantarse pero a sus rodillas no les daba la gana, así que se quedó sentado. Se le había salido la cuña y su dolorida boca sabía a madera y metal. Pisotones de botas por delante. Había un hombre tumbado riéndose de él, pero al momento alguien lo volteó de una patada. Un hombre muerto, que se reía de nada. Que se reía de todo.
Raith cerró con fuerza los párpados y volvió a abrirlos.
Soryorn estaba rematando a los heridos con una lanza, parsimonioso como quien siembra semillas. Seguían entrando hombres en tropel por la poterna, desenvainando sus armas, pasando por encima de cadáveres.
—Siempre has de llegar el primero a la batalla, ¿eh, hermano? —Era Rakki, que abrió la hebilla del yelmo de Raith, se lo quitó e inclinó la cabeza a un lado al advertir un nuevo corte en la cara—. Veo que insistes en que el hermano guapo siga siendo yo.
Las palabras llegaron con un tacto raro a la lengua de Raith.
—Necesitas todas las ayudas que pueda concederte. —Ignoró a su hermano y se afanó en levantarse, intentando sacudirse el escudo destrozado del brazo, intentando sacudirse el mareo de la cabeza.
La fortaleza del cabo de Bail era extensa, una maraña de construcciones con techos de paja y pizarra que habían brotado por todo el interior de las imponentes murallas élficas. Había golpes y gritos por todas partes, gettlandeses y vansterlandeses que hocicaban por la fortaleza como hurones por una madriguera, sacando a los hombres del Alto Rey de sus escondrijos, descendiendo por la larga rampa que llevaba al puerto, reunidos formando un semicírculo frente a una doble puerta tallada, alrededor de los reyes Gorm y Uthil.
—¡Si hace falta, os haremos salir con humo! —gritó el padre Yarvi a la madera. Como los cuervos, los clérigos siempre llegaban una vez terminada la lucha, ansiosos de hurgar entre los resultados—. ¡Habéis tenido ocasión de pelear!
Del otro lado llegó una voz amortiguada.
—Estaba poniéndome la armadura. Tiene las hebillas complicadas.
—Las pequeñas dan problemas a los dedos de hombres grandes —concedió Gorm.
—¡Pero ya la llevo puesta! —añadió la voz—. ¿Hay guerreros de renombre entre vosotros?
El padre Yarvi suspiró.
—Espina Bathu está aquí, y el Rey de Hierro Uthil, y Grom-gil-Gorm, el Rompeespadas.
Llegó un gruñido satisfecho de detrás de la puerta.
—La derrota es menos amarga contra unos nombres de tal fama. ¿Alguno de ellos se presta a batirse conmigo?
Espina escupió en unos escalones cercanos y torció el gesto cuando la madre Scaer pellizcó un corte que tenía en el hombro para hacer brotar la sangre.
—Ya he luchado bastante para una noche.
—Yo también. —Gorm entregó su escudo a Rakki—. Que el fuego se lleve a este imbécil desprevenido y a su armadura de hebillas pequeñas.
Los pies de Raith se adelantaron. Su dedo se alzó. Su boca dijo:
—Yo combatiré al muy…
Rakki lo cogió del brazo y tiró de él hacia abajo.
—No lo harás, hermano.
—La muerte es la única certeza. —El rey Uthil se encogió de hombros—. ¡Yo me batiré contigo!
El padre Yarvi parecía horrorizado.
—Mi rey…
Uthil lo acalló con una mirada de sus ojos brillantes.
—Los corredores más veloces se han hecho con toda la gloria, y no me quedaré sin mi parte.
—¡Bien! —exclamó la voz—. ¡Voy a salir!
Raith oyó el traqueteo de una barra al retirarse y las puertas se abrieron de par en par. Sonó un estrépito de escudos cuando el semicírculo de guerreros se dispuso a contener una carga. Pero al patio solo salió un hombre.
Era gigantesco y tenía un tatuaje arremolinado en un lado del musculoso cuello. Llevaba una gruesa cota de mallas con placas grabadas en los hombros, y un gran número de aros de oro en sus brazos abultados, y Raith dio su aprobación con un murmullo a quien parecía un adversario más que digno. El hombre metió los pulgares en su talabarte de hebillas doradas y miró, con la despreocupación y el menosprecio de un héroe, la media luna de escudos encarados hacia él.
—¿Sois el rey Uthil? —El hombre bufó neblina entre la llovizna desde su nariz ancha y plana—. Sois mayor que lo que dicen las canciones.
—Las canciones se compusieron hace ya un tiempo —replicó áspero el Rey de Hierro—. Entonces era más joven.
Algunos guerreros rieron, pero no aquel hombre.
—Soy Dunverk —dijo con voz gutural—, llamado el Buey, fiel de la Diosa Única, guerrero del Alto Rey, Compañero de Yilling el Radiante.
—Eso solo demuestra que eliges igual de mal tus amigos, tus reyes y tus dioses —dijo el padre Yarvi. Aquello provocó más risas, y hasta Raith tuvo que reconocer que había sido una pulla decente.
Pero sin duda la derrota aguaba el sentido del humor, y Dunverk mantuvo el gesto pétreo.
—Ya veremos cuando vuelva Yilling y os traiga la Muerte, perjuros.
—Lo veremos nosotros —replicó Espina, sonriendo burlona aunque la madre Scaer estuviera atravesando la carne de su hombro con una aguja—. Tú estarás muerto y no verás nada.
Dunverk desenvainó despacio su espada, que tenía runas talladas en la acanaladura y un puño labrado en oro con forma de cabeza de ciervo, sus astas por gavilanes.
—Si salgo vencedor, ¿perdonaréis la vida al resto de mis hombres?
Uthil parecía escuálido como un gallo viejo al lado de la corpulencia de Dunverk, pero no mostró ningún miedo.
—No saldrás vencedor.
—Os confiáis demasiado.
—Si mis más de cien adversarios muertos pudieran hablar, dirían que me confío cuanto merezco.
—Tengo que advertiros, anciano, que he luchado a lo largo y ancho de las Tierras Bajas y no ha habido quien pudiera oponerse a mí.
Por la cara llena de cicatrices del rey se deslizó la sombra de una sonrisa.
—Deberías haberte quedado en las Tierras Bajas.
Dunverk embistió y lanzó un tajo potente y alto, pero Uthil lo esquivó, ligero como el viento, sin haber movido siquiera la espada que acunaba en un brazo. Dunverk lanzó una fuerte estocada y el rey se apartó con un paso despectivo mientras dejaba que su acero desnudo resbalara por el costado.
—Conque el Buey —rio Espina—. Lucha como una vaca enloquecida, eso desde luego.
Dunverk bramó dando tajos a diestro y siniestro, con la frente sudada de blandir aquella hoja tan pesada, mientras los hombres retrocedían tras sus escudos por si un revés perdido los enviaba al otro lado de la Última Puerta. Pero el Rey de Hierro de Gettlandia se apartó a un lado del primer golpe y pasó por debajo del segundo, tan ajustado que la espada de Dunverk azotó su pelo canoso, y hubo un destello acerado cuando volvió a marcar distancia con su enemigo.
—¡Combáteme! —vociferó Dunverk mientras se volvía.
—Eso he hecho —dijo Uthil, y atrapó una punta de su capa, limpió el filo de su espada y volvió a arroparla con cuidado en la curva del brazo.
Dunverk bramó al dar un paso adelante, pero le falló la pierna y bajó una rodilla al suelo. La sangre empezó a rebosar de su bota y a extenderse por los adoquines, y entonces Raith comprendió que Uthil había abierto la gran vena del interior de la pierna de Dunverk.
Hubo un murmullo de asombro entre los guerreros reunidos, al que Raith aportó su voz como el que más.
—La fama del Rey de Hierro es bien merecida —dijo Rakki con voz queda.
—Espero que Yilling el Radiante sea más diestro con la espada que tú, Dunverk el Buey —dijo Uthil—. Apenas has servido de ejercicio a este anciano.
Entonces Dunverk sonrió, con una mirada perdida en sus ojos vidriosos.
—Todos veréis la destreza de Yilling el Radiante —susurró, mientras su cara palidecía a ojos vistas—. Todos la veréis.
Y se derrumbó de lado sobre el creciente charco de su propia sangre.
Todos coincidieron en que había sido una muerte excelente.